De "La vie en rose" a la vida en "Grease"

Deborah P. Gómez

Fragmento

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Capítulo 1

Vega

—Vega, en cinco minutos te quiero desfilando con tus chicas.

Me giro, y hago un gesto de asentimiento a Francis, mi asistente y responsable de que hoy esté saliendo todo a la perfección en el desfile de la última colección de Vega Star, la firma de moda que tanto esfuerzo me ha costado llevar hasta lo más alto, y que hoy está causando furor en el desfile de Otoño de París. Seguro que habréis oído hablar mil veces de mis diseños, que combinan el estilo de las grandes actrices pin-up con la moda más actual... un atrevimiento que ha creado tendencia en las pasarelas de todo el mundo.

En realidad, el nombre de mi marca no es más que una versión sofisticada del mío. Porque, seamos realistas, Vega Argüelles no quedaba tan bien ni era tan fácil de pronunciar. Mi padre me llamó así porque Vega es una de las estrellas más brillantes del sistema solar, y él estaba seguro de que algún día yo también brillaría. Y no se equivocó.

Termino de retocarme los labios y me miro en el espejo. Perfecta: ni un pelo fuera de su sitio, justo lo que alguien esperaría de una diseñadora de moda afincada en París. Resulto bastante atrayente a simple vista, con mi metro sesenta y algo de estatura, unas curvas bastante generosas y ese corte de pelo à la mode. Hace tiempo que cambié mi melena castaña por un rubio rosado que me hace parecer más chic. Cualquier cosa con tal de que nadie descubra que, en realidad, no soy más que una paleta procedente de Villanueva del Mar, un pueblecito costero asturiano, que se las da de diva porque da más credibilidad en el mundillo.

Supongo que, con ese nombrecito que me pusieron mis padres, era lógico que acabara enamorándome, en el instituto, de Orión, el hermano mayor de mi mejor amiga. Y fue aún más evidente que, cuando empezamos a salir, en el pueblo nos apodaran los estrellados o cuchichearan sobre nuestro romance estelar. Y lo cierto era que el nombre nos venía como anillo al dedo, porque juntos veíamos las estrellas.

Orión tenía el pelo castaño claro en las puntas, los ojos almendrados y la sonrisa más bonita del mundo gracias a años de traumas infantiles por estar llevando aparato dental. Era un chico dulce y sencillo, aunque algo tímido, que siempre había sabido meterse a todos en el bolsillo con su simpatía innata. Y yo no fui la excepción.

Todo se torció al empezar la universidad. Yo abandoné ese apacible pueblo asturiano en el que nunca ocurría nada, para estudiar Diseño de Moda en Madrid, y él se quedó allí, combinando sus estudios en Oviedo con el negocio familiar, una zapatería a la que, según he oído, sigue dedicándole su vida. Entonces, comenzó nuestro declive. Yo empecé a frecuentar nuevas amistades, que me ayudaron a pensar en grande y a perseguir mis sueños, mientras que él seguía juntándose con los de siempre y se convertía en un hombre sin aspiraciones. Y así, de la noche a la mañana, decidimos terminar con seis años de relación y con veintitantos de amistad. Él alegó que me había convertido en una pija estirada, y yo le eché en cara su falta de ambiciones. Probablemente, los dos teníamos parte de razón.

Y así, la persona que un día había sido todo mi mundo se convirtió en un extraño con el que no me hablo desde hace más de diez años, a excepción de las contadas ocasiones en las que hemos coincidido en el pueblo, y no nos ha quedado más opción que hacerlo. Lo poco que sé de él es a través de su hermana Covadonga quien, aunque ya no tengamos la relación que teníamos de niñas, aún me escribe de vez en cuando y me mantiene conectada con el pueblo. Ella, y mi madre, a la que le encanta un buen chismorreo.

Cova y yo hemos tomado caminos diferentes. Mientras que ella se ha dedicado a regentar la pastelería del pueblo y a criar guajes con Bras (su novio de toda la vida), yo lo he dado todo por conseguir que mi nombre brille con luz propia. Hace cuatro años que resido en París; mi vida es un desfile continuo de eventos, viajes con estancia en los mejores hoteles y cenas en los restaurantes más caros. Como decía una vieja canción de Édith Piaf, estoy viviendo la vie en rose.

Pero todo sueño tiene un precio, y el que yo pago por este es el estar lejos de mi familia. Tan solo regreso a Asturias en verano y en Navidad, y siempre me vuelvo con la sensación de que ya no pertenezco allí. Cuando Ori y yo rompimos, las cosas se enfriaron en mi grupo de amigos y, un día, descubrí que éramos extraños. Supongo que a mí comenzaron a aburrirme sus rutinas simplonas, y ellos no entendieron mi estilo de vida. Sé que, cuando me ven por el pueblo, se burlan y me apodan La Estrellita de Villanueva, pero a mí me importa más bien poco.

Francis me hace una señal para que salga al escenario con las bellezas de todas las tallas y procedencias que acaban de exponer mi colección. Porque, si hay algo que diferencia a Vega Star de otras firmas, es que es moda para mujeres reales, y sus modelos son cuidadosamente seleccionadas para trasmitir ese mensaje de inclusión.

La hora de la verdad ha llegado. El corazón me late con fuerza cuando me veo desfilando por la pasarela. A pesar del tiempo que llevo haciendo esto, aún me abruma la cantidad de aplausos y ovaciones que recibo después de cada desfile. Aún me aterran los focos. Es como si una parte de mí no terminara de creerse que esta que está aquí frente a un público entregado, esta a la que todos quieren felicitar por su talento, es la misma Vega Argüelles que le robaba las casadielles a su abuela para comérselas a escondidas.

Sonrío, y lanzo besos al público mientras una de las modelos me entrega un precioso ramo. Entre los asistentes veo algunos rostros conocidos de la moda, el cine y la música. A quien no veo es a Sylvain, mi novio, con el que llevo tres años compartiendo un precioso apartamento en la bulliciosa avenida Víctor Hugo, en pleno corazón de París.

Nos conocimos en una exposición de arte gracias a un amigo en común. Sylvain es un prestigioso arquitecto que llama la atención allá por donde va, gracias a su más de metro noventa de estatura, su pelo dorado y sus ojos azul zafiro. De modales exquisitos, procede de una aristocrática familia parisina, razón por la cual me siento pequeñita a su lado y nunca lo he dejado venir conmigo a Asturias, porque mi familia y su estilo de vida podrían impactarlo mucho. En otras palabras, Sylvain es el príncipe azul que Disney nos prometió a todas las niñas criadas en los noventa. Un príncipe que esta noche no ha hecho acto de presencia en el desfile... Y sé que su ausencia va a alimentar los rumores de crisis que ya han empezado a correr por Internet.

De nuevo en mi camerino, ya no me siento tan exitosa. Mi familia no está aquí para celebrar conmigo, y no tengo ni idea de dónde se ha metido mi chico. Tengo el móvil lleno de felicitaciones de gente que me importa un bledo, notificaciones en redes sociales, donde anuncian que me han etiquetado

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