Patrias

Alfredo Corchado

Fragmento

Título

Prólogo.
Una noche invernal en Tequilas

Pasé varios días llamando por el teléfono de disco hasta que por fin Primo, en un marcado acento mexicano, contestó:

—¿Hola?

Me presenté en español.

Un amigo en El Paso me había dicho que Primitivo “Primo” Rodríguez Oceguera probablemente era el único otro mexicano en Filadelfia: un jesuita, activista de los derechos humanos con tendencias marxistas, y yo. No era el tipo de persona con el que comúnmente me asociaría, pero era mi primer invierno lejos de casa —la frontera Estados Unidos-México— y me sentía solo y desesperado.

Conversamos brevemente y acordamos reunirnos. Sugerí que nos viéramos en un restaurante indio que se encontraba cerca de mi departamento, lo que a partir de entonces se convirtió en una tradición sabatina. No sabía mucho acerca de Primo, pero, por el simple hecho de ser mexicano, lo consideré mi único amigo en Filadelfia.

Una noche, cuando sentí que el curry no estaba suficientemente condimentado y con añoranza por la comida mexicana, nos arriesgamos a probar un nuevo lugar del cual Primo había escuchado hablar.

Tequilas decía el letrero que se encontraba afuera del restaurante.

Abrimos la puerta helados por el viento y sentimos una ráfaga de calor proveniente del interior. Entramos con desconfianza, incrédulos de que ese restaurante mexicano valiera la pena. Me recibió un altar a la Virgen de Guadalupe con fotos de revolucionarios cubanos como Ernesto “Che” Guevara y Fidel Castro, mexicanos como Pancho Villa y Emiliano Zapata, y el escritor izquierdista uruguayo, Eduardo Galeano.

Puse los ojos en blanco.

Claro. Éste no era sino otro capitalismo mafioso que se aprovechaba de las imágenes de los románticos líderes latinoamericanos de izquierda y la venerada imagen de la Morena. ¿La Virgen de Guadalupe? ¿En serio? Pensé en mi madre y en las oraciones que rezaba a diario en casa con la esperanza de que bastaran para guiarme por esta nueva vida.

¿Qué sabía este cabrón sobre nuestra fe? Sólo había armado este tinglado para ganar algunos dólares vendiendo tacos.

Era un insulto.

Nos sentamos en dos sillas junto a la barra. Para nuestra sorpresa, el olor parecía ser auténtico. No era exactamente la comida de mi madre, pero se acercaba bastante.

En vez de la típica música instrumental de mariachi sonaba “Cruz de navajas”, una canción popular de amor y traición del grupo de pop español Mecano. La voz angelical de Ana Torroja me enganchó. Articulé la letra mientras estudiábamos la carta, que parecía salida directamente de México. En una clásica sátira mexicana, el menú ridiculizaba la comida Tex-Mex y burlonamente incluía un platillo obligatorio de nachos como imprescindible para tranquilizar a quienes creían que un restaurante mexicano tenía que incluir nachos en el menú. No obstante, el sarcasmo no era lo único presente en esa carta. El menú parecía educar a los comensales ignorantes sobre la historia de la frontera Estados Unidos-México.

Una mercadotecnia genial, pensé. Los platillos incluían mole, con todo y trenza de carne.

Alguien aquí conoce México íntimamente, pensé. La música pop de España y el menú comenzaron a seducirme. Bajé la guardia.

Primo era mayor que yo, aunque no podía adivinar su edad —y tampoco me atrevía a preguntarle—. Se estaba quedando calvo y tenía un pequeñísimo bigote que lo hacía parecer un donjuán con instinto de matador. Los ojos le brillaban detrás de unos anteojos Hemingway cuando hablaba sobre algo que le apasionaba. ¿Cuáles eran sus cuatro temas favoritos? Política, migración, salsa y mujeres, aunque no siempre en ese orden.

A lo largo de todos esos sábados que pasamos juntos me enteré de que trabajaba con migrantes indocumentados para ayudarlos a legalizarse al amparo del nuevo y generoso programa de amnistía. El presidente Ronald Reagan acababa de firmar la Ley de Reforma y Control de Inmigración de 1986. La llamó “amnistía” durante un debate presidencial con el candidato demócrata Walter Mondale en 1984: “Creo en la idea de la amnistía para aquellos que han echado raíces y vivido aquí, aunque quizá hace algún tiempo hayan entrado ilegalmente”. El concepto llegó para quedarse.

Primo y yo rara vez hablábamos sobre cosas personales, excepto de nostalgia y política.

Le conté la historia de mi familia, cómo emigramos desde México gracias a la Ley de Inmigración de 1965 que el presidente Kennedy defendió antes de su asesinato. Le dije que mis familiares alguna vez trabajaron como migrantes en los campos de California y que yo conseguí un empleo temporal en The Wall Street Journal —por pura suerte, confesé—. Después de trabajar en un rudimentario periódico vespertino, El Paso Herald-Post, ahora estaba aquí, en el noveno piso del North American Building, un edificio de ladrillo rojo de veintiún niveles ubicado en la calle South Broad, comisionado por Thomas Wanamaker. Era surreal.

En esos primeros días de trabajo tomaba el tren con mi jefe de oficina, Frank Edward Allen, quien generosamente me hospedaba en su casa mientras yo encontraba un lugar para vivir. Me sentaba codo a codo con los otros viajeros y hojeaba The Philadelphia Inquirer, The Wall Street Journal o The New York Times, de vez en cuando compartiendo una sección, pero sin decir una sola palabra.

Si todas estas personas fueran mexicanas, pensé, el tren estaría rebosante de ruido. Todos se conocerían entre sí, intercambiarían sonrisas y carcajadas. Se saludarían de beso en el cachete y se darían abrazos largos y familiares. Pero no, Filadelfia se sentía estéril y desalmada.

En mi primer día de trabajo, Frank y yo salimos de la estación Suburban, un edificio art déco con trenes suburbanos que pasaban por debajo. Luego continuamos por la calle 15 a través de un parque con una estatua que mostraba la palabra AMOR en color rojo. A mi izquierda se encontraba el imponente ayuntamiento de Filadelfia, una fachada hecha a base de ladrillos de apariencia gótica adornada con mármol. El edificio North American alguna vez fue el más alto de Filadelfia cuando se terminó de construir en 1900: un título que mantuvo durante un año hasta ser eclipsado por el ayuntamiento y su estatua de William Penn. Wanamaker albergó su propio periódico, The North American, en el edificio hasta que cerró, en 1925. Ahora el edificio gozaba de una nueva reputación periodística altamente valorada.

—La estatua de Penn que se ubica en lo alto del ayuntamiento honra al fundador de la ciudad y el estado —dijo Frank.

Siempre en su papel de maestro, Frank me tomó pacientemente del hombro y señaló con el dedo hacia Penn, añadiendo que la ciudad fue desarrollada como un experimento sagrado basado en sus hospitalarias creencias cuáqueras.

Asentí, confundido sobre el hecho de que iba a trabajar en un lugar obsesionado con las acciones, los informes de ganancias, las fusiones

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