Parece que va a llover

Ricardo Silva Romero

Fragmento

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1

Parece que va a llover, pero no llueve. Son las 7 de la mañana del lunes 11 de febrero y Juana Villegas no se atreve a cruzar la calle. Se ve borrosa, como si no fuera ella sino su fantasma. Se muere de frío entre las nubes del suelo. Su aliento helado lanza tristes señales de humo, y las cabezas del mundo, que han aceptado ya que es hora de poner en escena sus propias historias, son para ella extras que juzgan de reojo su tragedia, espectadores que parecen saber toda la verdad. En unos minutos estará a punto de abortar: eso es lo que pasa. Se ha levantado con esa idea en todo el cuerpo.

Es la esquina de la 92 con 15. Un anciano que parece dibujado al carboncillo se le acerca y le dice «ala, ¿tú no tendrás por ahí una monedita que puedas facilitarme?», convertido en un vestigio abatido, el último bogotano de los de antes, y ella le sonríe y busca su billetera entre la aparatosa cartera de siempre, que más bien parece un morral de cuero negro, y cuando la encuentra saca una de sus monedas de 500 y la deja caer sobre la palma de la mano del mendigo, que es una palma lisa, de tierra, sin ninguna línea del destino.

El viejo levanta un sombrero invisible de su cabeza, pica un ojo y se va detrás de una pareja de yuppies en sudadera que cuando lo ven aceleran el paso, alistan los teléfonos celulares y comienzan a pedirle ayuda al Dios que recuerdan del colegio. Juana piensa, mientras guarda la billetera en la cartera, que ser mendigo no es un mal negocio: 500 pesos cada diez minutos son 3.000 en una hora, 24.000 en un día, 120.000 en una semana, 480.000 en un mes. «Nada mal», se dice: «deberían abrir la carrera».

Los días siempre comienzan, en Bogotá, en el horizonte de un invierno que no llega, pero Juana, aun cuando cumplió veintinueve años el pasado 2 de febrero y ha vivido toda la vida en la ciudad, todavía no logra acostumbrarse. Se abraza a su cartera, tamborilea con los diez dedos de las manos, lleva el ritmo del frío con sus zapatos de niño. Se toca las orejas y cae en cuenta de que (otra vez: tiene la cabeza en otro mundo) no se ha puesto aretes. Mete la mano en el bolsillo de su chaqueta de jean, saca los mismos aretes del fin de semana, los de forma de lunitas de plata, y se los pone sin quitar la mirada de una de las penosas grietas de la calle. Le molesta, descubre, uno de sus lentes de contacto. Cierra ese ojo, solo ese, para que no se le pierdan todas las fachadas.

Solo vienen dos carros en la distancia, una camioneta familiar y una buseta oxidada, pero prefiere esperar a que el semáforo esté en rojo para cruzar la carrera. Hoy tiene miedo. Siempre tiene miedo. Sufre porque ese es el semáforo en verde más largo que ha visto en su vida, y alcanza a oír, en la acera de enfrente, la discusión que una mamá sostiene con su hijo de tres años («¿de qué te ríes?», dice la señora, «no, no te rías: no tiene nada de chistoso») y la angustia de un tipo calvo, con una corbata inmensa alrededor del cuello de una camisa sin apuntar, que ha dejado algo esencial en su apartamento («puta, no puedo creer», se dice) y va a llegar tarde de nuevo.

Juana mira el reloj: quedan quince minutos para la cita. Un lotero le ofrece, a unos pasos, el número 5125 de la serie 8 de la Lotería de Bogotá que juega esta noche, y ella, que le da dinero a todo el mundo a cambio de su tranquilidad y ve señales secretas por todas partes, abre de nuevo su cartera. Lleva 600.000 pesos en la billetera: están ahí, al lado de los resultados de la prueba de embarazo y el cheque que le entregará a su tía Emma a las 4 de la tarde, y deben durarle hasta que el día termine: es el dinero de la operación, el dinero de los taxis y, si se puede, el dinero del bucito que vio en la vitrina del California Inn del Centro Andino.

El lotero le dice «monita, ¿no quiere de una vez la de Boyacá?» y ella le responde que no porque «¿para qué si me voy a ganar esta?». Y por un momento, mientras el vendedor le da las vueltas en monedas de 200 y 50, ella se gana la lotería en su imaginación y se ve viajando por Europa con Rodrigo Sánchez, el hombre que perdió, el gran amor que en un principio no fue el amor de su vida, que en este sueño improvisado ha quedado viudo muy joven, pobrecito, y, recuperado del dolor, la salva de todo, la hace reír como una loca risueña y la ayuda a olvidar su propio nombre.

Su nombre, Juana Villegas, que es el de muchas, muchas personas más, y cada vez significa menos para ella: hace una media hora, antes de salir a la calle, lo descubrió en los obituarios de El Tiempo: «Juana Villegas descansó en la paz del Señor», decía. Al principio soportó un simulacro de ataque de nervios. Después miró para todos los lados como si alguien le hubiera botado una piedra de papel sobre el periódico abierto. «No puedo ir», le dijo Samuel, su hermano menor, cuando vio el aviso que ella señalaba con el dedo, «pero usted sabe que si no fuera perdiendo trigonometría sería el primero en pasar a saludarla».

¿En qué momento se convirtió el niñito ese, su hermano, en un ser ingenioso, arrogante, oscuro, que a los dieciséis años cita a Dostoievski, a Conrad y a Tarkovski, come solo carne asada con papas y huele a húmedo todo el tiempo a fuerza de ponerse la misma sudadera, todos los días, una media hora antes de que termine de secarse? ¿En qué momento se convirtió Samuel en un personaje que busca primeras ediciones de clásicos de culto, trata de conquistar universitarias en cineclubes perdidos en barrios perdidos y domina y colecciona y oye todo el tiempo la obra completa de Frank Zappa?

Eso la deprime. Todos son alguien, todos saben qué quieren, todos entienden hacia dónde se dirigen. Y no, ella no. Ahora, en este momento, ante ese semáforo, tiene una chaqueta, un reloj extraplano, unos jeans viejos, un saco lila de hilo cuello de tortuga, el pelo negro cogido atrás con una bamba de cuadros azules, unas medias grises con líneas y ositos rojos, un brasier deportivo blanco talla 32, una camiseta común y corriente y unos calzones de algodón para evitar irritaciones secretas, pero ¿no son iguales todas sus amigas del colegio?, ¿no hay gente por ahí, en la calle, que ha comprado el mismo saco lila y el mismo reloj?, ¿no la confunden todo el tiempo con la protagonista de María Cristina me quiere gobernar, la telenovela de moda?

Abrir los ojos se ha vuelto un martirio para ella. Porque no, ella no es nadie. O bueno, sí, es una mujer que no quiere ser madre. Una mujer que así, de un solo golpe, busca ser nadie.

Una que, por nada del mundo, se va a ganar la lotería. Su papá lleva cientos de años y de canas y de pelos comprándola y hasta ese día, a esa hora, no se la ha ganado. Dos o tres veces ha sacado los cuatro números y ha podido jugar de nuevo gratis, pero nunca, jamás, ha sacado la serie. Juana lo sabe: su destino es convertirse en su papá, entregarse a la decepción, volverse sorda: oirá música colombiana hasta el fin de los días, hablará todo el día de ella misma y se hará la víctima, otra mártir de al

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