“Más historia”, me piden. “Cuenta.” Y yo no logro hacer del quiebre relato: tiempo, lugar, acciones encadenadas. Causa y consecuencia.
Una pura sensación. Eso es lo único que aparece. Tendré entonces desierta la boca, escribió un poeta venezolano. Desierta la boca. El silencio como único habitante. El silencio de la imposibilidad. Del relato discontinuo. De las imágenes borrosas. De la grieta que separa: la realidad / el nombre.
Hay un límite. Una traba. ¿Dónde? El miedo dibujado en la piel. Yo que no tuve que esconderme, ni dormir cada noche en una casa distinta. Que no tuve que escuchar los gritos ni los golpes contra la puerta. Que no sentí las manos hurgando en mi cuerpo. Yo que no caí al agua ni me volví hueso húmero en la frontera. Soy también la de la boca desierta.
Shibboleth. El santo y seña. Nos reconocemos en el andar. En la mirada que se aferra al horizonte. En la respiración que busca el aire del río.
La grieta como origen del relato.
Una madrugada fría. Un error de tecla y la madrugada es madrigada. Madriguera. El hogar tatuado en el brazo, como viejo marinero.
Miedo a quedarme encerrada en el minúsculo canto a mí misma. Sospechas, gritos, desamor. No olvidar nunca: vengo de otra parte.
A ver, ordenemos:
Ella y yo. Deseo. Pasión. Amor. Historias compartidas. Proyectos. Hijos. Nietos. Risas. Celebración de los cuerpos. Años de amorosa alianza. De complicidades gozosas. Y de pronto: sospechas, gritos, desamor. Inseguridades, violencia. “Más historia”, me piden. “Cuenta.” No hay más cuento que el dolor, que el miedo. Quieren saber nombres, fechas, causas y efectos. O peor: secretos oscuros. La radiografía del poder.
Hay una línea infranqueable. Ése es mi orgullo. Quizás mi única victoria. Pequeña y mínima para algunos (¿para ella?). Infinita y fundamental para mí. Vengo de otra parte. Tal vez ese origen lo determine todo. Tal vez seamos sólo ADN y desarticulada autobiografía. Qué hacemos con la herencia. Ésa es quizás mi única victoria. El nonno laburante que llegó a hacer la América. La bobe y el zeide que huían de los pogromos zaristas. Honrar la herencia, pienso ahora. Pasándole a la historia el cepillo a contrapelo.
“Cuenta.”
Tal vez otras historias: tal vez las de aquellas mujeres con las que comparto un mapa que poco tiene que ver con ninguna geografía. No conoce mis ríos, ni los cerros de colores en los que mi hija aprendió a caminar (mejillas rojas y dulces), ni el agua que baja arrasando lo que encuentra a su paso, ni una ciudad “terrible, gris, monstruosa” que aún no sé si me cobija. Los mapas de la memoria dibujan los brillos de la piel, la forma de las uñas, y el color que deja la sangre al secarse. Tendría que mentir. Digamos: inventar. ¿Es otro, acaso, el oficio de la palabra? Largas faldas y cabellos que se ocultan. La primera que se asomó al libro de rezos de su padre. Con caireles castaños y unas ojeras apenas marcadas que se acentúan en mi hermana y en mi espejo cuando estoy cansada. ¿Aprendieron a leer? El libro era sólo para la mirada masculina. Para sus plegarias. Pero pudo haber habido una pequeña Ruth, de voz sorprendentemente grave y pies regordetes. Pudo haber sido la abuela de mi abuela. Nombre de mujer engarzado a nombre de mujer. Los mapas de la memoria son implacables. Se sentaba antes de que saliera el sol frente al fuego donde ya había puesto a hervir agua, a buscar las letras que no la condenaran. Las palabras que la regresaran al desierto del origen, al sonido tibio del primer arrullo. La memoria también se crea. Hablo de sus ropas oscuras y de las manos enrojecidas que pasaban las hojas buscando el secreto. Larga cadena de la sangre. O quizás mamá tuviera razón: nada de shtetls. Salieron en 1910. Mi abuela tenía sólo seis meses. Venían de libros y conspiraciones, de bailes y versos. Un kepí quedó en el museo. Con una bala atravesada. Orgullo de la familia. Los hombres cantaban en ruso cuando la nostalgia llegaba húmeda de vodka. Alguien recitaba entonces un poema y ya no importaba la lengua sino las lágrimas de la bobe (en esa foto vieja tiene a mi madre niña entre sus brazos gordos y tibios):
Levántate y ve a la ciudad asesinada
y con tus propios ojos verás, y con tus manos sentirás
en las cercas y sobre los árboles y en los muros
la sangre seca y los cerebros duros de los muertos…1
“Más historia”, me piden. Y yo no logro hacer del quiebre relato: tiempo, lugar, acciones encadenadas. Causa y consecuencia.
Una pura sensación. Eso es lo único que aparece. Los cerebros duros de los muertos. Las bocas desiertas.
1 Jaim Najman Bialik, “En la ciudad asesinada” (sobre el pogromo de Kishinev), 1903.
Y luego está el tema del gen. El tema de la maldita mutación. “Maldigo el día que te conocí”, me dijo. Acabo de leer un comienzo de novela que viene muy al caso: “Cada hombre, cada mujer, carga con su propia maldición. Hay quienes dedican toda su vida a desbaratarla…”2 Nosotras —es decir: las mujeres de nuestra estirpe— cargamos con esa maldita mutación genética.
Lo pienso ahora mientras le doy vueltas a la tarjeta del médico. “Operaron a Irene”, decía el mensaje en la contestadora.
Mi primera reacción fue mirar la tarjeta que me dio una amiga hace pocos días. Los datos de un genetista. A veces la herencia es difícil de sobrellevar. La memoria de la sangre.
No hay dolor. Sólo una sombra. Algo apenas perceptible en el ultrasonido. Después vienen los médicos, los quirófanos, el corte, el miedo. No todo en ese orden. El miedo siempre. Y la cadena es larga: una más de las mujeres de la familia. La culpa es del gen. Adonai. ¿Y antes? También antes el miedo, el corte, los quirófanos, los médicos. ¿Desde cuándo? O sólo un largo rezo y ahora sí el dolor y los hijos alrededor de la cama. Hijos para salvar cada día el universo. ¿Quién podía saber cuál era realmente el elegido por el Señor? Treinta y seis justos nos salvarán. ¿Yo? ¿Tú? Huella tan ajena, tan distante, que vuelve tanto tiempo después en otro cuerpo. Sólo una sombra que quisiéramos no reconocer.
Una liga, jeringa y aguja, un tubo de ensayo. “Tiene buenas venas”, me dice la enfermera. Pero primero una larga explicación. Árbol genealógico. Sólo sé los nombres de mis bisabuelos. Lo demás está en el libro. No es necesario rastrear más la memoria: venimos todos del mismo desierto. Del mismo personaje desgarrado que se queda en el límite de la tierra prometida. Oh palabra, tú que me faltas. Y ahí, en el instante mismo del encuentro con el propio destino —clic— ¿una mutación genética? Oh palabra. ¿Cuál fue la sílaba mal pronunciada? Qué sé yo de genes, ADN, herencias… apenas conozco los nombres de los bisabuelos. Una liga, jeringa y aguja… Las venas vienen en el mismo paquete heredado. Manos grandes. Iguales a las de mi madre y mi abuela. Como si hubiéramos arado la tierra, como si hubiéramos martillado sobre un yunque. No parecen de plegarias y velas, sino de vida al aire libre, de rostro enrojecido y leña recién cortada. Cada una con el par marcado. La línea roja atravesada sobre el mapa. Me va explicando de a poco haciendo signos sobre el escritorio. Los vacíos en el libro son el secreto apenas pronunciado. Las veintidós letras pueden ser oscuras, como lo supo el rabino de Praga.
2 Claudia Piñeiro, Las maldiciones, Alfaguara, Argentina, 2017, p. 11.
…cuando todas las puertas están cerradas / y ladran los fantasmas de la canción, dice el tango. Toda la noche me canté un tango. Bajito. O a lo mejor sólo para adentro. Tenía dieciséis años y estábamos cruzando el cielo del continente. Yo lloraba. Mirá que he sido llorona en la vida. Ahora se terminarán también las lágrimas. Moriré en Buenos Aires, será de madrugada / que es la hora en que mueren los que saben morir. Piazzolla y Horacio Ferrer. Así empezó el exilio. Pero no fue premonitorio. No estaba escrito eso en la carta astral. No fue en Buenos Aires sino aquí. Una noche cualquiera, nadie lo habrá visto subir. No habrá quedado rastro de su loción en las escaleras. O podría ser también que muriera en la hoguera como las brujas de Salem. O contagiada por la peste, como la jerónima. Qué hueco ha quedado aquí dentro. Las palabras no lo llenan. Tampoco los silencios. Mucho menos esos redobles de tambores que vienen de la escuela de enfrente y que intento tapar con música. Neutra. Porque la memoria tiene razones que la razón desconoce, y la música es peor que las magdalenas. Ni mariachis, ni Beethoven, ni fados, ni la sinfonía “Titán”. Pero sigo sin entender la violencia, los gritos, la letra escarlata. Cuando quieras quitarme la vida / no la quiero para nada / para nada me sirve sin ti…
Pensé que había sido el azar el que me había hecho poner las “Gymnopédies” en el aparato de música. Con el único deseo de tapar las voces y los ruidos que vienen de fuera. Pero de pronto me llevaron a casi cuarenta años atrás. ¿1979? ¿1980? Perla en el departamentito de Copilco, las clases, las risas, y la música: Satie. Porque también hay otras historias, otras memorias.
Mejor volver a los amigos, a las complicidades. Cuarenta años caminando por esta ciudad deshecha. El mercado de Mixcoac olía a barbacoa a las siete y media de la mañana. ¿Quién podía querer desayunar algo así? Nosotros cuatro de la mano íbamos a la escuela. Pablo y yo agarrábamos a los chiquitos. El olor a barbacoa y al café quemado de Revolución y Molinos. Qué cosa la nostalgia. También un poco cutre. Así fueron los primeros tiempos. Hasta al olor del nuevo aire hubo que acostumbrarse; a las temperaturas, a las rutinas, a ese departamentito de las Torres de Mixcoac, A5 301, a las lluvias que llegaban puntualmente a las tres. Durante los primeros tiempos, nos encerrábamos los seis en casa toda la tarde mientras pasaba la lluvia; después aprendimos a convivir con ese ritual que se prolonga durante meses. Lo que nunca entenderé es la despreocupación que lleva a los mexicanos a mojarse indefectiblemente cada día de la época de lluvias. A veces alguien tiene un paraguas o un impermeable encima, pero jamás unas botas. Y se mojan felices —o no tanto— a lo largo de los días, de los meses, de los años.
Pero ¿qué me queda de esa etapa si voy más allá de las anécdotas, de las clásicas y simpáticas historias de encuentros y desencuentros de todos los exiliados? Trato de reconstruir las sensaciones, los sentimientos. Qué me pasaba por la cabeza y por la piel en aquellos primeros meses. El desasosiego, la tristeza, la permanente sensación de extrañeza, de desfamiliarización. Las cosas se parecían a las que conocíamos, pero no del todo. Como si al encimar dos imágenes que deberían coincidir una se moviera un poco; eso: sentía un cierto corrimiento en la realidad, algo que producía un efecto de fuera de foco. Nada era realmente como lo veía. A veces vuelvo a tener esa misma sensación de bruma que cubre todo. O de desacomodo. Aprendí con los años las estrategias para enfrentarme a esta forma de desconocimiento de lo que me rodea, de extrañamiento; aprendí con los años las estrategias para salir de la angustia, o en unos pocos casos, para evitarla. Ahora sé mejor cómo y por dónde (sólo un poco; a veces las estrategias también fallan). Poner la cabeza frente al cuaderno, frente a la pantalla de la computadora, o en las páginas de un libro. Apenas levanto la mirada, un hueco se me instala en la boca del estómago. Ahora, cuarenta años después de lo que venía contando, llevo meses intentando salir de esa sensación. Por eso escribo sin parar. Es como con el vértigo o los mareos: hay que mirar hacia el frente, a un punto fijo, y no moverse; de otro modo, el mundo comienza a dar vueltas. Hace unos años (¿ocho?, ¿diez?) tuve un episodio de vértigo provocado por un virus. Durante días no pude mover más que los ojos, cualquier otra cosa me mareaba. Casi no podía mover ni siquiera la cabeza, mucho menos caminar o incluso estar de pie. Aprendí a vivir con la mínima cantidad posible de movimientos. Ahora repito la estrategia: moverme poco, sobre todo dentro de mí misma. Hay zonas que es mejor no tocar, a riesgo de que nuevamente la realidad se salga de foco. Me aferro a las palabras, entonces. También me aferraría al cuerpo amado, si pudiera. No hay mejor ancla contra las tempestades que vienen de dentro y de fuera, que el cuerpo amado. Me abrazaría casi hasta fundirme con esa otra piel. O sin el casi. Si pudiera. Si estuviera.
¿Pero a los dieciséis años, a los dieciocho? De a poco el mundo dejó de moverse, a pesar de todo, y lo raro se hizo casi familiar. Las calles, los rostros, las voces, dejaron de ser amenazantes. Respiré hondo el aire de esta ciudad (aún era fresco y limpio) y me sentí parte de ella. Una con el todo. Hoy todavía no me atrevo a respirar hondo, todavía no me atrevo a que se me hinchen los pulmones, se abran las costillas, se limpie la sangre. Y no