El final del metaverso

Julio Rojas

Fragmento

La humanidad pasa gran parte de su tiempo en Holos, el gran metaverso unificado. Ahí transcurre el día a día, el trabajo, las reuniones. Ahí se dan las salidas al cine, los paseos en bicicleta, los conciertos, las conferencias sobre tecnología, los cumpleaños, las citas románticas, los encuentros sexuales, las noches de cervezas. La interacción humana, a fin de cuentas.

Arriba de todo está R, o sea, la realidad, el universo nativo. No es gran cosa, Sofía, no te pierdes de nada por no haber estado ahí. ¿Quién quiere trabajar en R, ir a una oficina y escuchar a un jefe con mal aliento darte órdenes? ¿Quién desea sentarse en un escritorio lleno de virus y perder tres horas de su tiempo tomando el metro para llegar a una reunión en la que se discute de nada? Muy pocos, ¿no? Por eso ya casi nadie ocupa R para interacciones significativas. Solo vuelves allá para cumplir con tus funciones corporales básicas: dormir, alimentarte e ir al baño. Los jóvenes le llaman «el gran dormitorio». El sexo se experimenta en un 80 por ciento en Holos. Solo el 20 por ciento restante se concreta en R. ¿Quién, después de todo, quiere compartir fluidos reales con otro humaveces resulta poco inspirador y exponerse a ese intercambio? Las nuevas generaciones casi no están interesadas en experimentar algo tan peligroso e insalubre.

Hay quienes, de hecho, se entregan completamente a Holos. Gente que deja su cuerpo conectado a máquinas de alimentación parenteral y de excreción automáticas. Se van a vivir a cubículos y nunca, nunca más regresan a R. No hay que juzgarlos. Por el contrario, ellos no sufren la incomodidad de la mayoría de quienes debemos volver a R a alimentarnos, cagar y pagar por un lugar en el que podamos refugiarnos al bajar.

Solo los «Realistas» y los «Invisibles», gente extraña y marginada, siguen recorriendo las calles desoladas y faltas de interacción de R. Calles moribundas de un planeta moribundo cubierto de vegetación en las pocas áreas que no se han inundado. Un planeta que destruimos por una serie de errores que no volveremos a cometer.

Esto es importante. No volveremos a cometer los errores, porque ahora todo será estudiado en un campo de pruebas. No nos equivocaremos nuevamente como especie, porque de ahora en adelante todo será probado primero en Maya.

«Los errores se cometen en Maya», dicen los investigadores, sociólogos, antropólogos, analistas y jugadores que diariamente bajan a probar algo que sería impensable fuera del metaverso. «Gracias a Maya estamos recuperando R», dice la gran placa en el hall de acceso de la compañía, sin ir más lejos. Así, pues, podríamos decir que Maya es el gran campo de pruebas de la humanidad.

No eres real, Sofía, y tu universo tampoco lo es. Es, simplemente, una gran placa de Petri. Pero hay cosas que te dije en mis visitas a tu librería que sí son verdaderas. Me llamo Alberto Minsky y sí soy un programador de videojuegos. Me encargo de reparar errores de diseño de superficies, termodinámica y grandes fuerzas: gravedad, electromagnetismo, radiación. Reparo bugs y glitch del sistema. Lo que no te mencioné, por razones obvias, es que ese juego es tu propia realidad.

Los metaversos son animales demasiado grandes como para que no queden fallas dando vueltas. Hay mucho que ajustar, miles de bugs que entorpecen la continuidad de la realidad. Nosotros les decimos «las brechas». Auroras boreales en el baño de un terminal de buses, lluvia de peces en una tienda de electrónica, aviones detenidos en pleno vuelo, repeticiones y loops de nubes, pájaros y situaciones, tiempo acelerado, bajas repentinas de temperatura. Generalmente, las brechas son denunciadas por los jugadores. Y ahí entro yo.

Me informan de la anomalía, bajo, evalúo, reparo y subo. Esa es mi misión. ¿Recuerdas el pasillo de libros muchas denuncias en el foro, reportes de un glitch de gravedad, y un día bajé a repararlo. Fue un trabajo largo, me tomó varios días. Fue ahí cuando te acercaste y me preguntaste si podías ayudarme, quisiste saber qué libro buscaba y me confesaste, de paso, que en ese pasillo ocurrían «fenómenos poltergeist». Aseguraste que había libros que saltaban de sus gavetas, libros que flotaban, libros con sus páginas al revés, libros con la letra E invertida. Libros con la cubierta impresa por dentro y libros que se disolvían como arena con la presión de tus manos. Ya llevabas meses notándolo.

Eso me asustó, porque si hubieras visto la brecha hubiese tenido que marcarte y habrías muerto. Sí. Porque un evia no puede comprender la verdad. Lo que te salvó de la marca fue la explicación metafísica que diste a lo que habías visto. Todos esos eventos «paranormales» los atribuiste a la acción de tu amiga muerta. Me contaste que María, tu compañera de piso, había fallecido en medio de una tragedia confusa y violenta, y que su fantasma rondaba la sección de cultura oriental y filosofía y provocaba esos fenómenos extraños.

Te salvó creer en fantasmas.

Los miércoles es mi día de Terapeuta.

Terapeuta se llama Galia Moure y no la conozco en la realidad, porque asisto a su consulta en Holos, en un edificio ubicado en el Barrio de los Terapeutas en Ciudad 4. La doctora Moure me pregunta por qué dibujo casas en medio de bosques. No tengo respuesta a eso. ¿Habrá una respuesta adecuada? ¿Es un test? ¿Por qué la compañía quiere saber eso? No lo sé, pero es cierto que dibujo casas. Casas en bosques. Una y otra vez. Mis cuadernos contienen una serie de bocetos de pequeñas casas inmersas en la naturaleza. Casas de madera metidas en montañas, casas arriba de árboles, casas-árboles, cabañas, casas cubo con un árbol dentro.

La doctora Moure me pregunta si tengo una de esas cabañas. Y se refiere, por supuesto, a si tengo una cabaña en Holos. Habría que ser extraordinariamente excéntrico para tener una cabaña en R, donde los bosques ya casi no existen. Le respondo que sí, que tengo una cabaña a la que voy a veces para leer en calma, escuchar música y sentir el ruido de las ramas de los árboles o de la lluvia. Me pregunta s

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