Paseos nocturnos (Serie Great Ideas 25)

Charles Dickens

Fragmento

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Paseos nocturnos

Hace algunos años padecí de un insomnio pasajero, atribuible a una impresión dolorosa, y ese insomnio me obligó a salir a pasear por las calles durante toda la noche y por espacio de varias noches. Esa molestia habría tardado mucho tiempo en curarse si hubiese permanecido desmayadamente en cama; pero la dominé muy pronto, gracias al brioso tratamiento de volver a levantarme en cuanto me acostaba, saliendo a la calle para no regresar a casa hasta la salida del sol y completamente rendido de cansancio.

En el curso de aquellas noches completé mi educación con una experiencia de lo que es carecer de hogar por pura afición. Como la finalidad principal que entonces perseguía era la de pasar la noche, ésta me hizo trabar simpáticas relaciones con gentes que durante todo el año no tienen sino esa misma finalidad por las noches.

La cosa ocurrió en el mes de marzo, con tiempo húmedo, nuboso y frío. Como el sol no salía hasta las cinco y media, las perspectivas de la noche se me presentaban suficientemente largas a eso de las doce y media, que era, aproximadamente, la hora en que me encaraba con ellas.

Las inquietudes de una gran ciudad y la manera como se revuelve y sobresalta antes de dormirse constituyen una de las primeras distracciones que se ofrecen a la contemplación de quienes carecemos de hogar. Duraba esa distracción cosa de dos horas. Cuando las últimas casas de bebidas apagaban sus luces, perdíamos una gran cantidad de camaradería, y cuando los muchachos de las tabernas ponían en la calle a los últimos borrachos alborotadores; pero los coches rezagados y las gentes rezagadas quedaban todavía a nuestra disposición. Si teníamos mucha suerte, se producía de pronto un taconeo de guardias que corrían hacia algún lugar en que se había armado una trifulca; pero, por lo general, esa clase de diversión era muy escasa; salvo en Haymarket, que es la zona de Londres peor cuidada, y en las cercanías de Kent Street, del Borough, y en un buen trecho de la línea de Old Kent Road, era raro que se turbase violentamente la paz. Pero todas las noches se daba el caso de que Londres, a imitación de los ciudadanos que en él viven, tuviese estertores de agonía y sobresaltos de desasosiego. Cuando ya todo parecía tranquilo, bastaba que se oyese el traqueteo de un cabriolé para que le siguiesen con toda seguridad media docena; llegábamos incluso los sin hogar a fijarnos en que los borrachos parecían sentirse atraídos uno hacia otro por alguna fuerza magnética, de manera que cuando veíamos a uno tambaleándose y buscando apoyo en los postigos de una tienda, sabíamos que antes de cinco minutos surgiría otro borracho tambaleante para confraternizar o pelearse con el primero. Y si salíamos del tipo corriente de borrachos de brazos delgados, cara abotagada, labios plomizos, es decir, del borracho de ginebra, y tropezábamos con otro tipo más raro de borracho, de aspecto más decente, podíamos apostar cincuenta contra uno a que vestía de luto y que sus ropas estaban manchadas. A esta experiencia nocturna de las calles corresponde la experiencia diurna de las mismas; la gente pobre que de pronto se ve en posesión de algún dinero entra también de súbito a beber mucho alcohol.

Pero esos chisporroteos morían pronto y se apagaban —los últimos auténticos chisporroteos de la vida de vigilia brotaban de algún vendedor rezagado de pastel de carne o de patatas asadas—, y Londres volvía a hundirse en el sosiego. Entonces el anhelo del alma del sin hogar lo llevaba a buscar cualquier manifestación de gente despierta, cualquier lugar iluminado, cualquier movimiento, cualquier cosa que sugiriese la idea de alguien en vela, aunque estuviese despierto en su cama, porque los ojos del sin hogar buscaban luces en las ventanas.

Caminando por las calles bajo el tamborileo de la lluvia, el sin hogar avanzaba, avanzaba y avanzaba, sin ver otra cosa que la interminable maraña de calles, salvo en alguna esquina, aquí y allá, en que había dos policías conversando, o un sargento o un inspector pasando revista a sus hombres. De tiempo en tiempo, aunque muy rara vez, el sin hogar advertía durante la noche la presencia de una cabeza furtiva que miraba desde el portal de una casa unos cuantos metros más adelante de él, y al llegar a la altura de la cabeza descubría a un hombre, muy tieso y pegado a la puerta, para mantenerse dentro de la sombra del portal, acechando con toda evidencia la ocasión de rendir a la sociedad algún servicio especial. El sin hogar y el caballero en cuestión mirábanse uno a otro de la cabeza a los pies, como si sufriesen una especie de fascinación, dentro del silencio fantasmal que convenía a aquella hora, y se separaban sin cambiar entre ellos una sola palabra, pero recelando el uno del otro. Drid, drip, drip, goteaban los salientes de las fachadas; de las tuberías y bajadas de agua salía ésta salpicando, y por fin la sombra sin hogar llegaba a las piedras del pavimento que conduce al puente de Waterloo, porque se le antojaba disponer de medio penique de excusa para dar las buenas noches al cobrador del peaje y para tener un atisbo de la hoguera en que éste se calentaba. Ver al cobrador del peaje suponía contemplar varias cosas confortables: un buen fuego, un buen gabán y una buena bufanda de lana; era asimismo una compañía excelente su despierta actividad cuando devolvía el cambio del medio penique echándolo sobre su mesa de metal, con el gesto de un hombre que se ríe de la noche y de todos sus dolorosos pensamientos, y que no se preocupa de que llegue pronto el alba. Hacía falta algo que animase a cruzar el umbral del puente, porque éste era siempre lúgubre. En aquellas noches a que me refiero, todavía no habían descolgado con una cuerda por encima del pretil el cadáver del hombre asesinado y partido en pedazos; ese hombre estaba aún con vida, y es muy probable que durmiese tranquilo, sin que perturbase sus sueños la pesadilla de lo que iba a ocurrir. Pero el río presentaba un aspecto espantoso, los edificios de las orillas se hallaban envueltos en negras mortajas y las luces que se reflejaban en el agua parecían dar a ésta una profundidad mayor, como si los espectros de los suicidas las tuviesen encendidas allá en el fondo para mostrar dónde habían ido a parar. La luna solitaria y las nubes parecían tan inquietas como una conciencia pecadora en una cama desarreglada, y hasta la misma sombra de la inmensidad de Londres dormía oprimida encima del río.

Desde el puente hasta los dos grandes teatros sólo había una distancia de algunos centenares de pasos, de modo que eran los teatros quienes venían a continuación. Estos grandes pozos secos eran hoscos y negros por la noche, y se presentaban desiertos ante la imaginación cuando ya se habían borrado sus hileras de caras, apagado las luces y quedádose vacíos los asientos. Se le ocurría a uno pensar que dentro de ellos no había nada a esa hora que se conociese a sí mismo, fuera de la calavera de Yorick. En uno de mis paseos nocturnos, y cuando las campanas de las iglesias hacían vibrar los vientos y la

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