Peter Pan y Wendy

J.M. Barrie

Fragmento

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Todos los niños, menos uno, se hacen mayores. Tardan poco en saberlo y Wendy no iba a ser menos. Tenía dos años y estaba jugando en un jardín cuando tomó una flor y corrió hacia su mamá para dársela. Supongo que debía de tener un aspecto encantador, puesto que la señora Darling se llevó una mano al corazón y exclamó: «¡Ay, ojalá te quedaras así para siempre!». No volvieron a hablar de ello, pero a partir de entonces Wendy supo que iba a hacerse mayor. Todos nos enteramos de estas cosas poco después de cumplir los dos años. Los dos años son el principio del fin.

Por supuesto, vivían en el número 14, y hasta que llegó Wendy su madre era la más importante. Era una mujer muy bella, con una mente romántica y una boca dulce y risueña. Su mente era tan romántica como esas cajitas que vienen del misterioso Oriente y que se meten una dentro de la otra. Por muchas que vayan apareciendo siempre queda una más. La boca dulce y risueña de la señora Darling guardaba un beso que a Wendy le parecía imposible de conseguir, aunque se veía perfectamente en el lado derecho.

El señor Darling la conquistó de la siguiente manera: los numerosos caballeros que eran niños cuando ella era una niña descubrieron simultáneamente que estaban enamorados de ella y salieron todos corriendo hacia su casa para pedirla en matrimonio, menos el señor Darling, que fue en coche y llegó el primero, y así la consiguió; es decir, la consiguió casi entera menos la última cajita y el beso. Lo de la cajita nunca lo supo y, al pasar el tiempo, dejó de intentar conseguir el beso. Wendy pensaba que quizá Napoleón lo hubiera conseguido; pero ya me lo imagino dando un portazo y saliendo enfurecido después de haberlo intentado.

El señor Darling siempre le decía a Wendy, muy orgullosamente, que su esposa no solo lo quería, sino que también lo respetaba. Era uno de esos hombres profundos que saben mucho de cotizaciones y acciones. Por supuesto, no hay nadie que lo entienda de verdad, pero el señor Darling daba esa impresión, y a veces decía que las cotizaciones habían subido y las acciones habían bajado con un tono capaz de imponer respeto a cualquier mujer.

La señora Darling se casó de blanco, y al principio llevaba las cuentas perfectamente, como si fuera un juego, apuntando hasta la más diminuta col de Bruselas; pero con el tiempo empezó a pasar por alto incluso coliflores enteras y en su lugar aparecieron dibujos de niños sin cara. Se dedicaba a dibujarlos cuando tenía que haber estado sumando y restando. Era así como se los imaginaba.

Primero vino Wendy, luego John y luego Michael.

Cuando llegó Wendy, pasaron una semana o dos dudando si podrían quedarse o no con ella, puesto que era una boca más que alimentar. El señor Darling estaba enormemente orgulloso de ella, pero era un señor muy digno. Se sentaba al borde de la cama de la señora Darling, sosteniéndole la mano y calculando gastos mientras su mujer lo miraba suplicante. Ella estaba dispuesta a arriesgarse, pero a él no le parecía bien hacer las cosas así; se empeñaba en que había que usar papel y lápiz, y cada vez que ella lo distraía con sus sugerencias, tenía que volver a empezar desde el principio.

—Y no me interrumpas —le pedía él—. Aquí tengo una libra y dieciséis chelines, más las dos libras y dieciséis chelines que tengo en la oficina; puedo quedarme sin tomar café en la oficina, que son unos diez chelines, que hacen dos libras, nueve chelines y dos peniques; con tus dieciocho y tres serían tres, nueve, siete; con las cinco, cero, cero de mi talonario serían ocho, nueve, siete, con las cinco, cero, cero de mi talonario serían ocho, nueve, siete…, ¿quién anda por ahí?…, ocho, nueve, siete…, y llevo siete…, no hables, querida…, más la libra que prestaste al hombre que llamó a la puerta…, silencio, niña mía…, me llevo niña…, ¿lo ves? ¡Ya estamos!… ¿Había dicho nueve, nueve, siete? Sí. Había dicho nueve, nueve, siete. La cuestión es: ¿podemos intentarlo durante un año con nueve, nueve, siete?

—Por supuesto que sí, George —exclamó ella.

Pero la señora Darling estaba claramente a favor de Wendy, y él era quien tenía más carácter de los dos.

—Acuérdate de las paperas —le dijo él con un tono casi amenazador, y enseguida volvió a empezar—. Paperas, una libra; eso es lo que he apuntado, pero lo cierto es que serán más bien unos treinta chelines…, no hables… Sarampión, una con cinco; rubeola, media guinea, que son dos libras, quince chelines y seis…, no me señales con el dedo…, tos ferina, quince chelines…

Y así sucesivamente, con resultados distintos cada vez; pero Wendy logró pasar raspando, con las paperas reducidas a doce chelines con seis peniques, y el sarampión y la rubeola considerados como una sola enfermedad.

Este mismo proceso se repitió con John, y Michael se salvó de milagro, pero al final se quedaron con ellos, y enseguida empezaron a ir los tres en fila al jardín de infancia de la señora Fulsom, acompañados de su niñera.

A la señora Darling le encantaba hacer las cosas como es debido y el señor Darling quería ser exactamente igual que sus vecinos, con lo cual tenían una niñera, por supuesto. Como eran pobres debido a la cantidad de leche que bebían los niños, la niñera era una perra terranova llamada Nana. Aunque era muy pulcra no había pertenecido a nadie en concreto hasta que la contrataron los Darling. Pero los niños siempre le habían parecido importantes. Los Darling la conocieron en los jardines de Kensington, donde Nana pasaba la mayor parte del tiempo metiendo la cabeza en los cochecitos de los niños; las niñeras descuidadas la odiaban porque las seguía hasta sus casas para quejarse de ellas ante sus señoras. Lo cierto es que resultó ser una verdadera joya de niñera. Había que ver el cuidado que ponía a la hora del baño; y se levantaba a cualquier hora de la noche si alguno de los niños lloraba lo más mínimo. Su perrera estaba en el cuarto de los niños, por supuesto. Nana siempre sabía distinguir si una tos era como para no tener paciencia o si requería un calcetín alrededor de la garganta. Hasta el último de sus días creyó en la eficacia de los remedios de toda la vida, como las hojas de ruibarbo, y mostraba claramente su desprecio al oír esas teorías tan modernas sobre gérmenes y cosas semejantes. Era toda una lección de buenos modales verla acompañando a los niños al colegio, andando con parsimonia a su lado cuando se portaban bien y dándoles un empujoncito cuando se salían de la fila. Los días en que John jugaba al fútbol no olvidaba llevar su chaqueta de lana ni una sola vez y casi siempre iba con un paraguas en la boca por si llovía. En el sótano del colegio de la señora Fulsom había un cuarto en el que esperaban las niñeras. Ellas se sentaban en bancos y Nana se tumbaba en el suelo, pero esa era la única diferencia. La ignoraban como si fuera de una clase social inferior y ella aborrecía sus temas de conversación. No le gustaba nada que las amigas de la señora Darling hicieran visitas a los niños, pero cuando sabía que iban a ir, cambiaba rápidamente el babero de Michael por el de los rebordes azules, arreglaba un poco a Wendy y ponía en orden el pelo de John.

Era imposible encontrar unos niños mejor cuidados y el señor Darling lo sabía, pero a vece

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