Juan de Juanes

Sergio Ramírez

Fragmento

Índice

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Portadilla

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Dedicatoria

I. El don de la ubicuidad

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II. Bronce corintio, mármol de Jonia

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III. Los nombres de Juan Cruz

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IV. Uno al que el ego le valía un blego

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V. La puerta en el muro

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VI. Huevos para todos los gustos

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Créditos

Dedicatoria

Para Pilar, con su cruz a cuestas

I. El don de la ubicuidad

I. El don de la ubicuidad

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Juan Cruz es el personaje más ubicuo de que yo tenga memoria. La mejor historia que he oído acerca de él, es que cuando dos aviones se cruzan en el aire, en uno va Juan Cruz, y en el otro también va Juan Cruz, y los dos se saludan desde lejos. Algo así no hay necesidad de que alguien se haya tomado el trabajo de inventarlo haciendo acopio de ingenio, porque tiene todos los visos de ser cierto. Crees que está sentado a tu lado en la mesa a la hora del desayuno en el hotel mientras los escritores vienen y van hablando de Michelangelo, en alguno de esos aquelarres internacionales donde parecemos estar todos y no está ninguno, oyes que cuenta una anécdota de las suyas y esperas la carcajada de los contertulios, el final siempre ingenioso, y de pronto lo ves en una mesa lejana conversando con alguien, o entrevistándolo, o está contigo pero a la vez está con el celular al oído hablando con una de sus hermanas en Canarias, o con Soledad Gallegos, la corresponsal de El País en Buenos Aires, o con Iñaki Gabilondo en Madrid, lo cual quiere decir mucho porque siempre trato de imaginar cómo era la vida de Juan antes de los celulares, desde dónde se comunicaba, salía o no salía de su habitación en los hoteles esperando o haciendo una llamada, cuántas veces al día corría hacia alguna cabina telefónica, las monedas en la mano, y debía aguardar impaciente si la hallaba ocupada.

Qué vida más desolada entonces la de Juan sin celular, obligado a concentrarse en él mismo y ser uno solo y no tantos Juanes como ahora, lo que quiere decir que entonces estaba más contigo, no tenía más remedio. Con Pilar no hay falla. Pilar siempre está. Tranquila, suave, reposada, segura de sí misma, sabe que a cada minuto debe domar a una fiera inquieta pero sin uñas que es su marido a su costado. Y lo que le ha costado…

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Para empezar, a Juan Cruz lo conocí en su despacho de Juan Bravo 38, altos de la librería Crisol, cuando era director general de Alfaguara, año del Señor de 1994, la vez que llegué a presentarle el manuscrito de mi novela Un baile de máscaras, que publicó al año siguiente. Hortensia Campanella, uruguaya exiliada en Madrid cuando la dictadura militar, quien entonces fungía como mi agente literaria oficiosa, había arreglado la cita.

Fue mi bautismo en Alfaguara, y ya van dieciséis años. Yo venía de la revolución, un término que yo prefería para disfrazar el hecho incontrastable de que en realidad, de donde venía era de la política, enemiga artera de los escritores, y Juan me dijo entonces, con tino y prevención de editor, que para hacer de mí un escritor con nombre de escritor, era necesario buscar cómo despojarme de la fama de político, algo en lo que estuve plenamente de acuerdo, y lo primero que le pedí es que en las solapas de mis libros no se pusiera que yo había sido vicepresidente de Nicaragua, porque el primero que no compraría el libro de un vicepresidente sería yo mismo.

La siguiente vez que nos vimos en Juan Bravo fue a finales de octubre de 1997, cuando le llevé los originales de Margarita, está linda la mar, que acababa de terminar después de un mes de trabajo intenso de corrección final en una finca entre Alcudia y Pollensa, en Mallorca; el nombre que le había puesto era Fin de fiesta, tras una infructuosa búsqueda de título, y Juan me contó entonces que se había abierto el concurso para adjudicar por primera vez el Premio Internacional de Novela Alfaguara, y me sugirió que por qué mejor no pa

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