La princesa y el comandante

Sandra Bree

Fragmento

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Capítulo 1

Año 1706. Marzo

El hombre moreno, erguido como una estatua y con la mirada incrustada al frente, tocó con sus fríos ojos azules la sinuosa costa otomana. Una suave brisa retozaba entre los negros mechones que se rizaban en su nuca y se revolvían en la frente, desordenados. Su rostro era una máscara impenetrable, un conjunto de músculos estáticos cual talla del más puro granito.

Diego hubiera creído que la línea que separaba el mar de tierra firme era un espejismo, de tan imprecisa como se veía, si no hubiera oído, desde lo alto del palo mayor, como el vigía gritaba «tierra a la vista».

Estelas de nubes blancas sobrevolaban el cielo determinando la dirección del viento. El tiempo era agradable y las corrientes marítimas favorecían que la nave se deslizara con mucha ligereza. No iban a tardar mucho en arribar.

El Destructor azul era un galeón español de dos cubiertas y castillo con portas para setenta cañones. Era uno de los mejores navíos de la flota española, hermano de la nave San José, dirigida por José Fernández de Santillán. El galeón San José, en ese momento iba rumbo hacia Portobelo. Estaba previsto que, desde la Habana, la escuadra francesa de Ducasse les escoltara. La flota española iba compuesta por once mercantes, algunos artillados.

Si Diego no hubiera tenido que hacer esa repentina misión, se habría unido a las filas de José con el Destructor al frente. En cambio, iba con uno de los mejores galeones hacia Oriente, y eso no hacía que se sintiera orgulloso de haber emprendido el viaje. Codiciaba llegar a tierra firme y concluir su asunto lo más aprisa posible para verse de nuevo en España y, si no era demasiado tarde, viajar directamente a Cartagena de Indias.

Para el hijo de un noble español, cuyas potestades abarcaban valles y esplendorosas montañas, una peripecia de esa índole podía llevarle a la muerte si no poseía el suficiente celo.

Observando el horizonte no pudo evitar recordar su furia, aquella a la que sucumbió unos meses antes. La misma que se apropió de él cuando su hermana pequeña, Ana Lisa, fue secuestrada por una partida de otomanos mientras paseaba por campos andaluces.

Todavía era incapaz de creer que después de haberse pasado toda la vida amparando a su país, luchando hombro con hombro con sus compatriotas, estos se hubiesen negado acompañarle a rescatar a Ana Lisa.

Ciertamente el almirante de la Cruz había tratado de ser delicado, aunque Diego no lo vio de ese modo hasta días después.

Volvió a contemplarse de nuevo en Cádiz, donde varios altos cargos estaban reunidos.

—El consejo ha meditado sus palabras, comandante Salazar. Si bien nos aflige una enormidad lo ocurrido, lamentablemente, y como comprenderá, en este momento no podemos aceptar su petición. Es inviable dirigir a nuestras tropas a un futuro incierto, máximo cuando no existen pruebas pormenorizadas de lo revelado.

Diego había dejado fluir su ira echando un paso hacia adelante frente al consejo. Con los dientes apretados hasta el dolor, sus ojos recorrieron, acerados, a todos y cada uno de los hombres que conformaban aquella reunión.

—¡Mi hermana ha sido raptada por un bajel turco! Ustedes saben que será subastada en aquellas tierras plagadas de paganos y ¿me dicen que no estudian hacer nada? ¡Podría ser su esposa, teniente Almeda! —le dijo a un tipo menudo y rollizo que eludió su mirada con el rostro rojo y tenso—. ¡O su hermana, Guzmán! —Diego, en ese momento, no razonaba con sensatez y fue bastante despiadado al dirigirse así a ese hombre. Guzmán no solo era uno de sus compañeros, si no que era un buen amigo—. ¡Su hija, almirante! ¡Podría ser la hija de cualquiera! —Señaló con su largo dedo moreno al resto de los hombres—. ¿Deberán sentirse inseguras nuestras mujeres?

Para el almirante de la Cruz, toda aquella situación era muy compleja. Compadecía a Diego y a su familia, a quienes conocía desde siempre. Entendía por todo lo que estaban pasando y los secundaba, pero él no era más que un peón bajo los decretos de la Corona.

—Cálmese, comandante.

Lejos de apaciguarse, embargado por la imposibilidad de hacer algo, Diego se encrespó más. Su cuerpo alto y fibroso se tensó, amenazador, emulando al de una pantera antes de lanzarse a por su presa. Sus ojos azules del tono del mar infinito eran tan inquietantes, tan espeluznantemente fríos, que varios hombres dieron un paso atrás.

Guzmán nunca le había visto así. Incluso el rostro, que normalmente era apuesto, se había convertido en una salvaje máscara de hierro, cruel y temible en sus facciones morenas.

—¡¿Que me calme?! —Diego mostró los dientes con ironía. La impotencia que padecía no era nada comparada con la frustración—. ¡¿Cómo diablos se hace eso, almirante?!

—¡Déjeme proseguir! —Insistió de la Cruz soportando su comportamiento. Otro no se hubiera atrevido a reprocharle nada. Era una falta grave manifestarse contra un superior. Sin embargo, Diego estaba fuera de control, y el que más o el que menos, se situaba en su piel—. Es usted uno de nuestros hombres más destacados, y lo sabe, comandante. Hemos estado esperando más de siete años a que pueda zarpar la flota de galeones. Entienda que hemos puesto la fecha y será el diez de marzo sin posibilidad de revocar la decisión que se ha tomado, y no podemos demorarnos en este cometido, sin embargo, nadie le dice que esté obligado a ir a Portobelo. Puede ir a rescatar a su hermana por su propia cuenta. —El hombre mayor, peinando canas, ignoró el gesto suspicaz del más joven—. La Corona española le otorgará el navío, el Destructor azul, que no podrá navegar bajo nuestro estandarte. No creo que le suponga ningún impedimento reunir una tripulación en condiciones. También se le entregará oro para guiar esta gestión con absoluta discreción. En caso de ser desenmascarado, se refutaría cualquier vínculo con nuestro país.

Diego preguntó, estupefacto:

—¿Me está proponiendo que me convierta en filibustero?

—Pirata, espía... —El almirante se encogió de hombros—. ¿Importa eso?

—Para mí sí.

—Estoy tratando de dar una solución al conflicto que nos ha surgido —habló de la Cruz con voz severa—. A mi entender, es un plan descabellado, insensato y hasta suicida me atrevería a afirmar. Tómelo como una sugerencia, o eso, o se olvida del tema y acompaña a la flota escoltando la ruta de Cartagena de Indias, por lo que se ha estado preparando todo este tiempo.

Diego arqueó las cejas formando un arco perfecto.

—¿De modo que esa es su recomendación?

—Estoy siendo todo lo comprensivo que puedo ser.

El comandante observó a su superior en silencio durante unos segundos. Incluso antes de acudir al consejo, tenía la ligera intuición de que no iba a conseguir nada, aunque su padre le hubiera c

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