Un abrazo a la luz de la luna (Trilogía Hampshire 2)

Elizabeth Urian

Fragmento

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Capítulo 1

Parroquia de Charlton, Hampshire, 1814

Las ocho de la mañana debería ser una hora tranquila para tomar un café, huevos y panecillos calientes, que era lo que Rowland hacía en aquel momento. Normalmente solía levantarse a las siete para salir a cabalgar, escribir su correspondencia y estar preparado para desayunar con su familia a las nueve. Sin embargo, ese día los planes habituales se habían visto alterados por la inminente visita de su abuela.

La casa no estaba tranquila en absoluto: los criados corrían arriba y abajo limpiando, ordenando y terminando cualquier tarea que les hubieran mandado. Su madre había pedido unas tostadas con mantequilla y un té en su habitación, ansiosa por lo que se les venía encima; y su padre había madrugado para ir a ver un caballo en venta y estar de regreso a media mañana.

Así que desayunaba solo.

No le importaba. Agradecía ese tiempo consigo mismo que desaparecería en breve. Cuando Mildred Charlton pusiera los pies en la casa, ya nada sería lo mismo.

Rowland quería a su abuela paterna; de eso no había duda. Solo que era una mujer tan entrometida, quisquillosa y sumamente criticona, que uno deseaba que sus visitas fueran lo más cortas posibles. El primer día de su estancia la familia ya deseaba que fuera el último; y eso sucedía cada vez que la recibían.

Su pobre madre era la que más sufría. Como nuera, nunca estaba a la altura por mucho que se esforzara. Aquella casa había pertenecido a su abuela durante décadas, por lo que la conocía al dedillo. Siempre tenía algo que opinar sobre los cambios que se hacían en ella. Él, por el contrario, tenía la suerte de poder desaparecer durante horas alegando asuntos relacionados con la finca. Aunque era su padre quien seguía dirigiéndola, con los años Rowland había tomado ciertas obligaciones que lo preparaban para el día en que aquello fuera suyo.

La propiedad y las tierras no podían compararse con las de un marqués o las de un conde. Los Charlton carecían de título aun cuando antaño estuvieron relacionados con la nobleza. Aun así, eran gente importante en aquella pequeña parroquia de la Inglaterra rural que llevaba su apellido. Eran una familia de referencia para muchos, así que daban consejos a quienes lo necesitaran, estaban en contacto con los arrendatarios, supervisaban las cosechas, pactaban precios, hacían mejoras y también eran el centro de una gran actividad social. Las visitas de los vecinos eran constantes, así como las cenas o veladas musicales que organizaban.

Cuando terminó su desayuno todavía no había rastro de sus padres; mucho menos de su abuela. Mildred Charlton siempre avisaba del día en que llegaría, pero se le olvidaba mencionar si eso sucedería por la mañana o por la tarde, así que los nervios también se extendían. Dado que era temprano, Rowland se cambió de ropa y decidió dar un paseo. No era necesario permanecer sentado en el salón durante horas para recibir a la mujer más difícil de complacer que había conocido jamás.

Con una sonrisa en el rostro se perdió por un camino que serpenteaba entre las verdes colinas. El calor de la primavera era agradable, incluso a aquella hora de la mañana. El invierno había sido largo y frío. Cuando llegó a un pequeño bosquecito se detuvo, se apoyó en un árbol y silbó mientras esperaba con paciencia. No tuvo que hacerlo mucho, pues al cabo de unos minutos una sombra se deslizó entre los árboles.

Rowland se incorporó y escuchó las suaves pisadas que rompían las ramitas del suelo. El sonido se acercaba. Dejó de silbar y su sonrisa se volvió más ancha, incluso antes de distinguir la figura femenina que se lanzó a sus brazos.

—¡Rowland! —exclamó ella antes de sentir la ansiosa boca sobre la suya.

Rowland notó como la joven se aferraba a sus brazos y él hizo lo mismo, pero en su cintura. Cerró las manos a su alrededor al tiempo que su lengua comenzaba a invadir y a enredarse en la femenina, que no mostraba ningún signo de oposición. No era la primera vez que lo hacían y juraba por Dios que no sería la última o, de lo contrario, moriría. Al principio habían sido besos castos con apenas roce, pero a medida que su amor crecía, los dos se habían vuelto más osados e imprudentes.

A pesar de su ardiente deseo, no era sensato seguir mucho más allá. De lo contrario, temía no ser capaz de detenerse. Y eso no sería bueno para ninguno de los dos una vez el placer hubiera acabado.

Se separó de ella con cierta reticencia, pero retuvo sus manos enguantadas en su necesidad de prolongar el contacto.

—Clara, amor mío… —susurró cerca de sus labios.

Cuando ella echó la cabeza hacia atrás, Rowland advirtió que sus mejillas estaban coloradas.

Clara Marlow era una joven preciosa de cabello suave y ondulado con un color castaño claro que le recordaba a los otoños de los bosques que los rodeaban. Su rostro ovalado tenía unas proporciones perfectas que resaltaban unos pómulos nacarados que adoraba besar. Lo más destacado, sin embargo, eran esas largas y espesas pestañas que enfatizaban sus ojos verdes y almendrados. A sus diecinueve años había conseguido robarle el corazón y Rowland no se arrepentía de quererla ni un segundo.

—¿Te he hecho esperar? —le preguntó entonces ella con tono de preocupación, así que de inmediato trató de tranquilizarla.

—¡En absoluto, querida! —se apresuró a explicar—. Sabes que esperaré por ti lo que sea necesario.

Ella pareció derretirse con sus palabras porque, de repente, lo abrazó.

—Oh, Rowland. Eres tan maravilloso que a veces pienso que lo estoy soñando.

Le sorprendió el efecto que un solo abrazo causaba en él: ternura, satisfacción y un bienestar nuevo que no tenía con qué compararse. Se sentía un hombre afortunado por contar con su amor y cada día daba gracias a Dios por ello.

A ojos de todos eran meros vecinos que coincidían de vez en cuando, sin embargo, la realidad era que ambos se habían prometido amor lejos de las miradas curiosas para que no interfieran en sus sentimientos. Sus familias tenían mucho trato y no querían verlos ilusionarse en balde. De hecho, su propia madre era muy amiga de la tía de Clara. Por eso mismo, en aquel entonces decidieron esperar porque querían estar seguros. Los meses pasaron hasta convertirse en un año, pero justo cuando pensaban que ya era hora de anunciarlo, el hermano de Clara y su esposa decidieron marcharse de viaje durante semanas, lo que les obligó a refrenar sus ganas de hacerlo saber al mundo y aguardar a su regreso para dar la buena nueva. Mientras tanto, solo debían esconder su amor y guardar las apariencias.

Solo Amanda Landon, la mejor amiga de Clara, conocía su historia. Ella había jurado no revelar jamás el secreto sin su consentimiento y la pareja confiaba en su palabra. A veces, incluso les ayudaba a verse.

—Hoy mi tía estaba muy recelosa —dijo Clara aún abrazada a él—. Me dijo que era demasiado temprano para un paseo.

Rowland acarició su cabello con suavidad.

—Es mi culpa —respondió él—. La visita de mi abuela ha alterado todos nuestros planes.

—No me importa. Por lo menos he podido verte antes de que tu abuela te secuestre —argumentó con sorna.

A Rowland le dio dolor de cabeza solo con pensar en aquel

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