El dibujo secreto de américa Latina

William Ospina

Fragmento

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ÍNDICE

La cultura en tiempos de penuria

Canciones

De alas y de raíces

Trabajo, sociedad y futuro

Cae la noche sin que nos hayamos
acostumbrado a estos lugares

García Márquez, los relatos y el cine

Borges y Ginebra

Nuestra edad de ciencia ficción

Los caleidoscopios de la identidad

Los caminos de hierro de la memoria

El dibujo secreto de América Latina

La hora de un continente

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LA CULTURA EN TIEMPOS DE PENURIA

Hay un poeta norteamericano que dice con sabia ironía que él defiende los valores más altos de la civilización: los valores del Paleolítico superior.

Bueno: tendemos a pensar que los grandes inventos de la humanidad se dan en nuestra época; por eso está bien que alguien nos recuerde que la edad de los grandes inventos fue aquella en que encontramos o inventamos el lenguaje, en que domesticamos el fuego y las semillas, en que convertimos en compañeros de la aventura humana al caballo y al perro, a la vaca y a la oveja, en que inventamos el amor y la amistad, el hogar y la cocción de los alimentos, en que adivinamos o presentimos a los dioses y alzamos en esas cavernas de Turquía nuestros primeros templos, en que descubrimos el consuelo y la felicidad del arte tallando gruesas Venus de piedra, pintando bisontes y toros y nuestras propias manos en las entrañas de las grutas.

Los grandes inventos no son los artefactos ni las cosas que nos hacen más eficientes, más veloces, más capaces de destrucción y de intimidación, más capaces de acumulación y de egoísmo. Los grandes inventos son los que nos hicieron humanos en el sentido más silvestre del término: el que utilizamos para decir que alguien es generoso, o compasivo, o cordial, o capaz de inteligencia serena, o capaz de solidaridad.

Cuando vemos que alguien es cruel, no se nos ocurre decir: qué humano es. Parece que todos advertimos que hay en el proceso de humanización, no como una conquista plena sino como una tendencia, la búsqueda de la lucidez, del equilibrio, de la cordialidad, de la responsabilidad, del afecto, de las aspiraciones generosas, de la celebración agradecida de los dones del mundo. Nos parece más humano Francisco de Asís que Torquemada, más humano Walt Whitman que Francisco Pizarro, más humano Montaigne que Robespierre, más humano Hölderlin que Hitler.

Ahora bien, los tiempos de penuria, los tiempos miserables, los tiempos aciagos, no se deben a una falta de cultura: se deben a la cultura misma. Para saber qué es la cultura tenemos que ir a la raíz, al cultivo, a la modificación de la naturaleza que comienza con la agricultura. A partir de allí, todas las derivaciones de esa modificación de nuestro estado natural y del mundo son cultura.

Sin embargo, aunque siempre quisimos identificar la cultura con los frutos copiosos de nuestros talentos y virtudes, hoy sabemos que la cultura también es la sospecha sobre nuestras virtudes, la crítica de nuestros talentos; no apenas nuestro conocimiento sino la prudente desconfianza de nuestro conocimiento. Hoy no sólo triunfamos sino que desconfiamos del triunfo, no sólo nos hemos mostrado capaces de transformar el mundo, y de transformarlo del modo más ostentoso y más asombroso, sino que somos capaces de dudar de las virtudes de esa transformación.

Toda cultura es provisional, porque siempre otra cultura está al acecho. Toda cultura es tanteo, exploración, experimento, y siempre sabemos que del descubrimiento del error y de la conciencia del error puede nacer lo nuevo.

¿En qué consiste hoy nuestra penuria sino en el colapso al que parece llevarnos nuestra propia soberbia? Una doctrina del crecimiento económico que no sólo encumbra a unos países en la opulencia y el derroche, en el saqueo de los recursos planetarios y la producción de basuras irreductibles, y abisma a la mayor parte de la humanidad en la precariedad y la indigencia, en la subordinación y la esterilidad, sino que cada vez precipita crisis más amplias y absurdas, que sujetan a las propias naciones opulentas a temporales de riesgo y depresión. Un modelo de producción y de comercio que convierte al planeta en una vulgar bodega de recursos para la irracionalidad de la industria. Un modelo de civilización cuyo frenesí de velocidad y de productividad, de consumo y de obsolescencia de sus objetos, precipita la alteración de los ciclos del clima y la transformación del planeta en un organismo impredecible. Un desequilibrio creciente del acceso a los recursos, al conocimiento, a la iniciativa y a la capacidad de orientar el rumbo de la historia, que convierte las clásicas tensiones del poder y de la sociedad en escenarios del terror y de la arbitrariedad, del tráfico de todo lo prohibido y de corrupción de todo lo permitido. Una doctrina del poder corroída por el fracaso de los valores históricos que fundamentaron toda moral y toda ética, y que ve desplomarse todo lo que fue respetable, serio y sagrado.

Nada de eso nace al margen de la cultura: es una de las consecuencias de un modelo cultural y de un orden específico de la civilización. Y es tan vasto el desorden, tan cósmica la amplitud del malestar, tan universal la ramificación de sus causas y de sus efectos, que ya no parece haber soluciones jurídicas, ni soluciones políticas, ni soluciones religiosas para un mundo que frente al colapso de lo más profundo parece que quisiera aturdirse sólo en el espectáculo, en la información compulsiva que se reemplaza cada día por otra, y que busca refugio bajo el cobertizo de cualquier fe improvisada, de cualquier entusiasmo vacío, de cualquier fanatismo.

En nuestras virtudes también está la fuente de nuestros defectos. La memoria que nos hace sabios e industriosos también nos hace vengativos. La imaginación que nos hace sorprendentes y mágicos también puede hacernos crueles. Nuestras virtudes requieren estar sostenidas por un orden mítico, por un sistema de valores, por una cosmología, y el desplome de ese fundamento no puede dejar de producir todas esas cosas terribles y escandalosas de las que se habla hoy: el terrorismo, la corrupción, el saqueo de la naturaleza, la subordinación de los intereses de la humanidad a los intereses particulares de la industria, del sistema financiero, de las plutocracias legales y de las mafias que son su reflejo en los espejos deformantes de la ilegalidad.

La gran pregunta de Hölderlin fue siempre cómo aliar filosofía y poesía, pensamiento e imaginación, entendimiento y gratitud, saber y respeto. Hay algo divino que hemos conquistado, pero no podemos perder lo humano que nos fue dado. Whitman y Zaratustra, el hombre y el superhombre, el que se regocija con la sensualidad y se reconcilia con el presente, y el que condensa y acumula

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