Los muros que nos encierran

Nova Ren Suma

Fragmento

Título

Amber:

Enloquecimos

Aquella noche calurosa enloquecimos. Aullamos, gritamos, perdimos el control. Éramos chicas —algunas de catorce y quince años; otras de dieciséis, diecisiete—, pero cuando las cerraduras se desactivaron, las puertas de nuestras celdas se abrieron de par en par y no había nadie que nos metiera a empujones, hicimos el sonido de animales salvajes, de hombres.

Desbordamos los pasillos, nos amontonamos en la oscuridad fría, confinada. Abandonamos nuestros colores asignados: verde para la mayoría; amarillo para las que estábamos segregadas; naranja de conos de tráfico, para las que tenían la desgracia de ser nuevas. Abandonamos nuestras pieles de overoles. Enseñamos nuestros tatuajes flácidos y furiosos.

Cuando afuera retumbó un rayo, irrumpimos en las alas A y B. Incluso nos arriesgamos en el ala D, de suicidas y en aislamiento.

Éramos gasolina que avanzaba hacia un cerillo encendido. Mostrábamos los dientes. Teníamos los puños cerrados. Éramos una estampida de pies resbaladizos. Enloquecimos, como cualquiera hubiera hecho. Perdimos el control, frágil de por sí.

Procuren entender. Considerando los crímenes por los que nos encerraron, considerando los actos horribles de los que nos acusaron y por los que nos condenaron, las cosas que algunas habíamos hecho sin remordimientos y las que algunas habíamos jurado no haber cometido (habíamos jurado por nuestras madres, si las teníamos; habíamos jurado por nuestras mascotas, si teníamos un cachorrito o un gato escuálido; habíamos jurado por nuestras míseras vidas, si no teníamos a nadie), después de tanto tiempo tras las rejas, esta noche éramos libres, éramos libres, éramos libres.

A algunas nos pareció aterrador.

Esta noche, el primer sábado del ahora infame agosto, había cuarenta y un chicas encerradas en la Correccional para Adolescentes Aurora Hills, en la frontera norte del estado, lo cual quiere decir que nos faltaba una para llegar a nuestra capacidad total. Todavía no éramos cuarenta y dos.

Para nuestro asombro, nuestro deleite, las celdas de las alas B, C y A, e incluso la D, se habían abierto y nos encontrábamos de pie en la oscuridad: un estruendo de corazones palpitantes. De pie afuera de nuestras jaulas. De pie, afuera.

Nos asomamos a las estaciones de los guardias: estaban vacías.

Nos asomamos a las rejas corredizas al final de nuestros pasillos: estaban abiertas de par en par.

Levantamos la vista hacia los reflectores en los techos altos: la luz de los focos era tenue.

Nos asomamos (o lo intentamos; así nos empujaron nuestros cuerpos) por los resquicios de las ventanas para ver la tormenta, todo el complejo. Si tan sólo hubiéramos podido ver más allá del perímetro con triple cerca, más allá de los rollos de alambre de púas. Más allá de las torres de vigilancia. Más allá del camino estrecho que se precipitaba colina abajo a la reja de hierro que se erguía al fondo. Recordamos, de aquella vez que el pequeño autobús pintado de azul del reclusorio del condado nos había subido hasta aquí, recordamos que no estábamos tan lejos de la avenida.

Entonces lo entendimos, que tendríamos muy poco tiempo antes de que los celadores del reformatorio regresaran a sus puestos. Quizá debimos haber sido más prudentes con respecto a nuestra repentina libertad, cuidadosas. No lo fuimos. No cuestionamos las cerraduras abiertas. No entonces. No nos detuvimos a preguntarnos por qué no se habían activado las luces de emergencia, por qué no sonaban las alarmas. Tampoco pensamos en los celadores que se suponía estaban de guardia aquella noche, a dónde habrían ido, por qué sus cabinas estaban desocupadas, sus sillas, vacías.

Nos separamos, nos dispersamos. Atravesamos barreras que antes siempre habían estado cerradas para nosotras. Corrimos.

La noche empezó de golpe como sucede en un buen disturbio, cuando se extiende en el patio, nadie sabe quién lo empezó y a nadie le importa. Los gritos, alaridos y hurras. Cuarenta y un delincuentes adolescentes, de las peores del estado libres, sin aviso, motivo ni guardias armados que nos detuvieran. Era hermoso y poderoso, como controlar los truenos con nuestras manos.

Algunas no estábamos pensando y sólo queríamos romper a patadas los cristales de las máquinas expendedoras de la cafetería, para quedarnos con las botanas, o robar los medicamentos de la clínica para meternos una dosis. Algunas queríamos golpear a alguien en la cara, atacar a alguien, a quien fuera, sin importar quién. Otras queríamos salir por la puerta de atrás y jugar basquetbol bajo la lluvia y el cielo brumoso.

Las demás, las inteligentes, respiramos profundo.
Y pensamos. Porque sin celadores reprimiéndonos con macanas, sin alarmas activadas ni intercomunicadores que transmitieran órdenes con interferencia para regresarnos a todas a nuestras celdas, la noche era nuestra, de verdad, por primera vez en días. Semanas. Meses. Años.

¿Y qué puede hacer una chica en su primera noche libre en años?

Las más violentas —las que asesinaron a sus papis, las que le cortaron la garganta a algún desconocido, las que dispararon a empleados suplicantes de una gasolinería— admitirían más tarde que la suntuosa oscuridad les dio una sensación de paz, una especie de justicia que las cortes juveniles les habían negado.

Sí, algunas sabíamos que no merecíamos aquel indulto. Ninguna era inocente del todo, no cuando nos obligaban a pararnos bajo la luz y quedaban expuestos nuestros defectos, caries y amalgamas. Cuando enfrentábamos esta verdad que albergábamos en nuestro interior, de algún modo nos parecía más desagradable que el día que habíamos visto a un juez decir “culpable” y habíamos escuchado la celebración de la sala.

Por eso algunas nos quedamos. No salimos de nuestras celdas, en donde guardábamos nuestros dibujos y cartas de amor. En donde escondíamos nuestro único cepillo bueno y nuestras canastitas Reese’s de chocolate rellenas con crema de cacahuate, que en Aurora Hills eran como doblones de oro porque no podíamos manejar efectivo. Algunas nos quedamos quietas en el lugar que conocíamos.

Porque… ¿qué nos esperaba allá afuera? ¿Quién nos protegería en el exterior?

En serio, ¿a dónde iría una chica de Aurora Hills? Una chica que había decepcionado a su familia, asustado a sus profesores de inglés, a trabajadores sociales, abogados defensores y a cualquiera que había intentado ayudarla. Una chica que había aterrorizado a su colonia, que era basura (le habían dicho), de quien seguro era mejor olvidarse (había leído esto en las cartas que venían de casa). ¿A dónde iría una chica así?

La mayoría intentó correr, incluso si era sólo por costumbre. Algunas habíamos estado corriendo toda la vida. Corríamos porque podíamos o porque no podíamos. Corríamos por nuestras vidas, aún creíamos que valía la pena correr por eso.

La mayoría no llegamos lejos. Nos distrajimos. Nos emocionamos. Nos sentimos abrumadas. En algún punto, un par nos detuvimos en uno de los pasillos fuera de nuestra ala designada y nos dejamos caer en el piso agrietado y picado, en señal de gratitud, como si nos hubieran exonerado de todos nuestros delitos, como si hubieran borrado nuestro expediente.

Aquello se parecía a todo lo que nos habíamos atrevido a soñar, cuando las fantasías burlonas se habían colado entre los barrotes. Coches para escapar, cuerdas de Rapunzel para bajar por las rendijas estrechas de la ventana. Recursos de apelación, venganza, vidas nuevas y relucientes en alguna ribera lejana en donde nunca tuviéramos que enfrentarnos al odio, la ley o el dolor. Estaba sucediendo. A nosotras. Nunca habíamos creído que esto le podía pasar a chicas como nosotras.

Algunas lloramos.

Ahí estábamos, libres en la noche indefensa, esperando todo lo que podíamos imaginar al instante: pedir aventón a la carretera más cercana. Llamar a un ex novio y tener sexo. Darnos un festín interminable de palitos de pan en el Olive Garden. Dormir debajo de cobertores esponjosos en una cama grande y suave.

En ese agosto se cumplió mi tercer verano en Aurora Hills. Había estado encerrada desde los catorce (homicidio culposo; me declaré inocente. Para el juicio me puse una falda y medias transparentes; mi madre volteó la cabeza cuando me declararon culpable, y no me ha vuelto a ver desde entonces). Pero no estoy pensando en mi llegada, ahora que tenemos mucho tiempo para pensar. No es el fallo del juez ni los años ensordecedores de mi sentencia, tampoco cómo llegué aquí porque nadie me creyó cuando dije que no había sido yo. Hace mucho que superé todo eso.

No dejo de pensar en aquella noche. Ese primer sábado de agosto, cuando las cerraduras no pudieron contenernos. Ese breve regalo de libertad que nos llevaremos a la tumba.

A veces me obsesiono, me pregunto qué hubiera pasado si las cosas hubieran sido de otra forma. Si hubiera cruzado las rejas y salido. Si hubiera corrido.

Tal vez hubiera llegado al perímetro con triple cerca y colina abajo, hasta la carretera. Y mi parte de la historia hubiera terminado. Tal vez alguien más hubiera tenido que ser testigo de todo lo que nos iba a ocurrir. Alguien más hubiera tenido que recordar.

Porque aquella fue la noche que enloquecimos. Recuerdo cómo peleamos y lloramos y nos ocultamos y nos aventamos contra las ventanas y movimos las piernas con toda nuestra fuerza y corrimos para llegar lo más lejos posible, que no fue lejos.

En aquella noche, nos asaltaron emociones que no habíamos sentido en seis meses, doce meses, once semanas y media, novecientos nueve días.

Estábamos vivas. Así lo recuerdo. Seguíamos vivas y no podíamos entender la oscuridad, así que no pudimos visualizar qué tan cerca estábamos del fin.

Título

Violet:

Ovación de pie

Me escondo con disimulo detrás del telón, ya casi es hora; preparen los reflectores, ya casi me toca.

Éste será mi último baile antes de irme del pueblo. Mi última oportunidad de hacer que me recuerden, y me van a recordar.

Cuando estoy en el escenario me entrego, y ellos se entregan. Me alimento de lo que me dan y ellos se deleitan de lo que les ofrezco.

Cuando no estoy en el escenario, estas personas no significan nada para mí. Se podría decir que odio casi a todo con el que me cruzo en mi vida cotidiana. ¿Pero cuando estoy bailando? ¿Cuando me miran y les permito mirarme? Tengo mucho amor, soy como otra persona.

Después de esta noche, la última presentación del sábado, voy a empacar para irme a Juilliard, a la ciudad. Me aceptaron. Hace dos meses terminé la prepa. La semana pasada vendí mi coche. Ya me asignaron mi dormitorio. Mi compañera de cuarto es una bailarina de danza moderna-contemporánea de Oklahoma o alguno de esos estados donde hay tornados. Ya compré un montón de Grishkos de mi número y del estilo que me gusta porque tengo pies fuertes y mucho arco, así que en cuestión de diez días me acabo unas zapatillas de punta. He llevado la cuenta del tiempo que falta como si fuera una condena, y para finales de agosto me quitarán las esposas y seré libre.

No debería decir eso. Ni siquiera debería pensarlo. No después de lo que le pasó a ella, a dónde la mandaron. Aurora Hills es una cárcel de verdad, con alambre de púas, cadenas y esos trajes holgados naranjas que se ven en la tele, aunque no la llaman cárcel. Como es para menores de dieciocho, la llaman “correccional”.

En agosto la encerraron. A principios de agosto, hace casi tres años.

Debería quedarme tras bambalinas porque mi solo es el segundo número después del intermedio, pero me pongo unos calcetines sobre las zapatillas de punta y me retiro del escenario. Voy hacia la puerta de salida, en la parte trasera, como si tuviera algo radioactivo que quisiera echar al contenedor de basura.

Las chicas mayores le pusieron “túnel para fumar” a la zona detrás del contenedor, por razones obvias. Sucede que no es precisamente un túnel. Por encima hay árboles densos cuyas ramas cuelgan muy bajo, como si fueran un techo. No tiene salida, termina en un matorral de árboles. Así que si es un túnel yo nunca he visto a dónde lleva.

El túnel es verde por dentro, y en agosto seguro está infestado de tábanos y mosquitos. Uno creería que ya tendrían que haber talado estos árboles, hacer un monumento como la banca de un parque grabada con los nombres de las chicas o por lo menos una fuente, pero supongo que la gente no hace eso en lugares que preferirían no recordar.

No entro, pero tampoco me voy. Miro hacia atrás, a la puerta del teatro.

Si alguien se da cuenta del ladrillo que detiene la puerta, diré que estoy tomando aire fresco antes de mi solo. Puede ser que la mayoría de las solistas de élite, del Ballet de Nueva York al American Ballet Theater, del Ballet Real de Reino Unido al Bolshoi, sale a tomar aire detrás del contenedor de basura antes de cautivar a todos desde el escenario. Ya nadie en nuestro estudio es ni la mitad de buena que yo, así que no lo sabrían.

No necesito aire. Sino asomarme al interior por última vez.

No hay nadie en el túnel. Nadie está acurrucado debajo de la red que forman las ramas, como para que desde fuera se vean calentadores y moños rosas entrecruzados. No se escuchan risitas nerviosas maliciosas. Tampoco hay humo. Ni ataques de risa. Ningún zapato FiveFingers extinguiendo una colilla, rematándola en la tierra. No hay nada. No hay nadie.

Ni siquiera puedo explicar por qué pensé que habría alguien. Por qué sigo buscándola en todas partes, por qué me asusta cualquier ruido o sombra repentinos.

Cada agosto es como si Orianna Speerling se metiera en mi mente. Cada agosto, parece que Ori ha vuelto —yo le puse así, Ori—, pero no está en el túnel para fumar, no hay rastro de ella por ningún lado, ¿por qué habría de haberlo?

Se termina el intermedio, tengo que llegar al escenario. Cuando le doy la vuelta al contenedor de basura veo que la puerta se está cerrando. Alguien quitó el ladrillo. Pero quien haya sido no lo hizo tan rápido, porque salto hacia la puerta con todas mis fuerzas, atravieso espacio y tiempo como lo hago en mi coreografía y tengo la puerta en las manos antes de que cierre por completo, la cruzo. Creyeron que me iba a perder mi solo, se equivocaron.

De prisa, antes de que nadie me vea, estoy en mi sitio, entre bastidores. No sé quién se estaba metiendo conmigo, pero sí sé que nadie me está mirando, al menos no de manera directa. Todas las bailarinas están evitando hacer contacto visual, ni siquiera me desearon que me rompiera una pierna. Esto indica que todas son culpables, todas y cada una.

Esto se me ocurre mientras escucho el silencio del público cuando regresa a sus asientos después del intermedio. Se me ocurre. Todas aquí quieren que me vaya, ¿no? Les urge deshacerse de mí.

Pues que lo hagan. Que deseen nunca haberme conocido. Sigo después de este popurrí.

Se abre el telón. Se escucha música predecible, un movimiento desenfocado y fuera de ritmo, nada que valga la pena ver hasta que salga yo.

Camino entre bastidores y me asomo por el telón de terciopelo para ver los asientos a nivel de la orquesta. La señorita Willow, mi profesora de danza, rentó este teatro para la presentación del estudio, como todas las temporadas, y siempre olvido lo grande que es, cuántos asientos tiene. Veo a mi madre. Mi padre. Mi tía y primos, a quienes seguro obligaron a venir esta noche, y no me importa. También están las amigas de mi mamá, toda una fila. Mis instructores de danza: el anterior, el que mis padres despidieron cuando no entré al intensivo de verano, y el que he tenido desde entonces. También veo a mi novio, Tommy, bostezando y jugando algo en su teléfono. Algunas de las chicas mayores salieron de entre bastidores para verme, se sentaron en asientos del pasillo para poder regresar rápido cuando acabe mi pieza. Veo a Sarabeth sentada sola. En otra fila veo a Ivana, Renata, Chelsea P. y Chelsea C. Veo a gente del pueblo, como la señora pegajosa de la florería, el tipo chismoso del café. Veo a mi profesor de matemáticas. También a mi cartero, aunque él tiene que estar aquí porque su hija es un tulipán en ballet infantil. Sin embargo, la mayoría ha venido esta noche a despedirme. Diría que la mayoría del público ha venido por mí.

Además de mis conocidos, también veo a desconocidos, un montón de ellos, en la fila trasera y en el mezzanine. Nunca he actuado frente a tanta gente. Incluso en la corte, durante el juicio de Ori, no había tanta gente. La música se detiene y la caballuna de Bianca —no debería tener un solo pero también terminó la preparatoria y se va a SUNY, que ni siquiera tiene programa de danza— regresa del escenario dando pisadas fuertes y se coloca entre bastidores. Los aplausos son discretos, corteses.

—¡Buena suerte, Vee! —dice al pasar, aunque es lo último que deberías decirle a una bailarina que está a punto de salir al escenario.

Ori me puso Vee.

Las luces se apagan antes de que pueda revisar el gallinero, si estuviera aquí, estaría ahí sentada, hasta arriba, mirando hacia abajo.

Pero no está aquí. Por supuesto que no. La realidad es que está muerta y lleva tres años muerta.

Ori está muerta por lo que pasó detrás del teatro, en el túnel hecho de árboles. Está muerta porque la mandaron a ese lugar en el norte del estado, la encerraron con esos monstruos. Y la mandaron ahí por mi culpa.

Además, si no la hubieran encerrado no me estaría viendo desde el público. No, estaría aquí a mi lado, con su vestuario como yo, tras bambalinas, conmigo.

Estaríamos juntas entre bastidores, listas para salir. Sería un dueto en vez de dos solos separados. Si ésta fuera nuestra última actuación aquí en el pueblo antes de ir a la universidad, sé que así lo hubiera querido ella.

Me hubiera sentido ansiosa y ella me hubiera tomado de los hombros —era más alta, sus manos eran más delgadas, pero era sorprendentemente fuerte—, me controlaría para tranquilizar mis nervios y me diría: Respira, Vee, respira.

Ella no sentiría la presión para ser perfecta que siento yo. Ella estaría relajada, tranquila, incluso sonriente. Ella le hubiera dicho a la caballuna de Bianca que había estado exquisita y que no importaba lo fuerte que aterrizaba cuando hacía sus grand jetés como un torpedo. Le hubiera deseado a todas las bailarinas que se rompieran una pierna, incluso a las perras, y ella no lo hubiera dicho con malicia, como yo lo hubiera hecho.

Sé que me hubiera convencido de no llevar este traje tan simplón: tutú sencillo, mallas blancas, florecita blanca en el pelo. Ella hubiera elegido colores intensos, brillantes. Todos los colores que pudiera, así era Ori. Para la clase combinaba un calentador rojo y uno azul, se los ponía encima de unas mallas rosa pastel, y los subía hasta arriba; se ponía un leotardo morado con top verde, bra fucsia, con los tirantes de fuera. La diadema que le quitaba el pelo de la cara tal vez era amarilla, con puntos. Me parecía que se veía medio ridícula, y no sé por qué la profesora Willow la dejaba salirse con la suya. Pero entonces Ori bailaba y cuando lo hacía, olvidabas cosas como los calentadores que no combinaban y el exceso de color. Sólo podías ver lo que ella podía hacer, tenías que verlo.

Para Ori el baile era algo natural, sin nervios en el estómago ni preocupación por olvidar pasos. Bailaba como debía de ser, en un estilo que no podía copiarse, sin importar qué tan de cerca viera sus movimientos e intentara mover mi cuerpo como el suyo, esforzándome por aflojar mis extremidades y liberarlas.

Estaba llena de vida, la emanaba, y se podía ver con claridad cuando estaba en el escenario. Nunca he visto a nadie moverse así, supongo que nunca tendré oportunidad otra vez.

Si esta noche Ori y yo hubiéramos bailado un dueto, sin duda alguna ella hubiera sido mejor que yo. El público la habría disfrutado, la habría amado, habría seguido su luz por todo el escenario. Mi luz hubiera sido el trasfondo.

Es la verdad o pudo haber sido la verdad. Ya no lo es.

Dejo que se abra el telón.

Me toca, escucho mi entrada. Doy mis primeros pasos en el escenario y escucho su voz, lo que me hubiera dicho de haber estado aquí.

Vee, respira. Sal a ser increíble. Sal a enseñarles. Que lo vean.

Siempre me decía ese tipo de cosas.

Estoy en mi marca. Se disipa la oscuridad y con ella, mi cuerpo se eleva, ahora soy alta, tan alta como Ori porque sólo me llevaba unos centímetros, más alta incluso, porque tal vez desde que no está he crecido. Me equilibro en la punta del pie, en una pierna, sin temblar, sin movimiento. El reflector me rodea y siento calidez por dentro.

Me pregunto cómo me veo, desde el público, para esos desconocidos en sus asientos que sólo me conocen aquí, que no tienen ni idea.

No necesito un espejo para saberlo. Me veo cómoda en el escenario. Estoy estrenando Grishkos, esta mañana los moldeé masajeando la plantilla y azotando la parte dura de la caja en una puerta. Mi mamá le cosió los listones con un zurcido casi invisible. Llevo el pelo recogido con gel y el tutú es un anillo rígido en mi cintura, no endeble como parecería. Estoy vestida toda de blanco. Quería este color. Lo pedí.

El público aguanta la respiración por mí. Ori no está en el escenario, sino yo. El público mira mi pierna doblada y equilibrada, mis brazos moldeados en una línea grácil sobre mi cabeza, mi columna estirada y alargada. Todo mi peso recae en un sólo dedo gordo. Sostengo la postura. Por lo menos una docena de personas que me observan entre bastidores quieren que me caiga, pero no me caigo.

Ahora viene el crescendo de la música, cada incremento minúsculo de movimiento de mi cuerpo estudiado en un reflejo, entrenado y corregido. Puede que no sea espontáneo como Ori lo hubiera hecho, pero es impresionante porque soy muy precisa. No cometo errores, ni uno solo. El público no percibe el ruido de mis zapatillas nuevas cuando aterrizo entre cada voltereta vertiginosa. O si lo escuchan, si están cerca del escenario para hacerlo, lo ignoran. Quieren que sea nuestro secreto. Quieren que gane.

Sin embargo, hay otro secreto. Dentro, más allá del tul y las tres capas de tela ultraceñida, tengo cosas de las que no puedo hablar. Cosas que Ori y sólo Ori sabía. Si quitan la primera capa y la segunda capa y la tercera capa, debajo encontrarían algo desagradable. Algo roto. Ojos desgarrados y sangre pegada a un cuello femenino, a sus brazos, a su rostro. A veces creo que todavía tengo sangre en la cara. Hay un ruido sordo y no lo producen mis prístinas zapatillas de punta al tocar el piso durante la primera noche de su corta vida. Está en mi cabeza. Es una estampida.

Parecerá que estoy bailando, pero estoy en otra parte. Estoy detrás del contenedor de basura, en el túnel de árboles, estoy gritando y lanzando los brazos al aire, hay tierra en todas partes y piedras y ramas y hojas y oscuridad, todo el mundo noqueado como una dentadura. Incluso ahora estoy ahí afuera, igual que aquí.

Sin darme cuenta, termino la coreografía. Apenas puedo controlarme, pero de todas formas termino mi solo con una floritura, equilibrada en una pierna, sólida como una piedra.

Silencio.

No dicen nada, no hacen nada. Escucho su respiración.

Y entonces sucede. Sus asientos crujen y se mueven y las personas se ponen de pie. Les he dado todo, esta vez les he dado demasiado; después me doy cuenta, me toma un momento darme cuenta. Estas personas no tienen ni idea, ¿o sí? Les enseñé y no lo vieron. Empiezan a aclamarme. Estas personas —familiares, amigos, desconocidos, todos ellos inocentes— se ponen de pie por mí y aplauden con fervor, y su alboroto me empapa, como si quisieran que no me tuviera que ir de este pueblo o de este escenario. Me alaban. Me demuestran lo mucho que me quieren y siempre me han querido, sin importar nada. Qué ciegos están. Me están ovacionando de pie.

Título

SEGUNDA PARTE:

Reclusa #91188-38

Estábamos representando los papeles más extraños y trágicos, fingíamos ser criminales para buscarnos la vida. Y nuestra actuación era muy convincente.

Heather O’Neill,
Lullabies for Little Criminals

Título

Amber:

Era demasiado tarde

Esa noche era muy tarde como para hacernos ilusiones. Pasaba de la medianoche. Ya no había esperanzas. Ninguna estaba en la cama, conteniendo el aliento, esperando que el próximo guardia del turno nocturno se apiadara y nos dejara salir. Así no fue.

Nunca nos habríamos imaginado lo que se avecinaba, ni esa noche ni en nuestro primer día en la Correccional para Adolescentes Aurora Hills, cuando descendimos del autobús pintado de azul de la cárcel del condado y vimos los muros grises, el edificio gris.

Porque esto era cierto incluso cuando atravesamos la reja para ser ingresadas: aun cuando nos desvistieron, inspeccionaron y despojaron, y nos pusieron el overol anaranjado y nos fotografiaron y nos encadenaron contra la pared mientras decidían en qué ala ponernos, si en la A, B, C o incluso en la D. Aun cuando determinaron a qué pandilla pertenecíamos (yo, a ninguna) y calculaban qué amenaza suponíamos para la población (yo, moderada). Aun cuando en segundos diagnosticaron si éramos suicidas o no, lo cual restringía privilegios como conservar nuestros lentes fuera del salón o dormir con las luces apagadas o ser civilizadas y usar un brasier. (Yo pude conservar mis lentes para leer y me dieron dos brasieres idénticos, grises y deprimentes.) Aun cuando nos empujaron a nuestras jaulas, liberaron nuestras muñecas, cerraron la puerta con barrotes y escuchamos el sonido asfixiante de la cerradura que se detenía en seco, en el último sonido metálico sordo, eso era todo, estábamos dentro, era el fin; aun entonces, nunca pensamos que todo se revertiría en un instante.

Nunca nos imaginamos que las cerraduras decidirían abrirse solas.

Estábamos en los bloques de nuestras camas, apretadas en nuestras literas, en donde pasábamos todas las noches y en donde despertábamos, atrapadas, todas las mañanas. Dormíamos, las que podíamos. Nos ensimismábamos, las que no podíamos dormir profundo. Hacíamos lo que podíamos para sobrevivir a otra noche de encierro.

Algunas sabíamos que era sábado, el primero de agosto. Algunas llevábamos la cuenta de los días, como Lian (su cargo era homicidio involuntario, como yo, aunque su arma fue una pistola. Sólo le quedaban noventa y nueve días de sentencia; a mí, muchos más). Las que llevábamos la cuenta de cada hora, como Lian, marcábamos la pared a un lado de nuestras literas o tallábamos las zonas privadas de nuestros cuerpos debajo de la ropa interior rasposa que nos daba el Estado. Nuestros muslos y tabiques decían que nos quedaban dos meses, otros, dos años.

Algunas no queríamos llevar la cuenta porque nuestras sentencias eran igual de extensas que las ví

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos