El señor González cada vez más facho y otras historias

Rolando Hanglin

Fragmento

ALLEN ESTÁ CANSADO

Hace rato que uno no va al cine.

Tenemos la sensación de que el cine ha muerto. Nos quedan unas pocas películas al año: las que puedan hacer Woody Allen, Pedro Almodóvar, Clint Eastwood y el grupo de los mejicanos, encabezados por González Iñárritu. Es muy poco.

Los films que presenta la industria son una abrumadora colección de bodrios que, en general, la crítica disimula piadosamente.

Pero se estrenó la nueva de Woody Allen, Medianoche en París, y me apresté a concurrir como siempre. Fila doce, al medio.

Primer problema. Me encontraba fuera de zona, y tuve que acudir a uno de esos cines en cadena, que han copado la cartelera actual. Este complejo contaba con once salas. Siendo un sábado a la noche, en jornada de frío y sin sol, la caja estaba atestada. En el frente de la marquesina se veían nada menos que ocho espléndidas taquillas, con su micrófono y sus luces titilantes. Pero solo funcionaban tres y las restantes estaban deshabitadas. Por lo tanto, la cola llegaba hasta la ruta ocho, con tres grados bajo cero de temperatura. Las chicas despachaban a los espectadores con una parsimonia fabulosa, como diciendo: “Aquí no ha pasado nada”. Aparentemente, no advertían que la gente llegaba a la ventanilla tiritando, maldiciendo y golpeando el pavimento con los zapatos, después de casi media hora bajo el rocío helado.

Cuando llegó mi turno, pregunté:

—Señorita, ¿por qué no están abiertas las otras cajas?

—Ahora van a abrir.

—Es que tenemos cero grados de temperatura y las películas ya empiezan… ¡Mire, la gente está formando cola hasta la entrada del estacionamiento!

—Sí, señor, por eso es que ahora van abrir las otras cajas.

Mientras yo me alejaba de la caja con mis boletos, la chica miró a su compañera, en la butaca de al lado, y le hizo una señal. Con el dedo índice girando al lado de la sien, transmitía el siguiente texto: ¡Otro loco más! ¿Qué le pasará a este tipo?

La gran multitud no venía a ver el estreno de Woody Allen, sino un engendro que proyectaban en casi todas las salas, titulado Transformers 3D. Mis prejuicios me impidieron averiguar de qué se trataba. Pertenezco a un grupo de gente que no quiere ver nada que se llame transformer, y menos si se proyecta en pantalla tridimensional. ¿Para qué?

Cuando me retiraba de la caja, me ofrecieron algunas golosinas “bonificadas”. No, gracias. He comprobado que en estas salas está prohibido entrar con alimentos, salvo los que vende la propia sala. Este reglamento me ha parecido siempre ilegal y contrario a la Constitución, pero esta vez no vi por ninguna parte el cartelito de la prohibición, así que tal vez lo hayan retirado.

Por suerte, junto al cine hay un luminoso patio de comidas con sus diferentes mostradores: pizza, parrilla, pastas, vegetariano, hamburguesas. Muchas opciones: uno retira su bandeja, busca una mesa y, rápidamente, engulle su tentempié. Pero había grandes colas en todos los mostradores. De manera que elegí ciegamente cualquiera de ellos, el menos atestado, y allí pedí un plato de ravioles. Simple y nutritivo. La cajera me entregó un cupón: “Llévese este cartoncito, y cuando llamen al número 27 pase a retirar su bandeja”. Había que aguardar de pie el llamado de las autoridades.

Me encontré, así, en medio del patio, con mi ridículo cupón en la mano.

El panorama era el siguiente: miles de personas gritaban, comían y reían ocupando todas las mesas. Otros circulaban sin rumbo. Algunos sostenían —como yo— un cupón en la mano. Había música funcional y, simultáneamente, televisores encendidos que nadie miraba. El estruendo y la excitación subían minuto a minuto.

Cuando estaba a punto de renunciar a mis ravioles, apareció en cierta pantalla, sorpresivamente, un 27 luminoso, y, siguiendo determinadas grietas en la compacta multitud, fui a retirar mi bandeja con ravioles. Sin queso rallado. Intenté comerlos en una mesita que se desocupó providencialmente, pero los habían calentado en un microondas a temperatura tipo volcán en erupción, de manera que no los pude tocar.

Corriendo y con hambre, eludí las pobladas filas de Transformers 3D y llegué a mi cine, que estaba saludablemente vacío.

Me dispuse a ver al gran Woody. Esta vez, con el agregado de una curiosidad: ¿Cómo se verá Carla Bruni, Madame Sarkozy, hoy por hoy, en una pantalla?

Para mi gusto, Allen Konigsberg es un maravilloso cineasta, pero también un novelista, un pensador, un filósofo de la vida contemporánea. Todo lo que hace me parece bueno.

Esta vez, no tanto. Es como si Woody estuviera cansado. Ya lo dijo todo. Entonces, sencillamente, sale un piojo desde la nada y le dice: “¡Ya hiciste mil películas en Nueva York, hagamos una en Londres! ¡Hagamos una en París! ¡Hagamos una en Barcelona!”. Allen va y hace la película, y cumple con solvencia profesional. Hasta ha sugerido que podría hacer una en Buenos Aires. ¡Y sería genial!

Porque el mundo de Allen está en las grandes ciudades, que son todas cada vez más iguales entre sí. Pero cada una conserva algo propio, su espíritu, su carácter, ciertos escenarios. De modo que Allen se limita, inteligentemente, a usar las ciudades como telón de fondo, con algunos actores locales que agregan color, como Javier Bardem, Penélope Cruz o la propia Carla Bruni, y luego cuenta una historia. Son historias de Woody, pensadas en Nueva York, pero pueden ambientarse en Hong Kong o Montreal. Tanto da.

En este caso, Woody ha caído en la tentación de “dedicarle” la película a París. Con ese detalle, ya se le arruina el pastel. Pero de todos modos es Woody Allen, y París bien vale una misa. Esta vez, Woody eligió contar la historia de un escritor mediocre, dedicado con profesionalismo a los guiones cinematográficos, pero obsesionado por ser un auténtico autor como Fedor Dostoievsky o Tom Wolfe. Tal vez, —piensa el hombre— si yo viviera en París me inspiraría, como tantos otros. Y le da por soñar con la década del 20, cuando en aquella ciudad vivían Scott Fitzgerald, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Pablo Picasso, Ernest Hemingway, Gertrude Stein, Cole Porter y el torero Belmonte. Era la ciudad del Café de Flore y el Moulin Rouge. Nosotros, de nuestra parte, podríamos agregar que en aquellos tiempos circulaban por París personajes nuestros como Carlos Gardel, Macoco Álzaga Unzué o Lucio V. Mansilla. En fin, toda esta ensoñación desemboca en un “viaje por el tiempo”, un poco delirante, pero con sabrosos momentos de buena música, bellos bares de cuatro mesas, artistas que viven de noche y tienen una esposa y tres amantes.

La bohemia de los genios, los diferentes, tan distinta del todo vale de los reventados, que aquí conocemos bien.

Sin embargo, en una discreta reconstrucción de época, uno alcanza a ver que Maxim’s no era un GRAN restaurante sino algo casi íntimo. Desde luego, no un patio de comidas. La vida no se medía con la escala de las Megápolis (San Pablo, Bombay, Los Ángeles) sino con la vara del buen gusto.

Allen aprovecha para mostrar algunas instantáneas sobre la pareja moderna. Owen Wilson está comprometido, para casarse muy pronto, con una novia maleducada, y juntos se encuentran circunstancialmente en París. La chica humilla y mandonea al hombre de manera impactante. También desconfía de Owen, aunque es ella quien, de modo

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