El sueño de pintar a una dama (Los irresistibles Trevelyan 3)

Nuria Rivera

Fragmento

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Prólogo

Londres, 1813

Sebastian Trevelyan entró en el salón de baile vestido como se esperaba de él.

Impecable. 

Cualquiera que lo viera no diría que, tan solo un par de horas antes, mostraba el aspecto de un pintor descuidado y de escasos recursos. Según su propia opinión, la camisola que utilizaba necesitaba un repuesto. Había pasado media tarde tratando de captar los colores del Serpentine, el lago de Hyde Park, pero lo que él esperaba que fuera un rato agradable y de fructífero trabajo había sido un completo desastre. 

Sin poder controlar la inquina, lo sucedido se le apareció en la mente y los remordimientos le turbaron el alma. Había sido grosero. Él, que tenía una educación exquisita, había perdido los nervios, nada menos que con unas damas. No le gustaba que lo molestaran mientras pintaba y durante mucho rato había escuchado cuchicheos a su espalda. Aquello lo enervó y, no contento con su trabajo, había hecho trizas el lienzo, con la mala suerte que al desperdigar los pedazos por el aire uno de ellos fue a dar contra alguien. El aullido dolorido de una de aquellas mujeres chismosas lo asustó. Había caído sobre su cabeza y manchado su vestido. Pero en vez de disculparse había sido un desagradable.

—¡Estará contenta, señorita! —la abordó—. ¿Es que no tiene nada mejor que hacer que molestar?

—¿Molestar? ¿Yo? Pero ¿qué se ha creído? —La joven no daba crédito a sus palabras y con la mano enguantada trataba de eliminar la pintura que le había salpicado y teñía de azul algunas zonas del vestido amarillo que lucía. Él, presa de su indignación y quizá de un instante de locura transitoria, había tratado de ayudarla retirando con un dedo la pizca de pintura azul que había caído en el escote, sobre la piel. Aquello alteró a la joven—: ¡Qué hace!

Ella lo empujó, incluso quiso abofetearlo, pero él la esquivó. Por un segundo la joven parecía no saber qué hacer hasta que con desdén le espetó:

—¿Es que se ha vuelto loco? Eso debe de ser… Es un loco del parque… —Tomó del brazo a su acompañante y ordenó—: Vámonos, Debby… Esto es inaudito… ¡Inaudito!

No quería recordarlo, había perdido los modales y eso era imperdonable. Era nieto de un par del reino, el primogénito del cuarto hijo de un duque, uno de los lores con más influencia en la ciudad. Y él, pese a no tener los veintidós años cumplidos, era ya un afamado pintor paisajista y de retratos. Era cortés con las damas y jamás, ¡jamás! se había propasado con ninguna. No sabía por qué había osado tocar la piel de aquella joven con su dedo desnudo.

Era un Trevelyan, por Dios. Su apariencia, gentileza y educación hacían gala del buen nombre de la familia. Como todos, sabía controlar sus emociones cuando era necesario, y se enorgullecía de saber captarlas en los demás. Por eso no entendía cómo se le había nublado tanto el juicio aquella tarde. 

Pese a la preocupación que embargaba a toda la familia por el transcurso de la guerra contra Napoleón y, en concreto cómo les iba a sus primos mayores que participaban en ella, aquel año, el cumpleaños del duque se celebró como si ninguno de ellos participara en la contienda. Sin embargo, medio Londres hablaba de ello: Henry, el primogénito y futuro heredero, y Jared, el hijo del difunto Lawrence muerto al caer de un caballo, se jugaban la vida a las órdenes de Wellington en algún paraje del Continente. 

Había una extraña calma, llegaban pocas noticias, pero sabían que estaban vivos. El duque tenía amistades en los más altos estamentos políticos. El propio primer ministro, el conde de Liverpool, era la persona que le pasaba esa información. Eran amigos mucho antes de que Liverpool se convirtiera en primer ministro, antes, incluso, de ser nombrado secretario de Estado de Guerra y Colonias, y antes de que llegara a ser secretario de Estado para las relaciones exteriores. Por eso no le extrañaba a nadie que se dejara ver por Gilberston House y allí, compartiendo una humeante taza de té, conversaban como dos viejos amigos sobre la evolución de la guerra contra el corso y sobre la situación de los primos Trevelyan en el frente. Antes de iniciarse la celebración habían estado encerrados en el gabinete del duque como si departiesen sobre asuntos de Estado y Sebastian esperaba que en algún momento su abuelo les trasmitiera lo que había averiguado. 

Lady Henrietta, la madre de Jared, había sido la anfitriona que había preparado aquella fiesta en Gilberston House, para homenajear al duque y distraerlo de la inquietud. Era una gran dama que se involucrada en grandes eventos sociales y solía patrocinar a señoritas casaderas en el inicio de la temporada; más de una había encontrado al marido adecuado para un buen matrimonio gracias a sus consejos. 

Sebastian despejó su mente y atravesó el salón de baile, con una sonrisa pintada en su rostro, una mueca amable que insinuaba cortesía y se alejaba de cualquier otra interpretación. No era un gesto estudiado, sino fruto de su buena educación. Con las damas solía ser respetuoso y afable, pero cuidaba mucho que pudieran confundir sus atenciones. Se jactaba de que controlaba sus emociones y no prodigaba sus sonrisas. Claro, si no estaban dentro del círculo familiar o en la intimidad de un dormitorio. Entonces sí, se entregaba en cuerpo y alma. 

Llegó hasta el extremo del salón donde sabía que encontraría a sus primos. Apoyado en la chimenea, Christopher y su gemelo Alexander lo saludaron poco efusivos, parecían absortos en una apuesta sobre quién conseguiría más bailes.

Su hermano Derek hablaba con George, el conde de Hampton, hijo de Henrietta y su primer esposo, pero, aunque no fuese un nieto de sangre del duque no se perdía ni una sola de las reuniones familiares y desde que ingresó en la familia había sido un Trevelyan más.

—Sebastian, ya creí que no venías —se burló su hermano Derek al verlo—, el abuelo te habría desheredado si hoy tampoco apareces.

—¿Dónde está?

—Allí, con lord Liverpool. —Señaló George con la barbilla hacia un extremo de la sala. El duque estaba rodeado de algunas amistades, Henrietta y sus otras tías y el grupo hablaba animadamente—. Que no te engañe su apariencia, estaba pensando cómo arrancarte la piel si no te presentabas. 

—Pero ¿por qué pensaba eso?

—No apareciste la otra noche. Ya sabes que le gusta que acudamos todos. 

A su abuelo le complacía mucho que sus nietos fuesen a cenar a su casa. Cuando estaba en Londres, si por él fuera, cenarían allí la mayoría de las noches. Sebastian recordó por qué le había dado plantón a su abuelo. Una actriz lo había entretenido con malas artes bajo las sábanas y cuando quiso darse cuenta se le había pasado la hora de la cena y hasta la del desayuno. 

—¿Lo has traído? —preguntó Derek y cambió de tema.

Se sonrió, ufano.

—Claro, y he dado órdenes para que preparen el lugar donde se lo entregaré. Aunque no estamos todos, Henry y Jared se lo van a perder por estar guerreando —señaló con humor, pero luego cambió el tono de voz y añadió—: Habría sido bonito entregarle al duque nuestro regalo entre todos. 

Quizá fue el tono en que lo dijo lo que hizo que los gemelos dejaran

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