El rostro y el alma

Francisco González Crussí

Fragmento

El rostro y el alma

1

BELLEZA Y FEALDAD FACIAL

El rostro con que venimos al mundo es una de tantas prendas que nos tocan en el despiadado juego de azar que es el destino. No en vano la palabra persona designaba en la antigüedad grecorromana la máscara que los actores de teatro usaban durante sus representaciones. En ese sentido puede decirse que la faz es la persona, es decir, la máscara con que nos ha tocado en suerte salir a la gran escena del mundo. Pero ¡cuántas serias consecuencias derivan de un simple golpe de suerte! Estudios sociológicos demuestran que quien tiene un rostro agraciado tiende a ser considerado poseedor de encomiables características de personalidad. “Lo que es bello es bueno” es el apotegma que todos parecen acatar. Y el aserto correlativo, “Lo que es feo es malo”, está igualmente enraizado en las mentes, como demuestran los pintores, que tradicionalmente representaron los vicios morales en forma de seres con caras repulsivas.

Antiquísima, y casi podríamos decir intuitiva, es la tendencia a asociar los defectos morales con la fealdad o la deformidad física. Desde tiempos bíblicos se asocia la maldad con la fealdad. Leemos en Proverbios (6: 12-13): “Un hombre bueno para nada, un inicuo, va con la boca torcida, haciendo guiños con los ojos, arrastrando los pies, y haciendo señas con los dedos”. El Eclesiástico parece autorizar este tipo de generalizaciones cuando dice (13: 25): “El corazón del hombre altera su semblante, sea para bien, sea para mal”. Algunos estudiosos ven en la Biblia una actitud prejuiciosa contra la deformidad física, la cual se ha justificado por el deseo de lograr “una pureza ritual o por la creencia de que la deformidad es consecuencia de la ira divina”.1

En la Ilíada, Homero describe a sus héroes como guerreros magnánimos, valientes y generosos, todos ellos físicamente agraciados, dechados de galanura y gallardía. Pero en las huestes de aguerridos griegos que atacan Troya viene un tal Tersites, hombre desordenado, de malas palabras, siempre dispuesto a injuriar a cualquiera y hasta vilipendiar a los mismos reyes con tal de provocar risotadas entre la tropa. E inmediatamente se nos describe como “muy mal favorecido entre todos los hombres que vinieron a Ilión; patizambo, cojo de un pie, cargado de espaldas, de hombros encorvados encima del pecho, y arriba de ellos su cráneo mal hecho, sobre el que crece rala pelambre” (Canto II, 201-237).

Algunas anécdotas de la vida de un hombre marcadamente feo ilustran la actitud colectiva ante la fealdad física. Paul Pélisson-Fontanier (1624-1693) fue un notable erudito, historiador y jurisconsulto francés, además de secretario del infortunado intendente general de finanzas Nicolas Fouquet, quien cayó en desgracia durante el reinado de Luis XIV. Pélisson tuvo la desdicha de ser afectado por la viruela en forma tan severa que su rostro y su cuerpo quedaron horriblemente deformados. De él decía su amiga, la exitosa novelista Madeleine de Scudéry (1607-1701): “Pélisson abusa del derecho que tienen los hombres de ser feos”. Otra famosa literata de su tiempo, Madame de Sévigné (1646-1705), defendió a Pélisson con esta ocurrencia: “Es sumamente feo; pero si se le desdobla, se encontrará que tiene una bella alma”.2 En cierta ocasión, una dama distinguida encontró a Pélisson en la calle, sin conocerlo, y tras una conversación breve lo invitó a ir con ella a una residencia vecina. Se trataba del estudio de un pintor, a quien la dama, una vez hechas las presentaciones, dijo: “Exactamente así, caballero. Rasgo por rasgo, así es como debe ser”. Acto seguido, la dama cortésmente se despidió y dejó la estancia. Había mandado hacer un cuadro que representaba la tentación de Jesucristo por el diablo, y quería que el pintor confiriese los rasgos de Pélisson al Enemigo Malo.3 La tendencia a equiparar fealdad con maldad no pudo ser mejor expuesta que en esta curiosa anécdota.

La fealdad física, bien lo sabemos, no implica afeamiento de la personalidad moral. Pero, por otro lado, ¿quién podrá negar el profundo acuerdo entre el cuerpo y el alma? Como las cuerdas de un instrumento musical, que cuando una es pulsada las otras se ponen a vibrar, así también las impresiones del cuerpo repercuten en la psique y, correlativamente, los estremecimientos de ésta se reflejan en aquél, o como se dice en la jerigonza del especialista, las congojas de la mente con frecuencia “se somatizan”. Por eso ser feo conlleva, si no necesariamente descomposición o estropeo ético, al menos cierta reconfiguración o reamoldamiento de la personalidad.

Así lo reconoció el genio de Francis Bacon (1561-1626), quien acusó a los feos de estar generalmente “desprovistos de afecto” como reacción al maltrato de que fueron objeto a manos de la Naturaleza. Pero añade que los mismos rasgos que constantemente los exponen a burlas y desprecios son también el acicate que los induce a liberarse de la befa y el escarnio; por eso las personas deformes son audaces, dice, “primero en defensa propia, por estar expuestas a las burlas, y luego, en el curso del tiempo, por hábito”.4 El ilustre inglés incluía la deformidad corporal en sus comentarios, pero a nosotros actualmente nos basta, para hablar de fealdad, que haya algún rasgo visible que rompa la armonía, como un lunar demasiado grande o alguna marca altamente conspicua, aun si está presente en un cuerpo bien conformado. Según Bacon, los marcadamente feos, los deformes, se vuelven hábiles en observar las debilidades de los otros, para poder, llegado el tiempo, desquitarse. Sus superiores, por su parte, no sienten celos ni envidias hacia los feos, pensando que pueden desperdiciarlos a sus anchas; de manera que estos últimos ven a sus competidores confiados y como dormidos, creyendo que jamás serán superados, hasta que —de pronto— descubren a sus despreciados, feos contrincantes en el poder, “por lo cual en esta materia, la deformidad aunada a la inteligencia es una ventaja para avanzar”.5 Bacon concluye que el principal motor en la conducta de los deformes es el deseo de liberarse del escarnio, fin que logran bien sea por la virtud, bien por la malicia; por eso no es de extrañar que muchos feos hayan sido modelos de excelsa conducta.

Mucho de lo que dijo el sabio inglés fue reformulado siglos más tarde por Freud, quien afirmó: “Todos nosotros pensamos tener motivo para reprender a la Naturaleza y nuestro destino por desventajas congénitas o infantiles; todos exigimos reparación por antiguas heridas a nuestro narcisismo, a nuestro amor propio”.6 Según esto, los feos o deformes pueden asum

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