¡Con golpes NO!

Martha Alicia Chávez

Fragmento

¡Con golpes no!

CAPÍTULO 1

¿POR QUÉ CON GOLPES NO?

¿Y por qué sí?

Los defensores de educar con golpes me responderían algo como:

“La mejor forma de corregir las malas conductas es con los golpes”. O:

“A mí también me pegaban y salí bien“. O quizá:

“Yo les pegué a mis hijos y son buenos muchachos”.

Por increíble que parezca, y aun con los innumerables estudios que demuestran lo contrario, abundan quienes están convencidos de que los golpes deben formar parte de la crianza de un niño y que al pegarles, con frecuencia o de vez en cuando, no pasa nada.

Siendo honestos, no necesitamos estudios ni investigaciones que nos demuestren que eso de que “no pasa nada” no es verdad. Basta con hablar con los niños respecto a qué sienten cuando se les golpea (aunque sea de vez en cuando); basta con escuchar lo que tienen que decir los adultos que fueron niños golpeados.

La premisa de que no hay consecuencias está por verse. Si analizamos honestamente, advertiremos que sí las hay. Un amigo me contó que cuando era niño su mamá le pegaba como método para corregir sus “malas conductas”. “Y mira… —me dijo— yo creo que no hubo ninguna consecuencia en mi vida. ¿O tú qué opinas?”

Cuando me piden mi opinión, ¡la doy! Y a mi amigo le hice ver cómo desarrolló un miedo a desobedecer a las mujeres, o, dicho en otro sentido, una tendencia a obedecerlas. Por ejemplo, cuando era muy joven —dieciocho o diecinueve años—, su novia le dijo que se casaran. Él no estaba tan enamorado ni deseaba casarse todavía, pero cedió a la “orden” de la chica y contrajo matrimonio, el cual terminó en menos de un año cuando ella decidió que se divorciaran. A sus treinta y tantos, cierta amiga con la que empezaba a salir le dijo que ya se quería casar y él era el hombre con el que le gustaría hacerlo. De nuevo él obedeció y dijo que sí, aun cuando no estaba seguro de quererse casar con ella. En un viaje que hicieron antes de la boda, su novia cambió de opinión y le dijo que mejor no. Él aceptó y hasta se sintió liberado. Pero al siguiente día la mujer dijo que mejor sí y, ¡claro!, él obedeció y se casaron.

Unos quince años después, cuando todavía estaba casado, una chica que no le parecía nada atractiva le dijo que quería tener un hijo con él. Aun siendo consciente de la trascendencia de tal petición, él “obedeció”, lo cual le ha causado muchos problemas. Y así sigue la lista…

Cuando le hice ver estas cosas, mi amigo se sorprendió porque no se había dado cuenta de ese patrón. Aprendió a obedecer sin respingar a su mamá por miedo, y lo generalizó en las demás mujeres de su vida.

¿Y una nalgada de vez en cuando?

¡Cuántas veces he escuchado este cuestionamiento! ¡Cuántas veces me ha sido expresado con la esperanza de que de mi boca salga un: “Sí… una nalgada de vez en cuando está bien”. Para desilusión de quienes así lo esperan, NUNCA saldrá de mi boca semejante aberración.

Permíteme llevarte a esta situación: Imagina que estoy a tu lado… Tú haces algo que no me gusta, o simplemente estoy de mal humor y te meto una cachetada, nalgada, coscorrón o pellizco. Sin lugar a dudas sentirás ira, confusión, indignación y muchas ganas de devolvérmela. Tal vez lo harías; quizá voltearías de inmediato y me golpearías de alguna manera para quedar a mano, o por lo menos me reclamarías o me insultarías.

Lo mismo que tú sentirías en una situación como ésta es lo que un niño experimenta cuando le propinas la famosa “nalgada correctora” que tantos defienden. Pero la criatura se tiene que aguantar. Tiene que contener su rabia, su dolor y sus ganas de devolvértela, porque eso no se vale, y porque si se atreve a hacerlo le irá peor. Entonces, movido por una abrumadora impotencia, se reprime y contiene toda esa energía, esos sentimientos que le provoca lo que le has hecho, y que irán minando su salud mental, emocional y, por consiguiente, física. A veces ni siquiera le permites llorar ante la “inocente nalgada correctora”, lo cual le ayudaría a desahogar un poquito su dolor y su ira. Si lo hace, le exiges: “¡Cállate!” o “¡Te voy a dar motivos para que llores de a de veras!” Y estupideces como ésas que normalmente acompañan a la así llamada “inofensiva nalgada (coscorrón, pellizco, cachetada) de vez en cuando”.

¿Por qué supones que tienes derecho a pegarle a un niño? ¿A un ser que es y siempre será menor que tú, y por lo tanto más débil y más vulnerable? ¿Porque eres su padre o su madre? Muchos suponen que la maternidad o la paternidad les da todos los derechos habidos y por haber sobre sus hijos, incluido el derecho a golpearlos.

Pegarle a un niño, en cualquier forma, frecuencia o circunstancia, SIEMPRE es un abuso. Éste se define como el uso de la fuerza y el poder sobre otro que es más vulnerable e indefenso. Y con respecto a tus niños, tú siempre tienes más de ambos: fuerza y poder. Por un minuto —pero sólo por un minuto— compraré la idea de que darles un golpe “de vez en cuando” no tiene efectos negativos y no pasa nada. Pues bien, aun cuando así fuera, ¿por qué pegarles? ¿Por qué golpear a un adulto se considera inaceptable, pero pegarle a un niño sí se vale?

Los niños no están en este mundo para que los golpeemos, sino para que, con amor y paciencia —y a veces con mucha impaciencia y agobio—, los ayudemos a crecer, a aprender, a volverse maduros e independientes algún día.

He escuchado de los defensores de las nalgadas “de vez en cuando” toda clase de argumentos absurdos para justificar su postura. Pero hace unos días, durante una reunión, oí la más insensata de las insensateces. Alguien me preguntó el título del libro sobre el cual estoy trabajando, y cuando respondí: ¡Con golpes no!, una mujer me dijo: “¡Ay, Martha!, le vas a quitar toda la diversión a la vida!” ¡Me quedé atónita! “¿Te parece divertido pegarle a un niño?”, la cuestioné. “Bueno… no precisamente divertido, pero sí se desahoga una muy a gusto cuando ya la tienen harta”.

¡Qué tal!… Y por más que este comentario me haya parecido horrendo (y más), esa mujer expresó una verdad innegable: cada vez que un padre o una madre golpea a su hijo, en la forma y la circunstancia que sea y por la razón que sea, lo hace movido por un impulso para desahogar sus frustraciones, su ira y sus dolores de la vida, y casi nunca (por no decir nunca) por un deseo de formarlo y ayudarlo a aprender algo. Ahí no hay una intención amorosa de corregir una conducta o un interés genuino por su sano desarrollo; lo que hay es un desahogo impulsivo de las propias frustraciones y una incapacidad de hacerse cargo de éstas. La indefensa criatura que está cerca se vuelve el blanco de semejantes desahogos. ¡Ésa es la pura verdad!

Existe un mecanismo de defensa llamado desplazamiento, que consiste en encontrar una salida sustitutiva para la agresión u otros sentimientos indeseables. En el caso que nos ocupa, el padre o la madre desplaza dichos sentimientos, que no puede elaborar o que van dirigidos a otro, sobre la indefensa persona de su hij@.

Lo

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