Las buenas conciencias

Carlos Fuentes

Fragmento

Título

Jaime Ceballos no olvidaría esa noche de junio. Recargado contra el muro azul del callejón, veía alejarse a su amigo Juan Manuel. Con él se iban las imágenes de un hombre delatado, de una mujer solitaria, del pobre comerciante gordo que había muerto ayer. Se iban, sobre todo, las palabras que ahora resonaban sin sentido. “Porque no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores.” Caía con sus sílabas rotas en un pozo de indiferencia y tranquilidad. Se sentía tranquilo. Tenía que sentirse tranquilo. Ahora Jaime Ceballos repetía su nombre en voz baja. Ceballos. ¿Por qué se llamaba así? ¿Quiénes, y para qué, se habían llamado así antes que él? Eran esos fantasmas amarillos, encorsetados, rígidos, que su padre había colgado en las paredes de la alcoba antes de morir. Los Ceballos de Guanajuato. Gente decente. Buenos católicos. Caballeros. No eran fantasmas. Los traía metidos adentro, de buena o mala gana. A los trece años, jugaba todavía en la vieja carroza sin ruedas que la familia conservaba en la caballeriza empolvada. Pero no... primero debía recordarlos tal como se reflejaban desde las paredes de su padre, en los daguerrotipos desteñidos.

Recordaría. Repetiría los nombres, las historias. La casa, húmeda y sombría. Casa de puertas y ventanas que la muerte, el olvido o la simple falta de acontecimientos iban cerrando, una a una. La casa de los escasos momentos de su adolescencia. El hogar donde quiso ser cristiano. La casa y la familia. Guanajuato. Repetiría los nombres, las historias.

Caminó de regreso a la casa de los antepasados. Había salido la luna, y Guanajuato le devolvía un reflejo violento desde las cúpulas y las rejas y los empedrados. La mansión de cantera de la familia Ceballos abría su gran zaguán verde para recibir a Jaime.

Título

1

Ésta es la gran casa de cantera, habitada hasta el día de hoy por la familia. La historia de Guanajuato ha patinado sus muros de piedra rosa. Las vidas de los Ceballos, sus alcobas y corredores. La gran casa de cantera, situada entre la bajada del Jardín Morelos y el callejón de San Roque, frente al templo del mismo nombre y a unos metros de la hermosa plazuela a la que dan fama, año con año, las representaciones, en un escenario casi natural de faroles, árboles, rejas, muros ocres y cruces de piedra, de los entremeses de Cervantes.

Es lenta la vida de la casa, y hay algo ruinoso, más que en las viejas paredes, más que en las vigas húmedas, en el aire que durante las noches descansa y acumula el polvo entre los pliegues de las cortinas. Ésta es la casa de los cortinajes: de terciopelo verde detrás de los balcones principales, de brocado antiguo entre las salas, otra vez de terciopelo —rojo, manchado— en las habitaciones matrimoniales, de algodón en las demás. Cuando el alto viento de la montaña gime, estos brazos de tela se levantan y azotan y hacen caer por tierra las mesitas y los adornos cercanos. Se diría que alas espesas abrazan las paredes y se aprestan a levantar la casa en vuelo. Mas el viento se aquieta y el polvo busca otra vez los rincones.

Hay objetos que la luz se empeña en aislar: el gran reloj de la sala, los sables plateados del tío Francisco, el frutero de bronce que brilla siempre en el centro del comedor oscuro. El tablero de campanillas a la entrada de la cocina, y los azulejos de ésta, y sus trastos de cobre y barro. La fuente de cantera del patio, blanca en la noche. El resto de la casa es parda. Las vigas altas, las paredes cubiertas de un papel verdoso, los muebles de madera y seda y mimbre opacos.

Los salones y las recámaras ocupan el segundo piso. Cuando se abre el enorme zaguán de la bajada, el patio apenas se respira al fondo; a la derecha inmediata sube una escalera palaciega, de piedra, con escudos de la ciudad labrados en los altos muros y un lienzo de la Crucifixión en el descanso. Por aquí se llega al largo salón que en otra época era blanco y alegre, con piso de tezontle, muros enjalbegados y muebles de nogal rubio. El abuelo Pepe Ceballos le dio su cariz actual: los gruesos cortinajes, los candiles y el papel verdoso, el piso de parqué, los sofás de seda marrón y las columnas de lapislázuli. Los cuatro balcones que miran hacia la Plaza de San Roque se abren desde este largo salón. Una cortina de brocado lo separa de la sala más pequeña, sin luz, donde la orquesta acostumbraba instalarse en los viejos tiempos. Una puerta de vidrio opaco y diseños florentinos conduce al comedor encerrado y mustio, a cuyas espaldas, y a lo largo de toda el ala, se extiende la cocina. Otra puerta semejante esconde la biblioteca con sillones de cuero renegrido, y de allí es posible pasar al corredor sobre el patio interior, donde fluyen el murmullo del manantial y el verdor de los líquenes. El corredor en escuadra da luz a la biblioteca, a la recámara principal y a la de Jaime. Al fondo se encuentra el baño común, instalado a principios del siglo. Subsisten las llaves de oro, cabezas de león, con las que Pepe Ceballos adornó su tina. Y subsiste el agua ferrosa, color café, que ameniza las abluciones en Guanajuato.

A la entrada de la casa, a la izquierda, está el bodegón repleto de telarañas, baúles, cuadros desechados, muebles cojos, leña, colecciones de mariposas cuyas alas se mezclan con el vidrio pulverizado que las cubría, espejos teñidos, paja, tomos desencuadernados de los folletines leídos por las generaciones pasadas: Paul Féval, Dumas, Ponson du Terrail; máquinas de costura olvidadas. Tilbury sin ruedas, carroza negra donde se alberga la polilla, búho relleno de trapos, litografía de Porfirio Díaz enmarcada en plata negruzca, abultada forma del maniquí de antaño. Una altísima claraboya deja pasar, granulada, la luz. Es la vieja caballeriza.

De igual manera que la luz aísla ciertos objetos de la casa, ciertos objetos del bodegón se aíslan en la memoria de Jaime. Recuerda el ejemplar amarillo de El siglo XIX, hallado en el fondo de un baúl, en el que la patria mexicana agradecía a Prim haberse retirado de la aventura imperial de Napoleón III. Recuerdo los sables plateados del tío Francisco, cruzados sobre la pared del salón de recepciones. ¡Cuántas veces había jugado Jaime con ellos, simulando combates corsarios, justas caballerescas, fugas mosqueteras! Recuerda la enorme fotografía ovalada y sepia de los abuelos. Y un día encontró, en el baúl, los velos negros que su abuela debió usar en el entierro de Pepe Ceballos.

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