Escenas de pudor y liviandad

Carlos Monsiváis

Fragmento

Título

INSTITUCIONES: CELIA MONTALVÁN.
"TE BRINDAS, VOLUPTUOSA E IMPUDENTE"

A Margo Su

A Iván Restrepo

Como muy pocas mujeres mexicanas, Celia Montalván, la gran vedette de los años veinte y treinta, mereció la masificación de su imagen. Sus fotos, grandes o reducidas al rectángulo de las tarjetas postales, se editaron múltiplemente, punto de encuentro de las clases, lujo de pobres, manía de coleccionistas, satisfacción de voyeurs, distracción de estetas instantáneos, acicate de la fantasía de modistas y decoradores. Pregonadas a la salida de los teatros, vendidas en mercerías y misceláneas, las fotos de Celia Montalván, y las de sus rivales más distinguidas, fueron materia prima de una pequeña industria de la admiración, que expresó, a su fascinado modo, un amplio vuelco de la sensibilidad.

Los gustos públicos y los gustos íntimos

Fotos de las vedettes en varios tamaños, en sepia, coloreadas, en blanco y negro. Las más accesibles, las del tamaño de tarjeta postal, son oportunidad democrática, extensión de facilidades a un público sin acceso a libros y deseoso de imágenes que le reaviven aficiones y predilecciones. Las fotos, nuevo comercio del siglo XX, lo son todo a la vez: recuerdos de lugares, incitaciones al viaje, estallidos de morbos y fascinaciones, testimonios antropológicos que ignoran tal condición, apoyos masturbatorios, apogeos del alma enamorada. De fines de siglo a los años cincuenta, son varias las insistencias fundamentales:

—Los envíos exaltados, los novios tomándose de la mano, la pareja encerrada en un corazón, las frases dulcíferas que preceden al noviazgo santificado o al matrimonio.

—Las canciones de moda.

—Las divas o vedettes célebres de México y el mundo.

—Las fotos "audaces" o "pornográficas" de mujeres semidesnudas con pechos naturalmente abundantes.

—Los paisajes, edificios y monumentos notorios.

—Los héroes y los políticos en el poder.

—Los fenómenos (seres mutilados, campaneros, idiotas) y un desfile de tipos populares: mendigos, peones, ladrilleros, indígenas e invariable expresión asustadiza, vendedores de rebozos, petates, velas, pan, matracas. Conviene, por vía de contraste, detenerse en este último punto.

Las posturas de la gleba

Como recurso clasista, la fotografía aprovecha figuras del pueblo para encerrarlas en las tarjetas postales, "pequeñas vitrinas" que le dan a lo captado aire de feria de horrores o de museo de seres cuyo rostro nunca es "individual". ¿A quién le interesa esta imaginería de la "grotecidad" y el desamparo del pueblo? En primer lugar, a las buenas familias, intrigadas por el aspecto de esa plebe que ha pasado a su lado tantas veces y a la que nunca ha contemplado con detenimiento, individualizándola o percibiendo de ella algo más que su condición genérica. Gracias a las fotos, aprehenden (creen capturar) una realidad fugaz, aquella que nada más se acepta si deviene producto cultural (en la calle, un peón ladrillero es un estorbo casi inadvertido, una amenaza a los sentidos o un recordatorio de los pesos muertos de la nación; en la tarjeta postal, es un detalle peregrino de la gran ciudad). El burgués examina la foto, se cerciora de cuán inofensiva es la miseria, comenta, se regocija un segundo por las oportunidades que ha tenido en la vida, atisba una moraleja que ni siquiera se ocupa de fijar en palabras.

La fotografía, también, es devoción de gente cuyo punto de vista sobre su propia existencia se ayuda con estampas que la reflejan o la aluden. Allí están ellos o sus vecinos o sus semejantes en la repartición del ingreso, paralizados en un escenario que, al fingir mármoles y yedras, induce a una templanza clásica que disminuye las fatigas de camisas y pantalones remendados, de las horas invertidas en copiar el semblante de los pudientes. Desde la tarjeta, alguien se sorprende de que se le pueda mirar con tanta insistencia, y nacionales y extranjeros alaban el poder de la fotografía que extrae de la oscuridad social (que es niebla visual) a seres tan sólidamente pintorescos (pintoresco es, por lo común, adjetivo paternalista que convierte la vida popular en color local y determina clasistamente la evocación). En la tarjeta postal se petrifican quienes, al pertenecer al fondo de la pirámide, sólo obtienen visibilidad en el retrato.

¿Cómo interpretar ahora estas fotos? No es fácil acercarse desprejuiciadamente a estos semblantes y atavíos, de ellos casi siempre sabemos lo que supusieron quienes entonces les contemplaban. ¿Cómo distinguir entre indiferencia y desconcierto, cómo averiguar qué opinaban del secuestro de sus semblantes y vestimentas? Desde nuestra perspectiva, los "monstruos" humanos o los vendedores no posan por gusto, el suyo no es el miedo complacido de la familia de Guanajuato o Juchitán que se pasó una semana discutiendo sobre las ropas apropiadas para el retrato. Pero si no se entusiasman, tampoco se irritan ante el halago de la foto. Este señor quiere saber a qué nos parecemos. El fotógrafo es paciente y no requiere demasiada perspicacia. Sólo debe extraer del panorama a su disposición actitudes y modos de ganarse penosamente unos centavos (literalmente). Ya los compradores leerán el ocio o la actividad insignificante, compadecerán o se reirán entrañablemente ante esta lentitud personal e histórica. Eso les da igual a los vendedores de sombreros y canastas o al acarreador de pulque. A ellos no les incumbe lo eterno, lo ajeno a su religión, su trabajo y su familia. Una foto en todo caso es como una nueva acta de nacimiento, la prueba de que —por motivos extraños— su condición es digna de la tarjeta postal.

"Te brindas, voluptuosa e impudente"

A la fotografía masificada, las mujeres llegan como objeto de devoción o consumo. Serán las madres abnegadas, las novias prístinas, las divas reverenciables, las mujeres anónimas cuya desnudez trastorna, las vedettes de belleza a la disposición de las frustraciones (no hay en las tarjetas postales o en las fotos grandes, mujeres de pueblo; una vendedora humilde no conmueve o electriza).

En las fotos se consuma lo propuesto por el teatro y el cine, la imagen femenina como algo independiente de las mujeres reales, la abstracción que confirma la calidad de objeto tasable cuya misión es agradar y causar esa plusvalía del placer que es la excitación. En las postales francesas y alemanas que inundan México en las últimas décadas del Porfiriato, los decorados de bosques y edificios clásicos, de falsos arroyuelos y velos flotantes, de cisnes de yeso y cojines orientales, aseguran que esas mujeres desnudas, seleccionadas con esmero, se solazan en las ventajas dobles de la civilización y la naturaleza, y se abandonan a la cámara no tanto por perturbar, sino por dejar constancia de cuán amable (por fantasmagórico) es lo alejado de la virtud y el decoro. En su boudoir, la modelo aprueba ante el espejo la redondez de un seno suavemente aferrado; en su cama, ventajosamente desarreglada, ella mira a la cámara protegida tan

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