Siempre seremos eternos (Bilogía Fugaces 2)

Paula Ramos

Fragmento

g-2

 

Abril de 2023

Mojácar

Ava

Doy un paso tras otro. Sin mirar atrás. Sin titubear, y a cada paso que doy, soy consciente de que esta vez va a ser diferente. Quizá sea porque nos hemos separado en el punto donde terminó todo por primera vez, si es que esa frase tiene sentido… aunque, sí, para nosotros lo tiene. Nuestra historia empezó ese verano, cuando éramos unos críos, y finalizó en el mismo lugar que había presenciado el inicio.

Sin embargo, hoy… hoy esta despedida es diferente. Lo siento. Lo sé.

Por eso no me doy la vuelta. Por eso no hago caso a esa voce­cilla tan irresponsable que siempre toma protagonismo cuando él entra en escena, porque… ¿para qué?, ¿para qué quiero ver cómo se aleja?

«Además —me susurra mi consciencia—, ya no está solo. Ahora… ahora todo es distinto».

No me vuelvo, no. Pero sí que levanto la mirada hacia el frente, y veo a Grace observándome a pocos pasos de distancia. Me sonríe cuando nuestras miradas se encuentran, pero sé que la alegría no le llega a los ojos oscuros, esos que heredó de papá, y sé que se debe a la tristeza que aún la invade, igual que a mí. De todos modos, sé que mirarnos le duele más a ella que a mí. Al fin y al cabo, heredé los ojos de mamá…

Camino hacia mi hermana pequeña; aunque el término siempre la acompañará, no es real. Grace hace tiempo que dejó de ser esa mocosa diablilla que nos volvía locas. Se ha convertido en toda una mujer de veinticinco años que, cruzada de brazos, me espera con paciencia apoyada en el capó de su coche. Sigue teniendo la larga melena alborotada del mismo pelirrojo intenso que el mío, la pálida piel salpicada por las pecas que solo los más valientes se atreverían a intentar contar, y una figura esbelta, ahora enfundada en unos vaqueros rotos y una chaqueta de cuero.

—¿Ese de ahí es…? —pregunta cuando la alcanzo.

Pero la interrumpo:

—Entra en el coche, por favor.

Grace enfatiza la expresión de los ojos en un gesto muy suyo, pero obedece, algo que le agradezco desde lo más profundo de mi ser. Pero, claro, no deja de ser Grace, así que, cuando cerramos las puertas del vehículo una vez dentro y arranca el motor, vuelve a hablar. Por supuesto que lo hace.

—Entonces, era cierto, ¿no? Hugo, en Mojácar. —Mi hermana saca el coche del estacionamiento y se incorpora a la carretera para ir al pueblo, alejándonos de la costa y los chiringuitos.

—Ya ves —logro decir mientras intento por todos los medios no mirar hacia donde debe de estar Hugo en compañía de Lara.

Hugo. En compañía de Lara. ¿Cuándo demonios había sucedido eso?

—Y tú, en Mojácar —sigue comentando Grace como si tal cosa.

La miro ceñuda, la mala leche va ganando terreno.

—Todos en Mojácar, sí —digo, y me inclino para encender la radio del coche, esperando que así capte el mensaje.

—¿Has estado toda la tarde con él? —continúa Grace al tiempo que detiene el coche.

Nos encontramos en el ceda el paso de la rotonda a la que nos vamos a incorporar para salir de la zona costera y subir al pueblo.

—… y haz el favor de no mentir, que sé la verdad —añade.

—Entonces ¿para qué preguntas? —le contesto, cruzándome de brazos.

Grace suspira.

—Te pones inaguantable cuando hablamos de él —murmura.

Decido que es buen momento para guardar silencio, porque, sí, tiene razón.

Negarlo sería absurdo.

Opto por centrarme en el exterior mientras el coche avanza por esa carretera de curvas que asciende hasta la montaña, hacia el pueblo que nos vio crecer.

Y, en cierta forma, nos veo.

Recuerdos nítidos me permiten contemplar a una Ava mucho más joven que camina por esa acera en dirección contraria, seguramente hacia alguna de las quedadas de la playa. No va sola, la acompaña un Caleb adolescente. Hablan, se ríen de alguna tontería, incluso Miriam va con ellos…

Una punzada me atraviesa el corazón. ¿Cómo ha podido pasar el tiempo tan rápido? ¿Dónde quedan esos recuerdos?, ¿guar­dados siempre en ese mismo lugar?, ¿o siempre bajo mi piel?

Apoyo la cabeza en el cristal de la ventanilla y contengo un suspiro, pues hemos llegado al pueblo y ya no solo me avasallan los recuerdos de nosotros creciendo allí, sino que también aparece ella. Mamá.

Odio Mojácar. Odio todo lo que me hace sentir. Odio que me haga tomar conciencia de todo lo que dejé atrás, de todo lo que perdí.

g-3

 

Ava

Volver a atravesar la puerta sabiendo que mi madre no estará duele demasiado, pero mantengo una expresión neutra por Grace, a quien se le escapa una lágrima que intenta disimular cuando cerramos detrás de nosotras.

—¿Estás bien? —quiero saber.

Mi hermana simplemente asiente mientras deja el bolso sobre el mueble de la entrada; todavía no lo hemos empezado a vaciar como el resto de las cosas de la casa.

Recorro con la mirada las numerosas cajas esparcidas por el salón-comedor, en el que pasábamos incontables noches haciendo sesiones de cine, las tres atrincheradas y apretujadas en el sofá mientras teníamos reveladoras conversaciones, regañinas, risas y llantos.

Oigo que Grace se mueve por el salón y me dirijo a la cocina, entonces me doy cuenta de que da igual hacia dónde mire. Mamá está en cada rincón de la casa.

Un familiar nudo ya no solo me atenaza con dureza la garganta sino el mismísimo pecho, pero tengo que mantener el tipo. Por Grace, por mí y por… y por mi madre.

Ya han pasado ocho meses y sé que le horrorizaría vernos abatidas. Somos sus chicas, sus valientes y fuertes chicas… Pero, mamá, ¿cómo me puedo sobreponer a tu marcha?

Sé que me contestaría con alguna de sus frases ácidas y sarcásticas que me haría poner los ojos en blanco; daría lo que fuera por escucharla una sola vez más.

Cierro los ojos antes de abrir la nevera para sacar una botella de agua y servirme un vaso bien frío.

—¿Y Caleb? —me pregunta Grace.

Carraspeo para alejar todos esos pensamientos y oigo que se acerca a la cocina con paso firme.

—¿No está arriba?

—No —niega Grace—. ¿No íbamos al Arlequino a cenar?

—Ese era el plan —asiento, y saco el móvil del bolsillo de mis pantalones—. Quizá nos esté esperando ya allí…

Justo en ese momento, se oye un portazo en la entrada.

—¿Chicas?

La inconfundible voz de Caleb llega a nuestros oídos, y ambas sonreímos.

—Ya pensábamos que nos habías dado plantón.

Ese es el saludo de mi hermana, yo tan solo me vuelvo para ver a mi mejor amigo entrar a la cocina.

—¿Yo? ¿Plantón a mis pelirrojas favoritas? —contesta, llevándose una mano al pecho con teatralidad.

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