Memorias de una chica normal (tirando a rockera)

Gabriela Saidon

Fragmento

1
NOCHEVIEJA DEL 75

So I Sing a Song of Love, for Julia

John Lennon

¿Polifemo o Avalancha?

Julia dice que se sintió tan incómoda con esa pregunta como por el vestido que llevaba puesto: azul, largo, con un diseño de margaritas minúsculas —sin tallo, aclara—, una cinta gruesa, colorada, que le daba la vuelta al cuello y se unía en el escote, dejando la espalda al descubierto, y rodeada por el mismo volado que el ruedo, también azul con margaritas. Azul marino, aclara, y me dice que, ahora que lo piensa bien, fue justamente la pregunta lo que hizo que su vestido se viera ridículo. Tiene que explicarme por qué se sintió incómoda esa noche, por el vestido y con la pregunta. Entonces, calla. No se decide por dónde empezar. Si por el principio de todas las cosas, el big bang, el sistema planetario, o por el microespacio que comienza a delinearse en el rectángulo insignificante que Julia ocupaba en el cuarto de una casa del barrio de Saavedra, ciudad de Buenos Aires, esa Nochevieja de 1975 en que alguien le hizo la pregunta que ahora considera iniciática.

¿Quién?

No está segura de si fue el novio o uno de los amigos de la hija de los dueños de casa, los O; la madre, psicóloga; el padre, artista plástico habitualmente desocupado. Era una pareja de avanzada: vivían separándose y volviéndose a juntar, y su amiga, Lucy O, se bañaba con el novio en la bañera antigua con patas de hierro, estando sus padres presentes —en la casa, no en el baño, se entiende, dice Julia—.

Esa noche, Lucy O había invitado a su novio y a otros dos amigos indistinguibles, pelo castaño oscuro ondulado largo, remeras con la lengua de los Rolling Stones estampada, jeans bombilla semidestruidos y botitas Topper rojas. Eran tres, pero ejercían sobre ella la fuerza inhibitoria de una multitud. Julia no supo por qué, pero Lucy esquivaba su mirada, único refugio posible.

Estaba sentada en el piso del cuarto, las piernas estiradas, la espalda apoyada contra la pared, zuecos fabricados por su madre para la clase de actividades prácticas: cuero negro clavado con tachuelas a unas plataformas de madera incomodísimas, y su vestido azul que devino ridículo cuando uno de los amigos o el novio con el cual Lucy O se bañaba le preguntaron: ¿Polifemo o Avalancha?

Julia dice que nunca va a saber si fue evidente que se había puesto colorada, y que las guitarras de los flacos se le convirtieron en ametralladoras, aunque, admite, ese es un agregado a posteriori, se le ocurre ahora, dice que si quiero puedo obviarlo. De cualquier manera, en algún momento de la noche, para su alivio, antes de que sonaran las doce, tuvieron que salir del cuarto poblado de parafernalia eléctrica y humo para brindar y cumplir con el ritual de los plomitos.

¿El ritual de los plomitos?

Julia dice que se quedó pensando en algo: que los amigos de Lucy O y su novio no participaron del brindis de Año Nuevo sino que se quedaron en el cuarto tocando, porque todavía suenan en su cabeza los acordes de un blues que decía La rusa se fue con los basureros y que se colaba por debajo de la puerta cerrada del cuarto de Lucy, mezclado con el olor a marihuana. La transgresión más grande de Julia hasta entonces había consistido en fumar cigarrillos negros, Parisiennes, a escondidas, encerrada en el baño del colegio, o miento, dice, antes, unos charutos de gusto extrañísimo, mentolado, que la Señora O había traído de uno de sus viajes por América Latina.

No recuerda Julia dónde estaba esa noche su hermana menor, si sus padres la habían dejado con sus abuelos o si la habían llevado a casa de los O, y si su hermanita, que tenía cuatro años, pudo haber llorado en algún momento o se durmió.

¿Cómo era el ritual de los plomitos?, insisto.

Ah, sí, dice Julia. Los pasos eran los siguientes: Se derretía plomo en un recipiente colocado sobre un mechero. Cada uno de los presentes tomaba una cuchara y, a su turno, la hundía en el metal caliente, para luego verter una cucharada en un bol con agua fría. El plomo, al endurecerse en contacto con el agua, adquiría una forma abstracta y caprichosa que la dueña de casa procedía a leer o a interpretar, y así profetizaba qué le esperaría a cada uno en aquel año que iba a comenzar, como los turcos leen o interpretan la borra de café en el fondo de una taza o las gitanas el futuro en la palma de una mano.

Me pregunto por qué Julia me cuenta el procedimiento con palabras de receta o de manual, pero en pasado. No dice tome una cuchara o se toma una cuchara. Ni usa el infinitivo: tomar una cuchara. Así, en el pasado que usa Julia, resulta, al menos, inusitado.

Era una tradición, dice, y se cumplía todas las nocheviejas religiosamente. Aunque decir religiosamente suene a paradoja, teniendo en cuenta que se trataba de un ritual herético y pagano. Julia guardó por muchos años sus plomitos, dice, y ahora lamenta haberse desprendido de ellos, como alguien que se deshace de su propio destino. Aunque con el tiempo se iban desintegrando. Otra vez se le ocurre algo a posteriori, dice, y es que estuviéramos derritiendo y volviendo a su estado sólido un metal de nombre tan simbólico como el plomo. Como en años de plomo, dice Julia.

El festejo de fin de año incluía también la mejor parte de la noche: irse. De la casa de los amigos de sus padres a la casa donde Julia se reunía con sus amigos. Esa noche tocó en el departamento de Kuitca. Los llevó el Señor O en el Citroën 2 CV de su mujer, las chicas apretadas adelante, los tres rockeros en el asiento de atrás. Cuando llegaron al piso de Recoleta, husmearon un poco y Julia escuchó que el novio de Lucy le decía al oído: estos son todos unos caretas, vamos, loco. Lucy miró a su amiga como pidiendo disculpas, después empezó a reírse como loca y se fueron. En el aire quedó una sensación extraña, hasta que Griffin puso a todo volumen Satisfaction en el equipo Pioneer. Bailaron. Cuando llegó el turno de los lentos, Griffin apoyó una mano en su espalda desnuda. Y fue entonces que Julia tuvo que salir disparada al baño para vomitar. Fue la primera borrachera de mi vida, dice.

Esa madrugada Julia había terminado, como todos los demás, sentada en el piso, las piernas estiradas, el vestido azul con margaritas ahora reivindicado después de los lentos y entre adolescentes que Julia consideraba, como se consideraba a sí misma, a los catorce años, normales. Es decir: hijos de clase media profesional, porteños, colegios privados en la primaria, públicos en la secundaria, en su mayoría judíos ateos, como solían decir si alguien les preguntaba; los demás, católicos ateos, si esa contradicción es posible. Así, la espalda apoyada contra la pared, Julia ocupaba otro rectángulo insignificante, como en el cuarto de Lucy O. Dice que acaba de descubrir las simetrías ahora que me lo cuenta: que su Nochevieja empezó y terminó en idéntica posición, como si de algún modo hubiera necesitado que algo se mantuviera igual, esa imagen que se reproduce en su cabeza a lo largo del tiempo, con sutiles variaciones, como una melodía de Bach, un cuadro por cuadro o un millón de diapositivas

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