{

El banquete (Serie Great Ideas)

Platón

Fragmento

ban-2.xhtml

El banquete

APOLODORO: Me considero bastante preparado para referiros lo que me pedís, porque ahora mismo, según iba yo de mi casa de Falero a la ciudad, un conocido mío, que venía detrás de mí, me vio y me llamó desde lejos:

—¡Hombre de Falero! —gritó en tono de confianza—, ¡Apolodoro! ¿No puedes pararte?

Yo me detuve y le aguardé. Me dijo:

—Justamente andaba en tu busca, porque quería preguntarte lo ocurrido en casa de Agatón el día que Sócrates, Alcibíades y otros muchos comieron allí. Se dice que toda la conversación trató sobre el amor. Yo supe algo por uno, a quien Fénix, hijo de Filipo, refirió una parte de los discursos que se pronunciaron, pero no pudo decirme el pormenor de la conversación, y solo me dijo que tú lo sabías. Cuéntamelo, pues, tanto más cuanto es un deber en ti dar a conocer lo que dijo tu amigo. Pero, ante todo, dime: ¿estuviste presente en esa conversación?

—No es exacto, y ese hombre no te ha dicho la verdad —le respondí—; puesto que citas esa conversación como si fuera reciente, y como si hubiera podido yo estar presente.

—Yo así lo creía.

—¿Cómo —le dije—, Glaucón? ¿No sabes que hace muchos años que Agatón no pone los pies en Atenas? Respecto a mí aún no hace tres años que trato a Sócrates, y que me propongo estudiar asiduamente todas sus palabras y todas sus acciones. Antes andaba vacilante por uno y otro lado, y creyendo llevar una vida racional, era el más desgraciado de los hombres. Me imaginaba, como tú ahora, que en cualquier cosa debía uno ocuparse en vez de la filosofía.

—Vamos, no te burles, y dime cuándo tuvo lugar esa conversación.

—Éramos muy jóvenes tú y yo; fue cuando Agatón consiguió el premio con su primera tragedia, al día siguiente de hacer un sacrificio a los dioses en honor de su triunfo, rodeado de sus coristas.

—Pues sí que fue hace tiempo; pero ¿quién te ha dicho lo que sabes? ¿Sócrates?

—No, ¡por Zeus! —le dije—. Me lo ha dicho el mismo que se lo refirió a Fénix, que es un cierto Aristodemo, del pueblo de Cidatenes; un hombre pequeño, que siempre anda descalzo. Este se halló presente, y si no me engaño, era entonces uno de los más apasionados de Sócrates. Algunas veces pregunté a este sobre las particularidades que me había referido Aristodemo, y vi que concordaban.

—¿Por qué tardas tanto —me dijo Glaucón— en contarme la conversación? ¿En qué cosa mejor podemos emplear el tiempo que nos resta para llegar a Atenas?

Yo estuve de acuerdo, y continuando nuestra marcha, entramos en materia. Como te dije antes, estoy preparado, y solo falta que me escuches. Además del provecho que encuentro en hablar u oír hablar de filosofía, nada hay en el mundo que me cause tanto placer; mientras que, por el contrario, me muero de fastidio cuando os oigo a vosotros, hombres ricos y negociantes, hablar de vuestros intereses. Lloro vuestra obcecación y la de vuestros amigos; creéis hacer maravillas, y no hacéis nada bueno. Quizá también por vuestra parte os compadezcáis de mí, y tal vez tengáis razón; pero no es una mera creencia mía, sino que tengo la seguridad de que sois dignos de compasión.

AMIGO DE APOLODORO: Tú siempre el mismo, Apolodoro; hablando mal siempre de ti y de los demás, y persuadido de que todos los hombres, excepto Sócrates, son unos miserables, empezando por ti. No sé por qué te han dado el nombre de Furioso; pero sé bien que algo de esto se advierte en tus discursos. Siempre se te encuentra desabrido contigo mismo y con todos, excepto con Sócrates.

APOLODORO: ¿Te parece, querido mío, que es preciso ser un furioso y un insensato para hablar así de mí mismo y de todos los demás?

AMIGO DE APOLODORO: Déjate de disputas, Apolodoro. Acuérdate ahora de tu promesa, y cuéntame los discursos que pronunciaron en casa de Agatón.

APOLODORO: He aquí lo ocurrido poco más o menos; o mejor será que tomemos la historia desde el principio, como Aristodemo me la contó.

Encontré a Sócrates —me dijo— que salía del baño y se había calzado las sandalias contra su costumbre. Le pregunté adónde iba tan arreglado.

—Voy a comer a casa de Agatón —me respondió—. Rehusé asistir a la fiesta que daba ayer para celebrar su victoria, por no juntarme con una excesiva concurrencia; pero di mi palabra para hoy, y he aquí por qué me encuentras tan arreglado. Me he puesto guapo para ir a la casa de tan bello joven. Pero, Aristodemo, ¿qué te parece venir conmigo, aunque no hayas sido invitado?

—Como quieras —le dije.

—Sígueme, pues, y cambiemos el proverbio, probando que un hombre de bien puede ir a comer a casa de otro hombre de bien sin ser invitado. Con gusto acusaría a Homero, no sólo de haber cambiado este proverbio, sino de haberse burlado de él, cuando después de representar a Agamenón como un gran guerrero, y a Menelao como un combatiente endeble, hace concurrir a Menelao al festín de Agamenón sin ser invitado; es decir, presenta a un inferior asistiendo a la mesa de un hombre que está muy por encima de él.

—Temo —dije a Sócrates—no ser tal como tú querrías, sino más bien según Homero; es decir, alguien vulgar que se sienta a la mesa de un sabio sin ser invitado. Por lo demás, tú eres el que me guías y a ti te toca salir a mi defensa, porque yo no confesaré que voy allí sin que se me haya invitado, y diré que tú eres el que me invitas.

—Somos dos —respondió Sócrates—, y ya a uno ya a otro no nos faltará qué decir. Vayamos.

Nos dirigimos a la casa de Agatón durante esta charla, pero antes de llegar, Sócrates se quedó atrás entregado a sus propios pensamientos. Me detuve para esperar, pero me dijo que siguiera adelante. Cuando llegué a la casa de Agatón encontré la puerta abierta, y me sucedió una aventura curiosa. Un esclavo de Agatón me condujo enseguida a la sala donde tenía lugar la reunión; estaban ya todos sentados a la mesa y esperando que se les sirviera. Agatón, al verme, exclamó:

—¡Oh, Aristodemo! Seas bienvenido si vienes a comer con nosotros. Si vienes a otra cosa, ya hablaremos otro día. Ayer te busqué para suplicarte que fueras uno de mis invitados, pero no pude encontrarte. ¿Y por qué no has traído a Sócrates?

Miré para atrás y vi que Sócrates no me seguía, y entonces dije a Agatón que yo mismo había venido con Sócrates, ya que él era el que me había invitado.

—Has hecho bien —replicó Agatón—; pero ¿dónde está Sócrates?

—Me seguía y no sé qué ha podido suceder.

—Esclavo —dijo Agatón—, vete a ver dónde está Sócrates y tráelo aquí. Y tú, Aristodemo, siéntate al lado de Eriximaco. Esclavo, lávale los pies para que pueda ocupar su puesto.

Entonces vino un esclavo a comunicar que había encontrado a Sócrates de pie en el umbral de la casa próxima, y que pese a haberle invitado, no había querido venir.

—¡Vaya una cosa singular! —dijo Agatón—. Vuelve y no le dejes hasta que haya entrado.

—No —dije yo entonces—, dejadle.

—Si a ti te parece así —dijo Agatón—, de acuerdo. Ahora vosotros, esclavos, servidnos. Traed lo que queráis, como si no tuvierais que recibir órdenes de nadie, porque eso es algo que nunca he hecho. Tratadnos a mí y a mis amigos como si fuéramos huéspedes invitados por vosotros mismos. Hacedlo lo mejor posible, que en ello va vuestra reputación.

Comenzamos a comer y Sócrates no aparecía. A cada instante Agatón quería que se le fuese a buscar, pero yo lo impedí en todas las ocasiones. Al final Sócrates entró después de habernos hecho esperar algún tiempo, según su costumbre, cuando estábamos ya a media comida. Agatón, que estaba solo sobre una cama al extremo de la mesa, le invitó a que se sentara junto a él.

—Ven, Sócrates —le dijo—, permite que esté lo más próximo a ti para ver si puedo ser partícipe de los magníficos pensamientos que acabas de descubrir; porque estoy convencido de que has descubierto lo que buscabas, pues de otra manera no hubieras dejado el dintel de la puerta.

Cuando Sócrates se sentó, dijo:

—¡Ojalá, Agatón, la sabiduría fuese una cosa que pudiese pasar de un espíritu a otro cuando dos hombres están en contacto, como corre el agua por una hebra de lana de una copa llena a una copa vacía! Si el pensamiento fuese de esta naturaleza, sería yo quien se consideraría dichoso estando cerca de ti, y me vería, a mi parecer, rebosante de esa buena y abundante sabiduría que tú posees; porque la mía es una cosa mediana y equívoca; o, mejor dicho, es un sueño. La tuya, por el contrario, es una sabiduría magnífica y rica en bellas esperanzas como lo atestigua el vivo resplandor que arroja ya en tu juventud, y los aplausos que más de treinta mil griegos acaban de prodigarte.

—Eres muy burlón —replicó Agatón—, pero ya examinaremos cuál es mejor, si tu sabiduría o la mía; y Dionisos será nuestro juez. Ahora de lo que se trata es de comer.

Sócrates se sentó, y cuando él y los demás invitados acabaron de comer, se hicieron libaciones, se cantó un himno en honor del dios y, tras las demás ceremonias habituales, se habló de beber. Pausanias tomó entonces la palabra:

—Veamos —dijo— cómo podremos beber sin que nos perjudique. En cuanto a mí, confieso que me siento aún perjudicado por la juerga de ayer, y tengo necesidad de parar un poco; creo que la mayor parte de vosotros está en el mismo estado, porque ayer estabais conmigo. Procuremos, pues, beber con moderación.

—Pausanias —dijo Aristófanes—, me satisface tu propuesta de beber con moderación, porque yo fui uno de los que más se excedió anoche.

—¡Cuánto celebro que estéis de ese humor! —dijo Eriximaco, hijo de Acúmenes—; pero falta por conocer la opinión de alguien. ¿Cómo te encuentras, Agatón?

—Igual que vosotros —respondió.

—Tanto mejor para nosotros —replicó Eriximaco—, para mí, para Aristodemo, para Fedro y para los demás, si vosotros, que sois los valientes, os dais por vencidos, porque nosotros somos siempre ruines bebedores. No hablo de Sócrates, que bebe siempre lo que le parece, y no le importa nada la resolución que se toma. Así, pues, ya que no veo a nadie aquí con deseos de excederse en la bebida, seré menos inoportuno si os digo unas cuantas verdades sobre la embriaguez. Mi experiencia de médico me ha probado perfectamente que el exceso en el vino es perjudicial para el hombre. Evitaré siempre este exceso, en cuanto pueda, y jamás lo aconsejaré a los demás; sobre todo cuando su cabeza se encuentre resentida por una juerga la noche anterior.

—Sabes —le dijo Fedro de Mirrinos, interrumpiéndole— que sigo con gusto tu opinión, sobre todo cuando hablas de medicina; pero ya ves que hoy todos se presentan muy racionales.

No hubo más opiniones: se decidió de común acuerdo beber por

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos