Desastres naturales

Pablo Simonetti

Fragmento

2. Julio de 1993

Mi padre murió en invierno, una noche que recuerdo particularmente iluminada, como si un dios insidioso le hubiera subido el voltaje a la ciudad. Los focos de los autos, los semáforos, el alumbrado público, los diminutos recuadros de luz que brotaban de los edificios me encandilaron a lo largo del trayecto entre el club de ajedrez y la casa de mis padres. La llamada me había sorprendido en medio de una partida, durante esos trances de concentración que nadie que entienda del juego se atrevería a perturbar. Bastó que el recepcionista me tocara el hombro para que supiera que se trataba de algo grave. Levanté el auricular y oí a mi cuñada Leticia decir:

—Vente.

—¿Mi papá?

—Sí.

Ricardo llevaba mal muchos años debido al párkinson. La enfermedad había arribado como una marea suave a perturbar su rutina diaria —apenas desdibujando la línea que separaba lo que podía de lo que no podía hacer—, para pronto convertirse en un mar inclemente que no cesó de inundar las que antes fueran las calles de su vida.

Al abrirme la puerta con su rostro lleno y demasiado bronceado, mi cuñada me echó los brazos al cuello y me dijo con emoción:

—El tata se murió —así le decía a mi padre desde que había concebido a su primer hijo, después de muchos años de tratamiento.

—¿Dónde está mi mamá?

—En el estar.

Susanna ocupaba el sillón que había comprado especialmente para poder levantar y sentar a mi padre con mayor facilidad. El ancho sofá forrado en falso cuero se había convertido en una trampa para ese hombre que no era ya dueño de sus movimientos. Mi madre respiraba agitadamente, mientras la enfermera que había contratado para atender a Ricardo le tomaba la presión arterial. Del otro lado del sillón, mi hermano Samuel le hacía cariño en el hombro y le susurraba:

—Mamita, cálmese, tiene que estar tranquila.

De solo verla en ese estado, se me saltaron las lágrimas. Me hirió el destello que despedía el uniforme blanco de la enfermera bajo la lámpara de lectura, cuyo brazo metálico también se asomaba a la escena como una figura más. Por cómo nos cerníamos sobre ella, cualquiera habría dicho que quien estaba al borde de la muerte era Susanna.

—La presión le está bajando. Tiene la alta en 18. Le llegó a 23 antes de que le diera la pastilla sublingual —dijo la enfermera.

—Mamá —me hinqué y la abracé por la cintura, apoyando mi cabeza en su falda. Su pecho subía y bajaba con violencia.

—Ay, hijo... Su papá se murió...

—Sí, mamita —me aparté con la intención de que nuestros ojos se encontraran.

—Vaya a verlo —me ordenó con la mirada perdida.

Al tiempo que me levantaba, dijo con una voz que pretendía ser imperiosa, pero sin la fuerza necesaria para que no sonara como un ruego:

—Salgan de encima, necesito aire —y se arrancó con torpeza el brazalete para medir la presión.

Ricardo estaba de espaldas sobre la cama, las manos apoyadas en el pecho, los párpados cerrados. Después supe que se había tendido ahí momentos antes de sufrir el ataque, diciendo que quería descansar. Su cabeza se veía más pequeña, como si perteneciera al cuerpo de otro hombre, aunque su pelo ralo y no del todo canoso, sus pómulos salientes, la nariz pequeña y las mejillas rubicundas y venosas siguieran ahí. Transmitía una indiferencia extraña a su carácter. Llevaba puesto el suéter de cachemira de cuello en V, con rombos blancos, negros y grises. No se lo sacaba durante el invierno, a no ser que fuera imprescindible enviarlo a la tintorería. Tenía puestos también uno de los tantos pantalones grises que se mandó a hacer con el sastre Aedo y que hacia el final le flameaban en torno a las piernas. Los zapatos negros con suela de goma se los había comprado mi madre en contra de su voluntad, para que no fuera a resbalarse sobre el parqué. Él habría preferido seguir usando sus zapatos italianos con suela de cuero. Vistos desde los pies de la cama, semejaban dos gigantescas excrecencias que brotaban de los frágiles tobillos que alguna vez fueron gruesos y firmes.

Gracias a que había solo una vela y una discreta lámpara de velador encendidas, me sentí a gusto en ese cuarto, alejado de la agitación del estar, hipnotizado por el rostro pálido de mi padre, sedado por la mezcla de olores que de niño hacían de ese lugar el más acogedor de la casa. Me paré junto al cuerpo, le tomé la mano y me reconfortó sentirla tibia aún. Me incliné hacia él y le di un beso en la frente. Después me senté a contemplarlo desde el sofá. Colgados de las paredes, la decena de semblantes religiosos que tanto me incomodaron en otras ocasiones me dieron buena y silenciosa compañía. La tristeza dio paso a una sensación de paz. Al menos mi padre había dejado de sufrir. Sentí alivio por él, pero me sorprendió que también sintiera alivio por mí. Se alzaba el peso que la enfermedad había dejado caer sobre los hombros de la familia, en especial sobre los de Susanna. Y aunque no quise admitirlo en ese momento, sabía que su muerte me daría mayores libertades. A partir de esa noche, la vida tendría una sola cara y podría llevarla adelante como quisiera, sin necesidad de disfrazarla ante él ni ante nadie.

Diez minutos más tarde llegó mi hermano Pedro, el mayor de los hombres. Entró a la pieza con apuro y se detuvo de golpe ante la cama. Su rostro ancho traía un gesto de enojo, reflejado en la contracción del entrecejo y de sus labios finos, en la tensa redondez de los músculos de la mandíbula. Sin embargo, al enfrentarse al cadáver, sus rasgos se distendieron de golpe, como si volvieran a su lugar por orden de un órgano superior.

En un tono franco y sensible que no acostumbraba a emplear conmigo, dijo:

—La mamá me contó que ni siquiera se dio cuenta. Que alcanzó a decir «Susanna» y al momento siguiente ya estaba muerto.

—Al menos no tuvo que pasar por otro calvario para morirse.

Se volvió hacia mí.

—¿Me podrías dejar solo con él un rato? —el caudal de su voz se había adelgazado en la garganta, adquiriendo un timbre más agudo, una suerte de falsa cortesía que adoptaba con el fin de establecer distancia.

A pesar de las diferencias que habíamos tenido, sentí pena por él. Adoraba al papá y se había separado hacía poco. Seguro que le haría falta el consuelo de su mujer y sobre todo echaría de menos el apoyo que Ricardo le dio desde niño.

En el estar, ya más calmada, Susanna no dejaba de llorar y repetía a cada tanto, acompañándose de un gesto de negación:

—No puedo sin él.

Con sus dedos coyunturosos arrugaba una y otra vez un pañuelo blanco, como si recogiera tela que caía desde sus rodillas al suelo, la larga tela del tiempo que había vivido junto a mi padre. Su dolor me arrancó de mi paz inesperada y me trajo de vuelta al desconcierto. Habían apagado la lámpara de lectura y las repisas repletas de libros y objetos se me hicieron presentes, testimon

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos