El lejano amor de los extraños

Tomás Gonzalez

Fragmento

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Antes de casarse con Lurdes, cuando aún no había cumplido treinta años de edad, Jairo Garcés, abogado, era ya dueño de tierras, casas y muchas otras propiedades. Entre esas propiedades había un almacén de materiales de construcción que quedaba a las afueras de la ciudad, donde empezaban los primeros cafetales. Allí trabajaba, más de administradora que de secretaria, Obeida, que era muy gorda y bonita, aunque no tan bonita como Zaida, su hermana menor, quien también era alta y muy metida en carnes, pero sin llegar a la gordura, y usaba faldas ajustadas, escotes amplios y tacones altos y delgados.

—Camina con todo eso y nunca se cae —decía Lurdes.

Jairo había conocido a Lurdes cuando ella tenía quince años y estudiaba quinto de bachillerato. Llevaban dos años de novios. Era hija única y vivía con sus padres en una casa grande, cerca del cuerpo de bomberos. De mediana estatura y pelo abundante y negro, como de gitana, se movía con una desenvoltura natural que la hacía parecer muy hermosa.

A Jairo no le había sido difícil empezar a salir con ella, a pesar de que le llevara tantos años, pues no era feo y a Lurdes le gustaba de verdad. Además la halagaba el hecho de que fuera conocido, rico y manejara su automóvil con mucho aplomo. A él le gustaba Lurdes por el pelo, la voz clara y firme, la manera de caminar, la manera de ponerse la boina del colegio, el negro de los ojos, lo apasionado de su temperamento, la simpatía, la risa y la sonrisa.

Desde el principio la relación fue turbulenta. Él no era mujeriego, pero Lurdes era muy celosa, y como el orgullo le impedía reconocerlo, estallaba por motivos que nada tenían que ver con la causa del enojo. De modo que sus celos, hasta que él perdió la vista y ya no pudo mirar más a las mujeres, siempre lo desconcertaron.

De haber sido persona de introspecciones, Jairo quizás se habría dado cuenta de que en los sitios públicos de vez en cuando se dejaba llevar y admiraba la especial cadencia y armonía de las mujeres que se sienten bellas, y que eso molestaba a Lurdes. Pero Jairo no era persona de pensar frases que tuvieran que ver con armonías. Lo suyo habían sido solo los negocios y ahora eran solo Lurdes y los negocios.

—Usted no tiene por qué tratarme con tanta indiferencia —le dijo ella una tarde, en una de las heladerías del parque principal.

Se habían encontrado allí con un amigo y su esposa, y el amigo, dueño de una firma de ingenieros, había hablado del contrato que acababa de firmar para los trabajos de ampliación de las calles que daban precisamente a ese parque. Jairo era uno de los socios capitalistas y había movido sus muchas conexiones políticas para la aprobación de la obra. Se iban a derribar unas veinte casas, de las primeras que fueron construidas en la ciudad, y la oposición al proyecto había sido grande.

La miró desconcertado.

De haber sido persona atenta a los detalles, Jairo habría quizás reconocido que tampoco esta vez había dejado de admirar, cuando se alejaban la esposa y el amigo, la vena de las medias veladas de la esposa y su cadencia especial y su armonía. Así que ahora, totalmente confuso, se preguntaba cómo diablos habría él podido hacer participar a una muchacha de diecisiete años en una conversación sobre la oposición de un puñado de concejales lloriquetas a un proyecto que implicaba el derribo de unas pocas casas de bahareque. Con tal de hacer política, a cualquier cosa llamaban joya arquitectónica o patrimonio histórico, pensaba Jairo. No eran seguras las tales casas, además, por lo viejas: muchas de las celosías de madera y de los tan cacareados portones y escaleras, por más labrados que fueran, estaban llenos de gorgojo. ¡Cómo estarían las vigas!

—¿Indiferencia? —dijo.

Así como el amor por Lurdes era cada vez más hondo, su estilo para los negocios se había hecho cada vez más brusco y, según algunos, más implacable. Cada día era mayor el número de campesinos asesinados que llegaban a la morgue, mientras él se hacía, día a día, más rico e influyente, y había gente que no dejaba de relacionar, justa o injustamente, una cosa con la otra. Nadie se lo iba a preguntar de frente, pero si por casualidad alguien lo hubiera hecho, bien habría podido Jairo responder con toda sinceridad: «Yo no he matado a nadie».

—Cuando no hay nadie por ahí, se sobra usted de zalamerías. Pero vaya que aparezca alguien y ya no me vuelve a determinar.

—Pero, mujer, lo que pasaba era que estábamos hablando…

—No me importa de qué estaban hablando. O sea, pues, que me das por bruta. A mí se me respeta.

La discusión alcanzó momentos absurdos. Él se miraba los zapatos y se preguntaba si no estaría soñando. A Lurdes se le desbordaban las lágrimas, y cuando él trató de tomarla del codo para tranquilizarla se apartó con violencia y derribó sillas, vasos y botellas con un estrépito que ocupó el parque entero y casi hace levantar el vuelo a las palomas.

Las reconciliaciones fueron siempre difíciles. Lurdes se encerraba en su casa después del colegio y él no podía hablarle. Le llevaba serenatas, pero las luces de la casa permanecían apagadas. La esperaba a la salida del colegio, y ella, como pez en un banco de peces, se las arreglaba para desaparecer entre el revuelo de los uniformes. Le mandaba razones, le mandaba regalos. Y aunque no llegaba al punto de emborracharse y llorarle en la puerta de la casa, se ponía sí muy melancólico por ahí, en bares donde no lo conocieran demasiado. Los suegros intervenían, ella cedía y todo comenzaba de nuevo.

Lurdes terminó bachillerato y se empezó a hablar del matrimonio. Pero paz nunca había, y cada vez que Jairo creía haber aprendido a cuidarse mejor, algo ocurría. A sus espaldas se decía que ella le pegaba. Falso. Una patada en la espinilla una vez, pero aquello fue casi jugando. Otra vez trató de arañarle la cara, pero él la mantuvo agarrada con firmeza de las muñecas hasta que la tensión pareció ceder. Cuando la soltó, se le lanzó de nuevo y tuvo que volver a agarrarla.

—Ahora sí me podés soltar, maldita sea, que no te voy a hacer nada —dijo—. Pero ni se te ocurra venir a lloriquearme, como siempre, tras las faldas.

Aquella vez se demoró tres largos meses en perdonarlo, pues alcanzó a sentir que él había estado a punto de golpearla.

Entonces la obesa Obeida quedó en embarazo de su marido, que tampoco era delgado, y se puso aún más gorda, por lo que muy pronto estuvo incapacitada para seguir trabajando, pues se fatigaba y jadeaba mucho al desplazarse y casi no podía pasar por la puerta del baño del depósito.

—No me imagino el tamaño del niño que van a tener —decía Lurdes.

La bella Zaida, a quien su hermana Obeida, desde que supo de su embarazo y casi en secreto, había estado empapando del negocio, entró a remplazarla sin que Jairo le dijera nada a Lurdes. El abogado quería evitarse problemas inútiles, al fin y al cabo ella nunca iba al almacén y, si se lo decía, corría el riesgo no s

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