Historia oficial del amor

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Jueves 1.º de enero de 2015

Voy a contar hacia atrás la historia de mi familia. Voy a narrar al revés su destino, su karma y su suerte. Porque ha sido al revés, desde hoy hasta el principio, como he ido enterándome de nuestra trama. Y lo sensato es irse, primero, por las ramas, si lo que uno quiere es viajar a la semilla del árbol genealógico. Antes de reconstruir la lectura del tarot que me vaticinó que la mujer de mi vida era una mujer con un hijo —y sí, lo es—, voy a poner en escena el día en que mis papás repararon la casa de todos. Antes de revivir aquel entierro inaudito en el hospital psiquiátrico, voy a recordar la brujería hecha de pelos y de cosas rotas y cenizas que un enemigo borroso e impreciso nos puso en el apartamento de La Gran Vía para separarnos. Voy a describir el crimen de 1976, el escándalo de 1969, el duelo de 1935 y, de paso, todas las persecuciones de tiempos de guerra que nos han hecho sentir condenados a Colombia, pero después de relatar la noche de 1989 en la que por poco nos salvamos de la muerte.

Sé lo que voy a hacer: más o menos, sí, pero lo sé. Sé que voy a escribir sobre lo que ha estado escrito. Y que este rompecabezas, un drama en tres actos narrado a mi manera, no sólo estremecerá y confundirá como la vida, sino que, como los libros, servirá de celebración y de consuelo.

Pero lo cierto es que sólo hasta este momento, 2:33 a.m. del jueves 1.º de enero de 2015, he encontrado el arrojo y el carácter que se necesitan para echar a andar esta trama. Durante meses entrevisté a los protagonistas y a los personajes secundarios como si no los conociera, busqué huellas y secretos en los álbumes familiares, leí los libros y leí la prensa cifrada con la sensación de estar cometiendo un error: toda familia es una guardia dormida, una tregua, y para qué despertarla. Quise comenzar, en fin, en octubre, en noviembre, en diciembre. Pero nada más hasta hoy, cuando he visto la foto que prueba que el bebé que estamos esperando es una niña y he conseguido un escalofriante retrato de mis papás que no había visto jamás, entendí en dónde empieza esta historia.

Comienza aquí, a las 2:33 según la pantalla de mi computador, cuando noto que voy a contarles a mis hijos quiénes son mis padres y cómo nos han dado la vida y a qué país abrupto y a qué familias y a qué tragedias han tenido que sobrevivir para llegar a este día como a una gloria de puertas para adentro.

Ayer, miércoles 31 de diciembre de 2014, me levanté a las cinco con la sensación de que acababa de soportar una pesadilla estoicamente, sin abrir los ojos. Fui en cámara lenta para no despertar a Carolina, mi esposa y mi suerte: quise decirle que estaba nervioso por la ecografía de las 11:00 a.m. e intranquilo por la cita de las 3:00 p.m., para que otra frase precisa de las suyas, de editora benigna, pusiera en su sitio mi tontería, mi zozobra, pero me tragué mis palabras justo a tiempo. Pasé de largo por el espejo de nuestra habitación como si el fantasma fuera yo, no mis abuelos ni mis tíos, pues el espejo no es mi fuerte. Vine a esta oficina. Puse en el iPod Leaves That Are Green: «hello, hello, hello, hello», «goodbye, goodbye, goodbye, goodbye», «that’s all there is…». Una vez más quise empezar este libro que he estado cargando por dentro, y una vez más no pude, no supe cómo, no supe dónde.

Y mi ansiedad, que sólo se agota escribiendo, se vio obligada entonces a organizar las cuentas de diciembre, a redactar un par de notas de 2.000 caracteres para El Tiempo, a responder por fin una serie de e-mails que había estado dejando «para mañana», a pensar y a pensar y darle vueltas a este asunto.

Estuvimos listos a las 9:50, una hora antes de la ecografía, pues en la Bogotá de hoy es lo sensato. Carolina dijo «creo que va a ser una niña». Pascual, su hijo de cuatro años, que es mío también y es la prueba de que la vida es esperar pacientemente a que los amores de uno le sonrían, le llevó la contraria: «claro que no: es niño…». Yo me limité a pedir un taxi en mi celular. Y, después de ponerme los zapatos y hallar mi llavero de bus inglés, desordené un poco la oficina porque un amigo mío se murió el día en que dejó en su sitio las cosas de su cuarto. Nadie tiene la última palabra sobre sí mismo. Vaya usted a saber quién soy yo. Pero puedo decir que soy un cobarde, y un cobarde que se está viendo gordo. Y si una mariposa negra se pegara de nuevo en el umbral de mi puerta, otro presagio fúnebre como el del día en que murió mi amigo, sería capaz de irme de la casa hasta que la pobre muriera de vieja.

Incluso en las peores películas sucede, de golpe, un segundo de belleza, un encuadre de gracia que conduce a la idea de que hasta el peor villano merece esa compasión sobrecogedora y feliz que siente el astronauta que ve desde su ventana la esferita azul y lisa y muda que es la Tierra. Ayer ese instante ocurrió a las 11:15. Superamos una imposible hora de trancón, de la 102 a la 78, bajo el peor sol del mundo. Pagamos el taxi: 8.000 pesos. Llegamos al centro médico tomados de las manos de Pascual. Cruzamos una muchedumbre de pacientes y de frases sueltas, «está hospitalizado», «deja eso quieto», «no, el oxígeno es para mi niña». Subimos, decididos, la escalera y la escalera de baldosas. Pedimos el turno. Y esperamos a que el número apareciera en la pantalla.

—Este puntito que titila aquí en el centro de todo —nos dijo, a las 11:15, el médico habituado a los milagros— es el corazón de su niña: ciento noventa latidos por minuto.

Yo no me puse a llorar porque no pude salir de la extrañeza, del asombro. Noté que tenía engarrotados los hombros, aunque vivir sea encogerlos, de tanto pedir que nuestra vida siguiera en orden, que no viniera un giro de los que sabemos, pero sobre todo sentí la compasión aquella, claro, porque desde mis gafas nuestra bebé no era sino una pequeñísima Tierra que titilaba en su universo infinito, y desde aquí arriba vivir era un premio y una paz. Volvimos a la sala de espera detrás de la siempre increíble serenidad de mi esposa. Pascual dio vueltas, cabizbajo y derrotado entre las sillas, mientras esperábamos las fotografías y los resultados de la ecografía: «y ahora qué vamos a hacer con una niña…», se preguntó. Llamé a mis papás a darles la noticia: mi mamá dijo «ay, va a sufrir aquí en Colombia, pobrecita» y mi papá le respondió «no tiene por qué», pero los dos se oyeron felices y preparados, y se ofrecieron a recogernos en la clínica.

Una recepcionista con la mañana a cuestas rompió el hechizo unos minutos después.

—¡Doña Silvia Romero! —gritó su voz de parlante—: ¡Doña Silvia Romero Ricardo!

—Soy yo, soy yo: Ricardo Silva Romero —le explicó mi vergüenza, sólo a ella, como buscando que se volviera un chiste entre nos.

—¡Silva Romero, Ricardo! —nos repitió, como siguiendo el protocolo, a los pocos pacientes que quedábamos en la sala de espera.

Yo soy Ricardo y soy Silva y soy Romero, soy yo y soy mi padre y soy mi madre, ni más ni menos que esos tres, pero a los 39 lo fui para recibir esa extraña foto que me entregó aquella recepcionista impasible: la foto de esa figura nuestra que latía en un cielo e

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