Max Burbuja 6 - El fin del mundo

El Hematocrítico

Fragmento

cap-1

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Estábamos en casa de Alejandra un domingo por la tarde, intentando concentrarnos en un ensayo muy importante. Lo intentábamos con todas nuestras fuerzas, pero era evidente que no lo estábamos consiguiendo.

Matías no se estaba quieto, claro. Es Matías, no se está quieto nunca. A Alejandra le ponía nerviosísima verlo yendo de un lado a otro de su habitación toqueteándolo todo, sacando las cosas de su sitio, manoseando los libros... Vaya, siendo Matías. Le gustaba especialmente su colección de figuritas, perfectamente ordenada y expuesta hasta ese momento.

—¿Esto es de la película esa de la niñera malvada demoníaca que secuestra niños y los manda a dimensiones alternativas?

—Mary Poppins, sí, pero no es malvada.

—¿Cómo que no? Entonces ¿por qué tiene esos poderes? ¿No es para esclavizarlos?

Alejandra todavía no había terminado de explicarse y él ya le estaba cogiendo otro Funko de la colección.

—Por favor, Matías. No me gusta que me toquen mis Funkos.

Se notaba. Su colección estaba impecable. Todos sus personajes preferidos dispuestos en filas armónicas y perfectas, hasta que entramos nosotros.

—¿Este es Lobezno? ¡Está fatal hecho! Vaya birria de garras.

—¡Es Eduardo Manostijeras! ¿No has visto esa película?

—No, de los X-Men he visto pocas... ¡Hala, cómo mola este! ¿Se quita la espada? —En ese momento, todos escuchamos «¡crac!»—. ¡Ah, vaya, no se quita!

Alejandra se quedó pálida al ver que Matías acababa de arrancar la espada de un personaje de una de esas películas que ve ella.

—¡LA ESPADA Anduril de Aragorn ¡Te la acabas de cargar!

—Tranquila —dijo Sancho, como si nada—. Le pones un poco de pegamento y andando. ¿Tienes un poco por ahí? ¡Te lo arreglo en un segundo!

Cuando Alejandra colocó de nuevo su muñeco mutilado en la estantería, comprobó que le faltaba uno de Darth Vader. Adriana lo estaba lamiendo como si fuera un chupachups.

Era evidente que Alejandra estaba haciendo muchos esfuerzos por ser amable y no ponerse a gritar. Me vi obligado a intervenir:

—A ver, Matías y Adriana. No toquéis nada. NADA. Hemos venido a ensayar. Faltan doce días para la Gala del Colegio y tenemos que organizar nuestra actuación y practicar. ¡Le hemos prometido a Alejandra que, si veníamos a su casa, íbamos a portarnos bien y no nos dedicaríamos a toquetear sus cosas!

Ese era el trato. Todos los años, para celebrar la Gala del Colegio, hacemos un concurso de talentos en el salón de actos. Es obligatorio participar, aunque tengas un talento..., ejem..., regular. Nosotros siempre nos apuntamos los cinco juntos y al menos lo pasamos bien.

Quedamos para ensayar en casa de Alejandra porque ese año nuestra actuación era musical, y sus padres no le dejan sacar el violín de paseo por la ciudad. Lo entiendo. Es muy valioso, puede perderlo, golpearlo o romperlo.

Pero creo que cualquiera de las tres opciones le iba a resultar mejor que ver a Matías siendo un tornado en su habitación, o a Adriana haciendo una cata degustación de sus cosas favoritas.

El plan que teníamos era el siguiente: íbamos a escribir e interpretar una canción. Matías y Sancho serían los cantantes. Alejandra tocaría el violín, Adriana la pandereta y yo la guitarra.

—Podemos hacer una canción sobre los profes —propuso Sancho—. Sobre cómo huelen.

—Es un buen tema —lo respaldó Matías—. ¿A qué huele Ricardo exactamente?

—Creo que a calcetines —intervine yo—. De los que te dejas debajo de la cama y aparecen unas semanas más tarde.

—Yo creo que huele a unas bolas de esas que tiene mi abuela en el armario para que no entren los bichos.

—¡Buf! ¡Esas bolitas! ¡Saben fatal! —dijo Adriana.

Siempre que Adriana nos comenta alguna de las cosas que se ha comido, nos quedamos en silencio, mirándonos unos a otros, y cuesta un poco que alguien continúe la conversación.

—Yo creo que huele a algún tipo de queso de los que ponen mis padres en la cena y solo comen ellos. Uno azul que tiene moho —añadió Sancho.

—Más bien huele a...

—Es humedad, ¿vale? Huele a ropa mal secada, huele exactamente a eso —sentenció Alejandra—. ¿Podemos empezar por la parte de la música, por favor? Ya nos centraremos en la letra cuando tengamos claro qué es lo que vamos a hacer. Y cualquier cosa será mejor que cantar sobre a qué huele Ricardo.

Alejandra es la mejor en muchas cosas. En matemáticas, en lengua, en inglés... En todas las asignaturas, de hecho. También es la mejor escribiendo historias, dibujando, pintando, rotulando, jugando al balón prisionero, bailando... Es increíble prestando atención. Nosotros no tenemos por qué estar atendiendo a todo lo que dicen los profes porque, si se nos escapa algo, allí está Alejandra para explicárnoslo. Y también es la mejor organizando. Si tenemos la suerte de estar en un grupo de trabajo con ella, ya sabemos que se encargará por lo menos de la mitad. Ella nos dice qué tenemos que hacer cada uno, cuándo, cómo, dónde y hasta qué color de rotuladores debemos emplear. A Sancho a veces eso le molesta un poco, pero a Matías y a mí, que nos encanta que nos den las cosas hechas, nos parece la suerte de nuestra vida. Esta era claramente una de esas ocasiones en las que teníamos que dejar que Alejandra llevara las riendas.

—¿Conoces estos acordes? —me preguntó, enseñándomelos en mi propia guitarra.

—Sí, puedo tocarlos.

—Vale, pues repítelos en este orden tres veces. Al final cambias este por este otro, y luego vuelves a empezar, mientras yo toco esta melodía. Adriana, tú coge la pandereta y golpéala así: CHAS CHAS bum bum bum, CHAS CHAS bum bum bum.

—Enten

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