Ahora puedes verme

Ignacio Rebolledo

Fragmento

En el pasado hubiera gritado.

Habría ido corriendo al baño agarrándome de las paredes frías, pues cada vez que despertaba de un sueño imprevisto intentaba llegar lo más pronto posible al inodoro para expulsar todo lo que hubiera ingerido en el día. Habría estado así un cuarto de hora, quizá media, percibiendo cómo el mundo giraba desenfrenado y me llevaba sin permiso a su ritmo. Ya tendría el sudor frío pegado a mi frente: es así como hacían acto de presencia, pero hoy no están. Simplemente desaparecieron. Y en vez de sentir que nado en corrientes oceánicas, pareciera que floto en una laguna relajada.

Ni una pesadilla. Por ahora.

Ya no es necesario concentrarme en respirar: mi cuerpo inspira y suelta aire de forma automática. Demasiado agradable para ser verdad. Ahora solo siento las sábanas de estampado de murciélagos, que huelen fuertemente a suavizante, pero por fortuna no me dan ganas de vomitar. Ni de cerca. La tela se enrolla por mis muslos junto al cubrecamas de puntos de colores que me tapa hasta la cintura. Si me viera en perspectiva casi parecía una pintura, una de esas de museo a las que muchos no llegan a encontrar significado o las encuentran demasiados rebuscadas y refinadas. Pinturas poco comunes.

Abro los ojos lentamente, como si alguien me estuviera intentando descifrar, pero ni yo lo he podido lograr. Quizá nadie se descifra a sí mismo. Siento mis parpados tan pesados que se me cierran solos al instante, como si las seis horas de sueño no bastaran. Como si siempre necesitara un poco más. De todo.

Un repentino sonido de sartenes y ollas golpeándose me saca de la duermevela y lo siento tan cerca que lo podría masticar. Masticar tan fuerte hasta hacerme añicos los dientes. El pelo se me eriza y revuelve, de seguro por los dedos que pasé inconscientemente durmiendo, y me pongo en cuatro patas, alerta ante la premonición de un supuesto peligro, como si los sartenes fueran mi especie de señal de Batman en el cielo nocturno de Gotham: es hora del combate. Pero yo no combato el crimen, yo lucho contra la vida. Aunque cada día me cueste más.

Aguzo el oído; el estruendo de seguro llega desde la cocina.

Qué raro.

No es común que mi madre esté despierta a estas horas de la mañana, menos haciendo intento de cocinar, con lo mal que se le da. Una vez por poco incendió la cocina mientras trataba de prender el horno para recalentar unas hogazas de pan congelado que compramos en el supermercado. Y una segunda, luego de lograr dar correctamente con la llave de gas y encender las llamas, se le rostizó una baguete hasta quedar como bolitas de carbón. Impotente terminó llorando sobre el holocausto panadero, por lo que si ha vuelto a la lucha solo puede significar dos cosas:

La primera opción es que haya invernado tanto que ya llegamos a las celebraciones de Navidad. Eso sería una gran alegría, pues no hay nada que me ponga más feliz y de buen humor que los pinos adornados con guirnaldas de luces titilantes mientras escuchamos nuestra colección especial de villancicos, que incluye desde las canciones de Michael Bublé, que canta mi madre a todo pulmón, hasta los pegajosos ritmos de «All I Want for Christmas Is You», que yo bailaba a los doce imitando a Hannah Montana.

La alegría se me pasa rápido, porque enfoco la vista en el calendario y veo que continuamos en marzo.

La segunda opción, la cual doy por ganadora por descarte, es que ha llegado «el gran día».

En mi modesta habitación, aún oscura, se ven los pósters fluorescentes de superhéroes que tengo pegados a la pared y las estrellas de gelatina esparcidas por el techo. Si no fuera por este toque personal, los ocho metros cuadrados parecerían la habitación de un anciano. Ni un haz de luz entra por la ventana. La sensación de estar flotando en el centro de un agujero negro (o por lo menos lo que imagino sería estar dentro de uno) me revuelve el estómago tanto como recordar el biquini platinado de mi abuela, que se incrustaba en sus partes íntimas en las tardes de veraneo en la casa de la playa, cuando las preocupaciones no eran más que pensar en qué castillo de arena construiría o si la golosina del día sería una palmera de milhojas o un par de barquillos ahuecados bañados en chocolate.

De pronto un tierno aroma a huevos con queso y orégano me llega a la nariz. Podría saltar de la cama, buscar algo de ropa en el clóset y correr a comer, pero mis huesos se pegan a mis músculos y mis músculos al colchón.

La gravedad perdida vuelve lento.

Escucho pasos que vienen desde el pasillo como una sinfonía desafinada y alguien da un súbito puntapié a mi puerta haciendo una entrada triunfal. Mi madre, tapando su pijama con un delantal a cuadros, enciende la luz con una espátula y por poco me deja ciego.

Se me encoge el estómago.

—¡Feliz cumpleaños! —grita con los brazos extendidos, abarcando casi toda la habitación—. ¡Mi hombre favorito ya cumple dieciocho! —Parece que en cualquier momento soltará una lágrima—. Espero que cumplas cien años más. No, no espero. ¡Te lo exijo!

Le doy las gracias y la abrazo fuerte, aunque todavía siga luciendo como un zombi. Siento en ella una vibración extraña, fuera de lo común. Sus alocados ojos verde esmeralda, que tanto me recuerdan a los del Sombrerero de Alicia, comienzan a mojarse. Me toma el brazo.

—Mi príncipe está tan grande; al paso que vas ya ni me voy a dar cuenta cuando tengas mi edad. —Por fin deja de abrazarme, camina en dirección a la ventana y de reojo mira al suelo—. ¡Ariel, cuándo entenderás que no debes dejar las toallas húmedas en la alfombra luego de bañarte por la noche! Qué asquerosidad. —Mientras cambia de humor decide golpearme con una de mis camisetas de algodón que tiene al alcance de su mano. Debo reconocer que la habitación parece un basural de ropa; no quiero dejarla como un villano de historieta—. Ahora levántate y vamos a desayunar será mejor. —Me dedica una sonrisa y sale por la puerta moviendo su moño alto.

Cuando cierra, salto de la cama y saco del clóset una prenda rosada de lo más vergonzosa; es una sudadera de Wonder Woman de la Edad de Plata que la abuela compró en una tienda de segunda mano. Abro la ventana y dejo que se cuele la primera luz del día junto con un aire que decido no respirar tan profundamente, porque es más que nada una concentración de esmog y polvo. La brisa me pone la piel de gallina, así que decido buscar algo más para ponerme encima. Dentro de una caja con estampados de pájaros encuentro un gran cárdigan de tonos terrosos. Las mangas me quedan como quimono y se me encoje el corazón al sentir el aroma que desprende: es todo menta y tabaco. Abrocho los botones y me acurruco en él.

Mi madre me vuelve a llamar con un grito feroz y salgo apurado de mi habitación vestido con mi particular atuendo. Julieta se pasea por la cocina tarareando una linda melodía, mientras espera que hierva el agua.

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