Sucedió no hace mucho, yo aún tenía treinta años. Todo podía pasar. Bastaba con tomar la decisión correcta en el momento adecuado. Cambiaba de trabajo a menudo, nunca me renovaban el contrato, no había tiempo para aburrirse. Con mi nivel de vida iba tirando. Casi nunca vivía sola. Los meses iban pasando como caramelos: de colorines y fáciles de tragar. No sé en qué momento dejó de sonreírme la vida.
Hoy tengo el mismo salario que hace diez años. Entonces me parecía que me las iba arreglando. Al cumplir los treinta, mi ánimo ya no era el mismo, aquel aliento que me animaba se vino abajo. Ahora sé que la próxima vez que salga al mercado laboral voy a ser una mujer madura no cualificada. Por eso me aferro a mi puesto como si me fuera la vida en ello.
Esa mañana llego tarde. Agathe, la joven telefonista, se da golpecitos en el reloj mientras frunce el ceño. Lleva unos pantis amarillo chillón y unos pendientes rosa en forma de corazón. Tiene fácil diez años menos que yo. Debería ignorar ese suspirito contrariado que insinúa que me tomo demasiado tiempo para quitarme el abrigo, pero en su lugar mascullo una excusa incomprensible y voy directa a llamar a la puerta del jefe. Del interior de su despacho salen unos gritos roncos. Asustada, doy un paso atrás. Le pregunto a Agathe con la mirada, ella hace una mueca y me susurra: «Es la señora Galtan. Esta mañana antes de abrir te estaba esperando en la entrada. Lleva veinte minutos insultando a Deucené. Entra enseguida, eso la calmará». Me siento tentada a dar media vuelta y salir escaleras abajo sin decir una palabra. Pero llamo a la puerta.
Por una vez, Deucené no necesita echar un vistazo a los archivos desparramados sobre su escritorio para recordar mi nombre.
—Lucie Toledo, ya la conoce usted, ella era precisamente…
No tiene ocasión de llegar al final de la frase. La clienta lo interrumpe vociferando:
—Pero ¿dónde estabas tú, cretina?
Me da un par segundos para encajar la hostia verbal y luego, subiendo el volumen, continúa:
—¿Sabes todo lo que te estoy pagando para que no la pierdas de vista? ¿Y va y de-sa-pa-re-ce? ¿En el metro? En el ME-TRO, idiota. ¡Te las has arreglado para perderla nada menos que en el metro! ¿Y luego esperas a que pase medio día para dejarme un mensaje y avisarme? ¡La escuela me avisó antes que tú! ¿Te parece normal? ¿Tienes la más remota sensación de haber hecho bien tu trabajo?
Esta mujer está habitada por el Diablo. No debo de ser lo suficientemente reactiva para su gusto. Pierde interés por mi caso y se vuelve contra Deucené:
—¿Se puede saber por qué a Valentine la seguía esta inepta? ¿No tiene usted nada mejor en stock?
Al jefe no le llega la camisa al cuerpo. Acorralado por las circunstancias, me cubre.
—Le aseguro que Lucie es uno de nuestros mejores activos, tiene mucha experiencia sobre el terreno y…
—Perder a una cría de quince años durante un trayecto que hace todas las mañanas… ¿le parece normal?
A Jacqueline Galtan la conocí diez días antes, cuando abrimos el caso. Corte de pelo cuadrado y rubio, corto, impecable, tacones de aguja con suela roja. Una mujer fría, bien arreglada para su edad, muy precisa en sus indicaciones. Nunca hubiera imaginado que al menor problema iba a ser presa del síndrome de Tourette. En la frente se le marcan las arrugas por efecto de la rabia, el bótox ha perdido la partida. Una pizca de espuma blanca le perla la comisura de los labios. No deja de dar vueltas por el despacho, sus hombros estrechos sacudidos por espasmos:
—¿¿¿CÓMO te las has ingeniado, pedazo de imbécil, para perderla en el METRO???
La palabrita la excita. En su presencia, Deucené se vuelve pequeñito. Yo disfruto al ver cómo se va encogiendo. Él, que nunca pierde la oportunidad de hacerse el duro. Jacqueline Galtan improvisa un monólogo-ametralladora, arremete sin orden ni concierto contra mis pintas, mis trapos infectos, mi incapacidad para desempeñar mi trabajo con lo fácil que es, y la falta de inteligencia que caracteriza todo aquello que intento. Yo me concentro en la cabeza calva de Deucené, salpicada por esas obscenas manchas marrones. Paticorto y barrigón, el jefe no está demasiado seguro de sí mismo, y eso a menudo lo vuelve violento con los subordinados. En este caso, está cagado de miedo. Muevo una silla y me coloco junto a su escritorio. La clienta recupera el aliento. Yo aprovecho para inmiscuirme en la conversación:
—Ocurrió todo tan rápido… No pensé que Valentine fuese a desaparecer. ¿Cree usted que es una huida?
—Mira tú, no está mal que toquemos el asunto, si os pago es precisamente porque me gustaría saberlo.
Deucené ha repartido sobre el escritorio una serie de fotos y reportes. Jacqueline Galtan coge una hoja de un informe al azar, con dos dedos, como si se tratara de un insecto muerto. La mira brevemente y la deja caer. Lleva las uñas impecables, pintadas de rojo. Yo me justifico:
—Usted me pidió que siguiera a Valentine, que la informara de sus movimientos, sus relaciones, sus actividades… Nunca pensé que pudiera sucederle nada. El procedimiento no es el mismo, ¿entiende lo que le digo?
Ella se deshace en lágrimas. Era lo que faltaba para ponernos a tono.
—No saber dónde está es tan terrible…
Apenado, Deucené balbucea evitando su mirada:
—Haremos cuanto esté en nuestra mano para ayudarla a encontrarla. Pero estoy seguro de que la policía…
—¿La policía? ¿En serio cree usted que les importará? Lo único que les interesa es publicar la noticia en los medios. Solo tienen una idea en la cabeza: irles con el cuento a los periodistas. ¿De verdad le parece que Valentine necesita esa publicidad? ¿Cree usted que es la mejor forma de empezar su vida?
Deucené se vuelve hacia mí. Le vendría de maravilla que me sacara una pista de la chistera. Pero cuando esta mañana no la he encontrado en el café de delante del colegio, yo he sido la primera sorprendida. La clienta arremete de nuevo:
—Correré con todos los gastos. Añadiremos una adenda al contrato original. Ofrezco una recompensa de cinco mil euros si me la devuelven en quince días. Por el contrario, si no consiguen ningún resultado, les haré vivir un calvario. Tenemos nuestros contactos, nosotros, y me atrevería a decir que una agencia como la suya no querrá pasar por toda una serie de inspecciones digamos… desagradables. Por no hablar de la mala publicidad.
Con estas últimas palabras, levanta la mirada para clavarla en la de Deucené, un movimiento precioso, bastante lento, como en una película en blanco y negro. Debe de haberse currado el gesto toda su vida. Se inclina de nuevo sobre un extracto del informe. Lo que hay encima de la mesa son mis archivos. No solo los documentos que recogí ayer durante todo el día y la noche, sino también lo que ellos han encontrado en mi ordenador. Para qué andarse con remilgos con alguien como yo, por supuesto que se han cerciorado de revisarlo todo, por si se me olvida algo, o acaso por si lo escondo. Me pasé horas seleccionando los materiales importantes, clasificándolos, y ellos lo han convertido en un espantoso barullo. De repente todo está ahí: desde la nota del café donde la estuve esperando, hasta la más mínima foto que le hice, incluidas las que no muestran más que un trozo de brazo… Una forma de hacerme entender que, por mucho que me pase veinticuatro horas con un dosier, hasta asegurarme de que esté cualité para la hora que me han pedido, para ellos soy incapaz de evaluar lo que es importante y lo que no. ¿Por qué iban a privarse unos y otros del placer de machacar al prójimo, ya que lo tienen tan a mano, tan disponible, en la base de la pirámide? La vieja tiene toda la razón al llamarme inepta, si eso la hace sentir mejor. Soy la inepta mal pagada que acaba de chuparse quince días de plantón para vigilar a una adolescente ninfómana, puesta de coca hasta las cejas e hiperactiva. Una más. Hace casi dos años que trabajo en Reldanch, y esos son los únicos trabajos que me encargan: vigilar a adolescentes. Y no es que me haya ido peor que a cualquiera. Hasta que desapareció Valentine, claro.
Esa mañana, yo andaba unos pasos detrás de ella por los pasillos del metro. Con la niña que apenas levanta la mirada del iPod, no me fue difícil pasar desapercibida entre la multitud del día a día. Al entrar en el vagón, una mujer mayor y corpulenta se desmayó frente a mí. Y al ver que se caía hacia atrás, tuve el reflejo de estirar los brazos. Luego, en lugar de dejarla donde estaba y apresurarme para no perder a mi objetivo, me quedé un minuto con ella hasta que se fueron acercando otras personas. Hacía ya dos semanas que seguía a Valentine. Estaba convencida de que me la iba a encontrar en el café que hay junto al insti, atiborrándose de muffins y Coca-Cola como todas las mañanas, con sus compañeros, sentada un poco atrás, manteniendo su pequeña distancia, tranquila. Excepto que ese día Valentine desapareció. Quién sabe si habrá conocido a la persona equivocada. Por supuesto, me pregunté si me habría visto, si habría aprovechado el mogollón para librarse de mí. Pero nunca tuve la sensación de que desconfiara. A base de pegarme a su culo, ya empiezo a conocerlos, yo, a los adolescentes.
Jacqueline Galtan contempla las fotos encima del escritorio. Valentine chupándosela a un chaval en un parque, allá en un banco, protegida de las miradas por un arbusto de un metro de altura. Valentine metiéndose una raya a las ocho de la mañana, encima de su cuaderno de ejercicios. Valentine haciendo pellas, subiéndose en la parte de atrás del escúter de un completo desconocido al que aborda en plena noche cuando el semáforo se pone en rojo… Y esa vez yo no tenía compañero de equipo. Realismo presupuestario obliga, me habían puesto en tándem con un reconocido yonqui que aceptaba trabajar a cualquier precio, siempre que se le pagara en efectivo todas las noches. Supongo que el proveedor lo dejó plantado, el caso es que nunca vino a relevarme y tenía lleno el buzón de voz, imposible contactarlo. A nadie le pareció urgente reemplazarlo. Me tocó quedarme bajo las ventanas de la niña por si acaso se largaba, lo mismo que delante de las puertas de su instituto a la mañana siguiente. De hecho, tuve suerte de estar en escena en el momento de su desaparición: la mayor parte del tiempo no tenía ni idea de en qué andaba.
Al principio de la vigilancia, operé de manera clásica: le encargué a un chavalito que nos presta servicios que fuera a ofrecerle a bajo precio un smartphone irresistible, supuestamente «caído de un camión». Para la mayoría de los adolescentes, basta con explicarles a los padres cómo trucar el teléfono de sus hijos. Pero Valentine no tiene móvil, y ni siquiera se dignó poner en marcha el dispositivo que yo le había hecho llegar. Lo cual no ayudó en nada a mi negociado: sin un GPS espía, rara vez tengo la oportunidad de seguir a uno de esos críos.
La vieja va pasando las fotos una tras otra, pensativa, luego me dirige la mirada.
—¿Fue usted quien redactó los informes?
En un tono afable, como si a todos nos hubiera dado tiempo de digerir su cabreo.
Yo me pierdo en una frase corta, ella no me escucha.
—Y las fotos, ¿también son suyas? Ha hecho usted un buen trabajo… hasta que lo echó todo a perder.
Ducha escocesa, el método de los manipuladores: te insulto, te elogio, yo decido por mi cuenta y a mi arbitrio el tono de la conversación. Funciona: sus recriminaciones estaban siendo tan desagradables que el elogio tiene el efecto de un chute de morfina en una herida abierta. Si fuera más osada, me acostaría patas arriba para que me rascara la barriguita. Ahora se enciende un cigarrillo. Deucené no se ve con fuerzas para hacerle notar que está prohibido, y busca con la mirada algo que ofrecerle como cenicero.
—¿Supongo que se ocupará personalmente de encontrarla?
Genial: le parezco bien, como saco de boxeo. Yo espero a que Deucené pronuncie el nombre del investigador que se encargará del caso. Nunca me han asignado una desaparición, no tengo experiencia en la materia. Pero se vuelve hacia mí:
—Usted conoce bien el dosier.
La clienta aprueba, ha recuperado su sonrisa. El jefe me dirige un guiño cómplice. Parece aliviado, el muy capullo.
Por el cristal superior izquierdo de la ventana del armario que me sirve de escritorio deambula un insecto. Sus antenas son inmensas.
Saco mi caja de fichas. No es que guarde gran cosa en mi ordenador. Si mañana me meten una bala y vienen a revisar mis cosas, al dar con mis notas tal vez piensen que desarrollé un sistema de cifrado que dejaría a Enigma como una chapuza de aficionados. La realidad es que, cuando intento leerme, siempre acabo preguntándome qué quería decir. Afortunadamente, tengo una memoria fiable y, por lo general, acabo por recordar lo que quería apuntar. Más o menos. Voy pasando las fichas emborronadas con signos estrambóticos, a veces matemáticos… como si tuviera alguna idea de álgebra.
Desde que trabajo aquí, estoy harta de que me tengan encasillada en vigilancia de adolescentes. No hay chavalillo que pueda fumarse un porro tranquilo sin que yo personalmente me pegue a su culo. El primer año, nunca seguí a uno que no tuviera al menos quince años. Hoy día, trabajar en la escuela primaria no es motivo de sorpresa para mí. La vida de los pequeñuelos pertenece a los adultos de mi generación, que no están preparados para que la juventud se les escape por segunda vez. No puedo decir que deteste lo que hago, pero trucar el móvil de todos esos mocosos no es ni glorioso ni excitante. Esta oportunidad de ampliar mi horizonte laboral debería alegrarme, lo que pasa es que no tengo ni la más remota idea de por dónde empezar. Deucené me ha despedido de su despacho sin preguntarme si necesitaba ayuda.
Tecleo el nombre de Valentine Galtan en internet. Ningún resultado. No me sorprende. Es la primera cría que vigilo a la que no he visto en la vida enviando un mensaje. Y eso que hasta los chavales que se meten crack pierden el rato que haga falta subiendo a YouTube un video de cómo se colocan.
François Galtan, su padre, es novelista. El día que la abuela vino a encargar la investigación me crucé con él brevemente. No dijo una palabra en toda la entrevista. Su página en Wikipedia es la del típico tipo inseguro que se la escribe él mismo, abandonando cualquier asomo de decencia. Al lado de quién se sentaba, en qué escuela, cuáles son las obras que lo han formado, qué tiempo hacía el día que escribió su primer poema, cuán importantes son sus conferencias en seminarios improbables, etcétera. En las fotos que acompañan los artículos que hablan de él, se nota que está feliz de no haber perdido esa cabellera suya: se la peina hacia atrás, rollo gran melena ondulada. Supongo que lo primero que debería hacer es ponerme en contacto con él.
A Valentine, su madre la abandonó al poco de nacer. La familia asegura que no tiene ni idea de dónde podría vivir ahora. Me va a tocar buscarla. La magnitud del follón me abruma. Coqueteo con la posibilidad de renunciar. Pero por tema paro es preferible que me despidan por incompetente. Empiezo a preguntarme si no debería volver a ponerme aquellas series de la tele de detectives privados que tanto nos hacían reír, a ver si así encuentro algún tipo de inspiración, y en esas llama a mi puerta Jean-Marc. No lo veo pero le conozco las maneras, dobla dos dedos y golpea la madera despacito. Su forma de doblar la muñeca es elegante, de una dejadez sexy. Asoma la cabeza por el marco para asegurarse de que estoy sola, luego se sitúa en la ventana que da a la calle. Yo hago un café. Él canturrea: «Me encantan tus rodillas, cielo». Lleva el ritmo contoneando los hombros y meneando las caderas sin sacarse las manos de los bolsillos. Es un tipo alto y delgado pero con pinta imponente, de armazón poderoso y buena percha, de los que invaden el espacio al asalto. Sus rasgos son irregulares, de ojos ligeramente hundidos, nariz gruesa y frente protuberante. Tiene ese tipo de cara un poco ruda que suele gustarles a las chicas, pero que sobre todo enloquece a sus colegas masculinos, que lo tienen por un dios. Jean-Marc es el único de nuestro equipo que se viste con elegancia. En general, tenemos más bien facha de viajantes de provincias. En este trabajo, llamar la atención no es una ventaja. Corbata negra sobre camisa blanca siempre impecable. Él asegura a quien quiera escucharlo que perder la corbata es perder la virilidad. Según él, quien renuncia al traje renuncia a la ley. A menos que necesite el contacto de un chavalín para hacerle un trabajito, casi nunca viene a visitarme. Tengo una buena red de muchachos que pueden hacer un buen servicio a cambio de poca cosa. Hoy viene a verme porque me han endosado un caso gordo. Agathe debe de haberle contado la escenita; desde su sitio escucha y controla cuanto sucede en la oficina del jefe. Reldanch tiene sus locales en un antiguo laboratorio de análisis de sangre, las paredes no las diseñaron para garantizar la discreción. Me encantaría que Jean-Marc me ofreciera trabajar juntos en esta investigación. Pero cree que puedo arreglármelas sola:
—¿Por dónde vas a empezar?
—Eso me gustaría saber a mí. La niña está medio chiflada. No tengo ni idea de lo que le ha podido pasar. Y la abuela me da demasiado miedo como para irle a preguntar. Francamente, no sé… ¿por la madre biológica, supongo?
Él me mira en silencio. Creo que espera a que le cuente mi plan de ataque. Yo le pregunto:
—Tú ya has hecho alguna desaparición, ¿no? ¿Alguna vez has tenido miedo de descubrir algo sórdido?
Hago como si nada, pero al decir esas palabras se me abre un vacío en el pecho. No sabía que tenía tanto miedo.
—Por cinco mil euros de recompensa, cómo te lo diría… No me pregunto si lo que voy a descubrir me gustará o no. Lo que me pregunto es cómo encontrar a la chiquilla. Si no ves de qué manera vas a manejarte tú sola, subcontrata. Todo el mundo lo hace. Y os repartís la recompensa. ¿Quieres contactos?
—Justo lo que había pensado. Igual se lo propongo a la Hiena, ella sabe de este tipo de casos…
Es el primer nombre que se me ha ocurrido capaz de impresionarlo. Lo digo en plan soy de las que llama a la Hiena cada vez que pierdo las llaves. Cierto que conozco a un tío que la conoce, pero en realidad yo nunca la he visto.
Jean-Marc suelta un conato de risita. Ha dejado de mostrarse inquieto y preocupado, ahora parece distante. La Hiena tiene su reputación. Admitir que podría trabajar con ella significa admitir trapicheos clandestinos. Aún no lo he dicho y ya me arrepiento de haber mentido, sin embargo me regodeo en el mito:
—De vez en cuando me dejo caer por un bar donde va ella. El dueño es un colega mío que es también colega suyo…
—Y uno por el otro os habéis conocido.
Yo no contesto. Jean-Marc sopla en el café, luego dice pensativo:
—Sabes, Lucie, es solo cuestión de suerte y perseverancia. Al principio parece imposible, pero sin que uno sepa cómo, va y aparece una pista, y ahí ya solo es cosa de no desfallecer.
Yo asiento, como si supiera de qué me habla.
Durante mucho tiempo, Jean-Marc fue el más brillante de nuestro mundillo, no solo porque redacta sus informes en un estilo tan deslumbrante que, incluso cuando pierde un caso, al final de la página dirías que lo ha ganado. Durante mucho tiempo fue la mano derecha del antiguo jefe, todo el mundo pensaba que algún día iba a ser el Número Dos oficial, director de una gran sucursal. Pero nombraron director a Deucené, y a Deucené Jean-Marc lo hacía sentir incómodo. Demasiado grande, sin duda.
Jean-Marc cierra suavemente la puerta tras de sí. Yo busco la ficha de Kromag. Cuando baje a comer, le llamaré desde una cabina. No me fío de las líneas de la oficina, están todas pinchadas, aunque me pregunto quién iba a perder el tiempo escuchando nuestras conversaciones. Por deformación profesional, el móvil solo lo uso para felicitar cumpleaños vía SMS, y correos electrónicos tampoco envío. Sé lo caros que pueden salir en caso de investigación o de juicio, y también sé que son una puerta abierta a la curiosidad del primero que pasa. Sigo enviando cartas por correo bastante a menudo. Inspeccionar un sobre requiere de una sapiencia que la mayoría de los agentes ya no poseen. Nunca he tenido nada importante que ocultar, pero con el oficio acabas desarrollando una cierta paranoia.
Cuando le digo que quiero contactar con la Hiena, Kromag no se echa a reír. Un detalle por su parte. Me pide que le llame más tarde. Yo me dejo caer por el colegio de Valentine para tomarme un café en el bar donde se pasan el día los chavales de su escuela. No tienen ni cantina ni patio de recreo, el colegio privado en el que están escolarizados no fue concebido para resultar acogedor. No es que quiera hablar con ellos, solo escucho su conversación. No va de Valentine. Aún no saben que ha desaparecido, lo cual significa que la investigación policial no ha comenzado. Habría apostado a que los Galtan eran lo suficientemente poderosos como para que la policía se tomara más molestias que con una desaparición cualquiera. Los niños se van a clase. Son vacuos, bulliciosos e inquietos. Siluetas intercambiables. No muestro demasiado interés por ellos. Ellos me pagan con la misma moneda, no entro en su campo de visión. Es mi punto fuerte: soy prescindible. Me quedo gran parte de la tarde tomando café y leyendo página a página un periódico en papel que algún cliente ha olvidado en una mesa. Siento remordimientos por no ponerme ya con la investigación, pero no los suficientes como para dejar de disfrutar de mi tarde libre.
En la acera del bar donde trabaja Kromag, un areópago de góticos fuman cigarrillos y ríen sin parar, lo cual no me acaba de cuadrar con su ética, aunque no soy especialista en la materia. Ninguno de ellos se fija en mí mientras me deslizo por entre el grupo para entrar.
Kromag me da una cálida bienvenida. Visto su estilo de vida —alcohol, drogas duras, noches en vela, régimen de kebabs y cigarrillos—, se las arregla más que bien. Conserva un ímpetu alocado que la mayoría de los humanos pierde al cumplir los treinta, y que en su caso no parece demasiado sobreactuado. Tiene los lóbulos de las orejas deformados por unos aros gigantescos, sus dientes son naranja nicotina pero no le falta ninguno, y eso ya es algo. Se inclina sobre el mostrador para susurrarme al oído que no tardará en llegar. De lejos debe de parecer que he venido a pillar droga y me está dando noticias del camello. Rascándose la barbilla, con la cabeza bien arriba en un gesto varonil pero poco favorecedor, añade: «Estos días le ha echado el ojo a una chavala que viene por aquí. No me costó convencerla para que se pasara».
Pido una cerveza en la barra, preferiría un chocolate caliente porque ahí afuera hace frío, pero tengo una cita con la Hiena y no quiero que piense que se las ve con una niñata. En los bares no suelo tomar alcohol, me da dolor de cabeza y no me gusta perder el control. Una nunca sabe de lo que puede ser capaz si se desinhibe demasiado.
A Kromag lo conozco desde hace mucho tiempo. Un invierno, hace quince años, nos acostamos juntos. A mí me parecía feo, pero cuando bebía insistía tanto en que me fuera con él que se volvió tentador. Un día apareció del brazo de una novia sacada de una lejana provincia, una morena lo suficientemente guapa como para no avergonzarse de ir por ahí del brazo de un tipo como él. Durante un tiempo, Kromag me estuvo evitando por miedo a que le pidiera explicaciones o le montara un numerito. Pero yo seguí a lo mío y él me cogió cariño, cuando pasaba por donde yo vivía siempre pensaba en llamarme para tomar un café, y cuando montaba una fiesta en su casa me avisaba. Cuando hace dos años llegué a Reldanch, fue porque él me avisó de que estaban buscando gente.
Pone cacahuetes en unos platos, deja uno delante de mí, me guiña el ojo y vuelve detrás de la barra a llenar unos vasos. Le gusta hablar de la Hiena, contar sus aventuras. Trabajaron juntos. Incluso empezaron juntos. Se dedicaban a los cobros. Su primer cliente decía ser un vendedor de telas, tenía un local muy pequeño en el distrito XXII y se había olvidado de pagar a un proveedor. La jugada era sugerirle que arreglara sus cuentas cuanto antes, su deuda empezaba a volverse insostenible. Antes de ir, la Hiena le había propuesto a Kromag que ella haría de poli malo y que él hiciera de poli bueno, lo cual lo ofendió: «Pero ¿tú has visto las pintas que gasto?». El argumento estaba lleno de sentido común: Kromag parece un coloso, y con esos ojillos marrones tan juntos, su expresión oscila entre una idiotez inquietante y la pura bestialidad. Más impresionado por la misión de lo que estaba dispuesto a admitir, Kromag golpeó al tipo sin miramientos, compensando con energía su falta de experiencia. El tipo lloriqueaba, pero estaba claro que solo interpretaba su papel para que lo soltaran. La Hiena se había quedado atrás, en silencio. Cuando ya salían, volvió sobre sus pasos, lo agarró por la nuca con una sonrisa en la boca, y chasqueó los dientes tres veces junto a su oreja: «Si volvemos a verte, te arrancaré la polla de un mordisco, zorra, ¿entendido?». Kromag dice que fue como conocer a Hulk pero sin el rollo verde: se había convertido en un monstruo, cualquiera habría salido corriendo. Sin embargo, ella estaba un tanto disgustada, convencida de que habían fallado el golpe. «Faltaba el aroma del miedo. Ese maldito olor a amoniaco, tan repugnante que cuando lo hueles en alguien te entran ganas de acabar con él allí mismo». Kromag estaba aún más incómodo que durante la sesión en sí. «Eres perversa, eres realmente perversa». Algo sucedió en el momento en que ella agarró al tipo por el cuello, algo que lo dejó tocado. Él lo llamaba «deseo de matar en estado puro, algo muy real». Y el tipo soltó la pasta esa misma noche. Poco a poco, fueron pillándole el truco: él abría la escena, y ella se encargaba del colofón. El dúo desprendía una alquimia que los convirtió en unos mediadores excelentes. A Kromag le gustaba recordar que el apodo se lo había puesto él: «Tendrías que haberla visto en acción, en aquellos tiempos, no hubieras podido pensar en otra cosa. Una hiena, cuanto más viciosa y tarada, más a gusto se reía». Kromag tenía un montón de teorías sobre aquella época de su vida, no costaba adivinar que las había elaborado charlando con ella. «El miedo es una cosa animal, algo que ocurre más allá del lenguaje. Cierto que algunas palabras lo desencadenan mejor que otras, pero siempre juegas a tientas… Tema feeling, como cuando tienes a una chati entre las manos y no la conoces, vas probando, toqueteas en la oscuridad hasta el punto exacto en que sientes que aquello marcha, y ahí ya no queda más que sostener la nota para hacerla flotar. Eso es algo que les tiene que quedar bien clarito, tanto da si van de duros o de sensibles: la próxima vez te agarraremos de la yugular y ya nunca te soltaremos, y lo sabes». Estaba orgulloso de haber trabajado con ella. Con los chavales que rondaban por el bar se jactaba de ello, como si les estuviera revelando un importante secreto de la vida: «Hacíamos un buen equipo. En los puntos decisivos estábamos de acuerdo, por ejemplo: hay que descansar a menudo, descansos largos, para rendir bien es mejor estar relajado; los sobornos, si son sensatos, hay que aceptarlos siempre; y sobre todo, huir ante un peligro demasiado grande es una estrategia de la que no importa abusar, te va la salud en ello. También hablábamos mucho de mujeres. Es importante tener intereses comunes. No era plan de estar todo el rato hablando de curro, demasiada presión». Hasta que una mañana lluviosa en que iban buscando a un ruso en el distrito XIII —acababan de mudarse a la ciudad, fue hace mucho tiempo—, Kromag se quejó de su úlcera de estómago. La Hiena le preguntó: «¿No será que estás harto de este trabajo?». Y él entonces lo vio claro: sí, estaba cansado de levantarse cada mañana sin saber a quién le iba a tocar amenazar, sin saber si iban a ser muchos, si iba a tener miedo o, peor aún, si iba a sentir piedad; piedad y vergüenza de lo que hacía. Harto de tener que apretar el culo todas las noches al meter la llave en la cerradura de casa, con el miedo en las tripas por si en el salón lo esperaban unos hombres, o el cuerpo desmembrado de su novia en la cocina, o un escuadrón de policías para detenerlo. Sí, harto de vivir en el terror, mientras ni siquiera ganaba lo suficiente para dejar su piso de treinta metros cuadrados más allá de Belleville. Si aguantaba era solo para seguir formando equipo con ella. Pero ella le dijo: «Si lo dejas, te echaré de menos. Pero tú eres capaz de trabajar en otra cosa. Yo, no. Yo no soporto que me lleven la contraria, mientras que tú puedes adaptarte. Es una lástima que te machaques así el cuerpo, dedicándote a algo que te da asco». Kromag dijo que le entraron ganas de llorar, porque en ese momento se dio cuenta de que iba a dejarlo, la sociedad con ella llegaba a su fin. Pero también porque supo que estaba en lo cierto: ella era irrecuperable, estaba incapacitada para la vida normal. La diferencia entre la gente dura de verdad y la que se inclina por la redención: unos pueden elegir, los otros no. Cada vez que contaba ese episodio de su historia se conmovía a sí mismo, como si hubiera abandonado a un compañero herido en lo más alto de una montaña, sabiendo que no iba a durar mucho, sintiéndose culpable de salir por patas de regreso a la vida normal. «La Hiena es tragedia pura, cuando te acercas a ella, descubres lo que es la soledad, la tristeza de verdad, la marginalidad». Cuando llegaba a este punto, se veía que la amaba. No amarla en el sentido de voy a comerte el coño, sino como cuando adoras el estilo de alguien y todos los recuerdos en común aparecen cubiertos por una fina capa dorada. Durante los dos años que llevo en este trabajo, no es la primera vez que me hablan de ella, y ese mismo efecto lo he visto en mucha otra gente, así que eso de que sufre de soledad no me viene de nuevo…
Habían seguido viéndose al estilo Kromag, de vez en cuando para tomar un café. Este tipo debe de dedicar una energía bárbara a cuidar de sus viejas relaciones. Con el tiempo, la Hiena se ha convertido en toda una estrella entre los detectives, una profesión en la que, más allá de la literatura de género, no abundan las estrellas. Especialidad: los desaparecidos. A partir de ahí, las historias que se cuentan sobre ella difieren, se contradicen o coquetean directamente con la ficci