Los mariachis callaron

Fernando Rivera Calderón

Fragmento

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I

Sábado 6 de junio de 2026

Apenas el avión inició su descenso, Kalelia miró por la ventanilla cómo el azul del cielo se convertía de pronto en una nata oscura y densa a la que el sol tenía vedado el paso. Extraviada en aquel abismo turbulento, sintió que la inmersión era hacia el fondo de sí misma, hasta que empezaron a verse las luces diurnas de la Ciudad de México, o lo que quedaba de ella, provocándole un sentimiento parecido a la nostalgia.

La vieja Tenochtitlan se negaba a morir. Como esos edificios fracturados que se resisten a caer porque se recargan sobre sus propias grietas, la ciudad se mantenía de pie de un modo inexplicable. Nadie comprendía por qué seguía ahí, nadie podía explicar por qué se quedaba en ella. Parecía que su frágil equilibrio dependía de algo tan sagrado y ridículo como el ladrido de un perro, el vuelo de un zanate o el silbido del carrito de los camotes.

La única verdad que la ciudad revelaba a sus funámbulos habitantes era que había que pagar un precio muy alto por seguir ahí. El derecho de piso de la existencia era mayor al que cobraban la policía y las mafias criminales juntas; eran las vidas que la ciudad reclamaba para seguir arrastrándose sobre sí misma, vidas que tomaba aleatoriamente, como un niño que mete la mano a un frasco de dulces; vidas con las que, desde hace siglos, la ciudad se alimenta con la voracidad de un adicto, sin las ceremonias ni los rituales con que los ancestros explicaban el mundo, sin otra razón que no fuera la de saciar su hambre infinita.

La Ciudad de México se convirtió en el lugar inhóspito más poblado del mundo y sus habitantes, en criaturas ansiosas e irritables que han visto crecer la urbe de manera inversamente proporcional a su autoestima. Víctimas de la paradoja interminable, padecen terribles inundaciones al tiempo que no tienen agua para beber, perviven en la abulia aunque la tierra no deje de moverse, y todo parece dispuesto a derrumbarse, menos el sistema que, furtivamente, los corrompe y resquebraja. Despiertan preocupados por un volcán que no hace erupción pero los cubre de ceniza y se van a la cama con la angustia de que un nuevo terremoto los sorprenda y se los trague la tierra.

En esa ciudad sin dios, el asalto, la extorsión, el secuestro y el homicidio se convirtieron en las últimas manifestaciones de la empatía. En aquel tiempo, la única forma en que una persona podía interesarse legítimamente por otra era, básicamente, para chingársela.

Por mucho menos que eso, los antiguos mexitin salieron huyendo de Aztlán hace siete siglos para llegar a la ribera del Lago de Texcoco, ahí donde la memoria del agua sigue anegándolo todo. Pero en el 2026 no había ya lugar a dónde escapar y quizá tampoco nadie dispuesto a hacerlo; la ciudad tenía secuestrados a sus habitantes y éstos desarrollaron un poderoso síndrome de Estocolmo.

Algo desquiciado se respiraba entre quienes ahí subsistían: un desafío insolente a la extinción y a cualquier intento de juicio final. Los moradores de ese monstruo de carne y concreto se salvaron del Apocalipsis porque lo volvieron parte de su día a día. Lo institucionalizaron, igual que a la revolución. En México Tenochtitlan, el fin del mundo se paga en cómodas mensualidades.

Kalelia volvía al lugar en el que nació y creció, pero su ciudad ya no era la que dejó en junio del 2018, ni ella era la misma que se fue, adolescente encabronada con la realidad, con su familia y con su país. Con la realidad, por haberle arrebatado a su madre durante el terremoto del 2017; y con su padre, por haberla enviado a vivir tan lejos a pesar de decir quererla tanto, aunque solía repetir una y otra vez que justo por quererla tanto la había enviado tan lejos.

Su padre murió esa mañana. Apenas le comunicaron la noticia, envió una notificación a la escuela en la que trabajaba avisando que no asistiría, arrojó algunas prendas a su bolsa enorme y tomó el primer avión disponible a México, en medio de una avalancha de recuerdos que habitualmente mantenía fuera de su alcance. Retornar al lugar donde vivió esa otra vida en la que su madre, su padre y ella estuvieron juntos e intentaban ser felices, le traía de vuelta episodios extraviados en la memoria que veía proyectados en la ventanilla del avión y que le garabateaban una sonrisita en el rostro, incluso a pesar del dolor, y del olor a fruta podrida del avión que estimulaba el ladrido de los microperros, que provocaba el llanto de los niños, que a su vez desataba el cacareo histérico de las gallinas que una señora llevaba en unos huacales inte­ligentes.

No es que tuviera ganas de volver, pero tampoco quería seguir en Canadá. Apenas unos días atrás la persona con la que solía despertar había decidido dar un rumbo distinto a su vida y Kalelia todavía no sabía qué pensar al respecto. La incertidumbre que esto le provocaba contrastaba con la rara tranquilidad que le daba saber que su padre había muerto. La muerte puede ser terrible, pero no genera dudas, ni admite réplicas.

En los estrechos pasillos del avión, los pasajeros que no alcanzaron asiento se zarandeaban y se sujetaban de los tubos con “brazaletes de seguridad” que la última aerolínea nacional había colocado para resolver los problemas de sobrecupo. Uno de ellos, calvo y encorvado como un buitre, aprovechaba la interminable turbulencia para masturbarse detrás de una mujer que, abstraída de todo, veía una película en sus lentes VR. Kalelia lo descubrió cuando hirvió por dentro y vertió su insipiente nata amarillenta sobre el abrigo de la mujer, justo cuando ella comenzó a reírse por algo que pasaba en la película. El hombre buitre miró lascivo a Kalelia y sin quitarle la vista de encima se puso el dedo índice sobre sus labios, invitándola a guardar silencio. Luego con la misma mano guardó su tripa y subió la cremallera del pantalón.

—¡Ni me lo diga, esto es lo peor que existe! —masculló el anciano que viajaba a su lado, más que como el intento de iniciar una conversación, como una respuesta al ladrido exaltado del insidioso microperro del asiento de atrás, al que deseaba asesinar en ese preciso momento con desenfrenada crueldad. Era un hombre de color sepia, barba hirsuta y seco como un libro viejo puesto al sol; ataviado con un traje verde y lustroso, y una corbata anchísima de color morado.

—Se refiere a… —titubeó Kalelia, pensando en el buitre.

—¡Me refiero a la maldita lata voladora en la que estamos!

—Ah, sí… No recuerdo que los aviones vinieran tan llenos antes —respondió, esbozando una fallida condescendencia.

—¿Antes? —preguntó el viejo sardónicamente—. ¿Hace cuánto que no viene? ¡A donde vamos siempre es antes!

—No le entiendo.

—¿En qué año estamos?

—Pues en el 2026 —contestó Kalelia confundida.

—Depende.

—¿Cómo que depende?

—Si va a la Ciudad de México, llegará por ahí de 1986, pero si visita Tamaulipas o Sinaloa, ahorita están como en 1912. Si decide ir a Chiapas, tendrá oportu­nidad de viajar al siglo XVI, y en ciertas zonas de Guerrero y Oaxaca es, a

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