Maresi (Crónicas de la abadía roja 1)

Maria Turtschaninoff

Fragmento

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Mi nombre es Maresi Enresdotter y escribo esto en el año decimonoveno del mandato de la Trigésima Segunda Madre. Llevo cuatro años en la Abadía Roja y durante este tiempo he leído casi todos los antiguos textos sobre la historia de este lugar. La hermana O dice que lo que aquí relato debe agregarse a las escrituras ancestrales. Me resulta extraño, pues yo solo soy una novicia, no una abadesa ni una hermana experimentada. Pero ella insiste en la importancia de que sea precisamente yo, en calidad de testigo, quien narre lo que ocurrió. No se debe confiar en las historias contadas de oídas.

Tampoco soy escritora, todavía no. Pero lo habré olvidado todo si espero a alcanzar la madurez como narradora, a ser capaz de poner por escrito lo sucedido de una forma apropiada. Por eso he de consignar mis recuerdos ahora, mientras aún se despliegan con nitidez y claridad ante mí. No ha pasado mucho tiempo, apenas una primavera, e incluso aquello que me gustaría olvidar permanece fresco en mi memoria. El olor de la sangre. El crujir de los huesos. No querría evocar todo aquello de nuevo, pero tengo que hacerlo. Por muy complicado que sea hablar sobre la muerte; que algo resulte difícil no es excusa para no afrontarlo.

Escribo para que la Abadía no lo olvide. Escribo también para entender yo misma cómo sucedió todo. Leer siempre me ha ayudado a comprender mejor el mundo. Espero que lo mismo me ocurra con la escritura.

Mi mayor preocupación es la elección de las palabras. ¿Cuáles evocan mejor las imágenes sin distorsionarlas ni embellecerlas? ¿Cuánto pesan esas palabras? Haré todo lo posible para describir lo que sea esencial para mi historia y omitir lo irrelevante; que la Diosa me perdone si no logro triunfar siempre en mi empeño.

Asimismo, cuesta dilucidar dónde comienza y dónde termina una historia. No sé en qué momento situar el final de este relato. El principio, no obstante, es fácil: todo empezó cuando Jai llegó a la Abadía.

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Aquella mañana de primavera en que Jai llegó, yo me hallaba en la playa recogiendo mejillones. Con la cesta medio llena, me había sentado en una roca a descansar un rato. La playa estaba aún cubierta por la sombra, dado que el sol todavía no había subido por la montaña llamada la Dama Blanca. Bajo las plantas de mis pies, fríos por el agua, los redondeados cantos de la orilla repiqueteaban según se mecían hacia delante y hacia atrás al compás de las olas. Un koan patirrojo saltaba en el borde del agua, también en busca de mejillones. El ave zancuda acababa de ensartar una concha con su largo pico cuando cerca de Los Dientes, una formación de altas y estrechas rocas que sobresale del mar, apareció una pequeña embarcación.

Los barcos pesqueros pasan por allí varias veces cada mes lunar, así que lo más probable es que no le hubiera dado importancia a su aparición de no ser por la extraña dirección de la que procedía. La mayoría de los pescadores que comercian con nosotras vienen de tierra firme, al norte, o de las aguas al este de la isla, donde se hallan los grandes bancos de peces. Sus embarcaciones, además, tienen un aspecto bastante diferente: son pequeñas y están pintadas de blanco, con velas tan azules como el cielo y una tripulación de no más de dos o tres hombres.

Los que nos traen víveres y suministros del continente —y, en ocasiones, nuevas novicias— son, por otro lado, lentos y de proa redondeada, y a menudo se hallan tripulados por guardias para hacer frente a los piratas. Yo misma había llegado en uno de ellos cuatro años antes. Era la primera vez que veía el mar.

De modo que ni siquiera sabía el nombre del tipo de barco que en aquel momento rodeaba Los Dientes y se acercaba derecho a nuestro puerto. Solo los había visto un puñado de veces. Vienen de países muy al oeste, Emmel y Samitra, o de tierras aún más lejanas.

De todos modos, esos barcos suelen venir del continente, por la misma ruta que los pesqueros; navegan a lo largo de las costas y solo se aventuran en aguas tan profundas cuando es necesario. Nuestra isla es muy pequeña, así que, si no siguen el itinerario habitual, es difícil encontrarla. La hermana Loeni dice que la Primera Madre es quien oculta la isla. La hermana O, en cambio, resopla y murmura algo sobre la ignorancia de los marineros. Yo creo que es la propia isla la que se esconde. Y, sin embargo, rodeando Los Dientes y llegando casi en línea recta desde el oeste, aquel navío había conseguido dar con nosotras. Sus velas, igual que su deslustrado casco, eran grises. Un color difícil de distinguir dentro de la propia grisura del mar. Se trataba de un barco que no quería anunciar su llegada.

Cuando vi que se dirigía hacia nuestro pequeño puerto, me levanté de un salto y eché a correr por la pedregosa playa. Me temo que olvidé tanto la cesta como los mejillones. Por eso la hermana Loeni siempre me está regañando. «Eres demasiado impulsiva, Maresi —me dice—. Mira a la Madre. ¿Tú crees que dejaría así sus quehaceres diarios?».

No lo creo. Pero no la veo yo a ella con los pantalones arremangados ni con algas entre los dedos de los pies ni la espalda inclinada sobre una cesta de mejillones. Seguro que alguna vez le tocó hacerlo, cuando era pequeña, como yo. Aunque la verdad es que tampoco me imagino a la Madre de niña.

La hermana Veerk y la hermana Nummel estaban en el muelle, listas para recibir a la tripulación, contemplando las velas grises del barco. No me habían visto llegar, de modo que me acerqué en silencio y con cuidado de que los crujientes tablones del embarcadero no me delataran. Me pregunté qué estaría haciendo allí la hermana Nummel. La hermana Veerk se ocupa normalmente de negociar con los pescadores, pero la hermana Nummel está a cargo de las novicias de menor edad.

—¿Es esto lo que la Madre profetizó? —preguntó la hermana Nummel cubriéndose los ojos con la mano a modo de visera.

—Podría ser —respondió la hermana Veerk sin querer especular sobre algo que no sabía con certeza, como era habitual en ella.

—Espero que no sea así. Las palabras de la Madre durante el trance fueron difíciles de interpretar, pero el mensaje era claro —replicó la hermana Nummel mientras se alisaba el pañuelo de la cabeza—. Peligro. Un gran peligro.

Un tablón crujió bajo mis pies. Las dos hermanas se dieron la vuelta. La hermana Nummel frunció el ceño:

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