Una última caricia (Una última noche en Almack's 4)

Ruth M. Lerga

Fragmento

una_ultima_caricia-2

Capítulo 1

Londres, marzo de 1854

Lady Hortense miraba a su hijastro sin disimular la cólera que sentía. En su opinión, su esposo, Gregory Wright, el marqués de Seanhall, estaba siendo demasiado benévolo con Robert, su único heredero directo de un título que se remontaba a los tiempos de la guerra de las Dos Rosas y que siempre había pasado de padres a hijos.

Ella misma había sido obligada a casarse con Seanhall al cumplir los dieciocho años, a los doce meses exactos de haber enterrado este a la anterior marquesa, quien murió al dar a luz a su único vástago. Su misión había sido la de dar más hijos a Gregory, pero había fracasado. Aunque nadie la culpó nunca, la presión fue constante. Y no entendía que el futuro marqués, con veintiocho años, no estuviera ya casado y con, al menos, dos descendientes. Debería sentir la misma losa sobre el pecho que la acompañaba a ella desde hacía casi treinta años.

Lord Gregory Wright era un buen esposo, un hombre tranquilo y respetuoso que se ocupaba con responsabilidad de sus obligaciones.

Lord Robert Wright, conde de Kendall y su hijo, tenía el mismo carácter, pero un físico más agraciado. Alto y esbelto, de cabello negro y ojos azules, tenía una boca ancha, una nariz patricia, los pómulos y la barbilla afilados. Nadie diría de él que era guapo, pero poseía un indudable atractivo que le había granjeado el favor de muchas mujeres, hasta donde la marquesa sabía.

Podía, pues, casarse con quien quisiera y, sin embargo, había estado postergando tan capital cuestión… hasta esa mañana, en la que, harta Hortense de la pasividad de los caballeros de la familia, abordó el tema sin contemplaciones ni permiso.

—Robert, te he preparado una lista de las jóvenes casaderas de este año y te he señalado a cinco de ellas. Elige a una y cásate, ten hijos y remite la preocupación que tu padre sufre por la falta de herederos directos.

Lord Gregory y lord Robert leían sendos periódicos, en la casa se compraban dos distintos que se intercambiaban, y no alzaron la vista de sus diarios, ignorándola. Dio una palmada en la mesa enfadada. Para su fortuna, el golpe hizo que una taza se derramase, logrando así que la atendiesen.

Fue el hijo el primero en hablar, aunque no se dirigió a ella.

—Padre, ¿te preocupa mi descendencia?

Hortense aborrecía la relación que los unía: eran amigos y conformaban un círculo en el que ella no cabía.

—No demasiado —respondió Gregory con voz aburrida.

Quiso gritar. Con aquellas dos palabras el marqués contentaba a esposa e hijo y podía seguir haciendo lo que quería: leer la crónica política, tan cercana ya la apertura del Parlamento.

—Entonces quítame a mí la preocupación —exigió Hortense a su hijastro.

Robert la miró. No sería tan cruel como para recordarle que debió ella asegurar la continuidad del marquesado y no pudo. Nunca había habido reproches, se tuvo que recordar. Y eso la hacía sentirse vulnerable.

El conde dejó el periódico y la miró. Nerviosa, se removió en su asiento. Cuando Kendall miraba a alguien, cuando lo hacía de verdad, podía ser encantador o aterrador; solía, no obstante, mostrarse hermético, evitando reflejar emociones, ya fuera porque no se tomaba la molestia o porque, en realidad, era incapaz de sentirlas.

Dejó pasar más de un minuto de silencio antes de romperlo, tensando así los nervios de su madrastra.

—No te molestes; ya he elegido esposa.

Entonces sí, su padre apartó también el Times.

—No me habías dicho nada, hijo. ¿Quién es ella? ¿La conocemos?

—No lo creo. Y no os he comentado nada porque hasta la semana pasada no lo decidí. Llevo meses sopesando la conveniencia de escoger a una dama y lo que espero de ella. Me ha costado recabar información suficiente para tomar una decisión.

—No dudo de que será adecuada. De otro modo, no la habrías escogido.

—Así lo espero. Hablaré con ella en cuanto su familia se instale en Londres, a ser posible antes de que se inicie la temporada. Si puedo ahorrarme el cortejo social, tanto mejor.

—¿Quieres que pida a los abogados que preparen…?

—¡¿Quién es la joven?! —perdió por completo los nervios la marquesa.

La miraron, reprobadores. Los maldijo, a ambos y a su pasividad.

—La hija menor de los condes de Westin.

Desde luego, Hortense Wright sabía quién era.

—Es su tercera temporada —dijo, incrédula.

—Y es, aun así, una desconocida —la defendió Kendall—. El primer año debutó a finales de junio y el año pasado se marchó en mayo, cuando lord Christopher Saint-Jones se casó con la hija de no recuerdo qué sir.

—Lady Emma Towsend —se dio el gusto Hortense de informarle.

—Veintiún años, entonces —continuó Gregory, ignorando su interrupción—. Mejor, no es ninguna chiquilla.

—Y sigue siendo una joven muy inocente, por lo que sé.

—¿Está decidido, entonces?

—Está decidido —sentenció el conde.

—Perfecto.

Y ambos volvieron a sus periódicos. La marquesa se puso en pie y salió de la habitación pisoteando con fuerza la alfombra, colocada años antes para amortiguar el ruido de sus enfados.

Una vez solos, lord Gregory apartó definitivamente el Times, colocándolo en la mesilla auxiliar. Lo mismo hizo Robert con el Gazette. No sabía la razón por la que su padre solía obviar a su esposa desde hacía años; eran un matrimonio concertado que no tuvo más familia y, a pesar de que Hortense estuvo siempre en su vida, jamás la llamó madre ni esta, a él, hijo. Lo que sí sabía es que constituían un matrimonio tranquilo, sin sobresaltos ni exabruptos. Eran un clásico enlace inglés de la aristocracia. No conocía otra forma de vida ni deseaba probarla. Se decía que su majestad se había casado por amor y era feliz; Robert dudaba de que fuera cierto.

—¿Cómo es ella? —preguntó su padre, al fin.

No simuló no saber a quién ser refería.

—Bonita.

—¿Bonita? ¿O hermosa?

—Es bonita —insistió—. Es pelirroja, tiene los ojos verdes y algunas pecas. El rostro pequeño y también el cuerpo. Es… bonita, supongo —repitió, sin saber qué más decir.

—Los Westin son una familia tan antigua como la nuestra —dijo con orgullo el marqués, satisfecho al parecer con la decisión de su hijo.

—Se remontan al primer Tudor.

—¿La has cortejado?

Alzó Robert la vista, fijándola en los ojos que lo miraban.

—No. ¿Debería hacerlo?

Rio seco el otro.

—Podría asegurarte el sí

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