Sol tan lejos

Jorge Eslava

Fragmento

Sol cerró los ojos y mientras cabeceaba recordó sus clases de Religión, cuando la monja paseaba por el salón luminoso diciendo que Dios perdonaba el pecado y después olvidaba. “No vuelve a acordarse más de la ofensa”, repetía y Sol parecía ahora escuchar la voz de la misionera, a quien le faltaba un pedacito de nariz... No, se corrigió Sol, la que tenía descarnada la aleta de la nariz... Y sonrió al recordar al perfeccionista del Che. Siempre tratando de usar las palabras exactas... “¡Un pesado!”, se dijo y volvió a sonreír y creyó que levantaba la vista hacia el abuelo para preguntarle por él, si había estado entre la gente que la abrazó, porque ella estaba tan confundida que... pero lo que en verdad hizo fue hundirse en la larga noche de aquellos días.

Al comienzo todo era tan oscuro que no sabía si había abierto los ojos. O si continuaba soñando esa horrible pesadilla del secuestro. O si los tenía abiertos desde hacía un rato y solo debía esperar que el iris fuera dilatándose para reconocer el lugar y luego empezar a recuperar, poco a poco, mi conciencia para explicarme quién era yo y qué hacía allí. Pero todavía no veía nada. Todo seguía siendo tan negrísimo y olía tan mal. Fijaba mis ojos en distintos puntos imaginarios y no percibía ni una pizca de luz, ningún viso de sombra. ¿Era eso el agujero negro? ¿El fondo del precipicio a donde caería si pisaba alguna grieta de la acera, como presagiaba Philippe, mi mejor amigo del colegio?

Sentí la tierra entre mis dedos. Sí, recuerdo que froté una de mis manos contra el suelo y reconocí una tierra reseca, muy endurecida. Tal vez fue por los minerales de su composición que imaginé que podría distinguir algún minúsculo brillo y por eso me puse la mano cerca de los ojos. Nada... Desesperada la acerqué más y más hasta que tropecé con mis pestañas y entonces tuve una sacudida; me refregué violentamente el ojo con el antebrazo hasta hacerlo lagrimear y sin saber cómo surgió la voz de mi madre: “Te lo he dicho antes, preciosa: tienes los ojos terrestres, acuosos y etéreos como los de tu papi”. Y yo no entendía esa frase porque en esa época era muy pequeña y le pregunté: “¿Qué quieres decir, ma?” y ella me contestó muy contenta: “Que tienes unos ojos perfectos, porque son de la tierra, del agua y del cielo”. Y me puso suevamente un dedo en cada párpado y yo era la niña más feliz del mundo.

¿Ahora secuestrada? ¿Llevaré todavía el mismo trapo sucio en los ojos como ayer? ¿Cuándo fue que me interrogaron? Parece que hubieran pasado muchos días, ya no entiendo el tiempo... ¿Por qué no me acostumbro todavía a esta pestilencia horrible? Siempre escuché decir que el olfato es el sentido que debilita más pronto su percepción y que termina acostumbrándose a los estímulos del entorno. Pero aquí estoy, supermareada por el hedor, tumbada sobre la tierra y con los pies congelados... En realidad, apenas los siento. Si no fuera por el dolor del tobillo, juraría que estoy mutilada.

Era curioso, pero con las horas mi olfato fue la única certeza que tenía de estar viva. Todo lo que ingresaba en mí, a golpes, como espesos goterones de información, era gracias a mi nariz. Estaba asqueada, sí, pero sin embargo pude diferenciar ciertos olores: de tierra apisonada, de mis sudores, de excremento de animales... Después apareció el oído; no, nadie hablaba ni veía televisión a mi alrededor, pero escuché cantar a los pajaritos. Supe entonces que amanecía. Luego fue que vinieron los soldados y me llevaron a los interrogatorios.

Ayer solo contesté mi nombre y mis señas. No pude decir más. Estaba aturdida, no entendía las preguntas que me hacían, llevaba muchas horas encerrada y casi sin comer. ¿Dos o tres días? Solo me había embutido unos fideos y un caldo grasoso. En el interrogatorio solo repetí lo mismo: soy estudiante, me llamo Sol. Vivo con mis abuelos, no acá sino en Lima. Tengo diecinueve años, los cumplí el 23 de noviembre pasado. El oficial que me hacía las preguntas era un hombre malo, el segundo día me jaló los pelos hacía atrás y me gritó. Después me dijo cosas horribles. No quiero recordarlo... Es lo que menos quiero recordar. Uno de los soldados sí era bueno: me regaló pastillas para mi tobillo que estaba superhinchado y me dijo que las escondiera. Era un blíster. Yo lo metí en la basta de mi pantalón y fui tomando las pastillas de una en una. Pero una noche me desesperé y me tomé todas las que quedaban y me puse muy mal.

Esa noche estuve como loca. Me puse a gritar, a golpear las paredes, a dar de patadas a la puerta de fierro... Agarré mi casaca y la lancé varias veces contra el techo y de pronto se produjo algo que me pareció un bellísimo espectáculo: un polvillo se desprendió del techo y empezó a desparramarse sobre mi cabeza. Cuando el polvillo atravesó la ranura de la pared, el rayo de luz lo convirtió en una lluvia de escarcha dorada, como aquel rocío que me encantaba contemplar de niña en los cuentos de hadas. Entonces me pasó la rabia y me quedé completamente dormida. Fue cuando tuve la peor de mis pesadillas: en lugar de escarcha caían terrones sobre mi cuerpo, que estaba pálido y entumecido de miedo... Enseguida miré a mi lado y descubrí otros cuerpos rígidos como el mío y luego a mi alrededor y éramos miles en la misma tumba y nos seguían cayendo paladas de tierra y nosotros mirábamos hacia arriba, desesperados, como si atravesáramos los cartones que nos cubrían y también con piedad porque no teníamos más protección que esos cartones...

El lunes 4 de junio de 2001, en el vuelo de las diez de la mañana, Sol y el abuelo regresaron a Lima. Los esperaba un taxi en la puerta de salida de pasajeros. Se sentaron en los asientos posteriores del carro, sin hablar. El abuelo la tenía abrazada. Se soltó un momento para comunicarse nuevamente con la abuela y luego le pasó el teléfono a Sol. Lloraron las dos y se prometieron no separarse nunca más. Fueron por la avenida Faucett y entraron a La Marina; en este momento Sol se incorporó y miró en sentido contrario; hacia allá quedaba el balneario de La Punta. Recordó el malecón de Cantolao, el muelle de madera, los botes de paseo. “¿Cuándo volveremos a nuestra boya?”, pensó.

Cuando estuvo acostada en su cama y distinguió la fragancia de sus sábanas, pudo al fin reconciliarse con ella. “He regresado”, se dijo convencida. Hubiera querido salir, aunque sea al parque, pero se moría de cansancio; todavía debía tomar calmantes y los abuelos solo la despertaron para almorzar algo ligero y luego volvió a dormirse hasta el día siguiente. No pudo escuchar esa noche, por lo tanto, el discurso del presidente transitorio Valentín Paniagua que anunciaba la creación de la Comisión de la Verdad, que pasó poco después a llamarse Comisión de la Verdad y de la Reconciliación.