El encuentro de los peces Koi

Jessica Iskander

Fragmento

Encuentro de los peces Koii

1

Su vida la gobernaba la entropía y su ser estaba a punto de caer en una vorágine fatal. Sólo una respuesta le ayudaría a salir de aquel vórtice interminable. ¿Cómo arreglarlo?

* * *

Mariano decide terminar su jornada laboral antes de lo previsto. La playa está a tres cuadras de su oficina y piensa que ejercitarse un poco lo ayudará a refrescar sus pensamientos.

En el baño privado de su despacho empieza por desabrocharse la camisa, lo que deja al descubierto un torso amplio y vacío. Jamás ha tenido un solo pelo en el pecho. “Genética”, piensa, y se cubre con una camiseta celeste. “Impide que su piel sufra el roce a causa del sudor”, había dicho el vendedor, quien completó el conjunto con unos tenis “diseñados para cuidar la espalda en cada pisada”. Transformado de ejecutivo exitoso en deportista de élite, se mira en el espejo. Su reflejo no es lo que recordaba. Frente a él están un cuerpo encorvado y una mirada perdida, como una planta que languidece porque ha sido regada más de lo debido.

Ata temblorosamente el reloj a su muñeca y comienza a programarlo: quiere comprobar que todo, en apariencia, empieza en ceros: las calorías quemadas, el cronómetro, el pulsómetro; el GPS tiene la ruta marcada y el sonido de advertencia a cada milla, en silencio.

Antes de dirigirse a la playa pasa por la cocina del despacho, toma una botella de agua y se despide de su secretaria. Acompañado de sus pensamientos, sale a la calle escuchando la calma de sus latidos y se percata de que hay una quietud inusual en la hilera de árboles cercanos; en un intento de alejar cualquier indicio de razón se coloca los auriculares y de inmediato la música lo invade, aunque las notas graves de Chopin no silencian su corazón.

Cuando llega a la playa decide recorrer el malecón acelerando el paso al ritmo de la música. Su respiración va y viene a gran velocidad, tan rápido como lo permiten sus piernas. Con los ojos clavados en el suelo siente crecer la idea que lo atormenta. Igual que un monstruo gigante acomodado en su cabeza, el eco del vacío empieza a devorar cada uno de sus recuerdos.

Al llegar cerca del final de la playa la falta de aire ya no le importa; él avanza más y más rápido, y pese a que el dolor muscular aumenta, continúa acelerando sus pasos. A los veinte minutos de un ir y venir digno de los mejores corredores, el aire empieza a parecerle espeso; corre tan deprisa que su aliento no tiene tiempo de llegar a sus pulmones; el pelo, lacio, corto y descuidado, empieza a gotear y los latidos suplican que se detenga.

La noche ha llegado sin que lo note y el tictac del tiempo que le taladra su cabeza llega hasta sus venas. Ese agujero se vuelve cada vez más profundo y crea una melodía sutil aunque potente. De pronto, el ritmo de su interior comienza a fundirse con él.

Tictac, tictac… “Voy a hacerlo, tomará un segundo.” Tic, corre y el suelo es la realidad que le permite hacerlo. Toc, su corazón golpea convirtiendo aquel tambor en la única evidencia de su vida. Tic. El ritmo de la sangre bombeada en sus venas es cómplice de la decisión que ha tomado. Tictac, tictac. Estira sus pasos corriendo a mayor velocidad. Tictac, tictac, tictac. El sonido retumba con tanta fuerza que teme que alguien lo perciba. Desciende a la arena y, decidido a exigirse aún más, alza su mirada buscando la parte más oscura de la playa. Tictac, tictac, tictac. Perdido en su huida no se da cuenta de que ha llegado a la feria de Santa Mónica. Bajo el muelle, la oscuridad se rompe en varios destellos y su cuerpo comienza a palpitar tan rápido que siente las punzadas hasta en los dedos de los pies. Suelta el agua que lleva en la mano y se frota los párpados. Las siluetas lo golpean de pronto a pesar de la distancia. Cree verla. La intuye.

Minutos después, derrotado y exhausto, se descubre arrodillado en la arena. El dolor aún grita al mismo tiempo que pelea a puñetazo limpio con sus pensamientos. Nadie gana. Abre los ojos, la música regresa lentamente a sus oídos y ve a dos jóvenes apartarse rápidamente de él. Avergonzado, se pone de pie de inmediato, tratando de recuperar la normalidad de su aliento. Se aleja lentamente y, bajo las sombras intermitentes de los autos, decide que es hora de caminar a casa.

Encuentro de los peces Koii

2

Alas nueve de la mañana su perfecta silueta sigue dibujada en la cama. Se quedó dormido. Mariano abre lentamente los ojos, y observa la amplitud de sus cortinas, su habitación está tan oscura como una noche sin luna, pero el reloj le anuncia que ya es de día; apresurado, se acerca a la ventana, corre las amplias cortinas y, al dejar entrar la luz del sol, el gran jardín de la casa le ayuda a serenarse.

Su hogar, de un diseño moderno creado exclusivamente para él, viste de madera y piedra combinadas con gigantescos cristales. Es una construcción eficiente y ecológica, pensada para transmitir paz a medida que los ojos la recorren.

“Está pensada para que la inspiración que tanto admiras te llegue cada mañana”, había dicho el arquitecto al entregarle las llaves. Años después, al recordar ese momento, le es inevitable sonreír con melancolía. “La inspiración es una bella enfermedad que desgraciadamente tiene cura.” Ésa era la conclusión que, desde hacía meses, se había formado en su mente. Él sabía por experiencia que la mejor medicina era la rutina.

De pronto, frente a la terraza de la habitación y en medio de la agitación que el atraso le ha causado, es más consciente que nunca y sabe con certeza que debe hacer lo que quiere sin importar lo que dicte el protocolo.

—Vidas sin vida. Saliva que a ningún lado llega —susurra y se encamina al baño.

Mariano es un hombre metódico que impone orden en su vida para evitar caer en la locura. El despertador repite su alerta, cinco de cada siete días, a las seis y veinte de la mañana, y él, aún entre sueños, gira su cuerpo hacia la izquierda y se yergue con los ojos cerrados; sus pies no cuelgan, sino que, largos y desnudos, se posan en el pequeño kilim adquirido hace dos años en uno de sus viajes a Marruecos, mientras sus manos, casi robóticas, se dirigen a su celular, que ya tiene abierta la agenda semanal.

Diariamente, en su camino al baño, mira por el gran ventanal el inmenso árbol que hay junto a la pequeña piscina rodeada de hamacas y una mesa de madera con cuatro sillas. Esa mañana, bañado por los primeros rayos del sol y con su delineado y musculoso cuerpo casi desnudo, se detiene a medio camino y regresa a su buró, de donde recoge el vaso de

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