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Decamerón (Los mejores clásicos)

Giovanni Boccaccio

Fragmento

cap-2

1

Tradición medieval[1]

El Decamerón, una vez concluida su arquitectura y los cien cuentos que lo componen, circulaba desde no hacía muchos años por las grandes vías de los intercambios culturales y comerciales de Italia, cuando una carta de Francesco Buondelmonti (sobrino y agente de toda confianza del senescal mayor[2] Niccolò Acciaiuoli), enviada a Florencia, en el mes de julio de 1360, a nombre de Giovanni Acciaiuoli (primo de Niccolò y elegido por aquel tiempo arzobispo de Patras), ya rezuma toda el ansia con la que las primeras copias se leían, se cambiaban, y a veces ávidamente se robaban:

Señor reverendo, como veréis, Monte Bellandi escribe a su mujer para que os dé el libro de cuentos de micer Giovanni Boccaccio, libro que es mío, así que os ruego quantum possum que os lo hagáis dar; y si el arzobispo de Nápoles no ha partido, os ruego que se lo mandéis, es decir, a sus camareros, y que no lo dé ni a micer (Niccolò Acciaiuoli) ni a nadie, sino a mí. Y si el arzobispo ha partido haced que se lo den a Cenni Bardella: que lo mande a l’Aquila o a Surmona, o vos me lo mandáis por quien vos queráis para que llegue a mi poder; y tened cuidado de que no vaya a parar en manos de micer Neri porque entonces no lo recuperaré. Yo os lo doy porque de vos me fío más que de nadie, y me es muy querido: y tened cuidado con no prestarlo a nadie, porque muchos os resultarían descorteses...

El mismo entusiasmo, la misma trepidación, la misma alegría, de descubrimiento casi, aviva el prólogo que, en aquellos mismos años, un admirador anónimo antepuso a algunos extractos del Decamerón conservados en el códice Magliabechiano II II 8 de la Biblioteca Nacional de Florencia. Tras elogiar en general a los escritores de temas amorosos, el anónimo prosigue así:

... entre los otros, de los que en este momento yo me acuerdo, el que merece, sí, alabanzas y fama perfectas, es el valeroso micer Giovanni di Boccaccio, a quien Dios conceda larga y próspera vida, tal como a él mismo place. Este hombre, de poco tiempo a esta parte, ha compuesto muchos y muy entretenidos libros, sea en prosa que en verso, en honor de esas graciosas mujeres cuya magnanimidad en las cosas deleitables y virtuosas se complace en practicar, y oyéndole leer o leyendo esos libros y hermosas historias se recaba sumo placer y deleite, con lo que a él aumenta su fama y a vos el deleite. Y entre todos los libros compuso uno muy hermoso y divertido, intitulado Decamerón: el cual trata, como vos debéis saber si lo habéis oído leer, de una alegre compañía de siete doncellas y de tres jóvenes...

Quien esto escribía pertenecía —por lo que se puede deducir de sus características gráficas— al ambiente mercantil florentino; con toda probabilidad al que gravitaba en torno a la compañía de los Bardi. O sea, formaba parte —como los Buondelmonti y los Acciaiuoli— de aquella alta sociedad burguesa que había puesto los fundamentos de las grandes fortunas del Comune florentino entre el siglo XIII y el XIV; que, en cierto sentido, había convertido a Florencia en el centro financiero más vivaz de la Europa civilizada de entonces, el centro que movía ágilmente los millones con el nuevo y genial instrumento de la letra de cambio.

Y difundía, también prontamente, a través de sus mil canales, aquellas obras que más se adherían al gusto de sus habitantes. Si los Buondelmonti, los Acciaiuoli, los Bardi, los Cavalcanti (ep. XXI de Boccaccio) aparecen, directa y tempranamente, como actores apasionados en la escena de la difusión del Decamerón, su propia tradición manuscrita refleja todavía, de modo bastante claro, el entusiasmo y la laboriosidad de aquellos ambientes burgueses y mercantiles a favor de la fortuna europea del Decamerón, sin comparación con ninguna otra obra. Entre los manuscritos de los últimos cincuenta años, entre el Trescientos y el Cuatrocientos —hasta donde mis investigaciones pueden alcanzar—, más de dos tercios contienen indicios concretos y seguros de pertenencia a aquellas familias; mientras, por el contrario, faltan totalmente ejemplares que revelen que hayan formado parte de bibliotecas ilustres o que hayan salido de los más acreditados talleres de amanuenses. Como indican las descripciones de los códices, el Decamerón estaba en aquellos años en manos de conspicuas familias de mercantes, sea de Florencia, como los Capponi (Paris. It. 482), los Raffacani y los chamarileros Del Nero (Barberiniano lat. 4058), los Bonaccorsi (Ambrosiano C 225), los Verazzano (Laurenziano XC sup. 106II), los Fei (Laurenziano XLII 4) y los Vitali, todos ellos agentes de los Bardi (Paris. It. 62), los Del Bene, los Rosati, los Deti, los Bigati (códices que ahora no se pueden hallar); sea de otras ciudades de Italia, como los sieneses Allegretti (cod. Ginori), los Franceschi en Arezzo (Laurenziano XC sup. 106I), los venecianos Cabrielli (Londinés 10297), los Cavalcanti en Nápoles (códice que tampoco ahora se puede encontrar). Es más, el Decamerón participaba de aquella compleja trama de vicisitudes financieras que constituía la aventurera vida de aquella sociedad: ya que podemos sorprender repetidamente, en los márgenes de esos códices, no solo rastros de cuentas, de alquileres, de préstamos, sino también algunas veces la documentación que prueba que aquellos mismos manuscritos fueron objeto de transacciones comerciales, de empeños, de disputas hereditario-financieras (por ejemplo, Laurenziano XC sup. 106I, Barberiniano lat. 4058); o ya que tampoco es difícil detectar a veces en el texto mismo, modificaciones, glosas, añadidos, integraciones que revelan intereses o tendencias mercantiles.

Este mismo ambiente característico evoca los nombres de los amanuenses de excepción, personas de diversas condiciones y profesiones que se han metido a escribanos, se han adaptado al paciente y largo trabajo para satisfacer un deseo personal, para tener siempre consigo aquel texto de moda, apasionante y apreciadísimo: Giovanni d’Agnolo Capponi, prior para las artes mayores[3] en 1378 (Paris. It. 482), Piero Daniello de Piero Fei, y Lodovico de Jacopo Tommasini, mercaderes, como revela también la composición de los códices (Laurenziano XLII 4 y cod. Nacional Florencia II II 20), micer Taiuto de Balduccio di Pratovecchio, notario (Laurenziano XC sup. 106II), Francesco de Nanni de Piero Buoninsegni, que copiando el Decamerón a lo mejor intentaba engañar la soledad de su trabajo en Montalcino (Laurenziano XLII 6), Lodovico de Silvestro Ceffini, comerciante y operario de la Catedral (Parig. It. 63), Filippo de Andrea de Bibbiena —probablemente un agricultor acomodado—que copiaba la obra «para sí y para sus parientes y amigos» (Chigiano M VII 46), el sienés Ghinozzo de Tommaso Allegretti que buscaba en el Decamerón confortación para su confinamiento boloñés («escrito por mí... en el confín y aún peor» cod. Ginori); y lejos de Florencia, y una vez más en tierras venecianas, Domenico Caronelli, prestigioso ciudadano de Conegliano (Vaticano Rossiano 947). Y la enumeración podría continuar con varios códices más que, aunque no lleven ninguna nota que indique y especifique el origen, revelan a través de la grafía o a través de notas ocasionales, su procedencia de aquellos mismos ambientes (por ejemplo, el Laurenziano XLII 2, el Magliabechiano II, II, 8, el Palatino de Parma 24). También el más famoso y venerado códice del Decamerón, el escrito por Francesco de Amaretto Mannelli, gravita de algún modo en esta órbita, máxime si pensamos en la familia del excepcional copista y en el posible destino de la transcripción. Y si, como veremos, debemos esperar el 1467 para contar con una espléndida ilustración del Decamerón, de carácter literario y aristocrático, realizada por Taddeo Crivelli para Teofilo Calcagnini (el códice ahora de lord Leicester), abundan, en cambio, precisamente en aquellos manuscritos mercantiles, los dibujos del tipo más corriente y popular, consagrados en la amplia serie de 112 tablas del códice de Lodovico de Silvestro Ceffini (Paris. It. 63).

Frente a este éxito extraordinario, una singular frialdad parece entumecer los ambientes más específicamente literarios. Es vana la búsqueda, incluso después de varios años, y también después del reconocimiento más oficial de la fama de Boccaccio, de un testimonio del mundo de la cultura que corresponda a aquella explosión de entusiasmo burgués. El famoso juicio de Petrarca en la última de las Seniles (XVI 3) —la que contiene la traducción latina de la Griselda («Librum tuum quem nostro materno eloquio, ut opinor, olim iuvenis edidisti nescio quidem unde vel qualiter ad me delatum, vidi: nam si dicam legi, mentiar...»)—,[4] si bien, como he demostrado en otro lugar, hay que reducirlo a sus límites estrictamente literarios (remeda a Séneca, Ad Lucil. XLVI) lejos de todo sobreentendido desinterés, sin embargo parece que ilustra la actitud reservada y casi de pretendida ignorancia de aquel primer ambiente humanista. Un desapego, veteado de desdén retórico y humanista, es lo que pone efectivamente de manifiesto toda la siguiente generación que, no obstante, es proclive al elogio y a la exaltación del Boccaccio literato: Filippo Villani, Benvenuto de Imola, Coluccio Salutati, Leonardo Bruni concuerdan en esta actitud y en la cita marginal, y a menudo ni siquiera explícita, del Decamerón. Y no es que ciertamente sea solo la cuestión de la lengua la que determine esta posición negativa: no en vano, el mismo Petrarca en otra de las Seniles (la V 2) demuestra que se interesa, con otro diverso ardor, por las rimas en vulgar de su gran amigo, y a estas mismas rimas aluden, con vivo interés, los literatos del ocaso del siglo.

Pero frente a la duración de esas desconfianzas culturales no se atenúa el entusiasmo burgués, sino que se dilata hasta el ambiente populachero: lo demuestra la multiplicación de los códices, la imitación cada vez más frecuente, la circulación de los cuentos, escuchados ávidamente por el pueblo, de labios de los juglares y de los cuentistas callejeros, tal como pueden testimoniar tanto Sacchetti como el Paradiso degli Alberti: y toda una serie de cantares y de ilustraciones de arcones nupciales que vuelven a proponer cuentos y temas del Decamerón.

Esta contraposición de entusiasmos y de intereses no deriva de condiciones ambientales o de razones episódicas. Su origen procede de elementos característicos de la obra de Boccaccio que se reflejan, de manera decisiva, en el éxito que recaba, antes de la alta y definitiva consagración lingüística.

Es decir, el Decamerón se asoma a la escena de la cultura de los últimos decenios del Trescientos, no como una obra ennoblecida por un reconocido blasón de gloria literaria, sino como un libro de amena lectura, como una obra creada no para ser saboreada por los literatos refinados, sino para el gozo de los lectores más comunes y más ingenuos. Los mercaderes del círculo de los Acciaiuoli o las mujeres de la casa Cavalcanti, a quienes Boccaccio desaconseja la lectura de su libro (ep. XXI), constituyen el primer corrillo de lectores a quienes sorprendemos encorvados sobre el Decamerón, y tienen verdaderamente un valor simbólico en este episodio de nuestra vida del Trescientos.

El Decamerón no se insertaba en el grandioso curso de la cultura clásica veneradísima ya por aquel nuestro protohumanismo y aún antes por el prehumanismo toscano; no procedía tampoco de la tradición medieval más aristocrática, y que idealmente se colocaba junto a los grandes ejemplos clásicos, o sea, de la tradición lírica. Si acaso, había que buscar sus antecedentes en la lujuriosa y enmarañada producción narrativa de carácter burgués y populachero: en aquella producción de tono inferior y sin pretensiones literarias que, difundida también por vía oral, era requerida por la sociedad media de los siglos precedentes como uno de los más cotidianos pasatiempos. El Decamerón parecía a aquellos lectores la obra maestra en este campo, el genial arreglo de una materia muy amada, pero todavía tosca y en estado fluido, necesitada sobre todo de un ordenamiento armónico y estable. No cundía frente a esta obra el respeto y la admiración, como pasaba con las obras maestras literarias, sino, como revelan los códices, la gozosa y familiar confianza que permitía manipulaciones y supresiones e inserciones de nuevos cuentos y mezcolanzas con otras narraciones; o sea, la confianza del lector que conformaba el libro más suyo a sus propios gustos, a sus propias necesidades, a sus propias preferencias. Es decir, el Decamerón surgía como una obra del todo extraliteraria, como, por otra parte, subrayaba el mismo Boccaccio en el Proemio («acorriendo y favoreciendo a los que aman ... me propongo relatar aquí cien narraciones, o fábulas, o parábolas, o historias, o como queramos llamarlas»), aunque bajo otro aspecto expresase una conciencia renovadamente sentida de su compromiso cultural y poético (IV intr., especialmente 36).

Es más, para aquel ambiente protohumanista, que ya dominaba la cultura italiana de la segunda mitad del Trescientos, la obra se presentaba probablemente bajo una luz no solo extraliteraria, sino casi antiliteraria. Aquellos hombres, después del oscurecimiento que siguió al gran clasicismo medieval, iban redescubriendo y retejiendo arduamente los hilos de la muy venerada tela de la cultura clásica. Poseían la suprema ambición de situarse junto a los latinos, saltando —o casi— la cultura medieval. Con apasionada trepidación, sentían que se debían confiar a las letras las «dignidades» y las «razones» supremas del espíritu. Una obra, como el Decamerón, que tiende toda ella hacia la cultura y el mundo medieval y la novela, embebida toda ella en la tarea de recoger y componer estudiosamente las fantasías amadas por el vulgo, en aquella atmósfera no podía por menos de resonar casi como una afirmación polémica: como trasluce quizá incluso en el emocionado epitafio que Salutati dictó para Boccaccio, y en cuyos elegantes pliegues es posible divisar un reproche tácito: «te vulgo... percelebrem».

Si estas interpretaciones o, mejor, estas actitudes, no son más que el resultado de una situación cultural episódica, aquellas reacciones diversísimas que caracterizan la primera difusión del Decamerón, parecen como reflejos seguros y reveladores de su tradición resueltamente, si no exclusivamente, medieval y romance.

En la materia del Decamerón, vasta y compleja si las hay, el mundo clásico está prácticamente ausente. El único cuento de ambiente grecolatino, el de Tito y Gisippo (X 8), revela claramente una escenografía completamente convencional e iluminada por las más características y deformadoras luces de la literatura medieval: no es más que una adobada transcripción de una de las más elogiadas obras de aquella época, la Disciplina clericalis, enriquecida a base de elementos derivantes de un poemita de Alejandro de Bernay. Los dos únicos cuentos mediante los cuales se puede traer a colación una fuente clásica, es decir, el 10 de la V jornada y el 2 de la VII jornada, no prescinden de intermediarios y de contaminaciones con versiones posteriores reflejadas en fabliaux y en versiones populares. Por otro lado, proceden precisamente de un escritor latino, Apuleyo, que fue considerado casi como un precursor por la cultura medieval, tal como atestigua el propio Boccaccio (De Genealogia V 22); del único autor de la literatura griega y latina que, justo como Boccaccio, prestó atención a las narraciones del pueblo y las juzgó dignas de una consagración literaria.

Frente a la amplitud con la que los narradores del Renacimiento obtienen material de aquel tiempo, y también frente a la complacida predisposición de ciertos narradores de los siglos XIII y XIV para rescatar y variar las antiguas gestas épicas o históricas, esta actitud de Boccaccio revela al mismo tiempo una precisa voluntad de artista y una inclinación natural para la fantasía. Boccaccio hubiera podido, más que cualquier otro contemporáneo suyo, extraer amplia materia narrativa de sus vastos conocimientos de las literaturas; y la extrajo, de hecho, para sus obras sucesivas, así como en otros precedentes escritos suyos —desde las Epistole y desde la Teseida a la Amorosa Visione y al Ninfale Fiesolano— se podían encontrar ecos, aunque solo fuera exteriormente, de aquellos altos textos para él ejemplares.

En el Decamerón, por el contrario, incluso cuando se le presentan naturales y sugestivos los modelos clásicos, Boccaccio parece que deliberadamente los rehúya y excluya, para dirigirse de nuevo a los admirados textos medievales. Ya hemos mencionado las contaminaciones de los cuentos 10 de la V jornada y 2 de la VII jornada; pero la preferencia y la supeditación de las fuentes medievales a las clásicas se repiten en el cuento de Cimone (V 1), bastante más próximo a un episodio de la historia de Barlaam y Josafat que a las novelas griegas propuestas por Rhode, y que, sin embargo, Boccaccio debía conocer; en el cuento de Andreuccio de Perugia (II 5) desaparece casi por completo la huella de un episodio de la Historia de Habrócomes y Antia de Jenofonte Efesio (conocida por Boccaccio) para dejar espacio al triunfo de un fabliau, Boivin de Provins; en el cuento del arcángel Gabriel (IV 2), las posibles referencias ovidianas se encuentran sofocadas por la presencia de la narración del Pseudo-Egesippo. Y no sería difícil multiplicar los ejemplos, máxime cuando uno de ellos marca inconfundiblemente y casi ejemplarmente al Decamerón ya desde sus primeras notas, es decir, desde la famosa evocación de la peste en la sombría ouverture de la obra. Boccaccio, aunque conociera indirectamente la trágica descripción lucreciana a través de Macrobio y de otros autores de glosas de las Geórgicas, modeló sus grandiosas y terribles páginas al hilo de las que Paolo Diacono —un escritor que utilizaba frecuentemente— había compuesto para describir la peste que atormentó varias provincias de Italia en los últimos meses del imperio de Justiniano (Hist. Lang. II 4-5).

Aunque las fuentes medievales no se impusieran de forma tan resuelta, hasta el punto de desbaratar las clásicas, bastaría la predisposición de Boccaccio a «contaminarlas» con tanta desenvoltura, para considerar como medievales su técnica artística y su propia fantasía de poeta. Por otra parte, al fundir airosamente y sin preocupaciones, textos y ejemplos diversísimos, dicha fantasía era inclinación constitucional para Boccaccio: no en vano, como demostré en otro lugar, en sus poemitas juveniles se puede encontrar la tradición de la gran épica latina de Virgilio y de Estacio y la reciente y populachera de los cantari, e incluso en sus obras posteriores —desde el De Genealogia a las Esposizioni— confluyen y se entremezclan excelentemente los filones más vivos de las dos culturas.

Esta sensibilidad, esta adhesión a la literatura y a las tradiciones de los siglos inmediatamente precedentes —tan alejada de la despectiva frialdad de Petrarca y de sus amigos— se refleja o, aún mejor, se amplía, en la franca y abierta simpatía y en el agudo buen gusto mediante el cual se pondera y acoge en el Decamerón la vasta y enmarañada narrativa populachera de la Edad Media. Casi dos tercios de los antecedentes que se pueden hallar para los cuentos del Decamerón, pertenecen a esa literatura; y la misma poesía populachera de aquellos siglos —desde los cantari a los lamenti, de las canzoni a ballo a los rispetti— encuentra en el Decamerón los recuerdos y reflejos más ilustres, los que en varios casos lo han salvado del olvido.

Pero la adhesión de la fantasía de Boccaccio a este mundo se revela en el tono, en el colorido de la narración, más aún que en los repetidos temas del contenido. Los lances de amor y las bromas salaces están contadas con la despreocupada y jovial jocundidad de los fabliaux; autorizados proverbia introducen o concluyen, a menudo característicamente, los cuentos amonestadores; al socaire de la sentida piedad de los lamenti, se modulan las historias dolorosas y tristes; las altas tragedias de amor y muerte son escandidas al hilo de los ritmos dolientes y grandiosos de las obras que remedan las novelas francesas; las azarosas aventuras a lo largo del Mediterráneo o por Europa occidental, poseen el ritmo rápido y desenfadado de los relatos de los mercaderes florentinos, los verdaderos «conquistadores» de aquella época; los episodios maravillosos y fabulosos despiden las chispas de las luces de la fábula y de los encantamientos corales de los cantari.

Y esta materia, estos modos, esta compleja tradición son acogidos y compuestos, y en cierto sentido ennoblecidos, por Boccaccio mediante una técnica y un narrar absolutamente armónico y congenial con el mundo en que habían nacido y vivían. Falta toda insistencia en los oropeles antiguos, falta toda complacencia por los almidonados clásicos, del tipo de los empleados por Petrarca incluso para figuras y episodios extraños al mundo grecolatino, o del tipo de los que tanto gustaban a los cuentistas de la siguiente época.

Lejos de todo esquema y de todo ritmo de aire ciceroniano (citados, ¡ay!, impropiamente, incluso por los críticos más ilustres desde De Sanctis a Croce), Boccaccio logra una digna redacción y una superior armonía si acaso gracias a la renovación de las sugerencias de la técnica medieval del cursus y de la prosa rimada; sin prescindir de las largas series de versos que recalcan, característicamente, los momentos salientes de los cuentos. Uno tendría tentaciones de decir que la más famosa prosa de la Edad Media europea lo es porque fue escrita en verso en su mayor parte, o mejor dicho, porque Boccaccio fue el primero que se dio plena cuenta de las ineludibles, y en parte semejantes, necesidades musicales de la prosa y de la poesía. Pero esa técnica de la prosa rimada (que aparece estilizada en las experiencias efectuadas desde Apuleyo y san Agustín hasta Isidoro de Sevilla y Guittone de Arezzo, sobre todo, como una técnica ad augendam maiestatem et solemnitatem) fue interpretada por Boccaccio con soberana y genialísima libertad. Se puede decir que en ella no figura ninguna presentación de momentos humanos, tamizados por la ironía o la caricatura, que no esté profundizada y al mismo tiempo aligerada por esas notas, entre lo grotesco y lo burlesco, que emanan del inteligentísimo contrapunto de los versos.

En otro sentido, todos los cuentos que Boccaccio define en la IV jornada, precisamente con un verso dantesco,

le miserie degli infelici amori ...

ch’hanno gia contristati gli occhi e’l petto[5]

es decir, los grandes cuentos de amor y muerte a partir de los cuales se entreteje la mayor parte de la IV jornada, se modulan al compás de estas cadencias, unas veces graves y melancólicas, otras veces duras y despiadadas. Basta fijarse en la mesuradísima sinfonía del inmenso dolor y de la pasión inmortal de Ghismunda, que Boccaccio orquesta con las más altas y dolientes notas, con una continua composición de ritmos poéticos que se concluyen con la íntima imagen, desagradable y grandiosa a la vez, de Ghismunda —una nueva Dido—, que muere sobre el corazón sangrante que su cruel padre ha arrancado a su amante, y que exclama su postrer adiós (IV 1, 61):

Velati gli occhi e ogni senso perduto...

al suo fine esser venuta sentendo,

strignendosi al petto il morto cuore...

«Rimanete con Dio, che io mi parto»,

disse piangendo con sua ferma voce.[6]

Y siempre, de los tratados estilísticos y retóricos de los siglos precedentes se desprenden también los lujos literarios con los que Boccaccio, con singular complacencia, parece que quiere enjoyar su milagroso trabajo de mosaico: la insistencia en los números canónicos tres y diez, el fulgurante empleo de nombres alusivos o de correspondencia rápida con elaboradas perífrasis, y de los senhal, la calculada y escrupulosa distribución topográfica de los cuentos de acuerdo con una geografía completamente literaria y medieval: tres hechos que ha destacado bien y recientemente Billanovich, y que Curtius y De Bruyne han encuadrado en el complejo mundo ideal de aquel siglo. Y junto a estos elementos se plantea una serie de esquemas que se remontan a la preceptística: desde el canon de la premisa moral-didáctica en cada cuento, hasta la complacencia en articular el período conclusivo del cuento en tres componentes; desde el constante empleo de colores simbólicos (el blanco, el verde, el rojo, el rojinegro) para indicar las dotes o la situación sentimental de las mujeres, hasta el sapiente alternarse de «estilos», según los preceptos de los más autorizados tratados retóricos, desde Alberico de Montecassino hasta Giovanni de Garlandia.

Pero estas pragmáticas trabazones, estas decoraciones menores no son más que detalles de la general arquitectura gótica del Decamerón, que revela su grandiosa delineación, de forma más llamativa, en el organismo ideal de la obra y en el coherente «marco» en el que el autor ha querido insertarlo.

Boccaccio no se limitó a recoger y a reelaborar aquella vasta y diversísima materia, como luego harán más tarde los narradores, concentrados solamente en un intento literario. Aunque con una cierta libertad y aproximación (requerida por la índole del mismo trabajo y por su fantasía típicamente episódica), aunque alejado de toda intención abiertamente alegórica y de todo exceso de lo maravilloso, Boccaccio quiere dotar a su materia de un desarrollo coherente en sentido retórico y moral. Las teselas que había recogido cuidadosamente en la tradición medieval y que había vuelto a pulir espléndidamente, no podían ser arrojadas confusamente, como en un pavimento de mosaico veneciano, sino que debían —según las convicciones estéticas de aquella época y del propio Boccaccio— ser compuestas de acuerdo con un dibujo preciso y con un significado válido también en sentido metafísico. Justamente, según una secreta pero clara línea ideal y moral, también se desarrollaban en el Filocolo y en la Comedia las «cuestiones de amor» y las narraciones de las Ninfas, es decir, las anticipaciones más directas del Decamerón.

Y también es posible en esta obra advertir la filigrana de un dibujo que, aunque no sea absolutamente riguroso, sin embargo convierte al Decamerón en un auténtico libro, y no solo en una aglomeración o un centón de cuentos. Desde la primera hasta la última jornada, como ya intuyó elegantemente Ferdinando Neri,[7] se desarrolla un itinerario ideal que enlaza desde la recriminación áspera y amarga de los vicios de los grandes en la I jornada, con el espléndido y bien construido elogio de la magnanimidad y de la virtud en la X jornada.

Y puntos de lectura obligatoria son los amplios frescos que, a través de las diversas jornadas, desarrollan canónicamente la «comedia del hombre», el cual revela plenamente su propia humanidad y puede ser digno del espléndido reino de la virtud, midiéndose con las grandes fuerzas que, casi instrumentos de la Divina Providencia, parecen de alguna forma regir el mundo: la Fortuna, el Amor, el Ingenio. Y así se van sucediendo ordenadamente los variados y animados cuadros de los hombres, juguetes de la Fortuna (II jornada), y victoriosos sobre la Fortuna per loro industria (III jornada), o destinados a las más altas pruebas del gozo y del dolor humano, es decir, a las grandes aventuras pasionales, al reino de este soberano del mundo, de este regidor de los sabios y de los ignorantes, que es Amor (IV y V jornadas). Y luego los cuadros más punzantes y jocosos de los hombres que se afanan para domeñarse los unos a los otros y para superarse con la prontitud y la agudeza de Ingenio, sea en la veloz esgrima de las palabras ingeniosas (IV jornada), sea en los engaños y en las befas, que —como los lances de la Fortuna, y según los cánones de la literatura medieval— se desarrollan e insisten en la dominante materia amorosa (VII y VIII jornadas). Y así, tras la pausa de la IX jornada —en la que, como se declara explícitamente, retornan entremezclados aquellos variopintos motivos y también casi las tundiduras de aquellos grandiosos tapices—, desde la inicial recriminación de los vicios humanos, a través de la contemplación del concepto que tienen los hombres en sus dotes intelectuales y morales en los casos de Fortuna de Amor y de Ingenio, se llega, en la X jornada, al magnífico y fabuloso epílogo, al jardín en el que han florecido fantásticamente las más altas virtudes. Y aquí, el espléndido crescendo de la última jornada que parece que quiere fijar, en una solemne y encomiástica atmósfera, los más altos motivos, las mayores ideas-fuerza que habían regulado el desarrollo de la grandiosa y eterna comedia humana: parece consagrarles en una estaticidad casi metafísica. Porque la X jornada representa, bajo una nueva luz, la Fortuna (cuentos 1, 2, 3), el Amor (cuentos 4, 5, 6, 7), el Ingenio (cuentos 8, 9) como si fueran piedras de parangón de la nobleza del hombre, pero dominadas y superadas siempre por la Virtud, que sublima sentimientos y dotes puramente naturales hasta apiñar todavía en torno a Griselda, en último y sobrehumano ejemplo, altísimas expresiones de las tres grandes fuerzas (la fortuna, que convierte a una pobre pastorcilla en una espléndida dama; el amor, que transforma Gualtieri y que hace heroica a Griselda; el ingenio, que Gualtieri emplea para poner a prueba a la esposa). Pero por encima de ellas y victoriosa sobre ellas, resplandece la Virtud, la virtud de Griselda, casi consagrada y estilizada en un perfil rico de rasgos y de luces que se derivan del perfil tradicional de la Mujer, «criatura más que humilde y alta» (a este respecto es claro, por ejemplo, el eco de la profecía de Simeón y de las «Ecce ancilla» en las frases: «Todas aquellas palabras se hundían como cuchillos en el corazón de Griselda...» «Estoy presta y aparejada, señor»).

Un itinerario, para decirlo en palabras de Dante, «a principio horribilis et fetidus, in fine prosperus desiderabilis et gratus»;[8] un bosquejo que «inchoat asperitatem alicuius rei sed eius materia prospere terminatur»[9] (Epistole XIII 28-32); una galería de figuras que van desde Ciappelletto-Judas a Griselda-María (cfr. pp. LXVIII y ss.), es decir, una obra construida y desarrollada de acuerdo con el esquema establecido para la «comedia» por la más autorizada tradición medieval, desde Uguccione de Pisa y desde Giovanni de Garlandia hasta Dante. Una tradición esta no solo venerada y amada por Boccaccio, sino puntualmente reanudada por él en las Esposizioni (Acc. 25 y ss.) tras haber acogido un eco preciso ya en la Comedia: una exigencia artística teorizada luego en el libro XIV de la Genealogia (especialmente en los capítulos 9-13).

Pero para dotar de más claridad y solidez a este bosquejo, a este desarrollo ideal, Boccaccio lo encierra dentro de un «marco» que recalque, de algún modo, los monumentos sobresalientes, incluso más allá, e independientemente, de la explícita enunciación de los temas de las diversas jornadas. Desde el «hórrido comienzo» entre los lúgubres estragos de la peste, a través de la humana sabiduría de los cuentistas que les hace esquivar los terribles golpes de la Fortuna, y mediante su industria y prontitud de ingenio a la hora de narrar y a la hora de burlarse aristocráticamente los unos de los otros, también este bosquejo más exterior del cuadro se concluye en la espléndida carrera final de los cuentistas cuando proponen ejemplos de virtud, siempre más elevada, en la X jornada. Y este «marco», si por un lado es casi un esquema poético obligatorio para la fantasía de Boccaccio, por otro es característico de la literatura y de la retórica medieval, y casi inconcebible fuera de la misma. No hace falta poner ejemplos o insistir en este hecho, porque ha sido constantemente destacado por la mejor crítica bocacciesca. Pero si fuese necesario volver a probarlo, bastaría considerar cómo el esquema del marco pierde todo atisbo de vida e incluso su preminente valor decorativo cuando lo reiteran los cuentistas de los dos siglos siguientes. Se convierte en un artificio completamente literario; un homenaje, más o menos cansino, al primer gran ejemplo en la tradición literaria de la narrativa italiana.

Más allá del sentido totalmente medieval que el marco tiene por sí mismo, las aportaciones de los retóricos ideales de la simetría propia de aquella época son nutridas y continuas, incluso en los detalles de la realización bocacciesca del citado esquema. En la mitad, entre los amplios desarrollos que el marco adopta al principio y al fin, figura la amplia distensión del episodio, sumamente vago, situado en el Valle de las Damas; la serie de los reinos de las doncellas queda interrumpida simétricamente por los de los jóvenes; a la más anciana de las mujeres, Pampinea, se la reserva, caballerescamente, enseñorear durante la I jornada, mientras a Panfilo, el más maduro de los jóvenes, se le asigna el reinado de la jornada conclusiva; las baladas que coronan cada jornada se desenvuelven, de forma rígida, según el amado paradigma 3:4:3, comenzando desde un desarrollo alegórico en las tres primeras, deteniéndose en un alto lamento de amor en las cuatro centrales, resolviéndose finalmente en un amplio canto de exultación en las tres últimas. Y además de estos reflejos, que son los más formales, los más pragmáticos, precisamente es en el marco donde se descubren, con mayor claridad, ciertas inclinaciones de la fantasía de Boccaccio, dotadas de la íntima huella de la tradición medieval. Baste pensar en las descripciones de la naturaleza que tanto espacio ocupan en el marco. Siempre están compuestas con una elegancia decorativa o alusiva, con una estilización de precioso arabesco: nunca su valor reside en sí mismas, en absoluto presentan la vitalidad pánica de los paisajes, por ejemplo de un Poliziano, aun cuando anticipen algunos de sus elementos desde el punto de vista del contenido.

Análogamente, la refinada y aristocrática humanidad de los cuentistas no supera los límites de la atmósfera de fábula del «marco», válida solamente si es considerada en su conjunto. Se puede ver esencialmente en la elegante euritmia de aquellos gestos y de aquellas acciones que parece que están reguladas por un dulcísimo sonido de músicas y ejecutadas a paso de danza, como en las ideales sociedades cortesanas que sirven como telón de fondo a las sutiles discusiones de Andrés el Capellán, especialmente en ciertas recopilaciones italianas. Es decir, no representa un mundo humano sicológicamente vivo y real, sino solamente una acertada visión de aquellas ideales, anheladas, condiciones de vida, distantes de todo peso y de toda preocupación cotidiana, que son al mismo tiempo la necesaria justificación del arte del Decamerón y la atmósfera que más concuerda con ese su excepcional desarrollo.

Pero también en otro plano, que en la obra es más íntimo, más conectado con sus mismas bases ideales, el «marco» revela claramente la arquitectura medieval del Decamerón; es decir, cuando —cumpliendo una de sus funciones primordiales— delata las grandes líneas de la concepción del Decamerón, declara teoréticamente las razones y los ideales que regulan aquellas diversísimas y espléndidas representaciones.

La Fortuna y el Amor, como sumas medidas y pruebas de la capacidad del hombre —y, por consiguiente, la industria y el ingenio en las vicisitudes cotidianas de la vida—, son, como hemos visto, los grandes temas que, ligados el uno con el otro, inspiran y articulan la serie de grandes frescos que componen el Decamerón. Cada uno de los cuales dispone de su interpretación teórica en el «marco»: una orientación que es siempre de estricto respeto a lo escolástico y medieval.

Es precisamente Pampinea, la «sabia», la más dotada de precavida prudencia humana, quien, en el prólogo al cuento 3 de la II jornada y al cuento 2 de la VI jornada, delinea, con elegante brevedad, la concepción tomista y dantesca (Inf. VII 77 y ss.) de la Fortuna, que no es ciega distribuidora de buenas o malas venturas, sino instrumento precavido, «ministra general» de la Providencia y de la Justicia divina. Si, como he demostrado en otro lugar, en los proemios del Filostrato y de la Teseida, en las Epistole IV y V, se evocan a la Fortuna en sentido puramente fatalista, y no sin la insistencia de frecuentes lamentos autobiográficos, aquella concepción más rigurosa y escolástica, que está sobreentendida en todo el Decamerón (por ejemplo, en II 6, 22 y 8, 39; en V 9, 3 y 34) estaba ya abundantemente razonada en los cantos XXXI-XXXVI de la Amorosa Visione. Se trata de una concepción que permanece como una idea-base en toda la obra de Boccaccio, repetida como lo está, explícitamente, en el Corbaccio (49), en las Esposizioni (VII 1, 71 y ss.) y especialmente en el De Casibus (VI intr., II 16, IX 27). Y es una idea, una concepción, absolutamente opuesta a la humanista-renacentista, que luego se desarrollará desde Pico della Mirandola hasta Maquiavelo.

Una análoga filigrana teórica es fácil descubrir por debajo de la representación de la otra gran fuerza, que la Fortuna utiliza como máximo instrumento suyo, y con la cual, en cierto modo, divide su reino: o sea, el Amor. Más allá de las jocosas salidas de ingenio, de fácil teoría despreocupada o mundana (siempre aisladas en una atmósfera inferior forjada por el buen sentido burgués), supone una constante en las intervenciones del autor, desde el proemio a la defensa de la IV jornada hasta la conclusión, un sentido de estupor y casi de espanto frente a la total y fulgurante potencia del Amor: un espanto que contiene el eco de todo el apasionado debate de aquellos siglos, y que puede evocar el angustiado estupor de Dante en el canto V del Inferno, tan singularmente modificado por el propio Boccaccio. Ya en la inspiración monocorde de sus obras juveniles, se reflejaba una experiencia humana dominada, casi exclusivamente, por el Amor. Pero palpitaba también en ellas tal tensión, tal preocupación moral encarada al dominio de esta fuerza, que Boccaccio notaba cuán necesario era aclararse a sí mismo el problema, mediante el recurso a las orientaciones y a los esquemas escolásticos reflejados en los tratados de Andrés el Capellán y de Boncompagno de Signa y en la reflexiva lírica guittoniana. Estas recapacitaciones tratan de integrarse en una orientación que sea más rigurosa y que se adhiera más a aquellos esquemas teóricos de los cantos XXXVIII-XLV de la Amorosa Visione; y ni siquiera duda Boccaccio a la hora de acoger las sugerencias y las distinciones más rigurosas de santo Tomás y de Riccardo de S. Vittore.

Precisamente de esta extrema prueba, de este excepcional interés teórico, se desprenden, de modo directo, en Boccaccio, las más comprometidas declaraciones sobre la naturaleza y sobre la fuerza del Amor, que logran abrirse paso incluso a través del entramado estrictamente narrativo y fantástico del Decamerón. Aparte de los más claros y naturales reflejos que se encuentran en las intervenciones directas del autor (Proemio, prólogo de la IV jornada, conclusión), Emilia, en el prólogo del cuento 7 de la IV jornada, teoriza acerca de la oposición entre el amor de los nobles y el de los plebeyos, justo como lo hace Andrés el Capellán en su De Amore; en la introducción del cuento 6 de la III jornada y en la conclusión del cuento 6 de la X jornada, Fiammetta alude al paradigma de los grados de amor de acuerdo con el ejemplo del propio Andrés el Capellán, revisado por Guittone (y véase asimismo la VII 7, 25 y la IX 2, 5); y de la casuística del De Amore (Regulae amoris I y VIII) se surten Pampinea para proclamar el deber «de gran juicio de buscar el amor de mujeres de más linaje que ellos» (I 5), y Emilia para su frecuente argumentación anticonyugal en el cuento 7 de la III jornada. Y sería fácil proseguir demostrando cómo el maravilloso crescendo de la última jornada está idealmente regulado conforme a la escala de los valores del amor y de la caridad, tal como lo precisó Riccardo de S. Vittore; cómo la sutil trama alegórica de las tres primeras baladas está puntualmente tejida de acuerdo con elementos de aquellos tratados en los que se volvió a basar la lírica guittoniana; cómo las alusiones, frecuentes de modo especial en la V y en la VII jornadas, ante la relación existente entre facultades racionales y amor, reflejan principios expuestos por santo Tomás (Ética a Nicómano) y repetidos también por Dante (Convivio II XIII); y etcétera.

Solo verdades tan centrales y tan esenciales para el pensamiento, y para todo pensamiento medieval, solo convicciones tan racionalmente conquistadas, solo problemas tan asiduamente debatidos y luego victoriosamente resueltos en la conciencia del escritor, podían elevarse a la función de temas-clave, de ideas-fuerza de una obra tan multiforme e irisada como el Decamerón.

Y también podían requerir y sostener, con compostura, aquella aplicación y aquellas representaciones de la industria y de la virtud humana, probadas y medidas continuamente por aquellas fuerzas superiores, y casi semidivinas, que son la Fortuna, el Amor y el Ingenio. Y de este modo, si bien con una relación diversa, también los tratados ascéticos —desde la Leyenda Dorada hasta el Specchio di vera penitenza— dejaban amplio espacio a la parte narrativa y a la relativa a los ejemplos; y así, los libri di virtù y los libri di assempri, tras una estudiada fachada teórica y moral, ordenaban toda una vasta y compleja materia cuentística; y de esta forma las colecciones esópicas eran objeto de una reelaboración en un sentido determinantemente ejemplificador; y así también, finalmente, el mismo Dante había impregnado continuamente, en episodios y ejemplos humanos, el mensaje moral y profético de su poema sacro. Y precisamente en este sentido, el propio Boccaccio, en medio de sus más acendradas páginas de poética, teorizaba, mientras quizá también pensaba en los cuentos de su obra maestra:

«Fabula est exemplaris seu demonstrativa sub figmento locutio, cuius amoto cortice, patet intentio fabulantis: et sic, si sub velamento fabuloso sapidum comperiatur aliquid, non erit supervacaneum fabulas edidisse...», y añadía que esta «species tertia [fabularum] potius historie quam fabule similis est» (De Genealogia XIV 9).[10]

La exigencia de Boccaccio, presentar las narraciones bajo forma de testimonios históricos, se remonta a esa ancha y tácita inspiración «ejemplar», reflejada claramente también en el «dibujo ideal» del Decamerón. Y Boccaccio lo realiza con un valor y un sentido del todo particulares que se ilustrarán más adelante (cap. 5). También este requisito, como todos los que más caracterizadamente constituyen el mundo del Decamerón, no se queda sin ser objeto de una explícita declaración teórica en el prólogo de la IV jornada y en la conclusión; y aparece ratificado por boca de Fiammetta en el cuento 5 de la IX jornada: «puesto que si de la verdad del hecho me quisiere apartar, podría bajo otros nombres recomponerla o narrarla. Pero como apartarse de la verdad de lo que se cuenta es disminuir el deleite de los oyentes, en su propia forma, por la razón aducida, os la explicaré».

Esta posición, que se deriva de los más vivos y activos presupuestos ideales y fantásticos del Decamerón, también determina los límites cronológicos de las acciones narradas: límites que casi constantemente (solo hay tres excepciones en un total de cien cuentos) comprenden el período inmediatamente precedente a Boccaccio, y el que fue más auténticamente suyo, o sea, la procelosa, pero espléndida, época de la tercera y de las consecutivas Cruzadas, la época de las luchas de los comuni, de los aventurosos episodios de la Italia meridional, y aquellos decenios a caballo entre los siglos XIII y XIV que marcaron el apogeo de la potencia mercantil florentina y, en general, italiana. Si bien el segundo período perteneciese a las más directas experiencias de Boccaccio, el primero le resonaba vivamente a partir de los recuerdos y de las evocaciones de aquellos entre sus amigos que más experiencia humana tenían, como Marino Bolgaro, Coppo de Borghese Domenichi, Pietro Canigiano (por mencionar tres nombres que aparecen citados como fuentes orales en el Decamerón, V 6, V 9, VIII 10); y acaso también, a través de algún motivo de la poesía populachera, desde los cantari del Barbarossa a los lamenti del anónimo florentino y a las baladas históricas de Pieraccio Tedaldi (por ejemplo, Amorosa Visione XLI y comentario).

Era la época que había visto la formación de una civilización más típicamente italiana; que había marcado el distanciamiento y la diferenciación de la vida política y civil de la península de la genérica vida del imperio; que había puesto las premisas del mayor reino italiano, el de Nápoles (por el que sentía particular devoción Boccaccio a causa de sus experiencias juveniles); que había visto la afirmación de una cultura y de una literatura nuevas; que había finalmente establecido, de modo sólido, la hegemonía de los mercaderes italianos a lo largo del Mediterráneo y en la Europa occidental. Es decir, representaba el pasado fabuloso y heroico de un presente espléndido y aventurero: el mediodía refulgente y llameante que había preparado las cálidas luces de un opulento atardecer; es decir, de aquel dorado «otoño de la Edad Media» que Boccaccio vive y representa con tal ferviente y sentimental participación

Precisamente aquella historia de Italia y de Europa entre los siglos XII y XIV es el telón de fondo, noble y grandioso, de todos los más elevados y apasionados cuentos. Las gestas por la fe, las Cruzadas en Oriente crean un más asombrado y fabuloso marco a los cuentos de la marquesa de Monferrato y de micer Torello; las grandes guerras, internas y externas, que condujeron a la estabilidad de los reinos de Francia y de Inglaterra, constituyen la trama del tapiz trágico y sorprendente de los cuentos del conde de Amberes, de Giletta de Narbona, de Sandro Agolanti; las ásperas rivalidades entre los comuni, que marcan dolorosamente la historia italiana de aquellos siglos, reviven en los resplandores de los incendios y de los saqueos que iluminan siniestramente los cuentos de Guidotto de Cremona y de doña Francesca; las interesadas intervenciones de reyes extranjeros en estos episodios merecen una alusión en los cuentos de micer Ciappelletto y de Martellino; la pesadilla de la amenaza y del terror de los corsarios que gravitaba sobre la vida de las ciudades costeras encuentra un amedrentador eco en los cuentos de Landolfo Rufolo, de Constanza, de Restituta; la tristeza de la Roma librada a las feroces luchas de los Colonnesi y de los Orsini impregna con sus colores el gentil cuento de Pietro Boccamazza; la larga serie de guerras y las diversas vicisitudes del reino de Nápoles y de Sicilia bajo los normandos, los suevos, los angevinos, los aragoneses —que caracterizan la historia de Italia entre el siglo XII y el XIV— reviven insistentemente en los cuentos de Gerbino, de Ghismunda, de Teodoro, de madama Beritola, de Gian de Procida, de Andreuccio de Perugia, de Nonna de los Pulci, del rey Carlos, del rey Pedro, y etcétera.

Y a través de estos cuentos se articula asimismo una galería ideal de vivísimos retratos de los protagonistas de la historia de aquellos siglos: Tancredi y Guglielmo, los dos Federighi de Svevia y Manfredi, los Carlos y Roberto de Anjou, Pedro y Federico de Aragón, y Roger de Lauria, Guido de Monforte y Gian de Procida; y además, Can de la Scala y Currado Malaspina, Filippo il Bornio y el Rey Joven, el papa Alejandro III y los reyes de Escocia, el papa Bonifacio y Saladino, los Reyes de Jerusalén, Guido de Lusignano y Guglielmo de Monferrato, Azzo de Este y Guinigi de Camino... Se trata de figuras que siempre aparecen en una atmósfera heroica, con telones de fondo enriquecidos por toda una muchedumbre que les admira; figuras que dejan caer sus elevadas palabras, sus nobles gestos, entre el estupor coral de los que les circundan, y sin el cual parece que aquellas palabras y aquellos actos generosos no podrían existir; figuras de epopeya, de cantar, de novela, a las que particularmente se adapta la preciosa y encomiástica atmósfera de la última jornada.

Y junto a ellas, Boccaccio, «devoto» de la poesía y de las cartas, sitúa a algunos grandes testimonios del alto esplendor espiritual de aquel período: Guiglielmo Borsiere y Maestro Alberto de Bolonia, Cecco Angiolieri y Guido Cavalcanti, Cimabue y Giotto; por no hablar de algunas otras figuras menores de artistas, como Mico de Siena y Carlo Figiovanni, o de la continua, aunque tácita, presencia de Dante.

De esta forma, en la fantasía del lector del Decamerón, se va componiendo, poco a poco, un cuadro grandioso y humanísimo de aquel período decisivo para la historia y para la civilización de Italia. Y es un cuadro cuyas tintas son heroicas y ejemplares. Es una epopeya (es decir, una interpretación más allá de los acontecimientos) de aquella época en la que la vida caballeresca y feudal se juntaba, de modo espléndido, con aquella otra, palpitante y ardiente, de las «compagnie» y de las «arti», y la grandiosa arquitectura del imperio iba a desembocar maravillosamente en el rompeolas del múltiple y rico mosaico de los reinos, de los principados, de los comuni: es la epopeya que los medievalistas del siglo pasado (tal vez porque consideraban el Decamerón como una obra casi renacentista) lamentaban que faltase, con tanta persistencia, en la literatura italiana. Es la epopeya luminosa y humanísima del otoño de la Edad Media en Italia.

Pero esta cálida evocación del inmediato pasado, a pesar de sus tintas fabulosas y heroicas, a pesar de sus figuras generosas y siempre captadas en actitudes noblemente estatuarias, no se incluye en las nostálgicas líneas de las rememoraciones dantescas de Guido Guerra o de Marco Lombardo o de Cacciaguida. Junto al solemne y dorado mundo de los reyes y de los caballeros, Boccaccio coloca, sin ninguna vacilación, la sociedad trabajadora y aventurera de los hombres de su época. Federigo de los Alberighi y Ellisabetta de Messina tienen una nobleza humana no inferior a la de Carlos el Viejo o de Ghismunda. No tienen corona, pero quizá sean ricos gracias a una humanidad más profunda y más cercana a nuestra sensibilidad, gracias a una generosidad más sencilla y más íntima, si bien dotada de un decoro elevado y ejemplar. Gentile de Carisendi no es menos caballeresco que el rey Pedro; el panadero Cisti no es menos listo y guasón que Guido Cavalcanti; Andriuola tiene una fiereza aristocrática no inferior a la de la marquesa del Monferrato. Y aquellos mismos telones de fondo amplios y llenos de movimiento, en los que campan las aventuras y las conquistas de los mercaderes florentinos (aquel vasto Mediterráneo, proceloso y surcado por los piratas; aquella Francia celosa y desconfiada respecto a los emprendedores florentinos; aquella Inglaterra friísima y un poco misteriosa como una «última Thule») aparecen vividos y pintados con un entusiasmo, con un estupor, no diverso del que ilumina con colores novelescos las tierras de conquista, las migraciones de ejércitos y los campos de batalla de aquel lejano mundo caballeresco.

Precisamente por su formación espiritual y cultural de tipo medieval, precisamente porque su fantasía y su sensibilidad se dirigían y se abrían, de modo particular, a las formas de vida de aquellos siglos, Boccaccio siente instintivamente y logra representar en su obra maestra la admirable e ideal continuidad entre aquella época de los caballeros de la espada y este mundo de los caballeros del ingenio y de la industria humana; entre aquellas figuras principescas, solitarias y refulgentes como gemas, y estos héroes ejemplares de la nueva civilización, que surgen del seno de la burguesía italiana, la cual había escrito una nueva epopeya con la expansión mercantil de aquellos decenios. Las Cruzadas, la formación de las repúblicas libres y de los comuni libres, el establecimiento en Nápoles de un reino mediador entre Oriente y Occidente, las grandes guerras de Francia e Inglaterra no son, en cierto modo, más que los antecedentes del último y más espléndido florecimiento medieval en Italia: dos grandes momentos históricos reflejados y, en cierto modo, consagrados por Boccaccio con su obra maestra en una elevada e ideal unidad.

Por tanto, son los propios motivos constitucionales de la obra, en sentido ideal y fantástico, en el plano estructural y en el narrativo, los que configuran el Decamerón como una grandiosa arquitectura gótica en la que se puedan desarrollar y componer, decorosamente, las más humanas y típicas representaciones de la Edad Media: captadas precisamente —como sucede de ordinario con las epopeyas o las aspiraciones literarias de una época— en el momento en que la Edad Media emprendía ya espléndidamente el camino de su ocaso.

La amplia y densa tradición crítica que, en cambio, ha querido ver casi constantemente en el Decamerón el manifiesto ideal de una nueva época, es más, la negación y la mofa de la edad medieval, se ha visto que está desencaminada sobre todo por dos prejuicios, o mejor dicho, por dos pseudoconceptos críticos: por las motivaciones polémicas anticlericales y antirromanas de origen luterano que gozaron de gran relieve a partir del siglo XVI, mediante la labor, por ejemplo, de Olimpia Morata y de Pope Blount; y por la concepción ochocentesca, ni siquiera hoy agotada, que contraponía la gran luz del Humanismo a una Edad Media toda tinieblas y superstición. La Edad Media era (por repetir la imagen común a los mayores críticos del pasado siglo, desde De Sanctis a Carducci, desde Quinet a Saint-Victor) la negación del hombre y el triunfo de la trascendencia: el Humanismo invertía los términos y, apartando las trascendencias, entronizaba al hombre. Para esta crítica, Dante era el poeta de aquella humanidad absorbida por entero en las realidades trascendentes; Boccaccio se le contraponía como el cantor de aquella alegría y de aquella exaltación de la vida terrena que caracterizaba la nueva civilización. Por consiguiente, a la Divina Commedia sucedía la «comedia humana», o mejor dicho, la comedia «de los sentidos y de la carne»; a la mística conclusión en el cielo, el despreocupado epílogo con la alegre compañía de las mujeres mimosas.

No se advertía que, bajo el peso de estas artificiosas concepciones, todo el grandioso dibujo del Decamerón se diluía; que sus propios y espléndidos colores, y sus propias y épicas representaciones, y su propia, gallarda y vibrante humanidad se embotaban y se desenfocaban hasta el punto de reducir la obra al nivel de una colección de cuentos, monótonamente blandidos por fuertes razones polémicas. La propia luz del Decamerón, trasladada por fuerza al clima terso, pero absolutamente diverso, de la nueva poesía renacentista, corría el peligro de aparecer demasiado cruda y violenta, y su desarrollo de ser demasiado tumultuoso y fangoso.

En cambio, la obra maestra de Boccaccio, precisamente porque aparece, en sus aspectos más constitucionales y más válidos, como la típica «comedia del hombre» representada, mediante los paradigmas canónicos, ante la visión cristiana y escolástica de la vida, y al mismo tiempo como una vasta y multiforme epopeya de la sociedad medieval italiana captada y retratada en su espléndido y lujurioso otoño, no se contrapone a la Divina Commedia, sino, de algún modo, la apoya y casi la completa. Si se quisiera observar la imagen de la Edad Media a partir de una de estas dos obras, la imagen que se desprendería sería falsa y unilateral. No conservaría, por cierto, la huella de la sugestiva y casi enigmática armonía del ansia de lo trascendental, y de la búsqueda de lo concreto y de lo real, de místicos arrebatos y de consistente voluntad de vivir, de heroísmos civiles y religiosos, y de violencia de los instintos del sexo y de las riquezas, de abstracción especulativa y de resolución pragmática, que hace tan fascinante esta época tan compleja y multiforme, esta civilización madre de nuestra cultura y de nuestra vida. El poema dantesco representa la más grandiosa organización, la más grandiosa summa poetica de la especulación intelectual y moral de aquella sociedad, y, de alguna manera, una extrema advertencia y una extrema profecía dirigida a la humanidad entera a partir de aquellos elevados presupuestos ideales; el Decamerón es, a su vez, la representación, o mejor dicho, la consagración artística, y en cierto sentido metafísica, de la historia de cada hombre y de la realidad cotidiana de aquel humanísimo mundo. El cual también, en cierto sentido, es también una summa: la summa de aquella vida fatigosa, rica de aventuras y de asechanzas, mediante las cuales, a diario, el hombre medía sus capacidades y sus virtudes, y la burguesía y la muchedumbre más humilde y anónima ponían a prueba su industriosa energía, su laborioso empuje, al hilo del recuerdo, y casi de la estela, de la epopeya heroica de los siglos precedentes: la summa de un mundo que —precisamente según el pensamiento escolástico— no es menos real y no es menos válido que aquel otro dominado por lo trascendental y que fue cantado por Dante.

cap-3

2

Coherencia ideal y función unitaria de la Introducción[11]

La Introducción del Decamerón, el grandioso y terrorífico triunfo de la peste y de la muerte en la Florencia de 1348, ha tenido y tiene fama, sobre todo considerada como un fragmento de talento descriptivo, como un trozo de prosa ejemplar en sentido retórico y en sentido pictórico. Desde el primer y avisadísimo lector,[12] que exaltó su magnificencia de forma elevada, desde los humanistas, que permitieron que emergieran de su desconfiada reserva respecto al Decamerón precisamente algunas citas de estas elocuentísimas páginas, siguiendo hasta los más geniales «padres» de la crítica moderna, Foscolo, De Sanctis, Carducci, y hasta los mayores expertos de ayer y de hoy, se cuenta con una consistente y autorizada tradición que se desarrolla, insiste y se exaspera en este sentido, con una rara concordancia de posiciones, aunque los presupuestos estéticos sean de una extrema discordancia.

Era fatal que esta actitud condujese a una lectura formalista y fraccionada de la Introducción, así como recientemente una posición análoga quería persuadir de que se considerase a cada cuento en sí mismo, olvidando, es más, negando, aquella robusta unidad del Decamerón, que no había sido descuidada ni siquiera por aquellos primeros y desconfiados lectores. La misma fórmula cómoda (¡verdadero «ídolo» crítico!) del «marco», que iba a representar la única ligazón mecánica entre las diversas narraciones, contribuía a aislar y a relegar —como una sentencia inapelable— a la Introducción a una función decorativa y meramente exterior. Si acaso, se indicaba y se indica con frecuencia una relación contrastante: una relación entre la sombra del horror inicial y la grande y gozosa luz que parece brotar de la vida del grupo cortesano y de los cien cuentos, entre la oscuridad medieval ahuyentada por el sereno y placentero sentido de la vida en los cuentos.

Se trata de un contraste que el propio Boccaccio indica y subraya con pelos y señales («Este mi hórrido comienzo no será sino como para los caminantes una montaña árida y agreste, más allá de la cual se extiende un llano bellísimo y deleitoso, tanto más agradable cuanto fueron fatigosas la ascensión y el descenso ... En verdad que, si yo hubiera podido, honradamente, llevaros a lo que deseo por otro sendero menos áspero que este, de buen grado lo hubiera hecho...» I intr., 4-7). Pero esta relación, basada en la contraposición, se reduce generalmente a un sentido impresionista y mecánico, a un valor completamente episódico. No se captaba y no se capta todavía, en líneas generales, la función precisa categórica de aquellas páginas, es más, su necesidad tal como lo afirma claramente Boccaccio («no se podía exponer sin esta rememoración...»): porque, durante demasiados años, no se ha captado esa unidad ideal y fantástica del Decamerón, que solamente en estos últimos años hemos descubierto, con gozoso estupor, y que se ha vuelto a notar.

Para poder dar un valor «ejemplar» a la comedia del hombre se requería presentar las acciones y las representaciones, una por una, en un plano y en un contexto de excepción, de validez y de fijeza, más allá del tiempo y del espacio, más allá de lo episódico y de lo existencial. Pero al mismo tiempo, plano y contexto debían superar toda abstracción alegórica, debían anclar firmemente en la realidad, en la «historia», aquellas representaciones ejemplares.

Así como Dante, para dotar más claramente a su comedia divina de un carácter universal y perentorio, quiso que se desarrollara «nel mezzo del cammin di nostra vita», y justo mientras se renovaba el siglo con el Jubileo, así Boccaccio orientó resueltamente su comedia humana en un tiempo y en un plano no solo excepcionales, sino completamente emblemáticos. También él escogió, como momento subjetivo, la culminación del arco de la vida; y también él hizo que coincidiera, como momento objetivo, un tiempo suspendido entre el Cielo y la Tierra, con una intervención directa y extraordinaria de la Divina Providencia, con la conclusión y la renovación de una época a aquellas alturas condenada y consumida por su avaricia y por su codicia, arrojada ya a las tinieblas de la muerte de la loba «de todos los deseos» («la mortífera peste ... por nuestros inicuos actos fue en virtud de la justa ira de Dios enviada a los mortales para corregirnos» «... cual si la ira de Dios al castigar la iniquidad de los hombres con aquella peste ... se extendiera» I intr., 8 y 25: a cien cantos corresponden cien cuentos).

Se trata de una orientación que es particularmente coherente con la idea central de la obra y con las convicciones poéticas que regulan su ejecución. La evocación de la peste no solo se basa en una tradición, tan frecuente y autorizada de la retórica medieval que casi constituye una ekphrasis canónica, sino que, con sus colores y sus ritmos procelosos y horrorosos, representa la obertura ideal para una obra de «estilo cómico», para una «comedia».

Y mientras responde de ese modo a una exigencia de arquitectura poética, la Introducción realiza también una superior, íntima función de ouverture coherente y necesaria para el desarrollo efectivo de la obra. Se trata de un preludio en el que se componen armónicamente, apenas si mencionados, los temas fundamentales que luego discurrirán por el Decamerón, y donde resuenan, apenas tocados, los motivos que luego se desarrollarán en cada una de las jornadas y en los diversos cuentos. Aquella obertura «horribilis et fetida» de la Florencia desbaratada por la peste se reflejará y se ampliará al principio de la «comedia humana», un comienzo modulado siguiendo los motivos de la sociedad desgarrada y embrutecida por los vicios, y especialmente por la avidez, la hipocresía, el desenfreno (I jornada); aquella conclusión «prospera desiderabilis et grata» de la Introducción, con el gozoso fresco de la solitaria y aristocrática compañía de los cuentistas en el sereno círculo de las colinas fiesolanas, se verá repetida por el sonoro crescendo de galanura y de heroísmo que figuran en el espléndido jardín de la virtud de la última jornada.

Este itinerario ideal que «inchoat asperitatem alicuius rei sed, eius materia prospere terminatur» parece como si, por otro lado, recorriera, sea en la Introducción que en el desarrollo de la obra, los mismos pasajes, obligados y canónicos. Los temas-clave de las jornadas, desde la II a la VIII, aparecen ya mencionados en aquel proceloso «triunfo» de la Fortuna que es el trágico vuelo del ángel de la muerte sobre Florencia, en aquella livianísima y enigmática presencia del Amor en el encuentro entre las siete doncellas y los tres jóvenes; en aquel predominio del Ingenio —como demostración de mesura— que regula el retiro de los diez cuentistas a la colina encantada; en una vida regida por una «discretísima» toma de conciencia.

Y así como la «comedia del hombre» se desarrollará a través de cuentos ejemplares, especialmente como una representación nostálgica o divertida o deprecatoria, de la gran epopeya mercantil de la época precedente, así también la ocasión emblemática de la Introducción —la peste— nace y se desarrolla en torno a un núcleo humano muy semejante. Precisamente el librarse a toda ferocidad de la «bestia sin paz», es decir, de la avaricia, y de todos los «más crueles sentimientos» que desprecia los sagrados valores de la amistad, de la familia, de la religión (o sea, el tema de la I jornada), es lo que provoca, prepotentemente, la «justa ira de Dios». Es la ruin avidez de la última generación de los mercaderes florentinos la que se ataca, tal como se fija ya desde el primer cuento (la despiadada «razón de mercadería» de micer Ciappelletto): se trata de la última y apocalíptica acción de aventura económica europea, que se degrada hasta el nivel de una impía codicia. Del mismo modo, cuando la grandiosa «comedia del hombre» llega a su punto culminante, de gusto gótico tardío, en la vibrante carrera de virtudes de la última jornada, una nostálgica luz —debida también a la sombra de reproche que sobrevuela sobre las palabras del último rey (X concl., 5)— envuelve aquella aristocrática compañía que había creado y cantado la eterna leyenda del hombre, que le había coronado victorioso sobre la Fortuna, el Amor y el Ingenio, a causa de sus antiguas virtudes, que parecían pertenecer a un tiempo ya irremediablemente perdido (X concl.).

Es decir, aquellos jóvenes y aquellas doncellas parece como si se dieran cuenta de que iban a poder representar la comedia humana de una sociedad que tocaba ya su ocaso, precisamente porque habían arribado a la beata solitudo de su refugio fiesolano sin haber cedido a la feroz locura que estaba como arrollando a Florencia en aquellos trágicos días; justo porque habían superado pruebas que les hacían dignos de pertenecer para siempre al círculo más noble de aquel humanísimo mundo. A través de la excepcional prueba querida por la Providencia (casi como si fuera una anticipación de la discriminación final), a través de la despiadada y oscura borrasca de la peste, habían conservado intacta (es más, habían reforzado y aumentado) su galanura y su generosidad. La masa de los hombres se había embrutecido: «hicieron que la venerable autoridad de las leyes, así humanas como divinas, decayera y se disolviese» (I intr., 23); predominaban los «más crueles sentimientos» merced al cual

muchos hombres y mujeres abandonaron su ciudad, sus casas, sus lugares, sus parientes y sus cosas ... Dejemos de lado el que cada ciudadano esquivase a los otros, y el que casi ningún vecino se cuidase de los demás, y el que los mismos parientes nunca se visitaran, o a largos intervalos. Tal espanto había infundido aquella enfermedad en el pecho de hombres y mujeres, que el hermano abandonaba al hermano, y el tío al sobrino, y la hermana al hermano, y a menudo la mujer al marido; y (lo que más grave es y casi increíble) los padres y madres procuraban no atender y visitar a los hijos, como si no fuesen suyos (25-27) ... Abandonados los enfermos por sus vecinos, parientes y amigos ... no les quedaba otro remedio que apelar ... a la avaricia de los sirvientes (28-29) ... No había para los difuntos lágrimas, ni luminarias, ni compañía que los honrase, pues llegaba ya la cosa a tanto, que lo mismo se cuidaba nadie de la gente que moría como ahora nos cuidaríamos de una cabra ... los metían en grandísimas fosas, estibándolos como mercancías en las naves, muy juntos y con poca tierra encima (41-42).

Más que el asco por los lúgubres episodios del contagio, más que la desolación de las ciudades y de los campos, más que el final del esplendor y de la riqueza florentina, son estos espectáculos de falta de humanidad, de reniego de toda forma de vivir civil, los que Boccaccio considera extremos síntomas de depravación, signos fatales de un retorno a la deprimente condición del homo homini lupus. No es la ruina material, es este derrumbe de toda resistencia moral y civil el que conduce la dolorosa página con la que se concluye la primera parte de la Introducción, en las triples oleadas, elocuentes y trágicas, que baten aquellos períodos grandiosos, gracias a la emoción que convierte en temblorosas y graves al mismo tiempo a todas las más estudiadas formas de la prosa ritmada y rimada («¡Oh, cuántos grandes palacios... ¡Y cuántas memorables alcurnias!... ¡Cuántos hombres valerosos!...», 48).

Pero así como aquella superposición de lamentos y jeremiadas se resuelve, límpidamente, en el milagro que supone una descarnada continuación («A mí mismo me repugna andar revolviendo tantas calamidades», 49), así también, llegados a este extremo de luto y de deprecación, Boccaccio permite que penetre, de improviso, un hilo de luz. La aparición «un martes por la mañana, en que en la venerable iglesia de Santa Maria Novella, ya no había casi más personas», de las «siete mujeres jóvenes» y de los «tres mancebos» evoca todo un mundo contrapuesto a aquella sociedad trastornada y embrutecida: porque aquellos vínculos humanos, signos primeros y primordiales del vivir civilizadamente, que habían sido renegados, sobreviven en ellos fuertes y gentiles («todas conocidas, y relacionadas por amistad, o por vecindad, o por parentesco», 49). Estos jóvenes sienten horror por los «crueles sentimientos» que ya domina en su ciudad («¿qué bestialidad es la nuestra si así creemos?», 64), y no se atreverían nunca a salir de Florencia a menos —y a pesar de todo y a pesar de los ejemplos contrarios que se daban en sus familias— de haber ya cumplido sus deberes de afecto hacia sus personas queridas («aquí no abandonamos a nadie; antes bien podemos decir con verdad que estamos abandonadas, ya que los nuestros, o murieron o huyendo de morir, nos han dejado solas en tanta aflicción», 69). Ellos se imponen resueltamente, como norma suprema de sus acciones, la honestidad («Y recordad que el honestamente partir no nos va peor, que a muchos de los demás el permanecer deshonestamente», 72; «mientras yo viva honradamente y no me remuerda la conciencia, puede quien quiera hablar en contrario. Dios y la verdad harán armas por mí», 84); han sabido conservar intacta en su corazón, en medio de las tinieblas del egoísmo y de la inhumana ferocidad, la luz del amor («ni la perversidad de los tiempos, ni la pérdida de amigos y parientes, ni el temor por sí mismos, habían podido, no ya extinguir, mas ni aun enfriar los sentimientos del amor», 78).

Estos diez jóvenes, que no han renunciado a alimentar la lumbre del espíritu en medio del espantoso temporal, que creen firmemente en el deber, en la gentileza, en el amor, precisamente mientras ceden todas las leyes morales y civiles de forma inexorable, pueden representar verdaderamente la humanidad y, en cierto modo, la pueden juzgar, porque han salvado sus supremos valores: son los elegidos que se retiran y se recogen en la villa fiesolana, como en un arca de salvación durante el nuevo diluvio.

Por otra parte, en este «buen retiro» todo está inspirado y toma su ritmo de un contraste absoluto con la universal disolución de la vida civil de aquella Florencia devorada por la avidez y el egoísmo. «Honestidad», «honesto», «honestamente» son las palabras-emblema de la vida de estos jóvenes, de sus afirmaciones, especialmente en la medida que —como si fueran reyes o reinas— regulan el refinado ritmo de su civilísima sociedad: desde las iniciales tomas de posición de Pampinea y de Filomena (que acabamos de citar: 72 y 84), a la que tomó solemnemente el último rey, y que se concluye y se estiliza con una serie de preciosos endecasílabos («salimos de Florencia... En lo que, según mi juicio, obramos acertada y honestamente... ningún acto, alguna palabra, ninguna cosa he conocido, por vuestra parte ni la nuestra, que merezca reprensión, y lo que me ha parecido ver y sentir ha sido continua honestidad, continua concordia y continua fraternal familiaridad», X concl., 4-5).

Tales declaraciones programáticas —y, en cierto sentido, facultativas— cobran su sonido cabal y su sentido en estas proclamaciones finales, en estas evidencias de una realidad que se ha verificado; de igual forma, los «inicuos actos», que la pestilencia había provocado, quedan ratificados, de modo concreto, con los «más crueles sentimientos», con las «crueldades», con las «depravaciones», con la «gran deshonestidad», con las «deshonestas canciones», con los «deshonestos ejemplos», con el «deshonestamente se queden», con las «bestialidades», con el obrar «como bestias», con la «bestial conducta», que se agolpan en la pluma del escritor apenas se pone a representar concretamente la humanidad probada y trastornada por la pestilencia.

Estos diez jóvenes, en el mismo momento en el que llegan a la encantadora villa, sienten la necesidad de crear reglas y normas para su vida y para sus acciones («pensando en la prolongación de nuestro contento, entiendo necesario que nombremos de entre nosotros a algún superior, al que todos como tal honremos y obedezcamos», 95). Precisamente sucedía esto cuando en su «ciudad hicieron que la venerable autoridad de las leyes, así humanas como divinas, decayera y se disolviese, ya que los ministros ejecutores de ellas habían ... le resultaba lícito ejecutar lo que se le antojare» (23).

Por esta razón, mientras se disolvía en Florencia la sociedad humana, merced al desenfreno y a los instintos feroces, la vida de estos ejemplos de gentileza responde a los ideales de la «medida», del «orden», de la «discreción», en todas las cosas. Frente a las acciones desesperadas y a las voces bestiales, a las desenfrenadas codicias y a las obscenas bacanales que se montan en la ciudad, en la colina fiesolana se producen gestos y actos que parecen modularse al compás de una secreta armonía, y desarrollarse a paso de danza, casi como si fueran una representación de una humanidad ideal que considera a la gentileza, a la concordia, al amor, las leyes supremas, porque dictadas por imperativos íntimos e instintivos: representación que es un presupuesto absolutamente necesario para el desarrollo de la «comedia humana», en sus aspectos ejemplares y en sus sensaciones eternas. Gracias solamente a que se acentúa al máximo el despego con el mundo episódico y caduco de los acontecimientos, estos cuentistas pueden fijar en una atmósfera ideal, más allá del tiempo y del espacio, las imágenes y las formas de su mensaje; precisamente, del mismo modo, Boccaccio puede llegar a la contemplación y a la transfiguración artística de la «comedia de cada uno» solo cuando se zafa del piélago de los desórdenes interiores y de las pasiones furibundas, y se sitúa en la orilla de una sensata madurez espiritual y moral (Proemio 3-5: «en virtud del contrastable fuego que en mi mente engendraron mis poco reguladas apetencias las cuales no se contentaban dentro de límite razonable alguno..., he venido, al desprenderme de afanes, a encontrar deleites»). Solo porque estos personajes son eminentemente representativos, pueden ser los intérpretes literarios de las más fuertes pasiones y de los más elevados heroísmos humanos, más allá de los episodios y de los acontecimientos. Representan en alguna medida, con sus propios nombres, las figuras que habían llegado a convertirse en ejemplares por las vicisitudes de la fortuna, de la inteligencia, y sobre todo del amor por la literatura y por la cultura, desde la más egregia poesía latina hasta los textos contemporáneos que suscitan más devoción: desde Virgilio (Elissa) y desde un ejemplar y famoso poemita mediolatino (Panfilo), hasta el stil novo y Dante (Neifile), hasta Petrarca (Lauretta), y así, hasta las experiencias de la juventud creativa de Boccaccio, que están presentes y vivas de modo prepotente en el Decamerón (Filomena y Filostrato ya en el Filostrato, Fiammetta en el Filocolo, en la Comedia y en la Elegia, Emilia en la Teseida y en la Comedia, Pampinea y Dioneo en la Comedia).

Estos motivos (y otros muchos que en este lugar es imposible indicar), si aparecen apenas mencionados en la ouverture y luego reanudados y desarrollados ampliamente en la «comedia humana», por otra parte están pulsados en la Introducción con un ritmo fantástico y con un temple estilístico completamente nuevos y coherentes con la originalidad narrativa que caracterizará los cuentos. Y esto a pesar de la profunda diversidad de la materia y del tono literario existente entre estas primeras páginas introductivas y el multiforme desarrollo de los cuentos.

En la Introducción se realiza la primera, y tal vez máxima, prueba de genio a la hora de componer y de contaminar, y a veces hasta plagiar espléndida y galanamente, que desde luego informa el arte narrativo de Boccaccio desde el Filocolo hasta la Genealogia, pero que en su juventud era todavía incierto y poco airoso, y luego, en su período de madurez, preocupado y disimulado. En cambio, en el Decamerón este genio domina y se expresa con una verve endiablada, con un rigor indefectible, con un raro y calibradísimo equilibrio, hasta caracterizar, inconfundiblemente, el ritmo inventivo y estilístico de la obra, hasta renovar y dotar de unidad, sólida y milagrosamente, a toda aquella materia heterogénea, en torno a los «fuegos» de los temas-clave; hasta fundir, en una forma novísima, todas aquellas tendencias de origen realmente diverso. Es su originalísimo proceso lo que caracteriza la génesis artística del Decamerón, desde lo relativo a la composición y lo episódico hasta lo unitario y lo categórico; de este modo, desde el sesgo estudiadamente escolástico de la arquitectura ideal, se llega, con soberana libertad, a las airosísimas cabaletas[13] líricas de las baladas que concluyen cada una de las jornadas.

Desde la Introducción, este proceso compositivo se anuncia claramente como un nuevo, perentorio, lenguaje: se ve en esa genial y singular proximidad y fusión de ideales retóricos clásicos con medievales y «vulgares»; de los modelos latinos y mediolatinos con las novelas; de los livianos ritmos prosaicos con los ciceronianos y los pertenecientes a los dictatores; de momentos descriptivos con los narrativos y morales; de elementos realistas con alegóricos y emblemáticos; de personalidades históricas con las fantásticas y alusivas (hasta llegar incluso a la creación de los nombres de los cuentistas, a caballo entre las alusiones clásicas y las medievales, entre las literarias y las autobiográficas).

Ya en la misma Introducción, el horizonte confuso y abigarrado del Filocolo, el clima literario y ambicioso de la Teseida, y de la Comedia y de la Amorosa Visione, el mundo limitado y monocorde del Filostrato y de la Fiammetta, la gentil sutileza del Ninfale Fiesolano y de algunos poemas líricos, pasan resueltamente a un segundo plano a causa de la amplitud de perspectivas y de intereses humanos, a causa de la solidez y de la generosidad de las representaciones, a causa de un ritmo prepotente y vigorosamente fantástico, que son completamente nuevos. Desde el meditativo repliegue autobiográfico del Proemio, rico de una profundidad de experiencia humana que antes no se hubiera podido ni siquiera sospechar, hasta la creación del paisaje en el que Boccaccio proyecta idealmente sus maravillosas secuencias narrativas (un paisaje que, en lo sucesivo, será sagrado para nuestra literatura, desde Poliziano hasta Foscolo y hasta D’Annunzio); desde la interpretación providencial de la historia y de sus acontecimientos, hasta las disimuladas pero penetrantes declaraciones de poética (y tanto unas como otras serán tratadas luego en diversas ocasiones); desde el agitado y emocionado carácter multiforme de las representaciones humanas en el crescendo lúgubre de la peste (que es casi un grandioso y dinámico triunfo, más que un cuadro estático a la manera de Tintoretto o de Goya) hasta la luminosa sabiduría y la gentilísima humanidad de los diez jóvenes; desde el vigor de las concepciones morales y civiles hasta la ligereza alusiva de la visión de la vida en la villa fiesolana: todo supone un mundo nuevo, imprevisible, movilísimo, que, a través de la Introducción, aparece por vez primera, con seguridad y claridad excepcionales, en el horizonte artístico de Boccaccio, «uno de los hombres más completos que nunca haya tenido la poesía».[14]

Es un mundo que no tiene (a no ser por lazos y motivos histórico-culturales) un verdadero parentesco ni con las obras de juventud de Boccaccio ni con la narrativa medieval o contemporánea. Es un mundo que, gracias a su amplitud, su carácter multiforme, su concreción, sus grandiosas direcciones ideales, no puede por menos que preludiar coherentemente, y me gustaría decir necesariamente, la novísima obra maestra que, tras Apuleyo y antes de Cervantes, marca de modo categórico, y enseñorea sin rival, el destino de la narrativa europea.

cap-4

3

Registros estructurales y estilísticos

Si las retóricas de los siglos inmediatamente precedentes sugieren a Boccaccio técnicas esenciales para la estructura y para el ritmo de su prosa, tratados y poéticas de aquel mismo período intervienen, de forma decisiva, en sus convicciones y en sus experiencias lingüísticas y estilísticas.

Ciertamente no hace al caso recordar todavía una vez más las sutiles y canónicas divisiones que formuló la más autorizada tradición de las artes literarias —desde la áurea hasta la baja y media latinidad— para los varios géneros, ateniéndose a una rigurosa coherencia de las relaciones existentes entre formas y argumentos y personajes. Se trataba de divisiones que el propio Dante ya había confirmado solemnemente para la nueva literatura, y que Boccaccio repite, con apasionado tesón, incluso en sus últimas y más sistemáticas páginas de poética. A la representación de la realidad y de figuras idénticas o similares, y al tratamiento de argumentos análogos, pero desarrollados en niveles y en contextos diversos, debían corresponder, coherentemente, tramas lingüísticas y estilísticas diversas. Era una convicción y una praxis que —al igual, por otra parte, que los preceptos fundamentales de las autorizadas retóricas y artes dictandi de plena Edad Media— se reflejaban también en el desarrollo de la literatura escrita en vulgar. Esta es una realidad que durante mucho tiempo no se ha captado; pero precisamente los insistentes y macroscópicos ejemplos de nuestros primeros rimadores, desde los «sicilianos» y Guittone hasta los «stilnovisti» y los burlescos-jocosos, allí estaban y allí están para testimoniarla; pero el propio Dante ofrecía y ofrece de la misma, experiencias categóricas en sus rimas y, de modo especial, en la Commedia. Son aplicaciones de los principios enunciados en el De Vulgari eloquentia, es decir, en el tratado en el que Boccaccio refiere explícitamente sus convicciones y sus ambiciones de escritor, ya desde los tiempos del Filocolo hasta llegar desde la Teseida a la víspera del Decamerón. Es más, precisamente obedeciendo a aquella preceptiva canónica, y dotado ya de una consciente experiencia de literato y de artista convencido de la necesidad del «métier à côté du génie», Boccaccio, en los años más decisivos para la preparación de su obra maestra, había querido dar precisamente tres elevados ejemplos de estilos diversos, que solo en parte estaban siendo intentados por la nueva literatura. Había sido el primero en introducir el estilo épico con la Teseida («Pero tú, oh libro, que eres el primero para ellas, es decir, para las Musas, haces cantar los afanes desarrollados por Marte, en el vulgar Lacio nunca más vistos», XII 84: cfr. «arma vero nullum latium adhuc invenio poetasse», De vulg. eloq. II II 10); había probado el estilo cómico, como el mismo título indica, en la Comedia delle Ninfe; había renovado el estilo elegíaco en la Elegia di Madonna Fiammetta, como no solo indica también aquí el título, sino sugiere una declaración que aparece modulada en el Proemio al compás de una referencia dantesca más que settimelliana («proseguiré, con lacrimoso estilo, hablando de casos infelices...», Pr. 5: «per elegiam stilum intelligimus miserorum», De vulg. eloq. II IV 6).

Y por otra parte, en las mismas páginas que, en la obra maestra, más se comprometen con resueltas declaraciones de poética, aparece explícito un consciente sentido de las conveniencias y de las exigencias de los diversos niveles estilísticos. Precisamente porque el Decamerón es una «comedia» típica y canónica, Boccaccio llega a afirmar, con ese topos de modestia que suele ser habitual en las presentaciones, que los cuentos «ya que no solamente han sido escritas por mí en florentino vulgar, en prosa... sino en estilo tan humilde y desaliñado como he podido» (IV intr., 3). Es el «estilo tan humilde» que Dante había considerado característico de la narrativa, y gracias al cual legitimaba incluso el uso literario de un vulgar municipal; es «el estilo cómico, humilde y sencillo, que sea conforme a la materia» el que el propio Boccaccio empleará en su última obra (Esposizioni, Acc. 19).

Precisamente el autor del Decamerón, a este estilo y a los usos lingüísticos conectados con el mismo, opone los estilos requeridos por argumentos y tramas divergentes, por ambientes y contextos diversos:

si algo de lo que se me reprende hay en alguna narración, la clase de estas lo ha requerido, ya que, si con ojos razonables las examina la persona entendida, muy claramente se conocerá que yo no podía contarlas de otra manera ... Además, bien se puede conocer que estas cosas no se dicen en la iglesia, de cuyas cosas con ánimo y vocablos honestísimos conviene hablar ... ni siquiera en las escuelas de los filósofos... ni tampoco entre clérigos ni filósofos, en sitio alguno, sino entre jardines y lugares de solaz y entre jóvenes y en una época en que, para salvarse, ni en los más honrados parecía censurable andar con las bragas en la cabeza ... Cada cosa en sí misma es buena para algunas cosas, y mal empleada puede ser nociva para muchos. Y esto mismo digo de mis cuentos ... habiendo de hablar a jovencitas sencillas [a las que se dirige la obra: Pr. 11 y ss., Intr. 2 y ss.], como vosotras sois en vuestra mayoría, sandez hubiera sido andar buscando y fatigándose en hallar cosas exquisitas, y poner gran cuidado en hablar mesuradamente (Concl., 4 y ss.).

Es una toma de posición que aunque parta de una defensa moralista, se dirige claramente a afirmar convicciones retórico-poéticas; es más, atañe plenamente, y con una nueva sensibilidad, la necesaria relación que debe existir entre res y verba, y que fue proclamada con energía por todo aquel prestigiosísimo «tratadismo» literario.

Pero junto a esta sentida, y siempre alerta, conciencia de la necesidad de una rigurosa coherencia formal con el contexto cultural y temático en el que se sitúa cada escrito, existe el claro y resuelto convencimiento, en el Decamerón, de que debe ser variada sea la materia que los desarrollos requeridos por una misma obra narrativa, a los que deben, por otra parte, corresponder obligatoriamente diversos niveles estilísticos y diversos sustratos lingüísticos. Aquella prestigiosa tradición clásico-medieval, basándose fundamentalmente en el ejemplo virgiliano y esquematizándolo en la Rota Vergilii, proponía, y en general consideraba, a los diversos estilos como propios de obras diversas, con la excepción horaciana para la comedia y para su necesaria y natural etopeya. Como hemos visto, Boccaccio acepta en su aprendizaje literario, desde la Teseida a la Fiammetta, esta distinción y el consiguiente carácter unívoco del estilo; pero en la plenitud de su experiencia artística supera y arrolla, con conciencia y con autoridad dantescas, estas divisiones, mediante la irisada mescolanza de estilos justa y necesaria para representar aquella multiforme comedia del hombre, aquel vasto y dinámico «teatro del mundo» que es el Decamerón (y aquí se podría apelar a las famosas páginas de Juan de Salisbury, maestro de la cultura de aquel tiempo y del propio Boccaccio). Es más, ya desde el principio, Boccaccio parece querer resaltar ese pluralismo de «estilos» y de niveles representativos en su obra maestra. Aquellas «fábulas o parábolas o historias», con las que —tal como declara el propio autor— compone sus cien cuentos (Pr. 13), corresponden claramente a los diversos componentes que convergen en la múltiple unidad narrativa de la obra: es decir, a los cuentos maliciosos y jocosos del tipo de los fabliaux y de las fabulae (los más numerosos, y por tanto citados en primer lugar), a los cuentos ejemplares y moralistas que a menudo figuran en los prólogos y en los epílogos; a los cuentos con trasfondo histórico y con personajes «de reconocido renombre», desarrollados con un lenguaje alusivo (cfr. cap. 5). Y en estos diversos registros, que dominan la polifonía humana y representativa del Decamerón, y que están anunciados en el Proemio, Boccaccio quiere insistir de nuevo en la Conclusión, no sin haberlos entremezclado hábilmente a lo largo de toda la obra.

Conviene, en la multitud de las cosas, que haya diversas calidades de ellas. Ningún campo ha habido nunca tan bien cultivado que no se encuentre en él ortigas, trébol o zarzas entre las hierbas mejores ... Además, quien vaya leyendo estas narraciones, deje las que lo puncen y lea las que lo deleiten ... Y aun no faltará quien diga que algunas son demasiado largas. A los cuales digo que quien tenga otra cosa que hacer, necedad comete en leer estos relatos ... no por ello se me ha ido de la mente el hecho de que ofrecí estos afanes míos a las mujeres ociosas y no a las demás; y para quien lee por pasar el tiempo, nada es largo si para lo que busca sirve ... Las cosas breves convienen mucho mejor a los estudiantes, que se esfuerzan, no en pasar el tiempo, sino en aprovecharlo útilmente, mas no es este vuestro caso, mujeres ... Y, además, como ninguna de vosotras ha ido a estudiar a Atenas, ni a París, ni a Bolonia, más extendidamente hablaros conviene que a quienes en los estudios han aguzado el ingenio (Concl., 18 y ss.).

En el ritmo distanciado de la punzante conclusión se resuelve la autodefensa —lejos de la comprometida polémica de la introducción de la IV jornada— en un livianísimo juego a caballo entre la sonriente y bromista galantería para con las graciosas destinatarias y consumidoras de la obra (las «mórbidas» y «delicadas» mujeres), y la complacida ironía hacia los colegas que «en los estudios han aguzado el ingenio». Con esta sabia y elegante esgrima, con esta sutil trama de motivos y contrapuntos apenas mencionados, la guasona distinción sobre los diversos caracteres estilísticos que deben informar los textos destinados a los dos diversos públicos, Boccaccio hace seguramente una referencia a la división sea de argumentos que de estructuras y formas, tal como teorizó luego en las Esposizioni (Acc. 19 y ss.). Y la contraposición entre los cuentos que «entretienen» y los que entristecen y «punzan», alude evidentemente, por una parte, al estilo «cómico», por otra, al «trágico-lírico», conforme las amadas y veneradas definiciones del De Vulgari Eloquentia (II IV 5-7); y confirma que, de acuerdo con semejantes convicciones tradicionales, la excursión entre los diversos estilos era natural si se partía de la base «cómica», y no de la «trágica».

Siguiendo precisamente estas indicaciones —y la tendencia general de las retóricas del Doscientos y el Trescientos, reflejada también en las Esposizioni—, la clásica y triple partición se reduce, de este modo, a una bipartición, hacia cuyas dos divergentes direcciones se encaminan, y reabsorben también, las expresiones «elegíacas», según sus diversas entonaciones. En el contexto de la cultura y de las posiciones retórico-poéticas que hemos indicado no se trata solo evidentemente de una contraposición de temas y de públicos diversos. Son dos perspectivas —dos verdaderos «estilos»— enriquecidas por varias luces, que debían converger necesariamente en el panorama multiforme y complejo de la humanidad, tal como lo presenta la summa de la narrativa medieval.

El prepotente carácter bifronte del mundo del Decamerón —cómico y trágico, vulgar y cortés, vicioso y heroico— no ha pasado, por cierto, desapercibido, en sentido psicológico y de contenido, a los críticos más sensibles: bastaría recordar hoy, entre los que mejor lo estudiaron, precisamente mientras identificaban la seriedad humana y artística de Boccaccio, a Momigliano y Bosco. Pero aún más esencial e inherente al propio trabajo del artista y del escritor, es el carácter bifronte sea estructural que estilístico: de modo especial cuando se compara y se estudia en el ámbito de aquellas convicciones poéticas, góticas y escolásticas, a partir de las cuales los diversos niveles expresivos respondían a distinciones literarias y a técnicas retóricas diversas y fundamentales a un tiempo. Eran las convicciones que predominaban, como hemos visto, en la propia conciencia cultural y en la propia experiencia creativa de Boccaccio.

Ya desde las contraposiciones representadas, estudiadísimas por parte de Boccaccio —como ya se ha indicado—, desde la primera a la última jornada, desde el primero al último cuento, desde la primera hasta la última figura del Decamerón, se reflejan estructuras, situaciones, motivos estrictamente análogos o afines, en espejos deformantes o bien ennoblecedores. Las cuatro clases dominantes de la sociedad del Comune aparecen representadas, en la I jornada, con sus vicios y con sus miserias, mediante un lenguaje fundamentalmente negativo o sarcástico; en la X jornada, con sus virtudes y sus heroísmos, y mediante un lenguaje enteramente positivo y encomiástico. Principalmente aparecen representados los ejemplos del nuevo y más inexorable poder, el económico (Mitridanes y Torello se oponen a Ciappelletto y a Ermino); luego los representantes coronados del poder político (frente al rey de Francia y al de Chipre, frente a Saladino y a Can de la Scala, se alzan, ejemplarmente, los reyes de España, de Nápoles, de Sicilia, y también Saladino); después los depositarios del poder espiritual (a un papa Bonifacio, y al abad de Cluny corresponden los grandes de la Corte romana y el abad de Lunigiana); y, finalmente, los protagonistas del poder intelectual y cultural (Mico de Siena, Tito y Gisippo se contraponen al teólogo inquisidor y al maestro Alberto). Los vicios, dantescamente fundamentales del hombre (avaricia y avidez: I 3 y 6 y 7 y 8; sensualidad y lujuria: 4 y 5 y 10; presunción y soberbia: 5 y 8 y 9; y todos ellos presentes en la I jornada), se contrapesan con las grandes virtudes que, dantescamente, crean la beatitud de las criaturas (generosidad y liberalidad: X 1 y 2 y 5; victoria sobre los sentidos y castidad: 4 y 5 y 6 y 7; desprecio de sí mismo y humildad: 3 y 8 y 9; y todas ellas son exaltadas en la X jornada). En la I jornada prevalece el estilo «cómico» y de crítica, por lo general «humilde»; en la X jornada, el «trágico» y encomiástico, por lo general «sublime».

Pero esos dos sesgos y esos dos estilos llegan a su ápice, sobre todo en el cuento inicial y en el final, en Ciappelletto y en Griselda.

El perfil de Ciappelletto —que reúne en sí los tres vicios fundamentales, y los que de ellos se derivan— viene preparado, como contraste, por extensas premisas pías y teologizantes, reanudadas continuamente con devota solemnidad, hasta el punto de que parece que quieren presentar la dorada y ejemplar Vida de un santo.

Conveniente cosa es, queridísimas amigas, que en cualquier cosa que el hombre haga, por el santo y admirable nombre de Aquel que es fautor de todo ... Manifiesto es que todas las cosas temporales son mortales y transitorias, y que en sí mismas y fuera de sí hállanse llenas de enojos, angustias y fatigas, estando sujetas a infinitos peligros. Y por eso no podríamos los que vivimos mezclados en ellas y de ellas somos parte, en ellas perdurar ni sostenernos si especial gracia de Dios no nos prestase fuerza y perspicacia ... Y acontece que como en Él, hacia nosotros llenos de piadosa liberalidad ... Mas no obstante, Él, para quien nada está oculto, mirando más a la pureza del que suplica... (I 1, 2-5).

El mismo retrato del desalmado mercader, siniestro y potente, rebosa de una serie de calificativos sorprendentes que, por su estructura sintáctica, derriban las afirmaciones que en cambio se esperarían: casi iluminando todos esos rasgos con la peyorativa luz de la hipocresía, o sea, del carácter esencial del personaje y del propio desarrollo del cuento. Uno a uno, los diversos párrafos se orientan generalmente hacia un sesgo positivo, que luego se resuelve (poniéndolo Boccaccio del revés) en una definición negativa o en un punzante sarcasmo: como también ocurría a veces en los infernales círculos reservados por Dante para los fraudulentos y para los hipócritas.

Siendo notario, tenía a grandísima afrenta el que uno de sus documentos (por pocos que fueran) no fuese falso ... Con sumo deleite levantaba falsos testimonios, requerido o no para ello ... Sentía sumo placer, y se afanaba con fruición, en promover entre amigos, parientes y cualesquiera otras personas, males, enemistades y escándalos, recibiendo tanto mayor alborozo cuantos mayores daños veía seguido de ello. Si lo invitaban a un homicidio o a cualquier otra cosa punible, nunca se negaba, sino que de buen grado acudía ... Alejábase de las mujeres como los perros de las estacas, y deleitábase en lo opuesto como ningún otro desgraciado de su jaez. Habría engañado y robado con la conciencia tan tranquila como la de un santo varón ... y rayaba en solemne jugador y utilizador de dados trucados (I 1, 10 y ss.).

A lo largo de estas últimas frases, la deprecación, o mejor dicho, la repulsión, se desarrolla mediante la evidencia —en cierto sentido antifrástica— que se da al término, o a la expresión positiva que se encuentra en la construcción final («con sumo deleite», «sentía sumo placer», «tanto mayor alborozo», «deleitábase», «con la conciencia tan tranquila como la de un santo varón»): y así hasta ese sorprendente «solemne» que salta cuando ya parecía concluida la frase. Pero estas singulares estructuras y este trastornado lenguaje (de sentido opuesto al aparente y esperado), y, por tanto, coherentísimo y sugestivo en el retrato de un hipócrita, preparan eficazmente la tajante condena conclusiva: las enormidades de los vicios de Ciappelletto se confunden, a través de una expresión claramente alusiva, con las del hombre que es, proverbialmente, el más malvado, hipócrita y traidor, hasta el punto de que vendió a Cristo con un beso: «Era, y basta, el peor hombre de los nacidos» (I 1, 15): «Bonum erat ei si non esset natus homo ille» (Marcos 14:21 y Mateo 26:24).

Como contraste, el perfil de Griselda —la encarnación más elevada de las tres virtudes básicas, y de las que de ellas se derivan— aparece bosquejado a través de anotaciones sencillas y lineales, colocadas, paratácticamente, como una letanía, con diptologías de sinonimia, y consecuencias ternarias de adjetivos y de sustantivos en parte con rima o con asonancia, casi como si formaran parte de una leyenda devota o de la prosa llena de laude y maravilla de la Vita Nuova.

Hacía tiempo que le agradaban a Gualtieri las maneras de una mocita pobre que habitaba en una villa cercana a su casa... bella de cuerpo y rostro, pero además de bella hízose tan cortés, placentera y graciosa, que no parecía haber sido hija de Giannucole y pastores de ovejas, sino vástaga de algún noble señor, con lo que maravillaba a cuantos antes la habían conocido. Además, era tan obediente a su marido, que él se tenía por el más satisfecho hombre del mundo, y era también con los súbditos de su esposo tan graciable y benigna, que no había ninguno que no la amase y honrase muy de su grado, con lo que todos oraban por su bien, estado y mejora... Y en resolución, no solo en su marquesado, sino en todas partes, antes de que pasara mucho tiempo, se razonaba de la valía y buenas obras de Griselda, y se enmendaba lo que se hubiera dicho contra el marido cuando la desposó (X 10, 9 y 24 y ss.).

La conclusión, con esa rápida difusión del estupor y de la admiración por el mundo entero, revela, de forma más directa, esas filigranas hagiográficas y literarias. Y prepara coherentemente la exaltación conclusiva de Griselda (la máxima intentada hasta entonces para una mujer) a través del lenguaje que alude a las palabras y a las representaciones características de la Virgen («alta virtud»).

Ciappelletto-Judas marca el inicio de la representación de los máximos vicios; Griselda-María concluye solemnemente la ejemplaridad de las máximas virtudes. En el lóbrego comienzo de la comedia humana se evoca el prototipo de maldad, el único hombre que, según la tradición, es seguro que fue arrojado al infierno «en la perdición y en manos del diablo» (como se dice de Ciappelletto: I 1, 89); en cambio, el epílogo luminoso y beatífico se sella con la única criatura verdaderamente (como se dice de Griselda) «también llueven del cielo espíritus divinos» (X 10, 68), criatura exenta de pecado, asunta con su propio cuerpo al cielo. Se adapta perfectamente al primer personaje del Decamerón ese estilo «cómico», de vituperatio, hosco y sarcástico al mismo tiempo, que los evangelios y los apócrifos, la tradición y las mismas representaciones sagradas reservan para Judas; al último personaje, el estilo «trágico», de laude y leyenda, heroico y encomiástico, o de pía y edificante literatura de devoción mariana.

Ese lenguaje trastornado y casi antifrástico del primer cuento se propone, sin embargo, una coherencia expresiva también en otro plano. Porque una de las perspectivas en las que se inserta la impía empresa de Ciappelletto consiste, ya desde el retrato inicial, precisamente en el trastorno de lo moral y de lo humano. El notario, sumo fiador de verdades y conciliador natural de disputas, es promotor, en cambio, de falsedades y de violentas enemistades; el mercader, que debe ser honesto y solidario con los otros colegas, es perjuro y traidor de sus compañeros, hasta el punto de que falsifica moneda; el aparentemente casto es un notable sodomita; el financiero, tradicionalmente generoso, es codicioso y ladrón; y así en este plan, hasta llegar a esa última hora solemne, de recogimiento para cada hombre que, en cambio, se transforma en una burla de cínica impiedad, casi en una diabólica parodia del fin ejemplar de un famoso mercader (cfr. pp. CXXIX y ss.). Pero el trastorno estriba, aparte de en la persona del propio Ciappelletto, en su inexorable peripecia. El falsario y engañador a toda costa (hasta entonces y hasta prueba en contrario), al final, es engañado y traicionado por sus propias acciones, ya que se precipita en un fracaso total e irremediable, «en la perdición y en manos del diablo». El impío y blasfemo, que incluso en sus últimos momentos había querido desafiar a Dios con un sacrilegio y mofarse de un cándido y «santo» ministro suyo, por el contrario, suscita con su propio sacrilegio una gran oleada de entusiasmo religioso, que agrada a Dios y que solicita a Dios gracias y milagros. Entre el falsario, aparentemente vencedor, y Dios y sus devotos, aparentemente engañados, el asunto se concluye con que son estos últimos los que obtienen la victoria y el éxito final. Por otra parte, esta era una situación que respondía a las más sólidas convicciones religiosas, las que el propio Boccaccio había expuesto al principio del cuento (2-6): se trata del desarrollo de un tema enunciado también por Dante: «Miro namque Dei iudicio quandoque agi credendum est, ut inde digna supplicia impius declinare arbitratur, inde in ea gravius precipitetur; et qui divine voluntati reluctatus est et sciens et volens, eidem militet nesciens atque nolens» (ep. VI 14).

Cierto que el interés de Boccaccio por esta inversión de términos no es tanto religioso o moral cuanto más bien artístico. Es más, actúa en él, probablemente, un acicate sobre todo de naturaleza y tradición literaria, y mediolatina y proverbial: es decir, el topos —que en aquella cultura aparecía insistentemente— del «mundo al revés». A través de aquellas trastornadas vicisitudes, la presentación de ese topos culmina con la paradoja que estriba en que al mayor bribón le proclaman santo, y le veneran por sus milagros realizados, muy a su pesar, por Dios. Y se trata de una presentación que no ha encontrado solamente un estilo y un lenguaje rigurosamente propios, sino que se inserta, coherentemente, en esa acción general, de la comedia del hombre, que constituye la unidad dinámica y compleja del Decamerón. Porque la maldad, que de modo provisional parece vencer a la buena fe y a la honestidad, era tradicionalmente la forma más vil y más innoble de aquel «arte de bien vivir» que, tras innumerables tratamientos, aparece representada, potente y sugestivamente, en la obra de Boccaccio. La bribonería de Ciappelletto, aunque —como ya veremos— tiene un cierto perverso carácter épico (cfr. pp. CXXVI y ss.), se sitúa en el peldaño más bajo de ese arte: porque se da por satisfecho con el mundo de las apariencias, porque se contenta con el «qualis artifex pereo» precisamente en el momento en que pierde todo y definitivamente, porque se ejercita presuntuosamente, y sin ningún resultado, con respecto a un mundo y a una realidad que trascienden por completo de su control y su impío juego.

Justo en el ápice de ese mismo arte de bien vivir figuraba, en cambio, la capacidad de vencer, humana y cristianamente, toda dificultad derivante de situaciones azarosas, toda oposición desarrollada por hombres y cosas, y ello mediante la paciencia y la prudencia, mediante una virtud exenta de toda apariencia y de toda ostentación, formada sobre todo a base de generosidad, de amor verdadero, de afectuosa inteligencia. Es precisamente el «arte» de Griselda, que se basa no sobre la astucia, sino sobre la amorosa y heroica humildad, válida sea para la tierra que para el cielo («los últimos serán los primeros»): el «arte» que vence realmente sea a los desconfiados súbditos que al «bestial» marido, que a las pruebas sobrehumanas a que debe someterse, y que hace que se la proclame mujer «sapientísima» y «también llueven del cielo espíritus divinos».

Desde la representación de la despiadada y efímera «razón de mercancía», lo contrario de todo bien vivir que domina y da ese color lívido al primer cuento, se asciende, a través del multiforme itinerario de los cien cuentos, hasta el esplendor de la «razón de la virtud», el auténtico arte de bien vivir, que reaviva e ilumina el último cuento. Desde el lenguaje del primero —y más explícitamente de sus dos fragmentos decisivos, el retrato y la confesión—, que se propone dar a entender cosas diversas de la realidad con repliegues astutos, con untuosas reticencias y con engañosas alusiones, hasta a los resbaladizos y antifrásticos juegos de palabra, se llega, a través de un teclado lingüístico, vario si los hay, al lenguaje del cuento conclusivo, solemne, sí, pero explícito y concreto, lleno de laude y de leyenda hagiográfica, lineal y preciso, como la adamantina virtud y el sencillo heroísmo de Griselda.

La dinámica ascensional que caracteriza al Decamerón se revela, explícita y decisiva, precisamente a partir de ese paralelismo, desarrollado con un contraste y en dos niveles distanciadísimos, sea en el cuento introductivo que en el conclusivo: desde el estilo cómico y humilde hasta el trágico y sublime, desde el triunfo del vicio al triunfo de la virtud, desde el «mundo al revés» al «arte del bien vivir», desde Judas a María.

Estos dos diversos motivos de fantasía narrativa y de representación humana, y los dos diversos estilos, correspondientes y coherentes, se desarrollan y ponen a caballo entre las dos pilastras maestras del gran edificio gótico del Decamerón, con trabazones decisivas para la rica y compleja arquitectura de esta comedia de la vida humana.

Al «mundo como es» y al «mundo al revés» se oponen, continuamente, el «mundo como debe ser» y el arte del auténtico bien vivir. Con los primeros, que se explayan con diversas representaciones —desde la bestialidad y la maldad al vicio y al instinto, y hasta lo burlesco y lo jocoso—, se entremezclan, continuamente, los segundos, inspirados de forma más varia, en la caballerosidad o en la cortesía, en la osadía o en la inteligencia, en la virtud y en el heroísmo. En general —si bien, naturalmente, se deben hacer las debidas excepciones— se trata de la tradición de los comadreos groseros en el ámbito del Comune, de las eternas combinaciones en triángulo, de los fabliaux y de los ioci de los juglares, de los más fáciles proverbios y de los cantos populacheros, y todos ellos son los que sugieren los temas y los trasfondos de los cuentos del primer filón y los que requieren «característicos» personajes ficticios o municipales; mientras los episodios narrados en los cuentos del segundo filón proceden a menudo de la más noble literatura mediolatina y vulgar, y aparecen situados con frecuencia en ambientes y acontecimientos históricos, tienen como protagonistas a personajes «de esclarecida fama», a veces enriquecidos a base de valores emblemáticos o alusivos. A un mundo existencial se contrapone un mundo ideal, en un sentido no de oposición moralista, sino de complemento humano y artístico. Los momentos cotidianos más libres de prejuicios, las más frecuentes intrigas de la vida de cada cual, los tonos más inmediatamente divertidos, se entretejen en el primero de los mundos citados; los temas más comprometidos ideológicamente, las representaciones más decisivas en un sentido ejemplar, las gestas caballerescas y heroicas, requieren, necesariamente, el segundo (y baste pensar en la proliferación de cuentos de este tipo en las II, IV, VI y X jornadas, verdaderamente las más cruciales dentro del desarrollo del grandioso bosquejo de la comedia del hombre). Los primeros —que prevalecen cuantitativamente, como en la vida real— son los «cuentos o fábulas a los que se alude en el Proemio; los segundos, las «parábolas o historias», esas «exemplares seu demonstrativae... potius historiae quam fabulae» que se indican, aparte del mismo Proemio, en la Genealogia (XIV 9).

La alternancia de estos dos mundos morales y artísticos —subrayada repetidamente por Boccaccio— se puede verificar fácilmente, en el sentido de los contenidos, por todo lector mínimamente avisado, hasta el punto de que no merece que se insista en ello. En cambio, en el plano de los estilos es donde esa trama de los «registros» ha sido tanto menos destacada cuanto más significativa es para la inspiración narrativa de Boccaccio e indicativa de las tradiciones y de las convicciones humanas y poéticas que la animan. Son los dos «estilos» fundamentales a partir de los cuales, desde la antigüedad hasta la retórica del Trescientos, se bifurcaban las expresiones literarias: Boccaccio —como ya hemos dicho— logra que converjan ambos en su obra maestra. Esta realidad ha parecido evidente, aunque mencionada solo de pasada, ya en dos relatos que son ejemplares en ese sentido, el primero y el último del Decamerón: sería fácil ampliar la indagación a diversos cuentos, en cierto modo contrapuestos idealmente (por ejemplo, los de Martellino y del conde de Amberes, los de don Gianni y de doña Dianora, los de Ermino Avarizia y de Natan y Mitridanes, los de Can de la Scala y Ghino de Tacco, los de la marquesa del Monferrato, de la enferma Lisa, etcétera).

Sin embargo, los momentos más reveladores son aquellos en los que un topos narrativo, o un episodio similar o una situación similar forman una estructura y adquieren diversos colores, es decir, son representados con «estilos» diferentes, según sobre qué trasfondo se proyecten, sobre cuál de esos dos niveles humanos divergentes.

A los topoi más extendidos, desde la antigüedad oriental y griega y desde la leyenda de los anfitriones —y luego descendiendo a lo largo de la literatura romana y la medieval en latín y en los diversos vulgares— hasta las mismas «raíces» de las diversas formas narrativas, pertenecía, por ejemplo, el módulo, estructuralmente combinatorio, del intercambio de personas y de los equívocos consiguientes entre cónyuges, amantes, enamorados insatisfechos. Era un tema con múltiples posibilidades de tramas que Boccaccio, naturalmente, acoge en su summa narrativa, renovándolo genialmente de acuerdo con las nuevas dimensiones representativas con las que se marca y se comienza el nuevo curso de la narrativa europea (cfr. cap. 5). Y precisamente al socaire de esta novedad de orientación, Boccaccio proyecta y propone ese topos, no solo en el plano existencial de episodio divertido y jocoso, sino también —con osada invención— en el ejemplar y «demonstrativus». Con variaciones que van en direcciones diversas —desde lo cómico hasta lo aventurero, desde lo fortuito a lo ingenioso, desde lo salaz hasta lo moralista—, Boccaccio lo inserta repetidas veces en las sorprendentes tramas de varias de sus cuentos: los de Alatiel, por ejemplo, los de Agilulfo y Teudelinga, de Giletta, de Lisetta, de Arriguccio, del prepósito de Fiesole, de doña Francesca (II 7, III 2 y 9, IV 2, VII 8, VIII 4, IX 1).

Y lo convierte en el motivo central de los característicos relatos de intriga: el de Ricciardo y Catella (III 6), en el que la fantástica renovación se efectúa especialmente a través de una ambientación, una topografía, una sicología completamente napolitanas, frescas y oportunamente caracterizadas; y el de Pinuccio y la Niccolosa (IX 6), en el que los intercambios en cadena son tan nutridos que constituyen el más ejemplar desarrollo combinatorio, hasta el punto de que la sorpresa surge de una situación tan geométricamente precisa que es alucinante. En los dos cuentos, en los propios, decisivos y afortunadísimos descubrimientos narrativos se permanece siempre, sin embargo, en el plano cotidiano y existencial en el que el módulo se había originado como elemento de «suspense» divertido y de licencioso equívoco.

Pero precisamente es en la jornada más explícitamente situada en el mundo ideal del «deber ser», donde el topos vuelve a ser explayado con una clave completamente diversa, como se ve en el cuento de Gisippo y Tito (X 8). En el centro —es el episodio decisivo— figura aún, como en los ejemplos más tradicionales o como en el episodio de Ricciardo y Catella, una intriga de alcoba entre una mujer reacia, un adorador suyo insatisfecho, un marido engañado: en el propio tálamo nupcial Sofronia acoge a Tito, amante ardiente y desesperado, creyendo que es su marido, Gisippo, que queda excluido de su propia habitación conyugal. El intercambio contiene todos los elementos y todos los colores más maliciosos de la tradición, acentuados si acaso por la circunstancia de que se verifican precisamente durante la misma noche de la boda. Pero la ambigua situación, que se estabiliza como una fórmula de variaciones obscenas y diversiones salaces, aquí debe desempeñar, atrevidamente, un papel en sentido virtuoso y heroico: como la máxima prueba de generosidad y de afectuosa amistad ofrecida por dos personas dotadas de «despierto ingenio», y exaltadas «se elevaron a la par y con prodigiosa fortuna, a las alturas de la filosofía» (8). Se diría que Boccaccio quiso precisamente transfigurar uno de los topoi más equívocos y licenciosos en un altísimo ejemplo de virtud, conduciéndolo resueltamente al nivel del arte del bien vivir. El contraste, es más, la vuelta del revés, que se opera logra dar de este modo, alusivamente, un relieve extraordinario, de generosidad sin límites, al gesto de Gisippo: logra colocar la amistad de estos dos preclaros espíritus en el mismo plano, heroico y emblemático, de la amistad de Orestes y Pílades, y de Damón y Fintias. El propio autor lo quiere proclamar explícitamente, con una declaración solemne y comprometida de modo excepcional.

De suerte que la amistad es cosa santísima, y no solo digna de singular reverencia, sino de ser encomiada con perpetuos loores, como madre discretísima de munificencia y honestidad, hermana de gratitud y caridad, y enemiga de odio y avaricia. Y siempre, sin esperar ruego, está presta a hacer a otros, virtuosamente, lo que a uno mismo quisiéramos que se nos hiciese. Los santísimos efectos de la amistad hoy muy raramente se ven, lo que es culpa y afrenta de la mísera codicia de los mortales que, solo a su propia utilidad mirando, a los más extremos términos de la Tierra han, con exilio perpetuo, relegado la amistad. ¿Qué amor, qué riqueza, qué parentesco habrían impresionado el corazón de Gisippo con tanta eficacia como el fervor, las lágrimas y los suspiros de Tito, al punto de hacer que fuera para el segundo la bella y gentil esposa amada por el primero? (X 8, 111113).

En la contraposición entre la grandeza de ánimo que antaño caracterizaba la amistad y la «mísera codicia» que «hoy» la «a los más extremos términos de la Tierra han, con exilio perpetuo, relegado la amistad», existe no solo la consabida nostalgia por el pasado o por la época apropiada para la cortesía, sino que está siempre presente la contraposición entre esos dos mundos del ser y del deber ser, como indica la cita explícita de la amistad, considerada como «enemiga» de los vicios representados y como «madre» de las virtudes exaltadas en el Decamerón.

Esa inversión del sentido de una situación a esas alturas ya estilizada, canónicamente, durante siglos y siglos, ese empleo en cierto modo antifrástico de un topos salaz, no se producen, naturalmente, sin que también se inviertan los niveles estructurales y estilísticos. Es más, precisamente depende de esta inversión, en gran medida, la posibilidad de recabar ese nuevo significado ejemplar.

Tras la preparación, que se verifica ya en las presentaciones de los protagonistas, y la descripción a través de los diversos cuentos, los intercambios y equívocos de alcoba están dotados de una trabazón lingüística que rezuma de sensualidad y de apetencias libidinosas.

Con jovial exuberancia se resalta la sexualidad instintiva, gracias también a un lenguaje a veces equívoco, a veces hiperbólico, como sucede, por ejemplo, en el encuentro entre la «joven y necia» Lisetta y Alberto, el hombre de «malvada y corrompida vida», bribón como el propio Ciappelletto.

Era fray Alberto buen mozo y robusto, y no mal plantado, por lo que, topando con doña Lisetta, que era fresca y mórbida, hízole otras cosas que el marido, y así muchas veces durante la noche voló sin alas, de lo que ella se dio por muy contenta. (IV 2, 32);

o bien en el encuentro entre el presuntuoso prepósito de Fiesole y la deforme Ciutazza, que procede de la tradición de la «vituperatio» femenina.

... tomó a Ciutazza en brazos y comenzó a besarla sin hablar palabra, y ella a él, y comenzó el prepósito a solazarse con ella, gozando de los bienes tan largamente ansiados ... El buen hombre, para llegar pronto, se había apresurado a cabalgar, y ya llevaba, antes de que los otros acudiesen, tres millas recorridas, por lo que reposaba, algo fatigado, en brazos de Ciutazza, a pesar del calor (VIII 4, 28 y 32).

También en los dos cuentos que se articulan, en su totalidad, en torno a este embrollo clásico, el empaste lingüístico es análogo, sea que el equívoco se produzca en el campo florentino y en medio del silencio más absoluto entre Adriano y la mesonera:

... se acostó en el lecho que al lado había, y que era el de Adriano, creyendo acostarse con su marido. Adriano, no dormido aún, la acogió con alegría y, sin palabras, llenó el pote, con gran placer de la mujer ... por lo que la mujer, acordándose de los abrazos de Adriano, creía haber velado ella sola (IX 6, 17 y 33);

sea que se produzca en el hermoso mundo napolitano en el ámbito de una «stufa»[15] de rufianes, con intercambio de apreciaciones salaces y de secretos de alcoba, entre Catella, que cree sustituir a una amante de su marido, y el listo enamorado suyo, que hasta entonces había recibido calabazas:

Ricciardo condujo a la mujer al lecho, y, sin hablar, para no delatarse por la voz, durante mucho tiempo, y con más deleite de uno que de otra, se entretuvieron. Y, cuando a Catella parecióle oportuno desfogar su rabia, así, encendida de ferviente ira, empezó: «... ¡Bien te has comportado aquí, can renegado, mientras en casa sueles mostrarte tan débil y para poco! Pero, loado sea Dios, tu campo has labrado y no, como creías, el ajeno. No me extraña que esta noche no me tomaras, que querías saciarte en otra parte y llegar a la batalla de refresco; pero, ¡loados sean Dios y mi agudeza!, las aguas han corrido por donde debían...». Ricciardo ... sin nada responder, la b

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