La verdadera noche de Iguala

Anabel Hernández

Fragmento

Título

Presentación

Dicen que en el periodismo de investigación tú no escoges las historias, las historias te escogen a ti; llegan como una brasa ardiente que te cae en la palma de la mano, como una ráfaga que te golpea en la cara hasta que abres los ojos y te preguntas: ¿qué está pasando aquí? En este oficio es indispensable tener interés por el destino del otro.

La historia que dio origen a este libro llegó a mí el lunes 29 de septiembre de 2014 mientras tomaba un café en la Universidad de California, en Berkeley; acababa de llegar a la bahía de San Francisco, donde iniciaba una travesía para encontrar la forma de regresar a México, donde están mi hogar y mi vida, pero al mismo tiempo el lugar que me estaba matando poco a poco. Como ha ocurrido con decenas de periodistas mexicanos, el gobierno federal me forzó a marcharme tras permitir con negligencia que fueran en aumento las agresiones contra mí, contra mi familia y contra mis fuentes de información. Tras cuatro años de acoso, amenazas y atentados constantes, la noche del 21 de diciembre de 2013 se presentó la última llamada: 11 hombres armados, vestidos de civil y perfectamente organizados como un escuadrón, irrumpieron de manera violenta en mi domicilio. Primero se identificaron ante los vecinos como zetas y luego como policías federales, y a punta de pistola los obligaron a revelar dónde vivía. Varios integrantes del grupo, con equipos de radio, tomaron el control de la calle durante más de media hora, lapso en que desarmaron la enorme reja de metal del garaje y con la misma facilidad ingresaron en la propiedad. Yo estaba lejos de ahí con mi familia, pero es posible que la presencia externa de los escoltas les haya hecho creer que me encontraba en el lugar.

Lo anterior sucedió a pesar de que supuestamente estaba bajo el Mecanismo de protección a personas defensoras de derechos humanos y periodistas de la Secretaría de Gobernación. No robaron absolutamente nada, sólo se llevaron el disco duro donde se grababan las imágenes de las cámaras de seguridad instaladas inútilmente por la propia Secretaría de Gobernación. Los vecinos y un escolta colaboraron para que la Procuraduría General de la República (PGR) obtuviera los retratos hablados de los agresores; no obstante, hasta la fecha no hay ningún detenido.

No fue una decisión fácil dejar México. No aceptaría irme exiliada como algunos proponían; tampoco iba a quedarme encerrada en mi casa, sin familia, sin vida, sin periodismo. Llegué a la Universidad en Berkeley como fellow del Investigative Reporting Program (IRP) que conducían los periodistas Lowell Bergman y Tim McGirk: me aceptaron con una propuesta de investigación sobre las operaciones de un cártel mexicano en Estados Unidos. Sin embargo, mi proyecto dio un vuelco inesperado. La noche del 26 de septiembre de 2014 desaparecieron en Iguala, Guerrero, 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”; se los había tragado la tierra y la búsqueda era infructuosa. Las imágenes de abandono eran descarnadas; los testimonios de sus padres y madres eran desgarradores.

La versión oficial de los terribles sucesos comenzó a articularse con rapidez y evidentes absurdos. El caso olía a una podredumbre que nos haría daño a todos; retrataba una nueva fase de descomposición en México y no era posible mantenerse indiferente. Sonaba extraño el deslinde casi inmediato del gobierno federal, que argumentaba no haberse enterado del ataque hasta varias horas después. ¿Por qué justificarse, si nadie los estaba acusando? ¿O sí? Por el tono del discurso gubernamental, parecía que Iguala era una tierra lejana y sin ley localizada en los confines de México, aunque en realidad es una ciudad que se localiza apenas a 191 kilómetros de la capital del país.

Instantáneamente el gobierno de Guerrero y el gobierno federal se concentraron en una sola línea de investigación donde confluían el grupo criminal Guerreros Unidos, el alcalde de origen perredista José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa. La pareja le venía como anillo al dedo a la confabulación por venir: ella era hermana de dos presuntos narcotraficantes, Alberto y Mario Pineda Villa, acusados de ser lugartenientes del cártel de los Beltrán Leyva y asesinados en 2009. Según la administración de Ángel Aguirre Rivero, la noche del 26 de septiembre el alcalde y su esposa habían ordenado a policías municipales de Iguala atacar cinco camiones donde viajaban los normalistas y otro más donde iban los jugadores del equipo de futbol Avispones —a quienes habrían confundido con los estudiantes— para defender “la plaza”, perteneciente al grupo criminal Guerreros Unidos. El resultado eran seis personas muertas, entre ellas tres normalistas, más de 20 heridos y 43 estudiantes desaparecidos.

Entre el 3 y el 4 de octubre el gobierno de Guerrero, en colaboración con autoridades federales, detuvo a los primeros supuestos culpables; a continuación la fiscalía estatal declinó su competencia y la transfirió a la PGR. Fue Tomás Zerón de Lucio, director de la Agencia de Investigación Criminal, el responsable de conducir una pesquisa que desbordaba incoherencias desde el principio: los nombres de los asesinos confesos y las escenas de crimen fueron cambiando uno a uno, pero el eje de la versión oficial permaneció inamovible. Tanto el gobierno estatal como el federal tenían prescrito el final del caso: esa misma noche los 43 estudiantes habían sido quemados. No importaba quién fuera el nuevo asesino confeso, el final siempre era el mismo.

El 7 de noviembre el entonces procurador Jesús Murillo Karam y Zerón informaron que a partir de las declaraciones de presuntos integrantes de Guerreros Unidos que habían aprehendido, se desprendía que la noche del 26 de septiembre policías municipales de Iguala y Cocula entregaron a ese grupo criminal a los 43 estudiantes, a los que luego éstos habrían llevado al basurero de Cocula, donde los quemarían en una inmensa hoguera durante más de 15 horas. Más tarde, para reforzar su dicho, alegaron que elementos de la Marina habían encontrado en el río San Juan bolsas de plástico con restos óseos de los normalistas, en el punto donde uno de los “asesinos confesos” las habría arrojado. La PGR impuso esta trama como la “verdad histórica” y con ello dio por resuelto el crimen.

La versión oficial, impulsada desde la propia procuraduría, Gobernación y Los Pinos, pretendía ser arrolladora y no aceptaba ningún cuestionamiento, pero no se sustentaba en ninguna prueba pericial; ni siquiera las declaraciones de los confesos eran coherentes. Mientras tanto, la gran mayoría de los medios de comunicación nacionales e internacionales reproducían la avalancha de información que proveía el gobierno sin ninguna confirmación propia de los datos.

En octubre de 2014, cuando encontré los primeros indicios de que la PGR estaba dando información equívoca, me sumergí por completo en el caso con financiamiento del IRP y el apoyo de mi colega S

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