De este mundo y del otro | Las maletas del viajero

José Saramago

Fragmento

La ciudad

La ciudad

Érase una vez un hombre que vivía fuera de los muros de la ciudad. Si había cometido algún crimen, si pagaba culpas de antepasados, o si sólo por indiferencia o por vergüenza se había retirado, eso es algo que no se sabe. Tal vez hubiera un poco de todo eso. Quizá hubiera un poco de todo, pues de lo feo y de lo hermoso, de la verdad y de la mentira, de lo que se confiesa y de lo que se esconde, construimos todos nuestra azarosa existencia. Vivía el hombre fuera de los muros de la ciudad, y de esa segregación, deliberada o impuesta, acabó por hacer un pequeño título de gloria. Pero no podía evitar (realmente, no lo podía) que en sus ojos flotara esa niebla melancólica que envuelve a todo desterrado.

Intentó algunas veces entrar en la ciudad. Lo hizo, no por un deseo irreprimible, ni siquiera por cansancio de su situación, sino por mero instinto de cambio o desasosiego inconsciente. Eligió siempre las puertas erradas, si puertas había. Y sí llegó a creer que había entrado en la ciudad, y quizá sí, era como si junto a la ciudad real hubiera imágenes de ella, inconsistentes como la sombra que en sus ojos se iba haciendo cada vez más densa. Y cuando esas imágenes se desvanecían, como la niebla que de las aguas se desprende al roce luminoso del sol, era el desierto lo que le rodeaba, y, a lo lejos, blancos y altos, con árboles plantados en las torres, y con jardines suspendidos en los miradores, los muros de la ciudad brillaban de nuevo inaccesibles.

De allá dentro llegaban rumores de fiesta. Así se lo decía, más que los sentidos, la imaginación. Rumores de vida serían, al menos. No la muerte solitaria que es la contemplación obstinada de la propia sombra. No la desesperación sorda de la palabra definitiva que se escapa en el momento en que sería, más que una palabra, una llave.

Y entonces el hombre bordeaba las largas murallas, tanteando, en busca de la puerta que, oscuramente, podría estarle prometida.

Porque el hombre creía en la predestinación. Estar fuera de la ciudad (si eso tenía real consistencia) era para él una situación accidental y provisoria. Un día, en el día exacto, no antes ni después, entraría en la ciudad. Mejor dicho: entraría en cualquier parte, que a eso se resumía su esperar. Que la niebla de la melancolía se hiciera noche sería un mal necesario, pero también provisional, porque el día predestinado traería una explicación: o quizá ni eso siquiera. Un final, un simple final. Una abdicación sería ya suficiente.

El hombre no sabía que las ciudades que se rodean de altos muros (aunque sean blandos y con árboles) no se toman sin lucha. No sabía el hombre que antes de la batalla por la conquista de la ciudad tendría que trabar otra batalla y vencer en ella. Y que en esta primera lucha tendría que luchar consigo mismo. Nadie sabe nada de sí antes de la acción en la que tendrá que empeñarse todo él. No conocemos la fuerza del mar hasta que el mar se mueve. No conocemos el amor antes del amor.

Llegó la batalla. Como en los poemas de Homero, también los dioses entraron en ella. Combatieron a favor y en contra, y algunas veces unos contra otros. El hombre que luchaba por vivir dentro de los muros de la ciudad cruzó espada y palabras con los dioses que estaban de su lado. Hirió y fue herido. Y la lucha duró largos, largos y largos días, semanas, meses, sin treguas ni reposo, unas veces junto a las murallas, otras tan lejos de ellas que ni la ciudad veía ni se sabía ya bien qué premio encontraría al final del combate. Fue otra forma de desesperación.

Hasta que, un día, el campo de batalla quedó libre y despejado como un estuario donde las aguas descansan. Sangrando, el hombre y el dios que había permanecido junto a él miraron de frente aquellas puertas abiertas de par en par. Había un gran silencio en la ciudad. Amedrentado aún, el hombre avanzó. A su lado, el dios. Entraron —y sólo después de haber entrado quedó habitada la ciudad.

Érase una vez un hombre que vivía fuera de los muros de la ciudad. Y la ciudad era él mismo. Ciudad de José, si un nombre queremos darle.

Una Navidad hace cien años

Una Navidad hace cien años

Quien dice cien, dice mil. O cuarenta. En fin, una eternidad. La tierra está aplastada de negrura. No llueve, andan lejos las tempestades: el aire está parado, denso de frío, y parece estallar como una red tenue de cristales suspendidos. Hay una casa, y luz dentro de ella. Y gente: la Familia. En la chimenea arden troncos de leña en fuego blando que de repente se encrespa cuando se le juntan unas ramas secas. Crece la llamarada entonces, se divide, sube por la chimenea tiznada, ilumina los rostros de la Familia y vuelve a quebrarse de inmediato. Se oye mejor el hervor de las cazuelas, la fritanga de aceite donde flotan las formas antiguas de los buñuelos, entre el humo espeso, grasiento, que va a entrañarse en las vigas del tejado y en las ropas húmedas. Son quizá las once, y la mesa está puesta, el momento es de paz y de conciliación —y la Familia anda por la casa, confusamente atareada, como un hormiguero.

Pronto saldrán todos hacia el patio trasero. Ahora va a ser lanzado el cohete que anuncia a los vecinos que ya el último buñuelo ha salido chorreando de la sartén y fue a caer en el lebrillo hondo en el que este producto de la dulcería casera aguarda el refinamiento último de la canela y del azúcar. Por las puertas abiertas, el Niño ve a la Familia sonriendo, formando y deshaciendo grupos alrededor del Abuelo, que sopla un tizón y lo acerca al pedazo de caña relleno de pólvora. Había pedido que le dejasen ayudar, pero no se lo consintieron: hay que andar con cuidado con los niños.

La pólvora se inflama bruscamente, lanza un chorro de chispas, silba —y el cohete se dispara hacia el aire helado, lo corta como una espada de fuego, y allá muy alto restalla, sonoro, entre los ecos de otro cohete distante. La varilla desciende con una luz desmayada, mortecina, y va a caer lejos, en los olivares, sobre los hierbajos helados. No hay peligro de incendio. De pronto, la Familia siente frío y vuelve a casa, llevando en brazos, entre los anillos, entre los tentáculos, al Niño que no había podido ayudar a tirar el cohete. El interior de la cocina está más frío. La Abuela lanza una brazada de virutas, y el fuego vacila, elige el lado más accesible de la leña y, mansamente, reanuda su trabajo de destrucción.

La Familia da vueltas en torno a la mesa, con muchos rostros rojos y sonrientes que tienen nombres pero que son, sobre todo, para el Niño, los Padres, los Abuelos, los Tíos, los Primos —un cuerpo de animal complicado que le recuerda la hist

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