Conversaciones con jugadores exquisitos

Gustavo Noriega
Diego Latorre

Fragmento

Corporativa

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Introducción
Un periodista se asoma a la Liga de Jugadores Exquisitos

A lo largo del último medio siglo —el espacio de tiempo en el que vengo viendo fútbol argentino—, la evaluación sobre la calidad de lo que se veía semana a semana fue constante: en épocas anteriores se jugaba mejor, los jugadores eran más libres, más habilidosos, menos estructurados, había más goles, todo estaba en decadencia, etcétera. Ese era el discurso en 1963, cuando mi papá me llevó por primera vez al Monumental a ver River-Atlanta (Amadeo Carrizo y Hugo Gatti los arqueros) y ese es el discurso hoy, habiendo atravesado la era Maradona y disfrutando a Messi en su plenitud. Lo que no ha sido constante es la Arcadia en donde todo era mejor: en la década del 60 se rememoraba a la Máquina, en los 70 a Ermindo Onega y Federico Sacchi y ahora idealizamos a las décadas del 70 al 90. Algo puede haber de cierto ya que el creciente éxodo a ligas económicamente más importantes le quita al torneo local un porcentaje enorme de sus mejores jugadores, pero también hay mucho de nostalgia personal, añorando la infancia perdida, a la cual embellecemos con la generosidad que tenemos con todo aquello que ha quedado atrás. Las comparaciones, por otra parte, son difíciles de hacer ya que el registro fílmico, a medida que retrocedemos en el tiempo, se hace menos nutrido y nítido.

Lo que sin dudas sí ha cambiado a lo largo de todos estos años es la forma de consumir fútbol. Por una parte, la revolución tecnológica ha hecho lo suyo y en este período hemos pasado de imaginar mundiales en el exterior (el de Inglaterra en 1966 era transmitido uno o varios días después de cada partido por un tembloroso Canal 2 de La Plata que llegaba a la ciudad de Buenos Aires con un nevado que no mejoraba nada el blanco y negro estándar de la época) a poder seguir cada partido mundialista por Internet eligiendo la cámara y pudiendo retroceder las imágenes las veces que queramos. Los mundiales en sí se han convertido en acontecimientos excluyentes. Cada cuatro años buena parte del mundo y casi la totalidad de la Argentina se detienen a lo largo de un mes de una manera tan impactante que no tiene antecedentes conocidos.

La globalización, por otra parte, ha jugado su papel. A diferencia de la campaña de Diego Maradona por Europa, especialmente sus años en el Napoli, que resultaban casi inaccesibles y misteriosos para los argentinos, hoy podemos seguir cada partido de Lionel Messi en el Barcelona, así como se pueden incorporar al menú de partidos para mirar las ligas inglesa, italiana, española, alemana y hasta francesa. La Champions League se convirtió en el evento de clubes más apasionante imaginable, humillando en la comparación al torneo local.

Esta revolución de las comunicaciones debería influir en la descentralización del consumo de fútbol. Existe la posibilidad de que el futbolero se incline menos a seguir exclusivamente al club de sus amores y que sea más propenso a relativizar las identificaciones partidarias. Barcelona, Real Madrid, Bayern Múnich, Manchester City, PSG, Juventus, Inter, todos ellos están a un toque del control remoto: están dadas las condiciones para que el espectador sea un gourmet sofisticado, que preste menos atención a la camiseta que a la inédita posibilidad de ver jugar cotidianamente a los mejores del mundo. Todo eso está ahí, al alcance de la mano, y sin embargo…

Lo que ha sucedido —especialmente en la Argentina, pero no solo aquí— es exactamente lo contrario. El consumo de fútbol pasa cada vez más por adhesiones irracionales, exageradas, desbordadas, que incluyen de manera ineludible un enemigo acérrimo, el cual le da tanto sentido a la existencia del hincha como la misma camiseta de su propio equipo. Dejemos de lado por el momento el problema de los barrabravas, su accionar criminal y las conexiones que poseen con el poder político. El más simple espectador de fútbol, incluso aquel que hace años que no va a la cancha y que solo mira partidos por la televisión, participa de esa lógica brutal. Muy aisladamente se ha comprendido que hay una línea de continuidad entre la violencia física reinante en el mundo del fútbol y la violencia verbal pronunciada no solo por el hincha en la tribuna, sino por cualquier simpatizante en cualquier situación de sociabilidad. La sobreactuación de los enfrentamientos en el caso de los rivales clásicos ha llegado al punto en que cada uno de esos partidos es un acontecimiento de riesgo, que implica, a menudo estérilmente, desplazamientos de una enorme cantidad de efectivos de seguridad. En Rosario, La Plata, Córdoba, en cualquier localidad del conurbano, los enfrentamientos entre los clásicos rivales —algunos inventados artificialmente— se han convertido en cuestiones personales de una virulencia inusitada. La solución para ese estado de cosas ha sido eliminar la presencia de público visitante, lo que significa que no se le ha encontrado solución.

En esa corriente pasional e irreflexiva se han visto arrastrados no solo los hinchas —sus principales impulsores—, sino también periodistas, dirigentes y jugadores, todos ellos muchas veces más deseosos de complacer a sus potenciales consumidores que de imponer una racionalidad distinta. El periodismo deportivo ha sufrido una explosión demográfica en los últimos años, desplegándose en programas radiales, periódicos, canales de cable dedicados las 24 horas del día y participaciones en los demás segmentos informativos. Muchas veces se mezcla irreflexivamente la condena por los hechos de violencia con un dramatismo insólito en las afirmaciones deportivas mientras se acompaña el discurso excluyente de las rivalidades como parte de un simpático “folclore”.

De una manera casi clandestina, modesta a pes

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