Contenido
La sorpresa en el armario
El elefante
La gran evasión
En camino
Lucy y la tortuga
Bed and Breakfast
El tigre
La fotografía
Lucy y Dan
Tecnología móvil
Londres
El libro
Lucy II
El apartamento de Mike
La flor
Brotes verdes
El dedal
Paris Match
Bookface
La paleta
Bernadette
El anillo
Cumpleaños mierdoso
Recuerdos
El corazón
Cartas a casa
Quien lo encuentra se lo queda
¿Final de viaje?
El futuro
Agradecimientos
En primer lugar, mi agradecimiento a la superagente Clare Wallace por sus conocimientos, su pericia y, en general, su amabilidad. Asimismo, a todos en la agencia literaria Darley Anderson por su cálido recibimiento y apoyo, sobre todo a Mary Darby, Emma Winter y el propio Darley. También gracias a Vicki Le Feuvre por sus prontos comentarios y reacciones.
Detrás de todo libro hay un gran editor y yo he tenido la gran suerte de contar con dos de los mejores. A mi editora en el Reino Unido, Sally Williamson, y a Erika Imranyi en Estados Unidos, muchas gracias por vuestra solicitud, creatividad y defensa de Arthur. Un agradecimiento especial también para Sammia Hamer, quien inicialmente acogió a Arthur en el Reino Unido.
Todo el equipo de Harlequin Mira y Harper Collins ha sido maravilloso, con fantásticas aportaciones por parte de Alison Lindsay, Clio Cornish, Nick Bates y Sara Perkins Bran, por solo mencionar a unos pocos.
A los amigos que leyeron un temprano borrador de esta novela sin por ello poner los ojos en blanco en señal de aburrimiento. Gracias a Mark RF, Joan K, Mary McG y Mags B.
Mis padres siempre fomentaron mi amor por los libros y la lectura, así que Pat y Dave: ¡sin vosotros esto nunca hubiera sido posible!
Mi mayor gratitud es para Mark y Oliver por apoyarme en cada paso que he dado en esta travesía, por creer que era posible y por estar siempre ahí.
También muchas gracias a mi amiga Ruth Moss, en cuya valentía y espíritu alegre pienso a menudo.
Para Oliver
La sorpresa en el armario
Arthur se levantaba de la cama cada mañana a las siete y media en punto, tal como solía hacer cuando su esposa Miriam aún vivía. Se duchaba y se vestía con sus pantalones grises, su camisa azul clara y su chaleco de punto color mostaza, los cuales había dejado preparados y bien dispuestos la noche anterior. Se afeitaba y luego bajaba a la planta principal.
A las ocho se preparaba el desayuno, por regla general una tostada con margarina, y tomaba asiento a la mesa rústica de pino con sitio para sentar a seis personas, pero que ahora mismo solo sentaba a una. A las ocho y media enjuagaba sus cacharros y le pasaba un trapo a la encimera de la cocina con la ayuda de la palma de la mano y dos toallitas húmedas Flash con aroma de limón. Y entonces podía empezar la jornada.
A lo mejor, cualquier otra mañana soleada de mayo se habría alegrado al ver que el sol ya había salido. Podría haber pasado un rato en el jardín arrancando malas hierbas y removiendo la tierra. El sol calentaría su nuca y besaría su cuero cabelludo hasta dejarlo rosado y ardiente. Le recordaría que estaba vivo, que seguía en la brecha.
Sin embargo, aquel día, el quince del mes, era diferente. Era el aniversario que llevaba semanas temiendo que llegara. La fecha en su calendario Fabulosa Scarborough que sus ojos buscaban irremediablemente cada vez que pasaba por delante. Solía quedárselo mirando un momento y luego intentaba encontrar alguna pequeña tarea que pudiera distraerle. Regaba su helecho Frederica o abría la ventana de la cocina y gritaba «¡Gerroff!» para disuadir al gato del vecino de utilizar su rocalla como váter.
Hacía un año que su mujer había muerto.
Que había pasado a mejor vida, como todo el mundo parecía preferir expresarlo. Como si pronunciar la palabra «muerte» fuera una grosería. Arthur detestaba la expresión «pasar a mejor vida». Sonaba bien, tan dulce como una barcaza meciéndose en las olas, o como una pompa de jabón flotando en el aire contra un cielo azul y despejado. Pero la muerte de su esposa no había sido así.
Tras cuarenta años de matrimonio solo quedaba él en la casa, con sus tres dormitorios y baño en-suite que sus hijos ya adultos, Lucy y Dan, les habían recomendado que instalaran al cobrar la pensión. La cocina recién reformada era de auténtica madera de haya y estaba provista de unos fogones con mandos que parecían sacados del centro espacial de la NASA. Arthur nunca los utilizaba por miedo a que la casa despegara como un cohete.
¡Cómo echaba de menos las risas en su casa! Echaba de menos oír el sonido de pasos en la escalera, incluso los portazos. Ansiaba encontrar montones de ropa sucia en el rellano de la escalera y tropezarse con botas de agua embarradas en el vestíbulo. O katiuskas, como solían llamarlas sus hijos. El silencio que se había instalado en la casa desde que estaba solo resultaba más ensordecedor que cualquier ruido familiar del que antes solía quejarse.
Arthur acababa de limpiar la encimera y se dirigía al salón cuando un sonido agudo taladró su cerebro. Se apretó instintivamente contra la pared. Sus dedos se abrieron contra el empapelado. Los antebrazos le hormigueaban por el sudor. A través del cristal con dibujos de margaritas de la puerta principal divisó una gran silueta amenazante de color púrpura. Estaba prisionero en su propio vestíbulo.
Volvió a sonar el timbre. Era increíble lo alto que era capaz de resonar. Como una alarma de incendios. Encogió los hombros para proteger sus oídos y su corazón se desbocó. Unos segundos más, y seguro que ella se hartaría y se iría. Pero entonces se abrió la ranura del buzón.
—Arthur Pepper. Abre. Sé que estás ahí dentro.
Era la tercera vez en una misma semana que su vecina Bernadette pasaba por su casa. Llevaba unos meses intentando cebarlo con sus pasteles de cerdo o carne picada y cebolla caseras. De vez en cuando se rendía y abría la puerta; la mayoría de las veces, no.
La semana anterior había encontrado una salchicha envuelta en hojaldre en el vestíbulo, asomando de una bolsa de papel como un animalito asustado. Arthur había tardado siglos en recoger las migas de hojaldre del felpudo de arpillera.
Debía mantener la calma. Si se movía ahora, ella se daría cuenta de que se estaba escondiendo. Y entonces tendría que inventarse una excusa: que estaba sacando la basura o regando los geranios en el jardín. Sin embargo, se sentía demasiado cansado para improvisar un cuento, sobre todo hoy, de entre todos los días.
—Sé que estás en casa, Arthur. No tienes por qué hacer esto solo. Tienes amigos que se preocupan por ti.
El buzón traqueteó. Un pequeño folleto lila con el título «Compañeros de duelo» cayó al suelo. En la portada aparecía un lirio mal dibujado.
Aunque llevaba más de una semana sin hablar con nadie, aunque lo único que tenía en la nevera era un pedacito de queso Cheddar y una botella de leche caducada, todavía tenía su orgullo. No pensaba convertirse en una de las causas perdidas de Bernadette Patterson.
—¡Arthur!
Apretó los ojos y fingió ser una estatua en el jardín de una casa señorial. A él y a Miriam les encantaba visitar propiedades de interés histórico, pero únicamente durante la semana en que no se formaban aglomeraciones. Ojalá estuvieran los dos allí en ese momento, paseando por los senderos de grava, maravillados por las blanquitas de la col que aleteaban entre las rosas, esperando el momento en que disfrutarían del enorme trozo de tarta Victoria en el salón de té.
Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en su esposa, pero mantuvo la compostura. Ojalá estuviera hecho realmente de piedra, así nadie ni nada podría ya herirle.
Por fin se cerró el buzón y la silueta púrpura se alejó. Arthur relajó los dedos, luego los codos. Movió los hombros para liberar la tensión.
Sin estar todavía seguro de que Bernadette no seguía merodeando cerca de la verja del jardín, entreabrió la puerta principal. Acercó el ojo al resquicio y echó un vistazo alrededor. En el jardín de enfrente, Terry, que llevaba rastas recogidas con una banda roja y se pasaba el tiempo cortando el césped, estaba sacando su cortacéspedes del cobertizo. Los dos niños pelirrojos de la casa de al lado corrían descalzos de un lado a otro de la calle. Las palomas habían cubierto de excrementos el parabrisas de su Micra abandonado. Arthur empezó a sentirse más calmado. Todo había vuelto a la normalidad. La rutina era buena.
Leyó el folleto y luego lo dejó junto con los demás que Bernadette le había hecho llegar: «Amigos de verdad», «Asociación de residentes de Thornapple», «Hombres de las cavernas» y «Fiesta del tren en el ferrocarril de North Yorkshire Moor». Una vez hecho, se obligó a prepararse una taza de té.
Bernadette había puesto en peligro su mañana, lo había desequilibrado. Por culpa de los nervios no dejó la bolsita de té el tiempo suficiente en la tetera. Después de olisquear la leche de la nevera se retorció de asco y la vertió en el fregadero. Tendría que tomarse el té solo. Sabía a limaduras de hierro. Arthur suspiró hondo.
Hoy no pensaba lavar el suelo de la cocina ni pasar el aspirador con fuerza por la moqueta raída de la escalera, dejándola aún más pelada de lo que estaba. No pensaba abrillantar los grifos del baño ni doblar las toallas en pulcros cuadrados.
Alargó la mano y tocó el grueso y negro rollo de bolsas de basura que había dejado sobre la mesa de la cocina y lo cogió de mala gana. Pesaba. Ideal para la tarea que le esperaba.
A fin de facilitarse las cosas releyó el folleto de la organización benéfica en defensa de los gatos por última vez: «Rescatadores de gatos. Todos los artículos donados serán vendidos con el propósito de recaudar fondos para gatos y gatitos maltratados.»
Arthur no era precisamente un amante de los gatos, sobre todo porque unos representantes de esa misma especie habían diezmado considerablemente su rocalla. Sin embargo, a Miriam la volvían loca, por mucho que la hicieran estornudar. Había guardado el folleto debajo del teléfono y Arthur se lo tomó como una señal: debía donar sus pertenencias a esta asociación benéfica en concreto.
Con toda la intención de retrasar la tarea que le esperaba, subió la escalera lentamente y se detuvo en el primer descansillo. Al tener que revisar y ordenar toda la ropa de Miriam sentía que volvía a despedirse de ella una vez más. La estaba expulsando de su vida.
Echó una mirada por la ventana hacia el jardín trasero con lágrimas en los ojos. Si se ponía de puntillas justo le daba para ver la aguja de la catedral de York, cuyos dedos de piedra parecían sostener el cielo. La aldea de Thornapple, donde vivía, se encontraba justo a las afueras de la ciudad. Las flores del cerezo ya habían empezado a caerse y se arremolinaban como confeti rosa. Tres lados del jardín estaban rodeados por una alta valla de madera que le proporcionaba privacidad; demasiado alta para que los vecinos asomaran sus cabezas por encima para charlar. Miriam y él disfrutaban de su mutua compañía. Lo hacían todo juntos y así era como les gustaba vivir, gracias.
Había cuatro parterres elevados que Arthur había construido con traviesas de ferrocarril y que albergaban hileras de remolachas, zanahorias, cebollas y patatas. Este año incluso podría aventurarse con las calabazas. Miriam solía preparar un gran pollo y un estofado de verduras y hortalizas con los productos de la huerta, y también sopas caseras. Sin embargo, Arthur no era un gran cocinero. Las bellas cebollas rojas que había recolectado el pasado verano se habían quedado sobre la encimera de la cocina hasta que la piel se les arrugó tanto como la suya y tuvo que tirarlas al contenedor de orgánico.
Finalmente, subió los últimos escalones que le quedaban y llegó resollando a la puerta del baño. Siempre había sido capaz de subir corriendo detrás de Lucy y Dan sin ningún problema. Pero ahora todo parecía haberse desacelerado. Sus rodillas chirriaban y estaba convencido de que se estaba marchitando. Su antaño negra cabellera se había tornado blanca (aunque seguía tan espesa como antes, a tal punto que le resultaba difícil mantenerla en su sitio) y la punta redondeada de su nariz parecía tornarse cada vez más roja. Le resultaba difícil determinar cuándo dejó de ser joven para convertirse en un anciano.
De pronto recordó las palabras de su hija Lucy la última vez que hablaron, hacía apenas unas semanas: «Te vendría bien hacer limpieza, papá. Te sentirás mejor cuando las cosas de mamá hayan desaparecido. Entonces serás capaz de seguir adelante.» De vez en cuando le llamaba Dan desde Australia, donde vivía ahora con su mujer y sus dos hijos. Él era más expeditivo con su padre: «Tú tíralo todo. No conviertas tu casa en un museo.»
¿Seguir adelante? ¿Hacia dónde? Tenía sesenta y nueve años, no era un adolescente que podía ir a la universidad o tomarse un año sabático. Seguir adelante. Suspiró y se metió en el dormitorio arrastrando los pies.
Arthur descorrió las puertas de espejo del armario.
Marrón, negro y gris. De pronto se vio enfrentado a una hilera de ropa del color de la tierra. Era curioso, pero no recordaba que Miriam vistiera de manera tan aburrida. Le vino una repentina imagen de ella. Era joven y hacía girar a Dan en el aire por el brazo y la pierna: un avión. Llevaba un vestido azul de lunares sin mangas y un pañuelo blanco. Había echado la cabeza atrás y reía; su boca invitaba a imitarla. Sin embargo, la imagen se desvaneció tan rápido como había aparecido. Los últimos recuerdos que tenía de ella eran del mismo color que su ropa en el armario. Grises. Su cabello, de tonalidades del aluminio, tenía la forma de un gorro de natación. Se había marchitado como las cebollas.
Llevaba enferma pocas semanas. Primero fue una infección de las vías respiratorias, un achaque que solía sobrevenirle cada año y la mantenía postrada en cama durante quince días a base de antibióticos. Sin embargo, esta vez la infección había mudado en neumonía. El doctor le había prescrito reposo absoluto y su esposa, en absoluto dada a los aspavientos, había obedecido.
Arthur se la había encontrado en la cama, con la mirada fija, sin vida. Al principio creyó que estaba observando los pájaros en los árboles, pero cuando le sacudió el brazo ella no se movió.
La mitad de su vestuario eran chaquetas de punto. Colgaban informes, con los brazos inertes, como si las hubiera llevado un gorila y luego hubieran vuelto a colgarlas en el armario. También estaban las faldas: azul marino, gris, beis; le llegaban a media pantorrilla. Aún podía oler su perfume, algo con rosas y lirios del valle, y ese olor le llevó a querer apretar la nariz contra su nuca, al menos una vez más, por favor, Dios mío. A menudo deseaba que todo esto no fuera más que una pesadilla y que, en realidad, Miriam estuviese sentada en la planta de abajo haciendo el crucigrama de Woman’s Weekly, el semanario de la mujer, o escribiendo una carta a algún amigo de los que conocían durante las vacaciones.
Se permitió sentarse en la cama y regodearse unos minutos en la autocompasión, y luego desenrolló dos bolsas y las sacudió. Tenía que hacerlo. Había una bolsa para la caridad y otra para las cosas destinadas a la basura. Sacó brazadas y más brazadas de ropa y las embutió en la bolsa de la caridad. Las pantuflas de Miriam —gastadas y con un agujero en la punta— acabaron en la bolsa de la basura. Lo hizo rápidamente y en silencio, sin parar, sin permitir que las emociones se interpusieran entre él y la tarea. Un viejo par de zapatos grises de cordones acabó en la bolsa de la caridad, seguido por otro par prácticamente idéntico. Sacó una gran caja de zapatos y retiró un par de prácticas botas de ante marrón forradas en piel.
Recordando una de las anécdotas de Bernadette sobre unas botas que había comprado en un mercadillo y en cuyo interior la mujer había encontrado un número de lotería (no premiado), Arthur introdujo mecánicamente la mano en una bota (vacía) y luego en la otra. Se sorprendió cuando las puntas de sus dedos dieron contra algo duro. Qué extraño. Los dedos se cerraron alrededor del objeto y tiró de él.
Se sorprendió sacando una cajita en forma de corazón. Estaba cubierta de cuero repujado de un rojo intenso y cerrada mediante un minúsculo candado de oro. Aquel color tan chillón tenía algo que le inquietaba. Parecía cara, frívola. ¿Tal vez un regalo de Lucy? No, sin duda, lo recordaría. Y él nunca le habría comprado algo así a su mujer. A ella le gustaban las cosas sencillas o prácticas, como unos pendientes de aro de plata con cierre de clip o unas bonitas manoplas de cocina. Durante toda su vida matrimonial habían tenido problemas económicos, se habían ajustado el cinturón y habían ahorrado para tiempos difíciles. Cuando finalmente tiraron la casa por la ventana y arreglaron la cocina y los baños, Miriam tuvo poco tiempo para disfrutarlo. No, ella jamás habría comprado una cajita así.
Examinó el ojo de la cerradura del diminuto candado. Entonces rebuscó en el fondo del armario entre el resto de los zapatos de Miriam y acabó desparejándolos todos. Pero no consiguió encontrar la llave. Cogió unas tijeras de uñas, introdujo una punta en la cerradura y la movió de un lado a otro, pero no logró abrir el candado. La curiosidad lo reconcomía. No estaba dispuesto a admitir la derrota, así que volvió a bajar la escalera. Casi cincuenta años como cerrajero y era incapaz de abrir una cajita con forma de corazón. De debajo del fregadero sacó el envase de helado de dos litros que utilizaba como caja de herramientas, su caja de los trucos.
De vuelta arriba, se sentó en la cama y sacó un aro lleno de ganzúas. Introdujo la más pequeña en la cerradura y la giró levemente. Esta vez oyó un clic y la cajita se abrió unos prometedores milímetros, como una boca a punto de revelar un secreto. Desenganchó el candado y levantó la tapa.
La cajita estaba forrada en terciopelo arrugado negro. Era toda decadencia y suntuosidad. Sin embargo, fue la pulsera de la suerte que contenía lo que le dejó sin respiración. Era de oro, de robustos eslabones y un cierre en forma de corazón. Otro corazón.
Aún más peculiar resultó el despliegue de amuletos que se extendían desde la pulsera como rayos de sol en la ilustración de un libro infantil. Ocho en total: un elefante, una flor, un libro, una paleta, un tigre, un dedal, un corazón y un anillo.
Sacó la pulsera de la cajita. Era pesada y tintineó cuando la movió en la mano. Parecía antigua, y estaba finamente elaborada. Los detalles de cada amuleto eran precisos. Sin embargo, por mucho que se esforzara, no recordaba haber visto a Miriam llevarla alguna vez, ni nunca le había mostrado sus amuletos. A lo mejor ella la había comprado como regalo para alguien. Pero ¿para quién? Parecía cara. Cuando Lucy llevaba joyas solía tratarse de cosas a la última moda, hechas de hilo de plata en forma helicoidal, con trocitos de cristal y conchas.
Por un instante consideró telefonear a sus hijos para averiguar si sabían algo de una pulsera de la suerte escondida en el armario de su madre. Parecía un motivo razonable para ponerse en contacto con ellos. Pero prefirió reconsiderarlo, pues siempre estaban demasiado ocupados en sus cosas. Hacía un tiempo que había llamado a Lucy con la excusa de preguntarle cómo funcionaba la cocina. En cuanto a Dan, hacía dos meses que su hijo no le llamaba. Le costaba creer que Dan tuviera ahora cuarenta años y Lucy treinta y seis. ¿Qué había sido de los años que habían pasado?
Tenían sus propias vidas. Hubo un tiempo en que Miriam era su sol y él su luna, y ahora Dan y Lucy eran estrellas lejanas de sus propias galaxias.
En cualquier caso, la pulsera no se la habría regalado Dan. Desde luego que no. Cada año, antes del cumpleaños de Miriam, Arthur llamaba a su hijo para recordarle la fecha. Dan siempre insistía en que no la había olvidado, que ese mismo día tenía pensado ir a la estafeta de correos para enviarle alguna cosita. Y solía ser alguna cosita: un imán para la nevera con la forma de la ópera de Sidney; una fotografía de los nietos, Kyle y Marina, en un marco de cartón; un pequeño koala con brazos a modo de pinza y que Miriam colgó de la cortina en la antigua habitación de Dan.
Si alguna vez la decepcionaron los regalos de su hijo, desde luego nunca lo demostró. «Qué bonito», solía exclamar, como si fuera el mejor obsequio que había recibido jamás. A Arthur le habría gustado que, al menos por una vez, hubiera sido sincera y hubiese dicho que su hijo realmente debería esforzarse un poco más. Por otro lado, Dan nunca, ni siquiera siendo un niño, se había preocupado por los demás y sus sentimientos. Nunca era más feliz que cuando estaba desmontando el motor de un coche, pringado de aceite. Arthur estaba orgulloso de que su hijo fuera el propietario de tres talleres mecánicos en Sidney, pero le habría gustado que tratara a la gente con la misma diligencia que prestaba a sus carburadores.
Lucy era más considerada. Siempre enviaba tarjetas postales y jamás olvidaba un cumpleaños. Había sido una niña muy callada, a tal punto que Arthur y Miriam llegaron a preguntarse si no tendría algún trastorno del habla. Pero no, un doctor les explicó que simplemente era una niña muy sensible. Sentía cosas de una forma más profunda que los demás. Le gustaba mucho pensar y explorar sus emociones. Arthur se dijo que esa debió de ser la razón por la que no asistió al funeral de su propia madre. El motivo de Dan fue que se encontraba a miles de kilómetros de casa. Por mucho que Arthur había sabido encontrar excusas para sus dos hijos, el que no hubieran estado presentes para darle su último adiós a Miriam le dolía más de lo que ellos jamás podrían imaginar. Y por eso, cuando hablaba esporádicamente con ellos por teléfono, era como si les separara un abismo. No solo había perdido a su esposa, sino que también estaba perdiendo a sus hijos.
Formó un cono con los dedos y los introdujo en la pulsera, pero no consiguió pasarla por los nudillos. El dije que más le gustaba era el elefante. Tenía la trompa levantada y las orejas pequeñas, era un elefante indio. Arthur no pudo más que esbozar una sonrisa irónica al reparar en su exotismo. Miriam y él habían hablado de viajar al extranjero durante las vacaciones, pero siempre acabaron decidiéndose por Bridlington y el mismo hostal del paseo marítimo. Si alguna vez compraron un souvenir fue un paquete de postales arrancables o un trapo de cocina, jamás un dije de oro.
En el lomo del elefante había una houdah con un baldaquín y dentro de esta, engastada, una piedra facetada verde oscuro. Se movió en cuanto la toqueteó. ¿Una esmeralda? No, por supuesto que no, debía de ser cristal o una piedra preciosa de pega. Pasó el dedo a lo largo de la trompa y luego acarició los cuartos traseros redondeados, antes de llegar a la diminuta cola. En algunas partes el metal era liso y regular, en otras rugoso, como si tuviera hendiduras. Sin embargo, cuanto más lo examinaba, más borroso se volvía el dije. Necesitaba sus gafas de leer, pero nunca las encontraba. Debía de tener unos cinco pares repartidos estratégicamente por toda la casa. Volvió a coger su caja de los trucos y sacó un monóculo: más o menos una vez al año le resultaba útil. Después de fijarlo en la cuenca del ojo examinó el elefante detenidamente. Mientras acercaba y alejaba la cabeza en busca del punto focal se dio cuenta de que, en realidad, las hendiduras eran letras y números diminutos grabados en la superficie. Los leyó una y dos veces.
Ayah. 0091 832 221 897
Su corazón se aceleró. «Ayah.» ¿Qué significaría eso? ¿Y los números? ¿Serían las coordenadas de un mapa? ¿Un código? Sacó un pequeño lápiz y un bloc de notas de su caja y los anotó. Su monóculo cayó sobre la cama. Precisamente la noche anterior había estado viendo un concurso en la tele. El presentador del pelo revuelto había preguntado por el prefijo internacional para hacer llamadas desde el Reino Unido a la India. La respuesta fue 0091. Arthur volvió a ponerle la tapa al envase de helado y se llevó la pulsera al piso de abajo. Una vez allí, consultó su diccionario Oxford de bolsillo. La definición de la palabra «ayah» no tenía ningún sentido para él: «niñera o criada en Extremo Oriente o en la India».
No solía llamar a nadie por capricho. De hecho, prefería no usar el teléfono para nada. Las llamadas a Dan y Lucy solo traían decepciones. Y, sin embargo, descolgó el auricular.
Se sentó en la única silla que solía utilizar en la cocina y marcó el número procurando no equivocarse, solo por ver qué pasaba. Era una absoluta tontería, pero aquel pequeño y curioso elefante tenía algo especial que le impulsaba a querer saber más.
El tono de llamada tardó en sonar y pasó incluso más tiempo hasta que alguien, finalmente, contestó.
—Residencia Mehra. ¿En qué puedo ayudarle?
La educada mujer tenía acento indio. Parecía muy joven. Arthur vaciló. ¿No era todo un poco absurdo?
—Llamo por mi esposa —dijo—. Se llamaba Miriam Pepper. Bueno, Miriam Kempster antes de casarnos. He encontrado un dije en forma de elefante con este número de teléfono grabado en él. Lo encontré en su armario. Lo estaba vaciando... —Su voz se fue apagando y no pudo evitar preguntarse qué demonios estaba haciendo, qué estaba diciendo.
La mujer dejó pasar un momento antes de responder. Arthur estaba convencido de que iba a colgar o a recriminarle por una llamada tan excéntrica. Pero entonces habló.
—Sí. He oído hablar de la señorita Miriam Kempster. Ahora mismo voy a buscar al señor Mehra para que hable con él, señor. Estoy casi segura de que podrá ayudarle.
Arthur se quedó boquiabierto.
El elefante
Arthur agarró el auricular con fuerza. Una voz en su cabeza le decía que colgara, que se olvidara del asunto. En primer lugar estaba el coste. Era una llamada a la India. Eso no podía ser barato. Miriam siempre se había mostrado muy cauta con la factura del teléfono, sobre todo por las llamadas a Dan en Australia.
Y luego estaba la sensación de que estaba fisgando en la vida de su mujer. La confianza siempre había constituido una parte importante de su matrimonio. Cuando viajaba por todo el país vendiendo cerraduras y cajas fuertes, alguna vez Miriam le había expresado su preocupación porque, durante una noche de estancia en algún establecimiento hotelero, llegara a sucumbir a los encantos de una seductora hostelera. Él le había asegurado que jamás haría nada que pudiera poner en peligro su matrimonio o su vida familiar. Además, no era el tipo de hombre que las mujeres encontraban atractivo. Una vez, una antigua novia lo había compara
