El detective salvaje

Jonathan Lethem

Fragmento

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1

Llegué veinte minutos tarde a mi cita con el Detective Salvaje porque me pasé de largo un par de veces. A plena luz del día, una mañana despejada, en un coche alquilado con un GPS que solo sirvió para confundirme. Lo que más me confundió fue la sensación que transmitía el lugar. En concreto, la sensación de que era un lugar para pasarlo de largo y, por tanto, no pisé el freno. Estuco blanco, con columnas forradas de secuoya y tejado de terracota. Una terraza alrededor de la planta alta, con unas escaleras de acceso desde el aparcamiento lateral. Todas las ventanas tenían rejas.

Las señalizaciones de las diversas puertas eran de plástico malo o simples letreros impresos en vertical clavados a las co­lumnas por unos ojales. Una anunciaba TATUAJES, otra SPA. Arriba, PIERCINGS SUTRA DEL GUERRERO. En la ventana del SPA, por delante de las cortinas corridas, unas bombillas de neón rojo y azul rezaban ABIERTO. Supuse que entendía a qué aludía SPA en este caso. Eran las nueve de un sábado por la mañana, el 14 de enero de 2017. O las nueve y veinte, puesto que, como he dicho, llegaba tarde. Parecía imposible llegar tarde a nada en semejante edificio.

Concertar una cita allí equivalía a haberse hundido en el subsuelo de la vida, estar fuera del tiempo ordinario. Si eras yo, no debías estar allí.

Después de pasar de largo mi destino, conduje un rato por Foothill Boulevard antes de darme cuenta. Los centros comerciales, las áreas de servicio y las cadenas de restaurantes terminaron conformando un único telón de fondo, como cuando Pedro Picapiedra circulaba a toda velocidad. El espacio allí era distinto. Di media vuelta y aminoré. El edificio no es­taba exactamente a oscuras, nada lo estaba con aquel resplandor. Pero tenía una densidad imperfecta que hacía que fuera fácil pasarlo por alto.

El problema también eran los alrededores. Detrás del aparcamiento se extendía un parque de caravanas dispersas. A la derecha, detrás de la valla, una tundra de hoyos y montones de grava, en un solar del tamaño aproximado de Central Park. Tal vez exagere. Exagero. La mitad del tamaño de Central Park. En ese baldío el edificio parecía falso. Exigía un contexto donde no había contexto posible. Es decir, seres humanos, con los que quisieras coincidir o entablar relación. La fuerza que me había empujado a pasar de largo no era solo repulsión. El edificio te hacía cobrar conciencia de las cerrazones mentales. Aparcar allí significaba no ser quien creías ser. Quizá yo no lo fuese ahora.

Además, no podía más. El azul del cielo me estaba matando, eso y la manera en que, al otro lado de la carretera, sin el menor sentido del gusto ni la proporción, las cimas nevadas se enzarzaban de forma violenta e intrincada con el azul galáctico, plano. Por debajo, franjas blancas de niebla se adherían a los contornos de las rocas. En el cielo en sí no había nada que se le pareciera.

Si me quedaba mirando los puntos donde el azul tocaba con el blanco, se me iba la cabeza. Era algo que solo se veía en las películas, con actores disfrazados de enanitos corriendo por una montaña generada por ordenador, salvo que aquí no había un marco negro alrededor ni un cartel de salida flotando en la periferia. Solo azul. Pensé en la palabra «sobrenatural», pero la descarté por tonta. Precisamente aquello era natural. Aparqué detrás del edificio y busqué la habitación número ocho.

Tuve que subir las escaleras para encontrarla. La terraza de la primera planta me dio una nueva perspectiva de la extensión de caravanas y el vacío de extrarradio más allá. Aunque no resolvió el misterio de qué escondían los lechos secos de grava ni cómo la niebla blanca podía adherirse a las montañas cuando no había una sola nube en el cielo.

«Es culpa tuya, señorita. Te fuiste al oeste. Ahora, apechuga». Llamé a la puerta.

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2

Por si acaso no resulta evidente, en esta historia aparece un detective. Pero no soy yo. Medio me adjudiqué el papel al subir al avión, pero no. Perdón. Eso sí, en la historia hay una persona desaparecida, que podría ser yo. O tú o prácticamente cualquiera. Como me dijo él una vez: ¿quién no ha desaparecido? Era dado a esos comentarios de oráculo deprimido. Sorprendentemente, acabaron por gustarme.

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3

Una voz detrás de la placa n.º 8 respondió: «Está abierto». Empujé. Regía la consabida ley del sol deslumbrante, así que me cegó la penumbra. No había vestíbulo ni sala de espera, mucho menos una secretaria que cribara las visitas. Había entrado directamente en la supuesta suite, un espacio tenebroso, amplio y atestado que todavía se oscureció más cuando la voz me pidió que cerrase la puerta y obedecí. En el instante que había tenido para adivinar contornos, había identificado un escritorio del tamaño de una barca, una persona detrás, las siluetas junto a las paredes, todos ellos objetos inanimados. Al no haber nadie más emboscándome, me sentí razonablemente segura. Podía salir por la misma puerta antes de que él rodeara el escritorio. Llevaba un espray de pimienta en el bolso y una diminuta bocina de aire comprimido. No había usado ni el uno ni la otra, y puede que la bocina fuera de broma.

—¿Phoebe Siegler?

La única lámpara de la habitación estaba sobre el escritorio. Solo vi unos vaqueros y unas botas. La lámpara tenía por toda compañía un teléfono fijo, un pesado aparato negro de oficina. Nada de ordenadores.

—Siento el retraso —me disculpé, por decir algo.

Él bajó los pies de la mesa y echó la silla hacia delante y mis ojos se adaptaron a la penumbra para ver primero la ajada cazadora de cuero rojo, de corte y adornos propios de una camisa de vaquero, con puños y bolsillos ribeteados en cuero blanco. El cuero estaba tan reseco y tieso que parecía una camisa de vaquero hecha con un molde de bronce que luego hubieran pintado con un espray. Era ridícula, pero al final me acostumbré. Es más, la consideré un símbolo. Todavía no he vuelto a ver otra igual.

Por encima, asomó a la luz su enorme cabeza. Tenía ojos castaños bajo unas cejas espesas de arco mefistofélico. El pelo iba remitiendo desde la frente amplia y las patillas eran anchas y lo bastante barbudas para dar la impresión de que también remitían a partir de las mejillas. Como si la cara se hubiera colado por un hueco en una maraña de pelo, pensé tontamente. El final de las patillas pedía un afeitado desde hacía al menos un par de días. Recordaba a una de esas máscaras de hojas de cerámica que cuelgan en los cobertizos de los jardines pretendidamente ingleses. La nariz y los labios gruesos, la hendidura de la barbilla y el surco labial profundos, todo parecía de cerámica o de madera. Sin embargo, pese a ello o q

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