Migas de pan

Azriel Bibliowicz

Fragmento

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Capítulo I
El gabinete de maravillas

—… Espere… No cuelgue… Turpial, siquiera déjenos algo para el desayuno. No es fácil reunir esa cantidad de dinero y tampoco se consigue de la noche a la mañana. ¿Cómo está él?

—Contento por acá —respondió con una risotada—. Ya ni protesta. ¡Ustedes nos están carameleando mucho y no me gusta la demora! O mejoran esa oferta o les devuelvo ese muñeco la próxima semana en un costal.

Un sonido intermitente y agudo comenzó a repicar en el auricular. A Samuel sólo le quedó apretar el parejo cerco de sus dientes y que se esmerilaran entre sí. Sus ruegos no lograron la compasión que se precisaba para abrir otra ronda en la negociación. Sintió que su garganta, con cada resonar, se anudaba. Sabía que cuando la conversación se interrumpía en forma abrupta, la espera tendía a prolongarse, y para que lo volvieran a llamar era probable que demoraran aún más que la vez anterior. La última ocasión en que tuvieron un intercambio similar, les tomó tres semanas reanudar las llamadas.

Con delicadeza colocó el aparato telefónico en su base, a pesar de la ira que lo invadía y aceleraba las imágenes y voces que retumbaban en su cabeza. Le pareció escuchar las quejas de Josué, su padre, al enterarse de que era él quien adelantaba la negociación. Imaginó su reproche:

«Mire a quién pusieron al frente del asunto. Ya sé. ¡Me quieren matar! ¿No encontraron a otro? ¡Si ponen a un médico a negociar un secuestro, mañana los comerciantes curarán a los enfermos!».

Samuel sonrió con su ocurrencia. No dejaba de acompañarlo el tono punzante e histriónico que les imprimía su padre a las conversaciones.

Nunca en su vida había llevado a cabo una negociación; no obstante, se sentía obligado a entablar la difícil transacción. Durante los primeros días le propusieron que las gestiones las condujera Moisés, un primo lejano de Leah, su madre, el único familiar que les quedó después de la Segunda Guerra Mundial, quien había llegado antes de la guerra y con quien se crió como si fuera un tío. Moisés, a su vez, sugirió que Raúl Musser liderara la negociación, ya que se hablaba de su éxito en varias liberaciones. Samuel les agradeció a ambos sus buenos oficios y sugerencias, pero les explicó que se sentía incapaz de ceder su responsabilidad como hijo y que, consciente de los peligros, asumiría el liderazgo de la humillante operación. Le aconsejaron que constituyera un comité para asesorarlo e inmediatamente convidó a Moisés y a Raúl Musser, pidiéndoles que ayudaran a conformarlo.

Samuel estudió Medicina para evitar el mundo de los negocios. Lo angustiaba el comercio con su regateo, peripecias, farsa y teatro que tanto fascinaban a su padre. Al terminar la universidad, a los pocos meses, buscó un trabajo como investigador y optó por especializarse en Patología. Tuvo suerte, se presentó a una residencia en el Hospital Metropolitano de Nueva York. Fue admitido. Resultó el puesto ideal, ya que lo alejaba de los pacientes, del mundo de las consultas y de tener que verse obligado a cobrar por sus servicios. Se concentraba en realizar exámenes e investigar, y recibía un salario que le permitía vivir tranquilo. Se mantenía frente a un microscopio. Estaba convencido de que la medicina era una profesión respetada en cualquier rincón del mundo. Para Samuel, una de las ventajas de ser médico radicaba en que su práctica lograba cruzar fronteras, y ante las contrariedades que sufrieron tanto Josué como Leah durante la guerra, la posibilidad de practicar un oficio digno en cualquier país del mundo representaba la diferencia entre la vida y la muerte.

A Samuel lo fatigaban los altercados con su padre, que siempre eran intensos, como si se jugaran la vida en cada zipizape. La cantidad de disputas que presenció entre sus padres alcanzaron a dejar una huella que lo volvió reacio a las discusiones.

Se sentía incapaz de realizar la pantomima, el careo, y, en últimas, generar esa extraña confianza que demandaba el mundo del comercio. Ahora que estaba de nuevo en Bogotá, se veía abocado justamente a eso: a una afiligranada negociación, quizás la más compleja y delicada de todas las imaginables: «la mercancía» en juego era nada menos que la vida y cuerpo de su padre.

Después de la llamada, una ira agreste, que nunca había sentido, lo invadió. Debía domarla, pese a que la furia continuaba quemándolo y perpetuándose con cada minuto. A pesar de todo, le sorprendió ver que había podido contenerse para no estrellar el auricular contra el aparato. Mientras más recapacitaba al respecto, más orgulloso se sentía de sí mismo al constatar su inesperado control. La regla de oro en la negociación, como le explicaron en el comité, era someter la furia, producto del trato humillante y la impotencia que crean la transacción y la incertidumbre.

El comité buscaba generar una distancia emotiva frente a los hechos, otorgarle la frialdad necesaria y conferir un tono profesional a las reuniones. Aun así, para Samuel seguía predominando el sabor a engañifa. Lo angustiaba negociar con una voz; una voz sin rostro, donde el sonido a través del auricular lo era todo. Cuando escuchaba las gangosas palabras intentaba imaginar la cara y el cuerpo del Turpial. No era capaz de fijar sus facciones. A ratos se lo figuraba con una fisonomía cuadrada, piel color pantano, nariz chata, labios gruesos y una gran papada. Sus ojos negros no dejaban ver la pupila y el pelo lacio azabache brillaba incluso en la noche. En ocasiones lo veía delgado y pálido, con nariz recta y filuda, de la cual se desprendía un bigote fino, pelo castaño claro ondulado y desatendido. No era capaz de establecer un retrato preciso y se le entrecruzaban los que había imaginado.

«Si sólo tuviera una cara, tal vez resultaría más fácil.»

Aunque no lograba delinear el rostro de su interlocutor, era evidente que el Turpial conocía el suyo y los de su familia. Más aún, estaba al corriente de los pasos y movimientos de cada uno. Era indudable que sabía quiénes conformaban el comité y en qué trabajaban. Por eso, Samuel comenzó a desconfiar de los que lo rodeaban. No era claro quién era amigo o quién había podido informarles sobre las condiciones familiares. ¿Una amiga de mamá?

No era fácil adivinar. Samuel creía que alguien los había traicionado y había vendido a su padre.

«¿Quizás en el trabajo?»

Cualquiera resultaba sospechoso y la duda forjaba un ambiente de incertidumbre que, acompañado de la angustia, terminaban por enervar al más fuerte. Samuel se vio como un animal enjaulado, dando vueltas y vueltas, siempre observado.

Imaginó lo que estaría haciendo en Nueva York. Se vio en el laboratorio del hospital sentado frente al microscopio. Se consideró un

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