Escuadrón Guillotina

Guillermo Arriaga

Fragmento

Título

La batalla de Torreón fue una de las más difíciles y duras de cuantas libró la División del Norte. Después de la toma de la ciudad, el general Francisco Villa decidió situar el campamento en un llano próximo, justo en medio de un macizo de sauces cuyas sombras resguardaban del sol inclemente a los guerrilleros. Hasta ese lugar llegaban a diario un sinnúmero de comerciantes que iban a ofrecer sus productos a los revolucionarios. Pululaban los vendedores por entre la tropa, y aquello, más que parecer una guarnición militar, parecía un tianguis dominical.

El general, como era su costumbre, atendía sus asuntos lejos del bullicio, acompañado únicamente de sus hombres de más confianza y protegido por los más temibles miembros de su escolta privada.

Despachaba Villa algunas cuestiones bélicas con el coronel Santiago Rojas cuando llegó el sargento Teodomiro Ortiz a decirle que lo buscaba un comerciante, un tipo muy catrín que insistía en verlo. El general ya estaba harto de tratar con vendedores; tan sólo esa mañana había tenido que lidiar con tres: uno que le quería vender bicicletas y que afirmaba que era más eficiente una carga ciclista que una carga de caballería; el segundo le ofreció armaduras españolas y el tercero traía en venta sombreros charros ribeteados de hilo de oro y plata. Fastidiado, Villa los había corrido del lugar, no sin antes advertirles que les rellenaría la barriga con plomo si no se largaban de inmediato. Villa miró a Ortiz:

—Dile que no estoy para recibir a nadie —le dijo.

—Ya se lo dije cien veces, mi general, pero está necio en que quiere verlo. Dice que trae algo muy importante que enseñarle y que a usted le va a interesar.

El general Villa se quedó pensativo unos instantes y con los ojos le ordenó a Ortiz que trajera al comerciante.

Salió el sargento a buscarlo y regresó a los pocos minutos. Venía con él un hombre chaparro, calvo, bien vestido y muy perfumado. Con propiedad saludó:

—Buenas tardes, general Villa. Buenas tardes, coronel Rojas. Soy el licenciado en Derecho, Feliciano Velasco y Borbolla de la Fuente a sus órdenes —y extendió su mano hacia Villa, pero Villa sólo lo miró. El hombrecito no supo qué hacer. Retiró lentamente su mano, se limpió el sudor de la frente con la manga de su saco, tragó saliva y sonrió.

—General Villa —dijo parsimonioso—, he venido a usted a mostrarle un invento formidable que será de gran provecho para la Revolución. Con este invento, señor general, tenga la seguridad de que creará terror entre las tropas enemigas. Cualquiera que se atreva a enfrentar a la División del Norte lo pensará dos veces.

—Ya lo piensan dos veces —terció enérgico el sargento Ortiz.

El licenciado se quedó callado y sólo atinó a sonreír estúpidamente. Respiró y continuó con su perorata:

—Tiene usted toda la razón, pero este invento sirve como ayuda para ajusticiar a los prisioneros sin necesidad de andar gastando parque, el cual, como ustedes saben, está rete escaso y no vale la pena dispendiarlo en otros menesteres que no sean los de la guerra misma… Con este aparato que traigo ya no se precisa fusilar al enemigo…

—Si por eso mismo los ahorcamos… —interrumpió de nuevo el sargento Ortiz.

—Sí, lo sé —dijo el chaparro— ¿pero qué hacen cuando no encuentran un palo alto?

—Pos los quemamos vivos o los agarramos a machetazos… eso es lo de menos —le contestó el coronel Rojas.

—Pero mire, mi coronel —continuó Velasco—, con este invento que les vengo a mostrar se ejecuta a los prisioneros sin la menor preocupación. ¿Por qué no vienen a verlo y si quieren lo probamos?

Los llevó el hombre aquél hasta un carromato en donde lo esperaban sus ayudantes: uno, un tipo alto y desgarbado, de nariz grande y ojos sumidos pero vivaces, y el otro un mocetón de estatura regular, cachetes abultados y cabeza grande. El licenciado Velasco solicitó a sus invitados que aguardaran unos minutos y dio una orden sonora:

—¡Ármenla!

Los asistentes, presurosos, se dedicaron a armar el aparato. Sacaron vigas, cuerdas, poleas, clavos, martillo, soleras. Con rapidez montaron una estructura en cuya parte superior se encontraba colocada una plancha de hierro.

El licenciado Velasco caminaba de un lado a otro, nervioso, frotándose continuamente las manos. Una vez que todo estuvo listo se detuvo frente al general y sus acompañantes y empezó a hablar.

—Esto, señores, se llama… guillotina. Es un instrumento extraordinario, capaz de segar la vida en un instante.

El hombrecillo miró sonriente a Villa y caminó hacia el aparato. Tomó en sus manos un cordón que remataba en una polea y jaló. Desde arriba se desprendió la enorme plancha metálica produciendo en su caída un golpe seco y fuerte. El general y sus compañeros se quedaron asombrados. El comerciante alzó los brazos como si hubiese terminado un acto de magia. Hizo que uno de sus ayudantes volviera a alzar la cuchilla, fue por un leño grueso y pesado, lo metió en la base del aparato y tiró de nuevo del cordón. El leño salió partido en dos con tal facilidad que parecía que lo que se hubiese partido fuera una ramita.

—¿Para qué sirve eso? —le preguntó pasmado el coronel Rojas, sin entender del todo en qué podía utilizarse el mentado aparato.

—Ahhh —exclamó el hombrecito— eso me gustaría demostrárselo, claro, siempre y cuando nos lo permita mi general Villa. ¿Es eso posible?

Villa asintió.

—Pero para ello requiero de algunos prisioneros de los que usted haya dispuesto ajusticiar. Necesito de unos cuantos… ¿Podríamos traer algunos, mi general?

Villa, con una seña de su mano, mandó a Ortiz por ellos.

—Este invento —continuó el comerciante— sirvió de mucho en la Revolución francesa, la cual se realizó hace casi dos siglos, y por ello he pensado que puede ser de gran utilidad en esta Revolución que es la nuestra —dijo enfatizando la palabra “nuestra”.

El general Villa miró con recelo al catrín: no le inspiraba mucha confianza, pero se quedó callado.

El sargento Ortiz llegó con los presos. Los traía de todo tipo: gordos, flacos, altos, bajitos. Se cuadró ante Villa.

—Orden cumplida, mi general.

Los prisioneros, ignorantes de lo que les iba a suceder, pero con la certeza de que pronto llegaría su hora final, se amontonaban entre sí como se amontonan las reses en los mataderos. El general revisó con detenimiento a los cautivos, uno por uno, de arriba abajo. Clavó sus ojos en uno alto y flaco.

—Ése —dijo señalándolo con la cabeza.

—Muy bien —dijo el hombrecillo y ordenó a sus ayudantes ir por él. El tipo alto y flaco no supo qué hacer y se dejó llevar mansamente hasta la guillotina. Los asistentes lo obligaron a arrodillarse y colocaron su cabeza en una cuenca redonda que se encontraba en la base del apara

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