La armadura de la luz (Saga Los pilares de la Tierra 4)

Ken Follett

Fragmento

armadura_luz-epub-4

1

Sal Clitheroe nunca había oído gritar a su marido, hasta ese día. A partir de entonces, no volvería a oírlo gritar jamás, salvo en sueños.

Era mediodía cuando llegó a Brook Field. Sabía qué hora era por la textura de la luz que asomaba tímidamente entre las nubes gris perla que encapotaban el cielo. El campo era una extensión de poco más de hectárea y media de terreno llano y embarrado, con un impetuoso riachuelo que fluía por un lado y una loma baja en el extremo sur. El día era frío y seco, pero había llovido durante toda la semana, y Sal se abrió paso chapoteando entre los charcos, con el pegajoso fango tratando de arrancarle los zapatos hechos con sus propias manos. Le costaba trabajo avanzar por el lodazal, pero era una mujer grande y fuerte y no se cansaba con facilidad.

Había cuatro hombres recogiendo una cosecha invernal de nabos, agachándose, incorporándose y levantando y apilando los tubérculos nudosos de color pardo en unas cestas amplias y bajas llamadas corbes. Cuando el corbe estaba lleno hasta arriba, el jornalero lo llevaba al pie de la loma y volcaba los nabos en el interior de un robusto carro de roble de cuatro ruedas. Sal vio que los hombres casi habían terminado, pues no quedaba ni un solo nabo en la parte más próxima del campo y los jornaleros ya habían alcanzado la ladera del monte.

Todos iban vestidos de igual modo: llevaban camisas sin cuello, calzones cortos hasta la rodilla tejidos a mano por sus mujeres y chalecos que habían comprado de segunda mano o bien heredado de entre la ropa desechada por hombres de las clases más pudientes. Los chalecos nunca se desgastaban. El padre de Sal había tenido uno muy elegante, un chaleco cruzado a rayas rojas y marrones y ribeteado con cordoncillo, sin duda descartado por algún dandi de ciudad. Su hija nunca lo había visto vestido con otra cosa, y lo habían enterrado con él.

Los jornaleros iban calzados con botas usadas y remendadas una y otra vez, y todos llevaban la cabeza cubierta con una prenda distinta: un gorro de pelo de conejo, un sombrero de paja de ala ancha, un sombrero alto de fieltro y un sombrero de tres picos que podía haber pertenecido a un oficial de la armada.

Sal reconoció el gorro de pelo. Era de su marido, Harry, y se lo había hecho ella misma, después de cazar al conejo, matarlo de una pedrada, desollarlo y guisarlo a la cazuela con una cebolla. Aunque habría reconocido a Harry también sin el gorro, incluso de lejos, por la barba pelirroja.

Harry era un hombre delgado pero fibroso, y no aparentaba lo fuerte que era en realidad: podía llenar su cesta de nabos, cargándola hasta arriba como los jornaleros más corpulentos. Solo de mirar aquel cuerpo duro y musculoso al fondo del barrizal, Sal ya sintió una punzada de deseo en su interior, una mezcla perfecta de placer y expectación, como si acabara de percibir el cálido olor de un hogar de leña tras haber pasado frío a la intemperie.

Mientras atravesaba el lodazal, le llegaron sus voces. Cada escasos minutos, un hombre interpelaba a otro y luego seguía un breve intercambio que acababa en un estallido de risas. Sal no alcanzaba a descifrar sus palabras, pero se imaginaba la clase de cosas que estarían diciendo. Seguro que se trataba de las pullas y las chanzas típicas entre peones del campo, joviales exabruptos y desenfadadas obscenidades, bromas destinadas a aliviar la monotonía del trabajo duro y repetitivo.

Había un quinto hombre observándolos, de pie junto al carro y con una fusta corta en la mano. Iba mejor vestido que los otros, con una casaca azul y unas lustrosas botas negras hasta la rodilla. Se llamaba Will Riddick, tenía treinta años y era el hijo mayor del terrateniente de Badford. El campo pertenecía a su padre, al igual que la yegua y el carro. Will lucía una mata espesa de pelo negro que le llegaba a la barbilla, y no parecía muy contento. Sal creía adivinar por qué: supervisar la recolección de la cosecha de nabos no era tarea suya, y creía estar rebajándose por dedicar su tiempo a tan despreciable labor; sin embargo, el administrador del terrateniente se había puesto enfermo y Sal supuso que Will se había visto obligado a sustituirlo, muy a su pesar.

Junto a Sal, el hijo de esta correteaba descalzo por el terreno enfangado, tratando de seguir a su madre y no quedarse atrás, hasta que la mujer se volvió para agacharse y tomarlo en brazos sin ninguna dificultad; luego siguió andando con el niño en brazos, mientras él apoyaba la cabeza en el hombro de ella. Sal estrechaba su cuerpecillo cálido y delgado con más fuerza de lo necesario, simplemente porque lo quería muchísimo.

Le habría gustado tener más hijos, pero había sufrido ya dos abortos y alumbrado a otro hijo sin vida. Había abandonado toda esperanza y empezado a decirse a sí misma que, siendo tan pobres como eran, un niño era más que suficiente. Estaba volcada por completo en su hijo, puede que incluso demasiado, pues con frecuencia los niños pequeños sucumbían a la enfermedad o se los llevaba por delante un accidente, y Sal sabía que le rompería el corazón perderlo para siempre.

Lo había llamado Christopher, pero cuando empezó a balbucear sus primeras palabras él mismo acortó su propio nombre hasta dejarlo en Kit, y así era como lo llamaban ahora. Tenía seis años y era menudo para su edad. Sal esperaba que, al hacerse mayor, llegase a ser como Harry, flaco pero fuerte. Desde luego, había heredado el pelo pelirrojo de su padre.

Era hora de comer, y Sal llevaba un cesto con queso, pan y tres manzanas esmirriadas. Por detrás de ella, un poco rezagada, también iba andando otra de las esposas de los jornaleros, Annie Mann, una mujer enérgica y vigorosa de la edad de Sal; y otras dos se aproximaban desde la dirección opuesta, con el mismo cometido, bajando por la colina con cestas en la mano y un reguero de chiquillos a la zaga. Los hombres dejaron de trabajar, agradecidos por la interrupción, se limpiaron las manos sucias de tierra en los calzones y se dirigieron hacia el arroyo, para poder sentarse en la ribera de hierba.

Sal llegó a la vereda y dejó a Kit en el suelo con cuidado.

Will Riddick se sacó un reloj con cadena del bolsillo de su chaleco y consultó la hora frunciendo el ceño.

—No es mediodía aún —dijo.

Sal estaba segura de que era mentira, pero nadie más tenía ningún reloj.

—Vosotros, seguid trabajando —ordenó. Sal no se sorprendió. Will era una persona mezquina. Su padre, el terrateniente, podía ser un hombre duro, pero Will era peor—. Terminad la faena, y luego podréis comeros vuestra pitanza —añadió. Había cierto dejo de desdén en la forma en que lo dijo, como si la comida de los jornaleros fuese una cosa despreciable. Sal pensó que, al volver a la casa solariega, a Will sin duda lo aguardaría un buen rosbif con patatas, y seguramente una jarra de cerveza fuerte con que acompañarlo.

Tres de los hombres se agacharon de nuevo para seguir trabajando, pero el cuarto no lo hizo. Era Ike Clitheroe, el tío de Harry, un hombre de unos cincuenta años con la barba entreverada de canas.

—Es mejor no cargar en exceso el carro, señor Riddick.

—Déjame a mí la decisión de cargarlo demasiado o no.

—Con todo el respeto, señor —insistió Ike—, pero ese freno está ya muy gastado.

—No le pasa nada al maldito carro —dijo Will—. Lo que pasa es que queréis dejar de t

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos