En el corazón de Jane

Helena Tur

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Los ojos de Ann St. Quentin estaban cada vez más abiertos y, sin embargo, sentía que era incapaz de comprender lo que leía. A medida que su mirada avanzaba por el libro de contabilidad, empezó a notar un temblor en las manos. También temblaban las hojas que iba pasando entre sus dedos. No estaba preparada para asumir lo que reflejaban aquellas páginas y, al principio, trató de negarlo. Pensó que era un error y que a lo mejor había cogido uno de los libros antiguos. No podía ser que su marido hubiera actuado de forma tan irresponsable. Se cercioró de la fecha y un escalofrío le atravesó la espalda. Se dejó caer sobre la silla antigua y, cuando parecía que iba a rendirse, volvió a observar el libro de cuentas, pero esta vez de otra manera. Procuró calcular cómo salir de ese embrollo de deuda y salvar su negocio. Su carácter le impedía hundirse sin luchar y su mente se puso en marcha, aunque aún iba perdida con idas y venidas ante posibles soluciones.

Fue más de una hora después cuando llamó a madame Latournelle, la hermana de la antigua directora del internado de señoritas ubicado en los dos edificios que habían sobrevivido a la desintegración de los monasterios que formaban la abadía de Reading. Sarah Hackett, el verdadero nombre de madame Latournelle, había llegado allí como maestra. Pero siempre mostró más destreza en las labores de ama de llaves que en las relacionadas con la enseñanza. Para disimular su mal francés de cara a las familias que tuvieran interés en llevar a sus hijas al internado, adoptó un nuevo apellido antecedido por la marca de mujer casada, aunque en realidad siempre había permanecido soltera. Madame Latournelle venía del mundo del teatro, lo amaba, y hasta aquel momento había sido siempre la encargada de las representaciones que las alumnas llevaban a cabo y que tanto gustaban a los padres, que observaban orgullosos los avances de sus hijas.

—Voy a despedir a esa criada tan impertinente… —le dijo la señora St. Quentin en cuanto la mujer entrada en carnes y de pasos rotos llegó hasta ella—. Y también a la pecosa.

—¡Oh! Lo de la pecosa el otro día fue una torpeza, pero no volverá a suceder… —comentó alarmada por la determinación en la voz de la señora St. Quentin—. ¿Y por qué quiere despedirlas? ¿Qué han hecho las pobres muchachas?

—Debemos ahorrar. Nos arreglaremos con las otras dos y es posible que usted y yo tengamos que arremangarnos en algún momento, espero que no le importe.

Madame Latournelle intuyó que la única que tendría que arremangarse sería ella y observó a la esposa del director a la espera de una explicación que no parecía estar dispuesta a dar.

—¿Y debo comunicárselo yo a las muchachas? —preguntó al fin, ante el silencio que le devolvía la señora St. Quentin.

—No es necesario. Le diré a mi marido que escriba unas cartas de recomendación, aunque me temo que tendrán que marcharse sin propina. Como le he dicho, las cuentas no nos son favorables. Tal vez también me decida por despedir al profesor de dibujo… Sí, debería hacerlo. Desde que cierto marqués compra sus cuadros se cree con derecho a una subida de sueldo y, además, bien lo creo capaz de dejarnos en la estacada si consigue vender a otros nobles. ¿Se imagina que se marchara a mitad de curso? ¿Qué haríamos entonces?

—¿Y quién dará las clases de dibujo? —preguntó alarmada la falsa francesa, temiendo que esa tarea le fuera atribuida a ella. Nunca se le había dado bien dibujar y no tenía ni idea de pintura.

—Acabo de leer en el periódico el anuncio de una tal Louise Gibbons. Es una joven de buena familia venida a menos. Se ofrece como institutriz, pero he decidido escribirle para ofrecerle el puesto a cambio de comida y alojamiento.

—¿Sin un sueldo?

—Esperemos que esté desesperada —respondió la señora St. Quentin al tiempo que cruzaba los dedos—. No nos podemos permitir pagar ningún tipo de sueldo.

—Pues igual debería ofrecérselo para que, además de enseñar la asignatura, ayude también a las criadas. Sigo pensando que ellas solas no podrán con tanto trabajo.

—Usted las ayudará, no nos queda otra. —Por fin lo dijo. Ya no eran ambas las que se tenían que arremangar, a madame Latournelle le quedó claro que dejaba toda la tarea para ella—. Tendrá que renunciar a las funciones teatrales y dedicar esas horas a trabajos menos gratificantes.

—¡La Abadía no puede renunciar al teatro, es nuestra carta de presentación! —protestó.

—No he dicho que vayamos a renunciar.

Esa afirmación le dolió aún más. ¿Acaso quería ahorrar en criadas y pagar a alguien para que la sustituyera? ¿Acaso pensaba sustituirla ella, que no sabía nada de teatro?

—¿Y quién las dirigirá?

—He estado pensando en ello y creo que sería buena idea que lo hicieran antiguas alumnas. De aquí han salido muchachas brillantes que, además de hacernos el favor de dirigir las obras, son un gran ejemplo de los logros del internado. Eso, sin duda, ha de ser un reclamo para las familias.

—¿Niñas? —preguntó desconcertada el ama de llaves—. ¿Está pensando en niñas para dirigir las obras?

—Más bien en jóvenes que ya no son niñas. Seguro que algunas aún permanecen solteras. Voy a repasar los expedientes y a hacer un listado de aquellas que demostraron afición por la lectura —pensó en voz alta—. Ahora mismo, sólo se me ocurre la señorita Turner, pero tiene que haber muchas más.

—Creo recordar que la señorita Turner se casó. Puedo estar equivocada, pero aseguraría que así fue. Y lo más probable es que se hayan casado muchas más de las que no tenemos noticia. No me parece buena idea que utilice a niñas para una tarea tan delicada —objetó.

—Tiene razón, tal vez deba pensar en alumnas que aún sean menores de dieciocho años, hay más posibilidades de que acepten pasar un mes en la Abadía. Yo misma escribiré las invitaciones, soy consciente de que, en casos así, en el que no hay mayor atractivo que su vanidad, conviene adularlas. ¿Cómo se llamaba aquella niña que llegó aquí con su hermana hará unos seis años? ¿Aquella que apenas hablaba y se pasaba todo el día en la biblioteca?

—¿Cuál de ellas? Ha habido muchas que han amado la lectura…

—Vinieron también con una prima que se apellidaba Cooper. ¡Ah, sí! Austen, se apellidaba Austen, la pequeña Jane Austen.

Capítulo 1