Sapere Aude (Trilogía Eblus 3)

Care Santos

Fragmento

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

PREÁMBULO. UN ENCUENTRO EN ABBOTSFORD

PARTE I. PODER

Apoteosis

Máximo

Scrúpulus

Rebeca

Consejo

Audiencia

Bernal

Char

Mascota

Will

Lucio

PARTE II. CONOCIMIENTO

Laberinto

Bautismo

Negociación

Vaus

Plan

Desertores

Descenso

Natalia

Fiesta

Dhiön

EPÍLOGO. REGRESO AL RÍO TWEED

Carta a los lectores

Notas

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Dedicatoria

Para los lectores y lectoras que queríais leer este libro,

porque habéis hecho que exista

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No words fly up, my thoughts remain below;

Words without thoughts never to heaven go.1

WILLIAM SHAKESPEARE

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PREÁMBULO. UN ENCUENTRO EN ABBOTSFORD

PREÁMBULO

UN ENCUENTRO

EN ABBOTSFORD

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El escritor Walter Scott mojó por última vez la pluma en el tintero. Se deleitó viendo cómo un grueso goterón de tinta de color azul muy oscuro resbalaba desde la plumilla hasta el interior del recipiente de plata. Luego, sonrió, preparándose para el momento de placer que le esperaba. Con la punta de oro de su mejor pluma —la que utilizaba para escribir novelas—, dejó que se formara una mota azul en expansión. Un punto. El punto final.

Walter Scott suspiró con satisfacción y levantó la mirada del original recién terminado.

Estaba amaneciendo en Abbotsford. A través de la ventana de su estudio veía las rosas del jardín y, sobre estas, el cielo, del mismo color que la tinta de su pluma.

Tapó el tintero, porque sabía que al Diablo le gusta volcar la tinta sobre las mesas. Cerró la carpeta que contenía su nueva obra, lista para entregar al impresor. Sin duda, era su mejor novela. Tendría miles de lectores, se traduciría a todas las lenguas civilizadas, influiría en hornadas de jóvenes escritores en todos los países del mundo. Walter Scott, el escritor más famoso de su tiempo, sentía el orgullo sereno de quien se ha ganado el éxito centímetro a centímetro.

Buscó en el armario lateral de su mesa la caja de seguridad que utilizaba para enviar sus originales al impresor. Era una caja de unos cuarenta centímetros, de madera de nogal forrada de piel de buena calidad. Se cerraba con dos correas gruesas, ambas sujetas en el centro por un candado. Del candado existían solo dos llaves. Una la tenía él. La otra estaba en posesión de John Ballantyne, su impresor desde hacía más de veinte años.

Le extrañó no encontrarla allí. Tal vez la había olvidado en la otra mesa, la de la biblioteca, donde le gustaba trabajar algunas tardes, mirando a su querido río Tweed. Se levantó y salió del estudio. Solo una puerta le separaba de su espléndida colección de libros, alojada en la mejor y más hermosa sala de la casa. Tuvo la precaución de llevarse bajo el brazo el original recién acabado. Con la otra mano, agarró el candil, que aún era necesario debido a la escasa luz del todavía joven amanecer.

En la biblioteca, no tardó en encontrar la caja que buscaba. Estaba junto al ventanal, en un lugar donde no recordaba haberla dejado. Tal vez el ama de llaves había estado ordenando su mesa y había creído necesario encerar la caja. Las mujeres a veces tienen ocurrencias que un hombre jamás tendría. Sonrió de nuevo, satisfecho, y levantó la tapa lustrosa. Depositó en su interior la novela, le propinó unos golpecitos, como habría hecho un jinete al dejar un caballo estupendo en la línea de salida de una carrera, y cerró el cofre, procurando ajustar bien las correas y dejarlo preparado para cuando aquel mismo día, no sabía a qué hora, llegara un enviado de Londres a buscarlo.

La llave la guardó en el bolsillo de su chaleco, donde estaba siempre.

Pulsó el llamador del servicio. El ama de llaves, de nombre Benedetta, acudió al instante, silenciosa como un gato.

—Encárguese de custodiar este cofre hasta que llegue un enviado del señor Ballantyne y lo reclame.

—Sí, señor.

—Recuerde que nadie más puede reclamarlo. Solo el enviado de Londres.

—Claro, señor.

—Bien. Entonces lléveselo.

Benedetta era nueva en la casa, por eso se entretenía en darle tantas explicaciones.

La anterior ama de llaves, su querida Mary, había muerto de pronto, de un modo muy trágico, al arrojarse a las heladas aguas del río una mañana de enero. No sabía nadar, pero nadie logró saber si había muerto de hipotermia o de ahogamiento. Qué locura tan inesperada la de Mary, nadie pod

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