Cariño, soy más que una estrella (Darling 4)

Mar Poldark

Fragmento

carino_soy_mas_que_una_estrella-3

Capítulo 1

Tu mirada en mí

Las paredes de Webster Hall reverberan desesperadas por los graves acordes de la estrella que está sobre el escenario. No sabría decir de quién se trata exactamente. Suelo conocer cualquier timbre de voz, pero me encuentro tan enfadado con la situación que lo único que deseo es que todo guarde silencio.

Durante todo el trayecto en taxi, me he preguntado varias veces si para ser una estrella con luz propia es necesario tener que lidiar con personas a las que no dirigiría la palabra ni en un millón de años. Grayson, mi representante, me ha recordado que para escalar una montaña hay que comenzar por la base.

Y es una mierda. Una soberana mierda.

Llevo en Manhattan cuatro putos años con la intención de acariciar el éxito con las yemas de mis dedos. Más de una vez he escuchado como mi nombre era vitoreado por aquel público que se encontraba en mi mente disfrutando la letra de mis canciones. Sin embargo, aquel utópico sueño se evaporaba en el momento en el que me acordaba de que había llegado a la ciudad con unos colegas que se ganaban la vida yendo de club en club. Y era divertido, por supuesto que lo era, pero yo necesitaba mucho más.

—Entereza, Dix. —Mi representante eleva la voz por encima de la música, a lo que yo alzo una ceja con ironía—. Turner me ha asegurado que se encontrarían entre bastidores tras cantar unas canciones. Deja de poner esa cara de haber olido un calcetín sudado y agradece que tengamos esta oportunidad.

Porque una oportunidad como esta es tan efímera como un día soleado en Londres.

Acompaño su pesado consejo mentalmente. Ya me lo sé de memoria.

—Yo no he pedido estar a pocos metros de Astor Place un sábado por la noche —le recuerdo mientras paso entre la multitud como un chico más dentro del club—, esto ha sido cosa tuya.

—Te aseguro que, si no supiera que eres bueno, hoy estaría disfrutando de una exquisita cena con alguna morena a la que convertiría en mi postre. —Hace un gesto con la cabeza para que lo siga—. Pero dicen que mezclar el trabajo y el placer es peligroso.

—Gray, puedes decir lo que quieras, pero todos sabemos que estarías en tu apartamento leyendo un buen libro o, por el contrario, pidiendo algo a domicilio.

Descendemos unos escalones que nos dan la bienvenida a una amplia habitación en tono gris con cenefas en color mostaza. Las columnas que serpentean el lugar proporcionan un aspecto un poco más íntimo del que puede haber en una pista de baile. Los largos sofás de cuero del mismo tono que los decorados de las paredes hacen esquina y proporcionan privacidad, además de un ambiente festivo.

La sala privada no cuenta con demasiada gente. Algunos cantantes que reconozco de vista mueven sus caderas al ritmo de la voz de Katy Perry, mientras otros se acomodan en los sofás para disfrutar de una bebida refrescante con intención de aliviar la tensión de sus cuerdas vocales.

—Allí está.

Levanto la mirada sintiendo un poco de curiosidad. Estos últimos años han sido un fiasco para mí. He podido mantenerme, por supuesto que lo he hecho, pero no he conseguido mucho más que cantar un par de canciones mías en Mercury Lounge, además de servir unas cuantas copas.

Cuando creí que tendría que volver a casa con mi fingida culpabilidad, Grayson Mcguinness decidió esperar a que mi actuación llegase a su fin. Se sentó en la barra y me dio una oportunidad que yo vendí a mis padres antes de coger las maletas: me habló de todas las canciones que había subido a internet, de mis actuaciones en las fiestas de mi pueblo y las locuras que hacíamos en la cochera de mi buen amigo Declan.

Y en ese momento empecé a ser un puntito más en el manto oscuro de Manhattan. No se me veía demasiado, solo tintineaba con suavidad con la intención de que la pequeña luz que me iluminaba fuese cada día más grande.

—¿Cómo has conseguido su teléfono? —pregunto mientras nos acercamos a aquella chica de cabellos ondulados en tonos azabaches; parece ensimismada en unas pequeñas anotaciones que descansan sobre su regazo, como si el ruido de alrededor no le molestara en absoluto.

—Ella ha contactado conmigo.

Arqueo una ceja sin creerme sus palabras. No entiendo por qué una representante de tal nivel querría tener unas palabras con Grayson. Con esto no quiero decir que sea un idiota, simplemente que me representa a mí, no a Dan Reynolds.

—¿Por qué querría tener un encuentro con nosotros en un club nocturno donde hoy se canta pop? —Hago una pausa un tanto molesto—. No es mi estilo.

—Supongo que es cosa de Wells. —Encoge los hombros sin saber qué decir—. ¿Recuerdas que tuviste el placer de criticarla en tu directo de hace unos meses?

Cómo olvidarlo. Ni siquiera maldecir se me da bien.

La noche en que decidí alzar mis envenenados pensamientos al aire, acababa de llegar a mi diminuto apartamento tirando la mochila al suelo como si la vida, mi arte y el camino que me habían llevado a aquella gran ciudad no valiese absolutamente nada.

Podría dármelas de listo y decir que me ganaba la vida con las pequeñas actuaciones que hacía en el Mercury, pero no era así. El dinero que me había llevado conmigo no era infinito: si deseaba mantenerme en un lugar tan costoso, debía ganarme la vida de la forma más humana posible.

Por eso el primer año fui camarero en la Gran Manzana, después preferí la noche y serví copas hasta que el horario nocturno me hizo abstenerme de seguir en el mundo de la noche. Molesto conmigo mismo opté por ser dependiente en un Delis: no tendría que aguantar a ningún compañero de trabajo ni a mi jefe diciéndome qué debía hacer. Podía escribir canciones entre cada barra de pan, paquetes de condones y refrescos energéticos.

Aunque no tardé demasiado en cansarme de la normalidad. Volví al Mercury, donde me esperaban largas noches tras la barra sirviendo copas, pero los primeros rayos de sol me regalaban un escenario donde cantar sin ningún tipo de limitaciones.

Todo habría sido perfecto si los acordes de aquella canción no hubiesen alcanzado mis oídos. Si su voz melosa no pusiese expectativas a las crías de quince años sobre lo irremplazable que es vivir un amor de verano.

No soportaba la veracidad que intenta trasmitir en sus canciones. Tampoco su voz. Ni siquiera esa imagen de niña buena que quería vender a aquel público que se movía al son de los impulsos de sus propias hormonas.

Decidido a quejarme, hice un directo desde una de mis aplicaciones. La poca gente que me seguía no dudó en hablarme de mis logros, de mis próximas metas y de un futuro disco. Quizá debería haberme centrado en conversar con aquellos pocos fans antes de sentarme en el sofá con una cerveza, mientras le recordaba al mundo que Victoria Wells no sería capaz de llegar a ningún sitio hablando del amor, la

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