PRIMER RELATO
Cada quinientos años el mundo se trastorna con un vuelco, donde lo que estaba arriba pasa a estar abajo y viceversa. Los ciclos de la historia son la sucesión de este fenómeno: el pachakuti. Es bajo la tierra donde se origina la vida, donde duerme el legado para fortalecerse, para surgir con más brillo y esplendor, e iluminar lugares lejanos y desconocidos.
Las disputas por el poder eran agobiantes. Con mano dura, el Inca Viracocha puso fin al enfrentamiento político y, animado por la visión del dios Wiracocha, emprendió campañas para expandir los límites de su reino, que, por entonces, no superaba los alrededores del valle de la ciudad de Qosqo.
Mientras Viracocha se encontraba en campaña militar, su hermano Roca asumía el gobierno de la ciudad. Roca había sido uno de los candidatos para suceder al difunto Inca Yahuar Huaca, pero cedió su puesto a su hermano para evitar más rivalidades entre las ya conflictivas panacas de Qosqo; Roca quedó como gobernador y, como tal, ganó el privilegio de ser transportado en una litera que seis súbditos cargaban por las calles de Qosqo.
La litera de Roca no era tan fastuosa como la del Inca, pero le permitía mostrar su calidad de noble gobernante ante las otras panacas de Qosqo, cuyos miembros debían detenerse y hacer una reverencia cuando su alta y espigada figura, recostada en la litera, atravesaba los barrios de quincha y adobe de la ciudad.
En aquel tiempo, no existían los grandes templos y caminos de piedra que iban a adornar Qosqo más adelante, en su época imperial. Esta no era más que una ciudad de barro, sumergida en el medio de confederaciones aliadas y enemigas en los Andes. Su subsistencia dependía de la habilidad de sus políticos en reforzar estas alianzas con regalos, banquetes y uniones matrimoniales. Por eso, las familias nobles de Qosqo (es decir, las panacas) tenían un papel crucial en la sobrevivencia de su pueblo y el Inca debía moverse con habilidad en medio de una telaraña de intereses políticos internos y externos no solo para reinar, sino incluso para sobrevivir.
Entre aquellas fuerzas políticas, la más influyente y hostil era la del Villac Umu, el Sumo Sacerdote del Templo del Sol o Inticancha, el primero de las panacas Hurin y heredero del puesto del primer Inca, Manco Cápac.
Una mañana el Villac Umu convocó a los representantes de cada panaca y ayllu, conocidos como los custodios, a una reunión de Consejo; Roca debía asistir no solo en su calidad de gobernador, sino en reemplazo del Inca Viracocha, quien se encontraba conquistando la región de Caitomarca.
En el camino, se dirigió a recoger al mayor de sus sobrinos, el primogénito del Inca y primer candidato a heredar el trono de su padre: Viracocha lo había bautizado Roca en su honor. Su tío lo llamaba Pequeño Roca con orgullo: era la promesa de un futuro de mayor prosperidad para Qosqo.
El joven, de 15 años, recién había pasado por la ceremonia del Huarachico, donde se realizaba el horadamiento de las orejas y tras la cual se alcanzaba la mayoría de edad: era hora de que el Pequeño Roca tuviera su primer contacto con la política cusqueña. “¡Será necesario si este niño va a ser el futuro Inca!”, pensaba su tío mientras iba en camino al palacio de Cusicancha.
El Pequeño Roca era el mayor de los cuatro hijos de Viracocha y, por lo tanto, el que parecía tener más opciones de convertirse en Inca. Aunque, en realidad, cualquiera de los tres podía serlo: también el segundo, Túpac Yupanqui, de 13 años; el tercero, Cusi Yupanqui, de 12, e incluso el más pequeño, Cápac Yupanqui, que tan solo contaba con 5. La sucesión del Inca no se le daba necesariamente al primer hijo, sino al más hábil. El siguiente Inca debía ser el más apto para gobernar entre todos los candidatos, una ley que había traído más de un enfrentamiento entre príncipes y aspirantes al trono. Para sortear estos períodos de inestabilidad política, que en ocasiones se convertían en guerras civiles, el Inca elegía a su sucesor en vida, con el cual reinaba durante sus últimos años bajo el título de auqui (o príncipe heredero): de este modo, había una transición natural hacia aquel que había estado desarrollando un poder creciente en los años anteriores, sin dejar dudas ante las panacas cusqueñas de que él debía ser el nuevo Inca.
Viracocha aún no había elegido a su sucesor y se podía esperar que fuera cualquiera: no era una decisión tomada racionalmente, pues solían primar los afectos del Inca, la empatía con su heredero o, incluso, la estética del sucesor. Los incas, al ser descendientes de un pueblo que había emigrado desde el lago Titicaca, tenían un biotipo distinto al de los cusqueños oriundos: eran más altos y delgados, de rasgos más finos y estilizados que los pobladores locales, lo que les daba un porte real que facilitaba su aceptación como gobernantes. Todos estos factores destacaban en el Pequeño Roca, que además tenía unos ojos vivaces que se escondían detrás de la tez trigueña que caracterizaba a su pueblo. Su belleza era singular.
Palacio de Cusicancha
Durante su vida, un Inca tomaba una gran cantidad de esposas, muchas de ellas para sellar alianzas con pueblos vecinos, pero, de todas ellas, una era la principal, la favorita, la coya. La coya de Viracocha era Mama Runtu, una mujer natural de Anta, de bajo perfil, apacible y con un noble corazón. El palacio de Cusicancha, adonde se dirigía el tío Roca, era el hogar de Mama Runtu y sus hijos. A pesar de su gracia y una belleza disimulada en una figura discreta y delgada, no hacía alarde de ella en fiestas y bailes, algo que el Inca le recriminaba por ser parte de sus funciones como coya. Sin embargo, Mama Runtu respondía siempre que prefería usar ese tiempo en ayudar a los pobres y desvalidos. “Una virtud para nada útil en esta política de apariencias”, rezongaba el Inca. Aun así, sabía que su esposa no hacía esa labor de caridad por apariencias, sino porque realmente prefería estar más cerca de los necesitados que de los líderes de las panacas. Esto lo reflejaba en sus vestiduras, que prescindían de los adornos de oro y plata que son dignos de la mujer del Inca. Mama Runtu se limitaba al uso de la túnica, el tocapo, la mantilla y la cubrecabeza; y claro, a su actitud reacia hacia la política cusqueña.
Por esa razón, el tío Roca sabía que Mama Runtu no vería con buenos ojos que llevara a su hijo a la reunión del Villac Umu y los custodios, un puñado de interesados, según Mama Runtu, que aprovechaban su condición de nobles para que su panaca ganara poder. El tío Roca no había terminado de bajar de su litera cuando una pequeña figura atravesó la puerta del Cusicancha y se lanzó a sus brazos.
—¡Cómo has crecido, Cusi Yupanqui! ¡Tendremos que adelantar tu ceremonia de Huarachico! —dijo Roca cargando al tercero y penúltimo de los hijos de Viracocha.
Cusi Yupanqui, el tercer hijo de Viracocha con Mama Runtu, tenía 12 años de edad. Su personalidad alegre se reflejaba en unos ojos prominentes de color marrón, muy profundos, que parecían sumergirse en una piel tan cobriza que ya rozaba el rojo. Pumañawi (“Ojos de puma”) lo había apodado su ayo Mircoymana, que había cuidado de él desde recién nacido. Detrás de Cusi, el Pequeño Roca salía junto a su segundo hermano, Túpac Yupanqui, y a su madre, quien llevaba al pequeño Cápac Yupanqui de la mano.
Túpac Yupanqui era dos años menor que el Pequeño Roca; tenía 13. Había heredado la inteligencia de su padre, pero no su personalidad impetuosa, sino más bien el espíritu tímido y retraído de su madre. Por ello, era el que más gustaba de los estudios en su familia: en el Yachay Wasi (“casa del saber”) mostraba habilidad en las cuentas y en matemáticas incluso antes de haber alcanzado la edad adulta.
—Acompaña a tu tío a la reunión del Villac Umu, pero ¡no te contamines con las intrigas políticas de las panacas! —advirtió Mama Runtu.
—¿Puedo ir yo también? —irrumpió la voz del joven Cusi, que dejó mudos a todos.
—¡Tú eres muy joven para la política! —resondró la madre.
—¡Ya tengo casi 13 años, ya casi alcanzo a Túpac! —replicó Cusi, rebelde.
—Tu tío ya está llevando al Pequeño Roca, ¡no podrá cuidar de ti mientras participa en la reunión!
—Yo podría cuidar de él —intervino con timidez el joven Túpac Yupanqui.
—Tal vez no sea malo que nos acompañe; cualquiera de ellos podría convertirse en Inca —puntualizó el tío con un gesto de complicidad a los niños.
—¡Prometo que no dejaré que le pase nada! —dijo Túpac Yupanqui—. Y me encantaría ir a una reunión de Consejo.
—Deberán comportarse —advirtió Mama Runtu—: los custodios no admiten niñerías.
—Suficiente mal ya se comportan los nobles —añadió el tío Roca con sarcasmo.
—Trata de que la reunión no se eleve de tono esta vez —le pidió Mama Runtu al tío Roca—. No quiero que aprendan los malos modales de los custodios.
—Algún día los conocerán y, tarde o temprano, tendrán que lidiar con ellos —sentenció el tío Roca.
Inticancha
El templo del Inticancha se encontraba al cruzar la calle que lo separaba del palacio de Cusicancha, la residencia de la familia real. Manco Cápac había fundado el templo como el centro del poder político y religioso en Qosqo y los Incas de la dinastía Hurin Qosqo habían gobernado desde esa sede hasta que Inca Roca construyó su propio palacio real, el imponente Hatun Rumiyoc, a doscientos metros de la plaza central; esto dejó el Inticancha como sede del Villac Umu, en una señal física de la separación del poder político del religioso. Desde entonces, el Villac Umu vivió en el templo dedicado al Sol y cada Inca gobernó desde su propio palacio.
El templo del Inticancha estaba dominado por un patio central al aire libre, donde se reunían la nobleza y el clero para realizar los sacrificios. Para llegar al patio se debía atravesar un circuito de más de cuatrocientos pasos por donde se llevaba a los auquénidos al altar de sacrificios, que se encontraba al final. Detrás del altar, un pasadizo oscuro conducía a los aposentos del Villac Umu, que bordeaban el patio: eran pequeñas moradas construidas de adobe y con techos de paja y tenían distintos propósitos; entre ellos, albergar a los sacerdotes del Sol. El Inticancha estaba construido de adobe y quincha y lo rodeaba un muro curvo de una sola entrada. No era suntuoso, al menos no tanto como los palacios de los Incas que fueron construidos posteriormente, pero tenía un hálito de sacralidad: era uno de los recintos más antiguos de Qosqo.
Durante las ceremonias, la nobleza se situaba en el patio central, mientras que los soldados tomaban posición tanto alrededor del patio como en la entrada; también en el muro que rodeaba el templo, para así tener una ubicación privilegiada que les permitiera visualizar cualquier ataque externo.
Apenas los niños entraron al patio, reconocieron al Villac Umu, que presidía de pie la ceremonia; era fácilmente identificable por su gran tiara triangular, que estaba adornada por largas plumas de aves exóticas y coloridas traídas de lugares muy lejanos, como el guacamayo, el pilco y el páucar; las plumas daban color a su tocado, llamado huampar chucu. En su frente ceñía una tiara donde portaba una patena circular de oro que simbolizaba al Sol, mientras que, bajo la barbilla, reposaba una media luna plateada representando a Mama Quilla (la Luna). No solo la cabeza del Villac Umu destellaba ante la luz solar: el oro y otras piedras preciosas ataviaban su túnica de fina lana blanca de vicuña, una de las fibras más suaves conocidas y de la cual se desprendían flecos colorados que cubrían un cuerpo decrépito.
El viejo Villac Umu había visto el ascenso y caída de dos Incas: Inca Roca y Yahuar Huaca. Muchos aseguraban, incluso, que los había propiciado, pero nunca habían logrado probarlo. Sabía mover con audacia sus hilos en la telaraña de conspiraciones palaciegas, protegido siempre por su círculo de confianza, que aquella mañana, una vez más, se encontraba a su alrededor. Este círculo consistía en un grupo de sacerdotes-adivinos (o tarpuntaes). Los tarpuntaes debían su nombre al ayllu Tarpuntay, de donde eran escogidos: eran los sacerdotes de mayor jerarquía en el oficio ritual, dedicados al culto del Sol, por lo que también eran llamados “sacerdotes del Sol”. Dedicados a un estricto régimen de ayuno, basado en maíz y hierbas, se habían corrompido bajo los intereses de los custodios cusqueños. Debajo de ellos se encontraban los huatuc o adivinos, presentes en los oráculos para interpretar los designios. En un tercer nivel estaban los umu (hechiceros) y los ñacac (o carniceros), encargados de degollar a los animales durante el sacrificio. Completaban la jerarquía sacerdotal los guardianes de adoratorios locales o ayllus, ancianos y ancianas que vivían en castidad perpetua y resguardaban a las vírgenes del Sol.
Sin embargo, en una ceremonia de esa clase, solo los tarpuntaes tenían derecho de estar cerca al Villac Umu.
Frente al Villac Umu se encontraban, también de pie, los líderes de cada una de las panacas y ayllus custodios de Qosqo. El nombre de panaca proviene de la raíz “pana”, que designa a la hermana de un varón; cada noble pertenecía a una panaca según su ascendencia materna. La nobleza incaica se distinguía por los grandes discos de oro que colgaban de sus orejas; estos discos eran insertados en la ceremonia de mayoría de edad o Huarachico, donde se horadaban por primera vez las orejas y, poco a poco, se iban reemplazando por un disco mayor que ampliaba el tamaño del lóbulo. Si cayesen prisioneros de guerra y el enemigo los despojase de todo tesoro, tendrían un distintivo físico que los seguiría identificando como miembros de una clase social superior.
Además de aquel distintivo, las panacas se diferenciaban por su vestimenta. Los hombres vestían con la huara, un taparrabo que les era entregado en el Huarachico: la huara le daba su nombre a esta ceremonia y simbolizaba la virilidad entre los adultos. Sobre la huara iba el uncu, una camisa sin mangas que cubría desde el cuello hasta las rodillas. Sobre los hombros llevaban una yacolla, un manto colorido y amarrado al cuello, decorado con tocapus, figuras que combinaban rombos, triángulos y cuadrados. Cada panaca y ayllu tenía un conjunto de tocapus y colores que los distinguían, formando un conjunto vistoso de símbolos y figuras geométricas con significado propio.
En cambio, el rango y posición eran señalados por los chucus, gorros troncocónicos con plumas de aves. Si el color era de un único tono oscuro, se trataba de un rango noble, pero no de la realeza, cuyo distintivo era la policromía.
Asimismo, los miembros de las panacas Hanan y Hurin se diferenciaban según la forma de la diadema que llevaba el chucu. Los Hanan llevaban una diadema trapezoidal, mientras los Hurin, una circular. Cuando el Inca llamaba a la guerra, los nobles portaban cascos con coronas de plumas. Los tocados y túnicas eran valorados por los guerreros, pues eran regalos reales, hechos con materiales difíciles de conseguir.
El Villac Umu esperó a que el gobernador Roca ingresara con la familia real para iniciar sus oraciones. Mientras tanto, Túpac Yupanqui explicaba en voz baja a Cusi Yupanqui, su hermano menor, las funciones y rangos de cada uno de los presentes: había memorizado el significado de los tocapus dibujados en los mantos de cada panaca.
—Al asumir el mando, cada Inca deja su panaca y forma su propia panaca, que cuidará su momia. Allá, donde ves al tío Vicaquirao, está la panaca encargada de cuidar a nuestro bisabuelo Inca Roca. Al morir, él le encargó cuidar de su cuerpo, por lo que la panaca tomó su nombre: Vicaquirao panaca. A su lado está la Aucaylli panaca, que cuida a nuestro tío Yahuar Huaca.
El pequeño Cusi escuchaba absorto, mientras admiraba, con sus ojos de puma, los coloridos chucus que le daban extravagancia al ambiente.
—Lo mismo sucedió con la Apo Mayta panaca —continuó Túpac—, que tomó el nombre del tío Apo Mayta, encargado de cuidar a Cápac Inca Yupanqui. Es la única panaca del Hurin Qosqo que veo, junto a la Masca panaca, que ha venido junto con el Villac Umu. No veo a la Chima panaca, o a la Raurahua panaca, o a los ayllus custodios de Hurin Qosqo.
—Algo está mal —señaló Cusi mirando a su alrededor—. ¿Por qué han faltado la mayoría de panacas Hurin? —le preguntó a su hermano.
Túpac notó que Cusi tenía razón: los soldados estaban tensos, murmuraban, cruzaban miradas, sus puños tomaban las hachas con tensión. Túpac Yupanqui le avisó a su hermano mayor.
—Te advirtieron que no interrumpieras la ceremonia —lo reprendió el Pequeño Roca.
—Los soldados —dijo Túpac, retraído— se están comportando raro.
Roca dio un vistazo rápido. También se percató de que los soldados actuaban con extrañeza, miraban a todos lados y se desplazaban nerviosos sobre su puesto. Era como si supieran que algo iba a suceder.
—Anda cuida de nuestro hermano —se limitó a responder el Pequeño Roca—. ¿Conoces un escondite en este lugar? —Túpac asintió; en más de una ocasión había jugado entre los recovecos del templo mientras su padre los llevaba de visita al Villac Umu—. ¡Escóndete con él, rápido! —ordenó el hermano mayor en voz baja, pero firme, para luego dirigirse donde su tío.
El Pequeño Roca jaló del manto a su tío Roca, pero este lo apartó y continuó con las oraciones al panteón de dioses incaicos que repetía el Villac Umu. Ante la negativa, se dirigió donde su tío abuelo Vicaquirao, abriéndose paso entre los nobles cusqueños.
—Algo está mal con los soldados —le susurró.
Vicaquirao era un viejo y experimentado general cusqueño, marcado por la guerra con cicatrices tanto en el cuerpo como en el espíritu. Medio hermano de Yahuar Huaca, había peleado fielmente junto al padre del actual Inca Viracocha y sofocado la rebelión de los muynas y los pinahuas cuando este asumió el poder. Curtido en batalla, supo captar lo que los ojos de los niños habían percibido: las oraciones eran una distracción, algo malo se ocultaba detrás de la parafernalia de esta ceremonia. Su rostro, arrugado y duro como la piedra, hizo una mueca de descontento. Le hizo una seña a Apo Mayta, quien tomó al Pequeño Roca del brazo y lo alejó de la sala. Apo Mayta era hermano de Vicaquirao, tanto de sangre como en batalla: ambos habían acompañado a dos Incas a la guerra, a su hermano Yahuar Huaca y ahora a su sobrino Viracocha. Apo Mayta sujetó con fuerza su chictana (hacha adornada con plumas), que reflejaba su alto rango en el ejército y la nobleza; con la otra mano jalaba al Pequeño Roca. No podía dirigirse hacia la salida, pues el largo pasadizo era el lugar perfecto para una emboscada. El templo, lamentablemente, solo tenía un acceso; lo más seguro era proteger al niño bajo techo.
Dos soldados se dirigieron hacia la salida, una acción infrecuente a mitad de una ceremonia, más aun sin haber recibido una orden. Los otros soldados tomaron sus armas con ansiedad, los lanceros dieron vuelta a sus lanzas, los guerreros tomaron una flecha y la cargaron en su estólica. Apo Mayta se dio cuenta de que era demasiado tarde para ir hacia algún lugar: estaban listos para el ataque.
No alcanzó a dar un paso más cuando un grito de guerra invadió el lugar. Los soldados apostados sobre el muro lanzaron una primera ola de flechas al aire, que cayeron sobre una multitud que empezó a correr desesperada por el patio.
—¡Corre! ¡Escóndete! —le gritó al Pequeño Roca mientras lo soltaba de la mano para empuñar su chaska chuqui, una maza con puntas de oro en forma de estrella.

En cuestión de segundos, el lugar pasó de ser un apacible templo donde se respiraba sacralidad a un campo de batalla sumido en el caos. El Pequeño Roca buscó a su tío Roca con la mirada, pero no lo encontró; luego buscó a sus hermanos. Un custodio cayó muerto frente al muchacho: tenía el cráneo reventado por una piedra lanzada con una huaraca. Roca quedó paralizado, nunca había visto a un muerto; una lanza le zumbó cerca y tuvo que usar el cadáver como escudo para no terminar igual. Lo levantó con esfuerzo y se colocó debajo de él para protegerse de piedras, flechas y lanzas que atravesaban el Inticancha. El suelo estaba cubierto de sangre y muerte; los que seguían en pie se batían a hachazos y mazazos. Los nobles de las panacas que su hermano Túpac había descrito hacía unos momentos yacían agonizantes; muchos de ellos eran sus parientes. La mente del Pequeño Roca se dirigió a sus hermanos. ¿Dónde estarían? Pensó con rapidez en algún lugar donde pudieran haberse escondido. Miró alrededor, el patio central estaba rodeado por soldados que acribillaban sin distinción a todo aquel que quisiera escapar. Desde arriba, huaraqueros y lanceros disparaban a mansalva y cada vez quedaban menos nobles en pie: los que estaban armados se defendían con valentía, esquivaban flechas, repelían soldados.
Alguien había tendido la trampa perfecta, pero los hermanos del Pequeño Roca eran más inteligentes que los nobles. Si alguien podía escapar a salvo, eran ellos. De pronto, recordó al Villac Umu. Debía de haber escapado, ya que no advertía su gran tiara ni entre los caídos ni entre los que luchaban a pie. La idea le cayó como un rayo: el lugar más seguro tenía que ser donde se encontrara el Villac Umu. El Pequeño Roca corrió hacia el altar de sacrificios sorteando piedras y flechas que, por fortuna, no estaban direccionadas hacia él; los rebeldes estaban más enfocados en acabar con los soldados leales que con un joven desorientado. Con prisa, buscó refugio detrás del altar.
Desde allí observó, con la cabeza al ras del suelo, un par de piernas que entraban triunfantes, alardeando en medio de los cuerpos. Una voz conocida resonó. Cámac, antiguo pretendiente al incanato y uno de los más influyentes nobles entre las panacas Hurin, gritó con voz potente:
—¡Alto! ¡Es inútil seguir peleando! ¡La rebelión ha empezado! ¡Los Hurin tomaremos el lugar que nos corresponde por derecho de sangre!
Los soldados respondieron con un bramido. Algunos nobles armados se mantenían de pie y formaban un círculo espalda con espalda, comandados por Apo Mayta y Vicaquirao. En el medio de este círculo estaba el tío Roca, herido por una flecha.
—Bajen las armas, son superados en número —insistió Cámac.
Apo Mayta bajó su macana con renuencia; pese a saber que era suicida seguir luchando en inferioridad de condiciones, se negaba a dar una pelea por perdida.
—Has traicionado a tu Inca —masculló Vicaquirao, lleno de ira.
—Mi Inca era Yahuar Huaca —respondió Cámac, aun con más furia—. ¡Mi Inca fue arrastrado hasta este mismo lugar por sus enemigos! ¡A mi Inca lo insultaron, lo abofetearon, lo mearon y lo mataron a patadas! ¡Mi Inca fue traicionado por aquellos a quienes tú sirves ahora! ¡Sabes que yo era el sucesor legítimo! ¿Quién es el traidor, entonces?
—El Consejo no te eligió a ti, así como tampoco a mí, ¡acéptalo! —replicó el tío Roca, que respiraba con dificultad.
—El Consejo es una manada de viejos corruptos. El Consejo ha asesinado a más Incas que todos nuestros enemigos, ¿y te atreves a decir que yo soy el traidor?
El Pequeño Roca quería continuar escuchando la conversación, pero su deber era encontrar a sus hermanos. Frente al altar estaba el pasadizo que conducía a los aposentos del Villac Umu. Si sus hermanos estaban a salvo y habían seguido los escondites de siempre, tendrían que estar ahí.
Al momento en que Túpac tomó del brazo a Cusi, ambos hermanos corrieron por instinto hacia el lugar donde se hallaba el Villac Umu. Cuando acompañaban a su padre Viracocha en sus visitas al Sumo Sacerdote, ellos se entretenían escondiéndose y buscándose entre los recintos del templo; esos juegos les podrían ayudar ahora a salvar la vida. Tomaron el pasadizo y pensaron escabullirse a escondidas con el Sumo Sacerdote, pero, a mitad del camino, la rebelión estalló. Cuando los presentes alejaron sus miradas del Villac Umu para fijarlas en los soldados que irrumpían en el salón principal con alaridos, el Sumo Sacerdote aprovechó la distracción para darse media vuelta y huir protegido por los nueve tarpuntaes que lo acompañaban en la ceremonia. Túpac y Cusi aprovecharon la situación y lo siguieron a una distancia pr
