Dramatis Personae
Los personajes marcados con un asterisco (*) son completamente ficticios. El resto corresponde a personas reales.
LOS BORJA/BORGIA
Alfons de Borja i Cavanilles (1378-1458). Obispo de Valencia, canciller del rey Alfonso el Magnánimo de Aragón, cardenal de los Cuatro Santos Coronados y papa de 1455 a 1458 con el nombre de Calixto III.
Isabel de Borja i Cavanilles (1382-1452). Hermana de Alfons de Borja i Cavanilles, casada con Jofré de Borja i Oms, con el que tuvo cinco hijos que llegaron a la vida adulta: Pere-Lluís, Joana, Roderic (Rodrigo, futuro papa Alejandro VI), Isabel y Tecla.
Pere-Lluís de Borja i Borja (1424-1458). Hermano mayor de Roderic. Prefecto de Roma y gonfaloniero de la Iglesia nombrado por el papa Calixto III.
Roderic de Borja i Borja/Rodrigo Borgia (1431-1503). Obispo y arzobispo de Valencia, cardenal, vicecanciller de la Iglesia y papa de 1492 a 1503 con el nombre de Alejandro VI.
Pedro Luis Borgia (1468-1488). Hijo del vicecanciller Rodrigo Borgia y Giovanna (Vannozza) d’Arignano. Primer duque de Gandía.
Girolama e Isabella Borgia (1470-1483) y (1472-1551). Hijas del vicecanciller y cardenal Rodrigo Borgia de madres desconocidas, casadas con nobles italianos. Algunas fuentes aseguran que Isabella fue la tatarabuela del papa Inocencio X (1574-1655), quien para algunos es el tercer papa Borgia, aunque ya no llevara el apellido.
Joana de Borja i Borja (1425-1491). Hermana mayor de Roderic de Borja, papa Alejandro VI. Casada con Pere Guillem Llançol de Romaní, barón de Villalonga y comandante de la guarnición del castillo de Sant’Angelo en Roma. Madre de Guillem Ramon Borja i Llançol de Romaní (1443-1481) y Jofré de Borja i Llançol de Romaní (1446-1500). Ambos alteraron el orden de sus apellidos para colocar el Borja primero.
Joan de Borja i Llançol de Romaní el Mayor (1446-1503). Arzobispo de Monreale (Sicilia), Patriarca Latino de Constantinopla, cardenal presbítero de Santa Susana, primo del papa Alejandro VI y uno de sus hombres de confianza.
Roderic de Borja i Llançol de Romaní (1475-1525). Hijo del arzobispo de Monreale y capitán de la Guardia Pontificia.
Joan de Borja i Llançol de Romaní el Menor (1474-1500). Nieto de Na Joana de Borja y primo de Joan, César, Lucrecia y Jofré. Arzobispo de Capua y cardenal de Santa Maria in Via Lata.
Violant de Castellvert/Vannozza di Cattanei (1442-1518). Nuera de Joana de Borja y viuda de Guillem Ramon Llançol de Romaní. Ya en Roma, se casó con Giorgio della Croce y más tarde con Carlo Canale di Cattanei. Madre de Joan, César, Lucrecia y Jofré Borgia.
Joan de Borgia y Castellvert/Cattanei (1472-1497). Gonfaloniero y capitán general de la Iglesia (de octubre de 1496 a junio de 1497), II duque de Gandía y Benevento y señor de Terracina y Pontecorvo. Casado con María Enríquez de Luna (1474-1539), prima del rey Fernando el Católico. De este matrimonio desciende la rama de Gandía, que dará once duques Borja hasta 1740 y, entre ellos, san Francisco de Borja (1510-1572), nieto de Joan de Borgia.
César Borgia y Castellvert/Cattanei (1474-1507). Obispo de Pamplona, arzobispo de Valencia, cardenal de Santa Maria Nuova, duque de Valentinois, La Romaña y Urbino, conde de Dyois e Imola y señor de Camerino y Forlì. Gonfaloniero, capitán general de la Iglesia y generalísimo de las armas navarras.
Lucrecia Borgia y Castellvert/Cattanei (1478-1519). Condesa de Pésaro, princesa de Salerno y duquesa de Ferrara, Módena y Reggio. Casada con Giovanni Sforza (1493), con Alfonso d’Aragona (1498) y con Alfonso d’Este (1501). Tuvo su primer hijo con Pedro Calderón «Peroto» (cubiculario del papa Alejandro); el segundo con Alfonso d’Aragona y otros seis con Alfonso d’Este.
Giovanni Borgia «Infans romanus» (1498-1547). Hijo de Lucrecia Borgia y Pedro Calderón «Peroto». En 1501, en dos bulas distintas será reconocido como hijo de César primero y del propio papa Alejandro VI después, y nombrado duque de Nepi, Palestrina y Camerino. Algunos autores aseguran que fue el tatarabuelo del papa Inocencio X.
Jofré Borgia y Castellvert/Cattanei (1481-1516). Príncipe de Esquilache. Casado con Sancha d’Aragona, hija bastarda del rey Alfonso I de Nápoles.
Ramiro de Lorca (1452-1502). Caballero murciano a sueldo de los Borgia desde la década de 1480. Gobernador de La Romaña.
Gaspar Torrella (1452-1520). Obispo de Santa Giusta (Cerdeña) y médico personal del papa Alejandro VI primero y de César Borgia después. Autor del primer libro sobre el tratamiento de la sífilis.
Adriana de Milà (1441-1502). Nieta de Caterina de Borja, (otra de las hermanas de Calixto III) casada con Ludovico Orsini, madre de Orso Orsini, conde de Bassanello, suegra de Giulia Farnese y tutora en Roma de César, Lucrecia y Jofré Borgia.
Giulia Farnese (1474-1524). Condesa de Bassanello y amante del papa Alejandro VI. Conocida en toda Italia como «la Bella Giulia».
Pedro Calderón «Perotto» (1476-1498). Cubiculario del papa Alejandro VI de origen aragonés, amante de Lucrecia Borgia y padre de su primer hijo, Giovanni Borgia.
Joan de Vera. (1453-1507) Preceptor de César Borgia, arzobispo de Salerno y cardenal de Santa Balbina.
Francesc de Remolins (1462-1518). Obispo auxiliar de Lérida, arzobispo de Sorrento, gobernador de Roma y cardenal presbítero de San Juan y San Pablo.
Joan Marrades (1430-1499). Confesor de Alejandro VI y obispo de Segorbe y Albarracín.
Efraim Ben Yoram Mashíah.* Médico judío valenciano discípulo del rabí y galeno Efraim XX, bautizado con el nombre de Ernesto de Macías, padre de Beatriz de Macías esposa de Miquel de Corella.
Beatriz de Macías.* Esposa de Miquel de Corella. Nacida como Judith Bat Efraín Yoram Mashíah y convertida al cristianismo al igual que su padre, su madre y su hermana.
Sebastián Derroa.* Antiguo comandante de la milicia concejil de Teruel que había formado parte de la guarnición de Sant’Angelo en Roma en tiempos del papa Calixto III. Maestro de armas de los Borgia.
Moisiui Frashëri.* Capitán del escuadrón de estradiotes (mercenarios albaneses a caballo) al servicio de los Borgia en Roma.
Pentasilea. Esclava negra de Lucrecia Borgia. Regalo del embajador de Venecia al entonces vicecanciller Borgia como compañera de juegos de su hija.
LOS DELLA ROVERE
Francesco della Rovere (1414-1484). Papa Sixto IV entre 1471 y 1484.
Giuliano della Rovere (1443-1513). Cardenal de San Pietro in Vincoli de 1471 a 1503 y papa con el nombre de Julio II desde 1503 a 1513. Sobrino de Sixto IV.
Francesco Alidosi (1455-1511). Examante de Giuliano della Rovere y su secretario de máxima confianza. Obispo de Pavía y cardenal de Santa Susana.
Pietro Riario (1445-1474). Arzobispo de Florencia y cardenal de San Sixto. Amante y sobrino de Sixto IV.
Girolamo Riario (1443-1488). Conde de Imola y Forlì, condestable del Reino de Nápoles, gonfaloniero y capitán general de la Iglesia. Hermano del cardenal Pietro Riario, sobrino de Sixto IV y primer esposo de Caterina Sforza. Fue el principal instigador de la conjura de los Pazzi contra los Médici.
Rafael Sansoni Riario della Rovere (1461-1521). Sobrino de Pietro Riario, arzobispo de Tarento y Salerno y cardenal camarlengo.
LOS D’ARAGONA
Alfonso I de Nápoles y V de Aragón «el Magnánimo» (13961458). Segundo rey de la Casa de Trastámara en Aragón, reclutó como canciller al obispo de Valencia Alfons de Borja, luego papa Calixto III.
Ferrante I (1423-1494). Rey de Nápoles. Hijo bastardo de Alfonso el Magnánimo y su amante Gueraldona Carlino.
Alfonso II (1448-1495). Rey de Nápoles. Hijo de Ferrante I e Isabel de Chiaromonte.
Fernando II «Ferrandino» (1469-1496). Rey de Nápoles. Hijo de Alfonso II e Hipólita María Sforza.
Sancha d’Aragona (1478-1506). Hija ilegítima de Alfonso II y Trogia Gazzela. Princesa de Esquilache casada con Jofré Borgia y Cattanei. Amante de Joan de Borja y de César Borgia.
Alfonso d’Aragona (1481-1500) Hijo ilegítimo de Alfonso II y Trogia Gazzela y hermano de Sancha. Príncipe de Salerno, duque de Bisceglie y segundo marido de Lucrecia Borgia.
Federico I (1496-1501) Rey de Nápoles. Hijo menor de Ferrante e Isabel de Chiaromonte. Último miembro de la rama napolitana de los Trastámara en el reino del sur.
LOS SFORZA
Galeazzo Maria Sforza (1444-1476). Duque de Milán y segundo de la dinastía Sforza fundada por Francesco Sforza tras su matrimonio con Bianca Visconti.
Gian Galeazzo Sforza (1469-1494). Tercer duque de Milán de la dinastía Sforza. Casado con Isabel d’Aragona, hija de Ferrante, rey de Nápoles.
Ludovico Sforza «el Moro» (1452-1508). Cuarto duque de Milán de la dinastía Sforza. Hermano de Galeazzo Maria. Casado con Beatriz d’Este, fue regente del ducado durante la minoría de edad de su sobrino Gian Galeazzo, a quien finalmente sucedió tras su temprana muerte, de la que toda Italia, con fundamento, lo responsabilizó.
Ascanio María Sforza (1455-1505). Cardenal diácono de San Vito y San Modesto y vicecanciller de la Iglesia tras votar por Rodrigo Borgia en el cónclave de 1492, en el que fue elegido el valenciano. Hermano de Galeazzo Maria y Ludovico Sforza.
Caterina Sforza, «la Dama della Vipera» (1463-1509). Condesa de Forlì y señora de Imola. Hija ilegítima de Galeazzo Maria Sforza y su amante Lucrecia Landriani. Esposa de Girolamo Riario, sobrino del papa Sixto IV.
Giovanni Sforza «il Sforzino» (1466-1510). Conde de Pésaro y señor de Gradara. Era descendiente de un hijo ilegítimo de Muzzio Attendolo Sforza, el padre de Francesco y fundador de la dinastía y, por tanto, primo lejano de Ludovico y Ascanio. Primer marido de Lucrecia Borgia.
LOS ORSINI
Virginio Gentile Orsini (1445-1497). Conde de Tagliacozzo, señor de Bracciano y uno de los jefes de la poderosa familia romana.
Bartolomea Orsini (1448-1497). Hermana de Virginio Gentile y defensora del castillo de Bracciano ante las tropas de Joan de Borgia, a las que derrotó. Casada con el condotiero Bartolomeo d’Alviano.
Giulio Orsini. Hijo bastardo del cardenal Latino Orsini, candidato a papa durante el cónclave que eligió a Alfons de Borja (1455) con el nombre de Calixto III. Condotiero.
Giambatista Orsini (1450-1503). Hijo de la hermana del cardenal Latino Orsini (1411-1477), cuyas disputas con los Colonna propiciaron la elección de Alfons de Borja como papa Calixto III en 1455. Primo de Virginio Gentile Orsini, cardenal de Santa Maria en Domnica, de Santa María Nuova y de San Juan y San Pablo. Camarlengo del Sacro Colegio.
Paolo Orsini (1450-1503). Hijo bastardo del cardenal Latino Orsini y primo de Virginio Gentile y Giambatista. Marqués de Atripalda y señor de Mentana y Palombara. Condotiero.
LOS COLONNA
Prospero Colonna (1452-1523). Duque de Traetto y conde de Fondi. Gran general de los Colonna, fue uno de los primeros partidarios del rey Carlos VIII de Francia en su invasión de Italia en 1484 junto al cardenal Giuliano della Rovere, aunque después cambió de bando y ayudó al rey Fernando II (Ferrandino) a expulsar a los franceses del reino del sur, que defendió ante la nueva invasión francesa de Luis XII.
Fabrizio Colonna (1460-1520). Duque de Paliano y condotiero. Junto a su primo Prospero, luchó por orden del papa Inocencio VIII para apoyar a los barones rebeldes al rey Ferrante de Nápoles. Aliado del papa Alejandro VI en su lucha contra los Orsini, cambió de bando para apoyar a los españoles del Gran Capitán.
Lorenzo Oddone Colonna (¿-1484) Protonotario apostólico torturado y ejecutado por orden de Girolamo Riario, sobrino del papa Sixto IV, y con la ayuda de Virginio Gentile Orsini. Primo de Prospero y Fabrizio Colonna.
OTROS PERSONAJES
Girolamo Savonarola (1452-1498). Prior del convento dominico de San Marcos y señor de facto de Florencia entre 1494 y 1498. Artífice de la expulsión de los Médici de la capital del Arno. Juzgado y ejecutado por herejía.
Carlos VIII (1470-1498). Rey de Francia y último representante de la dinastía Capeto-Valois, y pretendiente a la Corona de Nápoles. Casado con Ana de Bretaña y conocido en Italia como «il Re Petito» (el rey pequeño) por su escasa estatura.
Luis XII (1462-1515). Rey de Francia y primer representante de la dinastía Capeto-Orleans. Primo y cuñado a la vez de Carlos VIII, pactó con los Borgia la invasión de Milán y de Nápoles a cambio de un ducado francés para César Borgia y un matrimonio regio con una princesa de su corte. A cambio, el papa Alejandro le concedió la nulidad de su matrimonio con Juana de Valois para que pudiera casarse con Ana de Bretaña, la viuda de su primo el rey Carlos VIII.
Inocencio VIII (1432-1492). Giovanni Battista Cybo, papa desde 1484 a 1492. Elevado al solio pontificio tras un pacto entre Giuliano della Rovere y Rodrigo Borgia en el cónclave de 1484, ya que ninguno de los dos tenía la fuerza suficiente para ser elegido papa. Los romanos le llamaban «Padre de la Patria» por la cantidad de hijos ilegítimos que tenía, si bien solo reconoció a dos, a Teodorina y a Franceschetto Cybo, al que casó con una hija de Lorenzo el Magnífico a cambio de nombrar cardenal a su hijo Giovanni, futuro papa León X.
Príncipe Djem (1459-1495). También conocido como Cem Sultán, Jem Sultán o Zizim, era el tercer hijo del sultán Mehmed II —conquistador de Constantinopla— y medio hermano del sultán Bayezid (o Bayaceto), con quien se disputó el trono y que le derrotó. Se entregó a los caballeros hospitalarios de Rodas que, a su vez, se lo entregaron al papa Inocencio, el cual cobraba una renta por parte de Bayaceto a cambio de que no fuera liberado de nuevo.
Gonzalo Fernández de Córdoba «el Gran Capitán» (1453-1515). Duque de Sessa, Santangelo, Terranova y Andria y virrey de Nápoles. En 1495 acude al mando de tropas españolas a Nápoles por orden de Fernando el Católico.
Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494). Filósofo y humanista. En su obra cumbre, Oratio de hominis dignitate, considerada el manifiesto fundacional del Renacimiento, se defiende la tesis del ser humano como centro de todo el Universo.
Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Diplomático, filósofo y escritor, es conocido principalmente por su obra póstuma El príncipe (1531), que sienta las bases de la ciencia política moderna.
Praefatio
Milán,
18 de febrero de 1508 Miércoles de Ceniza
Me llamo Miquel de Corella.
Soy un poeta y un asesino.
Los sicarios del papa Julio se burlaban por lo primero y me acusaban de lo segundo mientras me torturaban con el strapatto en la torre de la prisión de la Tor di Nona, por cuyas paredes rezumaba el sudor inmundo del Tíber. Me ataban de pies y manos a la espalda y, sujeto por los tobillos y muñecas, me alzaban con una polea hasta el techo y me hacían caer. La soga tenía la longitud exacta para que no me estrellara contra el suelo —cosa que deseé muchas veces—, y el tirón en seco me descoyuntara las articulaciones. Lo consiguieron en varias ocasiones y, en tanto gritaba de dolor colgado como si fuera un trozo de cerdo en salazón, se reían de mí: «Recitad, don Micheletto —me decían—, deleitadnos con tercetos de Dante, con sonetos de Petrarca o con cantos de Ausiàs March». Puede que aquellos patanes hubieran oído hablar de Dante o Petrarca, pero estoy seguro de que no sabían quién era March, ni qué era un terceto, un soneto, un canto o ni siquiera quién era su padre. Alguien les había dictado la mofa para que la repitieran como papagayos y así lo hacían. También insistían en sus burlas cuando me dejaban suspendido en esa mala postura para que mi propio peso me triturara los músculos y me reventara los tendones, o me dejaban sin comer durante días, o cegaban el drenaje de mi celda para que el agua sucia del Tíber anegara aquel agujero donde el segundo papa Della Rovere me tuvo durante tres años.
«Si no nos conmovéis con poesía —ladraba mi torturador—, decidnos las contraseñas de las fortalezas de Forlì, Cesena y Bertinoro y ahorraos padecimientos, don Micheletto». No lo hice nunca. No les dije nada, pero no fue por valor, lealtad o resistencia. Si no revelé el santo y seña que hubiera provocado la rendición de las guarniciones de las plazas de La Romaña que aún permanecían fieles a César Borgia fue porque lo ignoraba. De haberlo sabido, se lo hubiera dicho con la misma prisa con que recité tercetos de Dante, sonetos de Petrarca y cantos de Ausiàs en la dulce lengua valenciana con la que aprendí a hablar. También declamé bucólicas de Virgilio, epigramas de Lucrecio y hasta sátiras de Ovidio en buen latín. Pero ni una contraseña. El Valentino —que así le llamaban en toda Italia— nunca me las dijo y yo jamás se las pregunté. No lo hice para evitar que la tortura me obligara a traicionarlo, sino porque no se dio la ocasión.
Eso sí: entre los crueles abrazos del strapatto reconocí todos los homicidios que me atribuyeron, incluso los que no me imputaban, e incluso añadí más pese a que no me los preguntaron porque nunca existieron. Nadie aguanta la garrucha —así llaman al trato di corda en España— sin decir toda la verdad y todas las mentiras. Por eso, también juré que el papa Alejandro fornicaba con su hija Lucrecia en presencia de un demonio en forma de mono que se sentaba en la cabecera de su lecho en los aposentos pontificios y se limpiaba el culo con sagradas formas consagradas en misas negras. Y confesé que había visto yacer a César Borgia con su hermana mientras que su amante favorita, Fiammeta —que además de la puta más famosa de Roma era una poderosa hechicera—, alimentaba con migas de pan empapadas en su propia sangre menstrual a una lechuza y a un sapo para destilar, con los excrementos del ave mezclados con la piel del anfibio, el célebre veneno de los Borgia. Todo lo apuntaban: cuanto mayor era el embuste que inventaba a cambio de un mendrugo más o de una caída menos en el strapatto, con más ansia y dedicación lo escribía el notario apostólico que Su Santidad Julio II había mandado para que registrara mis confesiones y mis delirios.
No os atreváis a juzgarme. Si il tratto di corda en las mazmorras del bargello de Florencia fue capaz de quebrar la voluntad de un fanático como Savonarola, que estaba convencido de que el mismísimo Jesucristo le enviaría una legión angélica para rescatarlo, yo no iba a ser distinto. Además, estoy convencido de que solo veré el rostro de Nuestro Señor el día del Juicio Final justo antes de que me mande al purgatorio. Eso si tengo suerte y consigo confesarme a tiempo.
Mi buen amigo Nicolás Maquiavelo dice que vale más hacer y arrepentirse que no hacer y arrepentirse. Por eso hice lo que pude para salvar la vida, porque ni tengo la fe suficiente para esperar milagros ni la fuerza necesaria para soportar tormentos. Mi altura no llega a los cinco palmos napolitanos y nunca he superado las veinte libras de peso. Por esa razón, el papa Alejandro VI Borgia, que era un hombre grande, rotundo y alegre al que mi cabeza le llegaba por debajo del hombro, me llamaba Micalet en nuestro común valenciano natal con el que, a veces, nos divertíamos charlando en medio de las interminables audiencias vaticanas.
Mi escasa envergadura hizo que mis compañeros de la Universidad de Perusa me apodaran Micheletto. Después, los primeros hombres con los que combatí —fieros estradiotes albaneses— me conocieron cuando aún era un clérigo, el capellán de la iglesia de Santa Catalina de Valencia para ser más exactos. Por ello, se dirigían a mí con el «don» delante como les ocurre a todos los sacerdotes de Italia. Luego, messer Maquiavelo, supongo que para divertirse, aunque con él nunca se sabe, en los informes que enviaba a la Signoria de Florencia se refería a mí con el nombre de don Micheletto. Y desde el Piamonte a Calabria se teme el nombre del «verdugo del Valentino y alma condenada de los Borgia».
Me contó Maquiavelo que los florentinos me definían como un «crudelissimo uomo, terrible e molto temuto». No les falta razón, pues he sido cruel, terrible y temido porque tuve que serlo y porque quise serlo. Y no negaré que disfruté de ello. Aún lo hago. No hay sensación más embriagadora que la del poder, ni poder más auténtico que el que se ejerce sobre la vida y la muerte de otros. No obstante, imagino que esas fueron las virtudes que Nicolás destacó de mi persona para sugerir al gonfaloniero Piero Soderini que me nombrara bargello de Florencia con la misión de convertir en bravos soldados a sencillos campesinos de Mugello y Casentino. Al final, no fui nombrado bargello porque el título daba miedo. Terminé con un cargo que sonaba más inofensivo a los delicados y retorcidos oídos de los signori florentinos: capitano della Guardia del Contado e Distretto, y al nombramiento aporté mi propia compañía de estradiotes albaneses a caballo e infantes valencianos. Ellos me ayudaron a enseñar a combatir a aquellos palurdos, de la misma manera que lo hice con la milicia de La Romaña que adiestré en Fano para César Borgia. Poco más de un año más tarde, Florencia tenía las «armas propias» con las que soñaba Maquiavelo y, por primera vez en siglos, la Signoria no pagó a condotieros y mercenarios para guerrear. Según me dicen, no les va mal con su propio ejército porque la victoria sobre Pisa, su gran enemiga, parece próxima en el momento en el que escribo estas líneas.
Mi contrato, mi condotta con la Signoria de Florencia terminó el pasado mes de octubre con una separación bastante amistosa porque se produjo por una simple cuestión de dinero. En Italia, y en especial en Florencia, no siempre es así. Otros condotieros acabaron decapitados por menos. Ahora volveré a luchar bajo las banderas de Julio II, el mismo papa que hizo que me torturaran y combatió toda su vida contra los Borja. Y será el tesoro del rey de Francia —el mismo que abandonó a César a su suerte— quien asuma las pagas de mis soldados a razón de tres ducados por hombre a la semana.
En todo caso, los temores de que Piero Soderini usara la recién nacida milicia florentina para convertirle en un tirano eran infundados porque ya lo era y lo sigue siendo. Les pasa a todos los que gobiernan. Antes que a Soderini le pasó a los Médici que lo precedieron, a los Sforza en Milán, a los Bentivoglio en Bolonia, a los Aragón en Nápoles, a los Trastámara de Castilla, a los Tudor de Inglaterra o a los mismos Borgia. Messer Maquiavelo, cuando le decía estas cosas esbozaba esa sonrisa amarga tan suya y defendía que, aunque la crueldad es propia de los tiranos, hay crueldades bien empleadas si se ejercen una sola vez para afianzar el poder y no se repiten demasiado. Y cuando yo le refutaba —así dice Platón que hacía Sócrates— sobre si era la mayor o menor frecuencia en la crueldad lo que distinguía al gentil gobernante del tirano odioso, él contestaba —con esa misma sonrisa— que en eso consistía, precisamente, el arte de la política.
La política. Nunca he sabido cuál es la diferencia entre un asunto de Estado y la pura y simple traición. El duque y el papa Borgia eran los que dominaban ese arte con más pericia que el ingeniero de César, messer Da Vinci, los pinceles. Los cambios de opinión, de estrategia, de aliados y de adversarios eran cosas de ambos. Sabían cómo caminar sobre el pantano de la política y sabían cómo convencer a los hombres para que hicieran lo que no les conviene creyendo que sí lo es. Eso es gobernar y nunca se me ha dado bien. Sirvo mejor para mandar. También para escribir.
Y para matar.
Cuando fui señor de Montegridolfo y gobernador de Forlì y Piombino, delegué la administración civil en mi esposa, Beatriz. Creo que las mujeres están mejor dotadas que los hombres para el gobierno porque saben construir, mientras que a los hombres solo se nos da bien destruir. Lo he comprobado con mi Beatriz y con otras damas como Lucrecia Borgia, Isabel Gonzaga, Clarisa Orsini, Isabel de Este, Carlota de Albret o Catalina Sforza. Todas ellas eran capaces, según el duque y el papa, de llegar a acuerdos, modificar su postura e incluso traicionar si era necesario. Sabían gobernar porque sabían construir. Yo no he sabido gobernar. He sabido mandar. Y no es lo mismo.
Por ejemplo, en la guerra no se gobierna, se manda. Y mandar a hombres a luchar, como hacemos los capitanes, se parece a domesticar las palabras, que es lo que hacemos los escritores. Hay que vencer a unas y a otros. Anular sus voluntades para que hagan lo que tú quieres pero sin que se pierda su identidad. Que sean ellos y ellas pero, a la vez, prolongaciones de ti mismo. No sé si desbarro o hago poesía. Quizá estas disquisiciones en las que me gusta perderme —como les pasa a muchos poetas y a no pocos soldados— sean la causa por la que Platón decía que ni soldados ni poetas pueden encargarse de las altas magistraturas del Estado y que, incluso, convenía desterrar a estos últimos para que los sabios gobernaran mejor. Quizá tuviera razón. Quizá no. No lo sé. Salvo a messer Maquiavelo, no he escuchado a ningún filósofo o erudito decir nada más que tonterías.
Y que conste que he conocido a bastantes: en las universidades de Pisa y Perusa, en las cortes de los príncipes italianos y en la curia del papa. Legiones de chupatintas más sedientos de rentas y prebendas que los mercenarios gascones de botín y saqueos. Todos doctos humanistas, hombres sofisticados y dignos que, en el fondo, no eran tan distintos a las furcias milanesas con las que mis infantes valencianos deben de estar fornicando ahora mismo porque los que viven de escribir viven de gustar a quien quiera pagarles por sus servicios. No son tan distintos a las putas, si bien en ellas hay algo más de dignidad, pues no pretenden ser otra cosa que lo que son.
Maquiavelo se reía cuando le contaba estas cosas delante de un par de jarras del dulce vino pignoletto de Bolonia que tanto le gusta, y se divertía aún más cuando le decía que no he conocido a ningún hombre de letras que no tuviera dos plumas —una de oro y otra de hierro— y dos tinteros —uno con miel y otro con hiel— para usar según le convengan a él o a su amo —sobre todo a su amo, porque todos tienen uno— para adular o calumniar, elogiar o infamar. Los Borgia jamás se dieron cuenta de ello, lo pagaron caro, y me temo que lo seguirán pagando aún más caro. En estos tiempos de la imprenta en los que cualquier pliego recorre Europa entera en pocas semanas, un escribano puede hacer más daño que una compañía de mercenarios suizos.
Quizá esa sea una de las razones por las que he escrito este libro. He sabido hacer daño con las armas sin olvidar que también sé defenderme con las letras. O atacar, lo que viene a ser lo mismo. Dice mi Beatriz que este manuscrito es un ajuste de cuentas, aun cuando yo lo concebí a la manera de las lletres de batalla que escribía mi admirado paisano Joanot Martorell y en las que retaba a duelo a otros caballeros por ofensas reales o imaginarias. He leído cuatro de esas misivas marrulleras y, pese a su naturaleza pendenciera y violenta, son bellas cual soneto de Petrarca. El cavaller envió docenas, si bien los desafíos que proponían jamás se materializaron en combates reales y se nota porque en ellas se destila demasiada mentira tanta como la que hay en las bulas de los papas, los decretos de los reyes, los sermones de los obispos, los fueros de los jueces, las escrituras de los Evangelios y, en general, sobre todo lo que lleva sellos de lacre o se graba en piedra, mármol o bronce. Hay más verdad en las ochocientas páginas de mi ejemplar del Tirant Lo Blanch de Martorell —salido de la imprenta valenciana de maese Nicolau Spindeler, por el que casi pagué su peso en oro— que en todos los legajos que acumulan polvo y pecados en la Vicecancillería Apostólica.
En el momento que escribo estas líneas, Beatriz duerme en el lecho de este aposento caldeado. Le gusta dormir después del amor mientras que a mí la cópula me despeja, aunque no de mala manera, sino con esa lucidez y claridad que otorga el buen reposo. Por eso, mis mejores páginas las escribo desnudo. Fuera, el aire es gélido y pese a que no falta demasiado para la medianoche, las calles están llenas de luz, vino y máscaras. Hay tanta vida que estoy considerando salir a dar una vuelta en cuanto termine estas líneas para disfrutar del carnaval. Aunque en toda la cristiandad hoy es Miércoles de Ceniza y empieza la Cuaresma, aquí en la Lombardía los festejos duran cuatro días más, hasta el sábado. Eso es debido a un antiguo privilegio que el primer papa nacido en la península ibérica, el portugués san Dámaso, otorgó a san Ambrosio, obispo y patrón de Milán. De cualquier manera, mis hombres se lo deben de estar pasando en grande, y a mí me conviene que se diviertan y se gasten hasta el último cobre que lleven encima porque, cuando se quedan sin blanca, se vuelven más feroces en el combate para conseguir un botín mayor con el que saldar las viejas deudas que tenían y procurarse unas nuevas tras despilfarrarlo todo en vino y rameras. Así viven los soldados.
No voy a negar que he escrito este libro, por decirlo a la italiana, alla maniera di Joanot Martorell y su Tirant Lo Blanch. He convertido en personajes de una novela al papa Alejando y a sus hijos Joan, César, Lucrecia y Jofré; a los reyes de Aragón, Castilla, Francia y Nápoles, y a los cardenales y príncipes con los que tuve trato e incluso con los que no lo tuve. Hasta me he convertido en mi propia criatura literaria, hecha de papel, tinta y sueños. Ese mundo de palabras en las páginas siguientes es tan auténtico como el de verdad y, al escribirlas, he sentido lo que debió de sentir Dios durante los siete días de la Creación.
Es posible que alguien tache las líneas precedentes de blasfemia. Me es indiferente, porque he dado a Nuestro Señor otros motivos más graves para acabar en el Séptimo Círculo del Infierno, hundido en la sangre hirviente del río Flegetonte, donde Dante puso a penar a los asesinos.
Y también a los tiranos.
Por eso no he de pedir perdón por copiar las artes con las que Joanot Martorell insufló vida a Guillem de Varoïc, Tirant, Carmesina o Plaerdemavida, porque me he limitado a recrear la vida de gente real como el papa Alejandro, el duque Valentino, Fernando el Católico o Leonardo da Vinci. He intentado —y el lector será mi juez— no construir un mundo de verdad con embustes, a la manera de Martorell, sino usar verdades para contar certezas, aunque estas parezcan mentira.
Dante tenía treinta y cinco años cuando dijo que estaba «nel mezzo del cammin di nostra vita»[1] e, incapaz de encontrar la senda recta, tuvo que pasar por el infierno y el purgatorio —guiado por Virgilio— hasta que su Beatriz lo llevó al paraíso. Yo ya he cumplido cuarenta y dos y no he encontrado más edén que el valle negro y salado que mi Beatriz protege entre sus muslos de leche espolvoreada con canela. Ya tuve que caminar por las terrazas de mi propio purgatorio en los campos de batalla de Calmazzo y ante los muros ensangrentados de Capua porque antes había bajado al último pozo del infierno para cenar, rodeado de prelados, obispos y cardenales, en la sala de los Papas de la Torre Borgia en el Vaticano.
Beatriz tiene razón. Las mujeres siempre la tienen. Estas páginas, aunque no retan a nadie en concreto en la forma de las Lletres de batalla de Joanot Martorell, son un ajuste de cuentas con el pasado e incluso con el futuro. Quizá es lo último a lo que puedo aspirar y ni siquiera creo que mi empeño vaya a triunfar. Los enemigos de los Borja, tanto los de Italia como los de España y Francia, no solo disponen de más oro, soldados, bombardas y naves, sino también de más plumas de hierro mojadas en veneno a su servicio y más lacayos de pupitre y latines dispuestos a herir con ellas.
Puesto que hace años que renuncié a vivir en paz, me conformo con intentar hacer justicia, aunque no sirva para nada. Y es que tampoco puedo aspirar a otra cosa, porque la paz, la concordia y la reconciliación vienen de la mano de la misericordia y, aun cuando me gustaría hacerlo para salvar mi alma inmortal, yo ya no puedo perdonar a mis enemigos.
Porque los he matado a todos.
LIBRO I
El toro entre las culebras
(1467-1492)
1
Hijo de última madre
Villa de Cocentaina, Reino de Valencia,
septiembre de 1467
Soy hijo de una última madre.
Quizá por eso nací para ser un asesino, pese a que siempre quise ser poeta. A fin de cuentas, lo primero que hice al llegar al mundo fue matar a quien me parió. No obstante, como me pasaría en tantas ocasiones después, no fue responsabilidad mía. No fui más que —según decía la Tía Nora— el «pequeño verdugo» que ejecutó la suerte que otros, incluyendo a Dios, habían decidido. He matado muchas veces, pero la mayor parte de ellas no fue decisión mía. Yo la maté desgarrándole las entrañas en mi camino hacia la vida. Pero el que la condenó a muerte fue el arcediano de la colegiata de Xàtiva, Pere Josep de Corella: mi padre, a quien su condición de clérigo no bastó para contener su lujuria ni que mi madre tuviera apenas trece años cuando la desvirgó. Así que nací bastardo; dos veces bastardo, de hecho, porque el buen cura también era, a su vez, fruto del adulterio de mi abuelo, Ximén Pere Roís de Corella, primer conde de Cocentaina, el cual entre campaña y campaña bajo las banderas del rey Alfonso el Magnánimo tuvo tiempo de sembrar las orillas de Valencia, Mallorca, Cerdeña y Nápoles con más de una docena de hijos.
De mi madre solo me contaron que se llamaba Coloma y que era hija de un rico labrador de Canals, del que nunca me dijeron su nombre ni tuve la oportunidad de conocer a su familia. Y aunque sí sé quién fue mi padre, tampoco lo conocí, ya que murió de fiebres tercianas apenas un mes antes de que yo naciera. La Tía Nora —la comadrona que asistió a mi madre y que me llamó «pequeño verdugo» durante toda mi infancia— me contó después que un temporal de lluvia de mediados de agosto había desbordado el río Albaida a su paso por Xàtiva; el calor de los días posteriores pudrió el agua estancada y soltó en el aire miasmas que se llevaron a mi progenitor al purgatorio —donde espero que siga— y a centenares de almas más a donde Nuestro Señor dispusiera. «Justicia de Dios por lo que le hizo a tu pobre madre», decía la partera mientras se santiguaba con el extraño acento que tenía cuando hablaba valenciano. Y quizá tuviera razón, aunque el Todopoderoso tiene un curioso sentido de lo que es justo, porque por cada rico que se lleva ante su juicio a causa de uno de sus escarmientos, una docena de pobres lo acompañan.
Poco más de lo que ya he relatado sobre mi madre pudieron contarme la Tía Nora o alguna de sus dos esclavas moras, Aisha y Hafsa, que también estuvieron presentes cuando nací. A fin de cuentas, la habían conocido un par de días antes de mi alumbramiento, cuando la llevaron al Palau Comtal —el Palacio Condal— con gritos en los labios, lágrimas en los ojos e hilos de sangre y flujo en los muslos.
«Nada más verla —me contó la partera— supe que aquella cría no estaba lista para ser madre. Parecía más un muchacho que una mujer con aquellos pechos menudos que apenas sobresalían un par de dedos sobre el costillar huesudo que parecía el de un cordero recién sacrificado. Eso sí, tenía una larga y preciosa melena dorada, Miquel, igual que la tuya».
En el momento en el que nos conocimos, ni la joven Coloma estaba preparada para ser mi madre, ni yo para ser su hijo. La Tía Nora dudaba, incluso, de que mi cuerpo recién nacido hubiera estado los siete meses que, al menos, se necesitan para que las entrañas de una hembra forjen una nueva vida, aunque fuera tan frágil, defectuosa —y probablemente, breve— como la que aquella mujerona, enorme y caballuna, me auguraba.
La partera fue lo más parecido a una madre que he tenido. Por eso es de justicia que la recuerde y que cuente quién era y por qué terminó tan lejos de donde había nacido. Mi abuelo Ximén la conoció durante la conquista de Cerdeña del rey Magnánimo de Aragón. A la campaña se llevó a su esposa y, cuando la preñó, la joven Nora la atendió en un parto largo y difícil que terminó bien. El médico personal del conde, un judío de Gerona, quedó tan impresionado por la habilidad de aquella mujer que recomendó a mi abuelo que, dado el ritmo con el que engendraba hijos legítimos y bastardos, quizá fuera buena idea tomarla a su servicio. Así que, a la vuelta de la conquista de la isla, la Tía Nora acabó entre los muros del Palau Comtal de Cocentaina en el que, además de partera, ejercía de curandera y cuidadora de la prole de la corte de los Corella junto a dos esclavas moras que tenía asignadas.
La comadrona tenía cuarenta y pocos años cuando me ayudó a llegar al mundo. Era una mujer de hierro que ejerció sus dos oficios hasta casi el último día que Nuestro Señor quiso que caminara sobre la tierra pues, según supe, murió no hace mucho en su Cerdeña natal.
Además de mastra de paltu —maestra de partos— era s’agabbadora —una acabadora—, el nombre con el que llamaban en su sardo natal a las mujeres que, como también había sido su madre y su abuela, terminaban con el sufrimiento de quienes ya no tenían más esperanza que la que pudieran encontrar en el otro mundo cuanto antes. Ellas acababan con la enfermedad y la agonía que solo provocaba angustia a quienes las sufrían y la ruina de sus familias. Ayudaban, desde hacía siglos, a nacer y a morir. Y, pese a que su última acción era terrible, no dejaba de ser un acto de amor y entrega igual que el de parir. Aunque al revés. Por eso las llamaban «las últimas madres».
Llegaban, siempre vestidas de luto, a casas vacías, abandonadas por todos sus ocupantes por una sola noche y en las que se habían retirado los espejos, retablos, crucifijos y hasta los objetos de metal pulido o vidrio para que ningún ojo —o incluso su reflejo— fuera testigo. Con el rostro cubierto por un largo velo negro, nunca cobraban por su triste y misericordioso servicio más allá de la voluntad de los familiares, sin que importara si lo prestaban en el castillo de un noble, la casa de un mercader o en la choza de un siervo. La Tía Nora —o Eleonora, que así la bautizaron en la villa de Sagama donde nació— utilizaba un pequeño yugo de madera que colocaba bajo el cuello del agonizante y, sentada a horcajadas sobre su pecho, ponía sus manos sobre la frente y dejaba caer todo su peso para partirle las vértebras. Cuando la víctima era muy grande o corpulenta para esta operación —o estaba sufriendo demasiado por el dolor o simplemente no se estaba quieta el tiempo suficiente—, utilizaba dos palos unidos por unas tiras de cuero que colocaba en forma de aspa a ambos lados del cuello para que, con una ligera presión, hacer que perdieran el conocimiento, y después desnucarlos de igual manera. El cappio valentino —el lazo valenciano que me ha hecho famoso y temido en toda Italia— era en realidad una herramienta de muerte diseñada en Cerdeña y que usaba la mujer que me ayudó a nacer.
En los años posteriores, la Tía Nora no me ahorró ningún detalle de las circunstancias de mi nacimiento. La desdichada Coloma gastó las últimas horas de su breve vida en alumbrar una criatura «que apenas respiraba —me contaba la partera— y que cabía en la palma de mi mano como si fuera un pichón para asar en vez de un recién nacido. Y aunque unté con miel los pezones de tu madre, tampoco querías mamar, pero me chupabas los dedos manchados de sangre igual que si fuera ambrosía. Mi pequeño asesino, ya entonces me di cuenta de que te iba a agradar más el sabor salado de la muerte que el gusto dulce de la vida».
Lo cierto es que la comadrona no contaba con que yo fuera a vivir mucho más que mi madre, a quien su tiempo se le desaguaba en charreteras rojas entre las piernas. Ante el riesgo de que mi alma acabara en el limbo, mandó a una de sus esclavas a que buscara a mosén Carles, el párroco de la iglesia de Santa María, para que me bautizara allí mismo y, de paso, le diera la extremaunción a la muchacha. Sin embargo, la mora no encontró al cura porque, tal y como contaré después con más detalle, estaba en un burdel fornicando con una puta judía de las muchas que habían llegado a la villa, igual que hacía cada año por aquellas fechas.
La comadrona esperó al sacerdote hasta que los rayos del sol naciente rebotaron en los sillares del viejo alcázar moro que, encaramado en lo alto del cerro de San Cristóbal, era visible desde cualquier rincón de la población y también desde el Palau Comtal. Me decía que los muros del cuadrado torreón nunca le parecieron tan blancos al recortarse contra el cielo oscuro de poniente como aquel día. Parecía que advirtieran con luz que otro orgulloso y fiero Corella había llegado al mundo, aunque fuera a estar en él muy poco tiempo. Ya que el cura no apareció y Coloma —ya inconsciente— no le había dado ni una sola indicación sobre cómo quería llamar al hijo que no iba a ver crecer, la Tía Nora decidió bautizarme ella misma. El derecho canónico autorizaba a un bautismo de esa clase en caso de extrema urgencia, de que no hubiera ningún clérigo disponible o de que el recién nacido estuviera en peligro de muerte. Y yo cumplía todos los tristes requisitos.
Y es que aquel 29 de septiembre del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1466 era el primer día de la Fira, el gran mercado que se organizaba desde los tiempos del primer señor de Cocentaina, el almirante Roger de Lauria, y que había obtenido el privilegio de hacerlo de manos del cuarto rey Pedro de Aragón, al que en Valencia y Cataluña llamaban «el del Punyalet», por el pequeño cuchillo que siempre llevaba encima. Durante dos semanas, la ciudad se llenaba de mercaderes y, como es natural, también de rameras y rufianes, que llegaban en mayor número si cabe que el de los honrados tratantes y hacían más y mejores negocios.
«La mañana que empezaba la Fira —me contó después— era la de Sant Miquel y pensé que te iría bien llevar el nombre del arcángel matador de demonios. Vertí agua enrojecida por la sangre de tu madre que tenía en las manos sobre tu cabecita mientras recitaba: «Ego te baptizo, Michael, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti». Y ¿sabes qué? Igual fue el frescor del líquido sobre la coronilla o que, al recibir su nombre, el general de los ejércitos de Dios te insufló el vigor que necesitabas para vivir —a veces pienso que quizá notaste en aquel momento que tu madre acababa de morir—, el caso es que empezaste a llorar, con fuerza, como cualquier otro recién nacido. Mi pequeño asesino».
2
La cría de la culebra
Villa de Cocentaina, Reino de Valencia,
septiembre de 1471
He tenido dos compañeras leales durante mi vida. Una es Beatriz, mi esposa. La otra es la muerte. Quizá era lógico que así fuera dado que ya mi nacimiento le costó la vida a mi madre y la mujer que me trajo al mundo, la Tía Nora, era una acabadora sarda. Tanto y tan intensamente ha estado la parca siempre a mi lado que incluso el primer recuerdo nítido de los años de mi infancia en el Palau Comtal de Cocentaina es el de una ejecución que, además, estaba relacionada con mi bautismo.
Que el clérigo que me tenía que bautizar estuviera en un burdel la madrugada de mi nacimiento no tenía nada de extraordinario. De hecho, era lo habitual en él. Y aunque no negaré que su presencia en las casas de putas podía tener cierta justificación —es un buen lugar para caer en los pecados que siempre he considerado más fáciles de absolver—, eso no quería decir que los tuviera que cometer él mismo, ni con tanta frecuencia como él lo hacía. En todo caso, tras el incidente de mi llegada al mundo, el pare Carles se llevó una buena reprimenda de mi medio tía, la condesa Francesca, y un par de admoniciones por escrito del obispo de Orihuela, que también era un Corella. Como es natural, ni una cosa ni otra hizo demasiado efecto porque mosén Carles siguió siendo el mismo cura putero y borracho que había sido siempre y del que toda Cocentaina decía que acabaría mal.
Y no se equivocaron. Unos años después, cuando yo acababa de cumplir cinco, lo mataron. Fue, de nuevo, durante los días de celebración de la Fira en los que, fiel a su costumbre, estaba en una taberna donde no debía haber estado, en la que se bebió algunas jarras de vino que no debía haber bebido y jugó unas partidas de naipes que no debía haber jugado. Nunca se aclaró del todo si fue una mala palabra o una mala jugada la que originó la trifulca, pero sí fue una mala puñalada la que envió el alma del cura a las terrazas del purgatorio, si es que no la mandó derecha a los pozos del infierno. El responsable de la fechoría fue un moro llamado Alí Abençanot, de la aljama de Elche. Era un rufián que explotaba a cuatro rameras y que, al igual que muchos otros de su oficio y condición, acudió a la Fira como hacía todos los años. Hubo testigos que lo vieron discutiendo con el religioso a causa de lo que el proxeneta pretendía cobrarle por los servicios de una de sus furcias que el clérigo ya había disfrutado sin pagar por adelantado, pues el moro se confiaba —el muy idiota— de la palabra de un sacerdote. Al parecer, el cura consideraba excesivo el precio, y de los gritos se pasó a los puños —por los que el clérigo también era célebre— y de ahí a los cuchillazos. Alí Abençanot, tras matar al mosén, intentó huir, pero una partida de la milicia del conde lo capturó un día o dos después de su fuga.
Luego se necesitó más tiempo para decidir quién iba a ajusticiar —y cómo— a aquel canalla que el que hizo falta para apresarlo. Dado que el crimen se cometió en El Raval, el barrio moro que era jurisdicción de la villa, las autoridades municipales consideraban que aquel delincuente era suyo. Sin embargo, puesto que fue la guardia condal la que lo capturó, reclamaba su derecho a dar el escarmiento. Y para terminar de complicar la situación, el preso era musulmán, con lo que el cadí de la aljama de Cocentaina, Abén Sadí, reclamaba su papel en el proceso, tal y como dictaba la costumbre. Al final, micer Arnau Rosell, intendente de la Casa Condal y doctor en leyes, encontró una solución que satisfacía a todas las partes, salvo a Alí Abençanot, claro, aunque su opinión era la que menos importaba ya que su muerte estaba más que decidida.
El cadalso se levantó en la Plaza de la Villa para que quedara claro que eran las autoridades municipales las que iban a impartir justicia, y no la Casa del Conde, que era la que pagaba el triste sueldo del verdugo. Por su parte, el cadí Ibn Sa’ad consiguió que la ejecución se llevara a cabo justo antes de que saliera el sol para cumplir con la Çuna e Xara —las leyes islámicas que aún se aplicaban en las aljamas moras—, aunque tuvo que ceder en que el reo, tras el tormento —en el que todos estaban de acuerdo— fuera ahorcado según el uso cristiano, en vez de degollado según la costumbre musulmana.
Si bien solo tenía cuatro años, recuerdo el sonido del tambor con la piel floja que guiaba al condenado hacia su muerte. Cada cien pasos, un alguacil pregonaba su nombre y el motivo por el que iba a morir. Eso daba pie a que la multitud —que ya llenaba las calles pese a la hora tan temprana— irrumpiera en gritos y abucheos en los que parecía que clamaba justicia por el buen cura asesinado, pero en realidad lo que exigía era que el espectáculo por el que había madrugado mereciera la pena.
Tras Alí Abençanot, al que llevaban en el interior de un serón de esparto, traían a lomos de un burro a la ramera con la que había yacido mosén Carles. Iba con la espalda y los pechos desnudos, en cumplimiento de las ordenanzas de Cocentaina, ya que tenía que recibir cien azotes como condena por fornicar con un clérigo. El castigo lo compartía con Alí Abençanot que, al haber sacado beneficio del comercio carnal, además de ser ahorcado después de amputarle la mano derecha, antes sería desorejado por reincidente en delito de putería. Así pues, la diversión para las buenas gentes de Cocentaina en el último día de aquella Fira estaba garantizada y casi compensaba que la villa, después de la muerte del pare Carles, se hubiera quedado sin más meretrices que las autóctonas, ya que todos los rufianes que habían acudido al gran mercado de aquel año habían huido con sus mujeres. Por si acaso.
La comitiva llegó a la Plaza de la Villa, donde se habían dispuesto antorchas y candiles de sebo para iluminar el cadalso. A la furcia, con la espalda ensangrentada por los zurriagazos, ya no le quedaban fuerzas para seguir gritando. En los alaridos la relevó Alí Abençanot cuando se cercioró de que la aurora anunciaba el dolor. Con los años he aprendido que, cuando la muerte es tan segura como inminente, uno se puede hacer a la idea de lo inevitable e incluso asumirlo con dignidad e incluso valentía. No obstante, ante el dolor todos somos cobardes. Al menos, todos los que he visto padecer tormento. Y me incluyo a mí mismo.
El mestre —maestro— Pere Bordanova, el verdugo que la condesa hizo llamar de Xàtiva, no perdió el tiempo. Tenía instrucciones de despachar al reo antes de que saliera el sol por completo y cumplir así con el compromiso alcanzado con el juez islámico. Sus dos ayudantes —que además eran sus hijos— sacaron del serón al aterrorizado moro y le obligaron a arrodillarse en el cadalso mientras lo sujetaban por las argollas con las que le habían aherrojado muñecas y tobillos. En cuanto el justicia de Cocentaina autorizó, con un simbólico movimiento de cabeza, a que comenzara la ejecución, el mestre Bordanova, con un pequeño cuchillo de no más de un palmo de largo, le rebanó las dos orejas a Alí Abençanot, empezando por la izquierda. Fueron dos movimientos tan rápidos y precisos que muchos de los asistentes de la abarrotada plaza se perdieron el primer tajo. Los dos despojos ensangrentados fueron clavados por los hijos del verdugo en uno de los postes del cadalso, en el que el alguacil colgó antes una tablilla encerada en la que figuraba el nombre y los delitos por los que se castigaba a aquel desgraciado.
Luego vino la parte más esperada: la pérdida de la mano derecha, que era, según dijeron los testigos y confirmaron los jueces, con la que se cometió el crimen, y se le iba a amputar de acuerdo a la costumbre islámica. Aunque el pueblo se solía divertir más con las castraciones con las que se castigaba a los sodomitas, la amputación de miembros también tenía muchos adeptos. Mientras el morisco aún gritaba al ver sus orejas clavadas en un poste del patíbulo, los hijos del mestre Bordanova le hicieron un torniquete sobre la mitad del antebrazo para evitar que se desangrara antes de tiempo. Tras apoyar la mano sobre un madero, el mestre colocó otro cuchillo de mango corto y cuchilla de punta roma, de dos palmos de largo por casi uno de ancho, sobre la muñeca, y esperó a que el cadí Aben Sadí le diera permiso para proceder. Nada más el anciano juez musulmán lo autorizó, el verdugo, con un martillo de madera, golpeó el lomo de la hoja con la precisión de quién domina bien su oficio. La mano se separó del brazo como si estuviera unida por manteca reblandecida al sol en lugar de por huesos duros. Después de exhibirla hacia los cuatro puntos cardinales según mandaba la ley, ante la condesa y su séquito, las autoridades municipales y el cadí de la aljama, la extremidad fue clavada en la misma estaca donde ya estaban las orejas cercenadas. Alí Abençanot, mientras tanto, berreaba igual que un cerdo tras clavarle bajo la mandíbula el gancho con el que le arrastran al tajo del matadero. Su último alarido, antes de desmayarse, debieron de oírlo hasta las huríes del Yanná, el paraíso prometido por su Profeta al que, con toda seguridad, no fue.
Puesto que no tenía más instrucciones que la premura para que el sol no encontrara vivo a aquel infeliz, el verdugo de Xàtiva no intentó reanimar al pobre desgraciado, algo que hubiera hecho en otras circunstancias. Dado que, al oriente, el cielo ya se enrojecía, optó por la solución más simple para acabar con la tarea. Había ocasiones en las que, a fin de entretener al pueblo, hacía un par de izados en falso para que el público se divirtiera con el pataleo y las caídas del reo; en otras, si los familiares del condenado le habían dado una buena propina —que no era el caso— disponía que uno de sus hijos se colgara de las piernas en el momento del primer tirón para partir el cuello de la víctima y ahorrarle sufrimientos e infamia. Como no se daba ninguna de las dos condiciones, anudó el cabestro en torno al cuello del moro y ordenó a sus asistentes que levantaran al rufián hacia su muerte. Uno de los hijos del verdugo sacó un cuchillo para rajarle el abdomen al ahorcado, que se convulsionaba con los pies a apenas dos palmos por encima de la tarima del patíbulo. Sin embargo, un gesto de su padre lo paró para indicarle que se limitara a soltarle el torniquete. La sangre que se vertió desde su muñeca derecha se mezcló entre los maderos del cadalso con el orín que se le había escapado de la vejiga.
Todo quedó hecho antes de que la aurora otoñal de luz roja y suave inundara Cocentaina. Solo quedaba, en cuanto volviera a oscurecer, descuartizar a Alí Abençanot y colgar sus restos en postes a doscientos pasos de cada una de las puertas de la ciudad para que sirviera de ejemplo. Y es que, al contrario de lo que se hacía en Castilla, en los dominios más meridionales del rey Juan de Aragón y Navarra, los cadáveres de los ajusticiados no solían estar más de un día expuestos en el interior de las villas y poblados para evitar miasmas malsanos y pestilencias.
Hacía doce días que yo había cumplido cuatro años y asistí a todo aquello junto a mis medio primos Joan y Roderic y su madre, Francesca de Montcada. El primero tenía ya trece años y era el primogénito y heredero de mi tutor el conde; el segundo era apenas unas semanas mayor que yo. Entre uno y otro, la condesa había parido para su esposo cinco criaturas más, tres hembras y dos varones, aunque solo dos de las niñas seguían vivas: Anna de nueve años y Agnès, de siete. Ellas no asistieron a la ejecución, pero nosotros sí acompañamos a la condesa después de que se nos aleccionara con severidad para que no mostráramos miedo ni repulsa ante lo que íbamos a presenciar. «Sois —decía la condesa a sus hijos— descendientes de los reyes de Navarra y Aragón y nietos de Ximén, el rompedor de las cadenas del puerto de Marsella y, por mi parte, tenéis en las venas la sangre de Guillem Ramon de Montcada». A mí, evidentemente, no me dedicaba ni tantas palabras ni tanto linaje porque no era hijo suyo y, por tanto, no tenía la porción de sangre noble del gran senescal de Barcelona, muerto hacía casi tres siglos, de la que procedía su familia.
Siempre le fui indiferente a Francesca de Montcada, una de las hijas del barón de Aitona, de Lérida. Ante las continuas ausencias de su marido, era ella quien gobernaba el señorío de Cocentaina y los dominios de Aspe, Petrer, Elda y la acequia de Antella. Por indicación de la Tía Nora —que la había asistido en todos sus partos— nunca pensó que yo, el fruto del adulterio del hermanastro de su marido, fuera a sobrevivir más allá de unos pocos días o, todo lo más, un par de semanas. Se había hecho a la idea de que yo iba a ser otro albaet, nombre que se da en mi tierra a los infantes que mueren antes de cumplir el año y que son enterrados por las mujeres de la casa porque no merece la pena que los hombres pierdan una jornada de trabajo para ir al sepelio. Sin embargo, sobreviví y, por tanto, era un Corella, un esdevenidor, tal y como decía la orgullosa divisa del escudo de armas de mi familia, coronado, además, por una culebra con cabeza de mujer que hacía referencia, según me decían, a la prudencia y la capacidad de vislumbrar el futuro que había dado gloria y fortuna a mi familia.
Mi medio tío, el esposo de Na Francesca —así la llamaba todo el mundo en señal de respeto— había heredado de mi abuelo el puesto de gobernador y lugarteniente del rey Juan en Valencia. No obstante, cuando yo era niño rara vez estaba en la capital, pues se hallaba junto al monarca y su heredero, el príncipe Fernando, en Tarragona. Allí fijaron la corte y desde allí guerreaban contra la rebelde Generalitat de Cataluña, que ofreció el título de conde de Barcelona a Renato de Anjou, el antiguo monarca de Nápoles destronado por Alfonso el Magnánimo y cuyas tropas habían invadido el Alto Ampurdán. Cuando yo nací, hacía cuatro años que el principado estaba en llamas a causa de una guerra civil iniciada por la oligarquía barcelonesa, e iba a durar seis más.
Como es natural, yo no sabía nada de todo eso aquella mañana oscura en la que vi matar a un hombre por primera vez. Conseguí mantener la calma y contemplar el suplicio y la muerte de Alí Abençanot con la indiferencia y tranquilidad que se atribuía a los miembros de una familia de valor probado durante generaciones y noble linaje como la mía. No sé si era cuestión de herencia, pero lo cierto es que no recuerdo que aquello me afectara en lo más mínimo. Nunca me ha ocurrido en realidad. Si todos los días ves cómo se vive, tienes que estar preparado también para contemplar cómo se muere.
Algo bien diferente le pasó a mi medio primo Roderic. El pobre no pudo soportar tan terrible espectáculo entero pero, antes de que estallara en llantos, una de las esclavas moras de la Tía Nora lo cogió en volandas para ocultarlo de la mirada del pueblo, que no suele ser indulgente con los signos de debilidad de los que mandan, aunque tengan solo cinco años. Su hermano mayor, Joan, aguantó el tipo algo mejor, como correspondía a un doncel de catorce años al que se le había buscado esposa a los diez. Con todo, apretaba el puño de la espada de ceremonia que llevaba al cinto y bajaba la mirada todo lo que podía mientras pretendía sentir la misma indiferencia que mostraba el rostro de su madre, la condesa. Cuando todo hubo terminado y nos retiramos para oír misa en la capilla del Palau antes de desayunar, la Tía Nora me tomó aparte:
—Has sido muy valiente, Miquel —me dijo en esa mezcla de sardo y valenciano en la que hablaba y que solo nosotros entendíamos—. Te has portado tan bien que luego te daré un poco de mazapán.
—Yo creo, Tía —le dije orgulloso— que Joan también estaba a punto de llorar. Lo he visto por el rabillo del ojo, aunque lo disimulaba muy bien ¿sabes?
—Es posible. Pero no hace falta que se lo digas porque él ya lo sabe ¿vale? De todos modos, me ha quedado muy claro quién es aquí —señaló el escudo de armas de los Corella hecho con finos azulejos de Manises, que estaba fijado en una pared— un verdadero esdevenidor. Una cría de la culebra.
3
Los tres Borjas
Valencia,
junio de 1472
El primer Borja que conocí fue una Borja: Na Joana, que era la hermana mayor del cardenal-obispo Rodrigo de Borja. Aunque estaba casada con un Llançol de Romaní —pariente lejano de mi medio tío— y ser, por tanto, la consorte del VII barón de Villalonga, toda Valencia la conocía como «la Cardenala» o «la Bisbesa». Lo mismo le había pasado a la madre de ambos, Isabel de Borja i Cavanilles, que incluso recibió el apodo de «la Papisa» conforme su hermano Alfonso, antiguo canciller del rey Magnánimo, ascendía en la jerarquía eclesiástica hasta llegar a ser papa bajo el nombre de Calixto III.
La conocí cuando fuimos a Valencia a recibir al cardenal Borja a mediados de junio de 1472. El prelado, tras veintitrés años en Roma, volvía por primera vez a la ciudad de la que también era obispo, y el rey Juan —desde el asedio al que sometía a Barcelona, donde le llamaban Joan sense fe, Juan sin fe— había ordenado a su lloctinent, el hermanastro de mi padre, que se brindara al enviado del papa Sixto IV el recibimiento más fastuoso que se recordara en la ciudad. Por ello, mi medio tía, Francesca de Montcada, se tuvo que tragar su orgullo, abandonar el Palau Comtal de Cocentaina y acudir a la capital para, entre otras cosas, presentar sus respetos a Na Joana de Borja, que, a pesar de venir de una familia de menor nobleza que la suya, no dejaba de ser sobrina del papa y hermana de un cardenal al que, por orden del rey, había que agasajar de todas las formas posibles, aunque la condesa no consiguiera entender el porqué. Tampoco se lo habían dicho.
Recuerdo a Na Joana como una dueña corpulenta y rotunda, como eran todas las Borja cuando llegaban a la madurez. Casi cincuenta años, seis embarazos, cuatro partos y su pasión por los dulces y el vino blanco le habían ensanchado las caderas, engordado el trasero, redondeado la cara y aumentado los senos hasta hacerlos casi del tamaño del melón que acunaba en sus poderosos brazos como si fuera un recién nacido. En aquel primer encuentro con nosotros parecía más bien el ama de llaves del palacio episcopal en vez de una dama de alcurnia. Depositó la fruta en una fuente de cerámica vidriada de Manises y se dispuso a cortarla para horror de mi medio tía y su séquito, que consideraban, como buena parte de la nobleza, que el melón era una fruta vil porque crecía entre tierra y estiércol y solo era adecuada para moros y siervos.
Es evidente que Na Joana no era de la misma opinión. Junto al melón, dulce y crujiente, la Cardenala dispuso pan blanco, queso menorquín, espeso almodrote de ajos asados al estilo judío, vino blanco de Sagunto, aceitunas en aguasal y matalahúva, jamón curado, aceite y azúcar fino «del mejor trapiche del conde de Oliva, que, por si no lo sabes —explicó a mi medio tía— lleva años haciendo que sus moros cultiven cañamiel en sus tierras». Francesca de Montcada acudió temprano a visitar a Na Joana de Borja, justo después de misa, con sus cuatro hijos, un par de criados, tres doncellas y yo mismo. Era un jueves, 17 de junio de 1472, y en Valencia ya se sabía que las dos galeras del rey de Nápoles que portaban a Rodrigo de Borja, cardenal y vicecanciller de la Santa Romana Iglesia llevaban desde la víspera en el grao de Valencia. Habían salido un mes antes desde Ostia y hecho escala en el puerto corso de Bonifacio y en la ciudad de Mallorca. Nada más desembarcar, el cardenal y su séquito se trasladaron al imponente Monasterio de los Padres Mercedarios de la cercana villa de Santa María de El Puig, a una legua y media al norte de los muros de Valencia. Allí esperaba a que las autoridades urbanas terminaran los preparativos para la bienvenida que el rey Juan II de Aragón, desde el asedio de Barcelona donde lo llamaban «Joan Sense Fe», había ordenado que se diera al ilustre enviado del papa Sixto.
La ciudad era una caldera que hervía de actividad y emoción, y Na Joana era la que tenía el cucharón con la que se removía el guiso. Pese a su tamaño y aparente lentitud de movimientos, era una de esas mujeres capaces de estar en todas partes a la vez para dar órdenes a los criados, despachar con el clero del Cabildo de la Seu, hablar con los oficiales y funcionarios del Consell de la Ciutat y atender a los nobles y cavallers que querían saber cuándo podrían saludar a su reverendísimo hermano que, en su tierra natal, volvía a ser Roderic de Borja i Borja, y no Borgia al modo italiano. Y a eso se sumaba que sentía un placer especial en preparar ella misma el desayuno, la comida y la cena para la mitad del palacio episcopal como aquel banquete que nos ofreció a mi familia y donde le contó a mi medio tía todo lo que se estaba organizando para que Valencia recibiera a su hijo más ilustre.
A lo largo de mi vida he tenido la oportunidad de asistir a entradas triunfales en ciudades y villas tras su conquista, saqueo o liberación. Presencié la entrada del Gran Capitán Fernández de Córdoba en Roma, la del rey Luis XI de Francia en Milán y la de César Borgia en Urbino, entre otras muchas. Sin embargo, ninguna me ha causado tanta impresión como aquella en la que vi por primera vez al que, justo veinte años, dos meses y ocho días después, sería papa con el nombre de Alejandro VI. Supongo que la corta edad que tenía entonces tiene mucho que ver con que aquel día brille de forma especial en mi memoria.
Fue un sábado, cuatro días antes de la festividad de Sant Joan del año de gracia de 1472, y la mañana era hermosa como lo son todas las del final de la primavera que ya anuncian la inminente llegada del verano valenciano. Los jurats de la ciudad, los oficiales reales, todo el cabildo catedralicio junto a mi medio tío —lloctinent del rey Juan y gobernador del Reino de Valencia—, con sus respectivos séquitos y otras autoridades, fueron a recibir al cardenal a la cercana villa de Tavernes Blanques para acompañarlo en el tramo final de su viaje hasta su entrada en la capital por el Portal del Serrans, que franqueó poco después de la hora nona. Más de doscientas personas, entre ellas los obispos de Fano, Orto y Asís, habían acompañado al vicecanciller desde Roma, y con él hicieron el mismo recorrido que hacía la procesión del Corpus hasta acabar en la catedral.
Una multitud abarrotaba las calles para ver la entrada de Roderic de Borja en la sede de la diócesis de la que era obispo desde hacía catorce años, aunque era la primera vez que la visitaba como tal. Además del destacamento de guardias pontificios que lo habían acompañado desde Italia y su séquito, le escoltaban ballesteros a pie y a caballo de la milicia valenciana —el Centenar de la Ploma— con su sobreveste blanco con la cruz carmesí de Sant Jordi y la pluma de garza sobre el casco que les daba su nombre, comandados por el justícia criminal. Tras ellos desfilaban los seis jurats del Consell Secret, el mestre racional y el síndic, todos ellos vestidos con la gramalla roja propia de su rango. Luego pasó el justícia civil, el mustaçaf encargado de los pesos y medidas de los mercados y una representación de cavallers i generosos del Consell General, en cuyo casal, justo enfrente de la Puerta de los Apóstoles de la catedral, esperaba el batle general, don Fernando Martínez Castellano, los cuarenta y ocho consellers de las doce parroquias de la ciudad y los sesenta y ocho representantes de sus treinta y cuatro gremios. Mi medio tío el gobernador, Joan Roís de Corella, había elegido en persona a los doce nobles que portaban el palio de tela dorada bajo el que desfilaba el cardenal, montado en el único mulo blanco de la comitiva en señal de su alta dignidad como príncipe de la Iglesia; entre ellos, por supuesto, su hijo y heredero, Joan Roís de Corella i Montcada, vestido con coraza bruñida y espada al cinto.
Todo el trayecto se hizo bajo un diluvio de pétalos de flores lanzado desde los balcones por damas ataviadas con sus mejores sedas y que lucían escotes como solo las valencianas saben hacerlo. Una alfombra de murta aislaba las herraduras de las caballerías del polvo de la calle mientras salvas de pólvora adornaban el cielo de junio con pañuelos tejidos con humo albo tras ser disparadas con las bombardas ubicadas en los baluartes de la fortaleza del Temple y de la Torre del Micalet. Después de rezar en el altar mayor de la catedral, el cardenal bendijo a la multitud y proclamó dos indulgencias para el perdón de todos los pecados: la primera para los centenares de personas que estábamos en el interior del templo; y la segunda para los miles que no pudieron entrar pero participaron o asistieron a los actos para darle la bienvenida.
El vicecanciller Borja tenía cuarenta y dos años, llevaba en Italia desde los dieciocho, era cardenal desde los veinticinco, obispo desde los veintiséis y sacerdote solo desde hacía diez meses. Pese a que llevaba casi media vida en las más altas responsabilidades de gobierno de la Iglesia de Roma, no había necesitado ser ordenado hasta que a sus obispados de Valencia y Urgel unió el de Albano —que exigía que su titular fuera cura— y que había recibido en pago por su voto a favor del papa Francesco della Rovere. Ya con el nuevo nombre de Sixto IV, le impuso las manos en la cabeza y ungió sus dedos con aceite sacro tan solo una semana después de que el propio Roderic de Borja —a quien en Italia llamaban Rodrigo Borgia—, por ser el cardenal protodiácono, hubiera coronado como romano pontífice al antiguo fraile franciscano en la escalinata de la Basílica de San Pedro. «Acepta esta tiara —le decía mientras le encajaba el triregnum cuajado de piedras preciosas con el enorme rubí en su vértice en el que el antaño humilde fraile franciscano se había gastado más de cien mil ducados— con la triple corona, pues eres padre de príncipes y reyes, guía del mundo y vicario en la tierra de Nuestro Salvador Jesucristo».
El prelado revestido de seda y brocado, que cabalgaba bajo palio en la calle más noble de Valencia y ante quien se arrodillaba la multitud, era un hombre corpulento, bastante más alto que la media y también más ancho, pero de carnes prietas, espalda amplia y cuello recio como el del toro rojo del escudo de armas de su familia. Su cuerpo parecía más apropiado para vestir la coraza de piel endurecida con tachones de bronce y el yelmo de hierro de los guardias pontificios que lo escoltaban, que la sotana roja y la birreta del Sacro Colegio Cardenalicio. Su cabeza era poderosa, bien guarnecida de una espesa mata de pelo oscuro en el que, a duras penas, conseguía mantener limpia la tonsura que indicaba su condición de clérigo. La barba le velaba de azul la mandíbula, y la tenía tan cerrada que ningún día podía ahorrarse la navaja. La tez morena y los ojos negros, de mirada intensa, habían provocado en Italia no pocas habladurías y calumnias en las que decían que era descendiente de marranos —judíos—, o incluso que había nacido en la judería de Xàtiva como hijo de Israel. Tenía la barbilla prominente, los labios llenos y la nariz de curva amplia y rotunda. Las mujeres decían que era guapo, pero su belleza no tenía nada que ver con la esculpida en los mármoles antiguos o fundida en los bronces modernos como el David que el viejo banquero Cosme de Médici encargó a messer Donatello y más tarde enseñó personalmente a un joven Rodrigo en el patio de su palacio de la Via Larga de Florencia. El atractivo del cardenal era más elemental, tan hombruno como insolente, pero a la vez, sensible. Tenía las manos grandes, más apropiadas para empuñar un arado o una espada que para sostener misales o pasar las cuentas del rosario. Pese a haber empleado casi toda su vida entre legajos y libros era un gran jinete y un eficaz cazador de piezas mayores, que abatía en los frescos y espesos bosques del Monasterio de Subiaco —al este de Roma—, del que también era abad y donde permanecía los meses más calurosos del verano, cuando los miasmas del Tíber esparcían por la urbe todo tipo de pestilencias y enfermedades. Allí, sus monjes se habían acostumbrado a que su superior entrara a caballo en el recinto fortificado, rodeado de perros de caza, vestido con jubón de cuero, espuelas en las botas, un rejón en la mano, el puñal a la cintura y la ballesta cruzada a la espalda. Llegaba con un jabalí o un corzo ensangrentado atado a la grupa de Fumall, su semental favorito, un caballo de guerra siciliano cuyo nombre significaba «tizón» en el valenciano natal del cardenal debido a su pelaje negro como el humo de los pozos del infierno. De esta guisa, el cardenal Rodrigo Borgia aparecía cual digno sucesor de los feroces abades guerreros de aquel cenobio dedicado a santa Escolástica, que transformaron el venerable santuario benedictino en una de las mayores fortalezas de Italia y cuya rocca encaramada en lo alto de un risco, tenía fama de inexpugnable.
A veces bromeaba con que su aspecto rudo y su pasión por las cabalgatas y la caza eran el legado que poseía como descendiente de los caballeros aragoneses que, forrados de hierro y hambrientos de tierras, habían guerreado junto al primer rey Jaume para arrebatar a los moros la taifa de Valencia hacía más de dos siglos. Y eso no era para tomárselo a broma pues en Roma se recordaba cómo un veinteañero cardenal Borgia encabezó el asalto de las tropas pontificias a la ciudadela de Ascoli, prendió a un tal Josías —el rebelde que había amotinado a la población contra su tío el papa Calixto III— y lo hizo ahorcar en la colina del Capitolio. A pesar de su experiencia con las armas y con la justicia más despiadada, el cardenal solía decir que guardias y soldados eran útiles para defenderse, pero, si se trataba de atacar, mucho más daño y a más gente podían hacer letrados y doctores como él, in utroque iure, es decir, en uno y otro derecho —civil y canónico—, que eran las armas más formidables que poseía el arsenal del vicecanciller.
Era ese cargo el que lo había convertido en uno de los cardenales más influyentes y poderosos de la curia. Y de los más ricos. Como vicecanciller, su poder solo era inferior al del papa, puesto que en sus manos estaba el control de dos de las mayores industrias de Roma: la Vicecancillería Papal y el Tribunal de la Rota. Por esas instituciones pasaba cada carta, bula, dispensa, sentencia o indulgencia de toda la cristiandad para que cada trámite fuera registrado, compulsado, enviado y, por supuesto, cobrado. Si Florencia hacía dinero con los brocados, Milán con sus armas de filo, Castilla con la lana, Valencia con la seda y Venecia con las especias, Roma lo hacía, además de con el gasto de los peregrinos y sus miles de rameras, con el papel sellado de la administración eclesiástica. Aquella maquinaria —tan eficaz como delicada— no podía dejarse en manos de cualquiera. Alfonso de Borja —Calixto III— se la había encomendado a su sagaz y trabajador sobrino Rodrigo, y aquella decisión, pese a las protestas que provocó que acusaban al papa de descarado favoritismo hacia su familiar, había sido mantenida por sus tres sucesores, Pío II, Paulo II y Sixto IV.
Mi familia estuvo en Valencia lo que quedaba de aquel junio de 1472 y todo el mes siguiente. El último día de julio, un sábado, Rodrigo dejó su ciudad episcopal para reunirse con el príncipe Fernando en Tarragona y, más tarde, con su padre el rey Juan, que seguía asediando a una Barcelona cada vez más exhausta.
Las penurias de la Ciudad Condal debían contrastar bastante con el entusiasmo que, durante aquel verano, mostró Valencia por su cardenal-obispo. Cada día se celebraba una recepción, una comida, una cena, un baile, una justa, un concierto o un alanceamiento de toros. El día no tenía bastantes horas para que el vicecanciller pudiera asistir a todas las misas, visitas y oficios que las iglesias, conventos y monasterios de la ciudad organizaban y donde se rogaba la presencia del Beatissime Pater. En cuanto se confirmaba su visita, acudían en tropel toda la nobleza y la alta burguesía valenciana, con Francesca de Montcada a la cabeza, toda vez que a su marido, el gobernador, lo llamaba el rey Juan a la guerra catalana. Sin embargo, aquel conflicto parecía tan lejano como la luna en aquella Valencia donde la fiesta no se acababa nunca y cada noche se encendían hogueras y se repartía vino, pan y carne a expensas del vicecanciller apostólico, del tesoro catedralicio, del Consell o de la Casa del gobernador. La ciudad era tan feliz por la ilustre visita que hubo que traer más putas de otras villas porque las más de trescientas que habitaban tras los muros del barrio de la famosa Pobla de les Fembres Pecadrius valenciana no daban abasto. Sin embargo, al final, el vicecanciller y su séquito se marcharon porque su venida a España no había sido por placer, sino para resolver graves asuntos que requerían su atención en Tarragona, Barcelona y también en Madrid. No obstante, no se fueron todos los que habían venido con él desde Roma. Así conocí a mi tercer Borja. Tenía un par de años más que Roderic y yo, era el hijo mayor del cardenal y se llamaba Pedro Luis.
4
La prole del cardenal
Valencia,
verano de 1472
Al vicecanciller Borja no le gustaba dormir solo, y a un cardenal no le resulta difícil encontrar con quien compartir la cama y la noche. El prelado había perdido la cuenta de las mujeres con las que había yacido y a duras penas recordaba las caras de una docena de ellas, más aún después de tanto tiempo en la Ciudad Eterna. Y es que, si la Valencia que había dejado a los diecisiete años para irse junto a su tío el cardenal Alfonso de Borja era famosa en toda Europa por la Pobla de les Fembres Pecadrius, su barrio de burdeles, la Roma que se encontró en su primer verano era un inmenso y próspero lupanar que funcionaba a pleno rendimiento entre ruinas, fortalezas, conventos e iglesias. «Guárdate de la carne romana, Roderic —me contó años después que le advertía su tío—, porque en estas siete colinas viven setenta mil almas y, entre ellas, siete mil rameras de todas clases: ricas y pobres, sucias y limpias, y además, triplican en número a todos los servidores y funcionarios que tiene la Santa Madre Iglesia. No hay ciudad en toda la cristiandad que tenga más furcias que esta y, por eso, cuando los peregrinos acuden a las siete basílicas para expiar sus pecados, aún tienen la oportunidad de cometer algunos más antes de que les sean perdonados y así aprovechan mejor el viaje».
Es evidente que no hizo demasiado caso de aquel consejo. De lo que sí se preocupó Rodrigo de Borja fue de elegir bien a sus compañeras de lecho. Aunque otros cardenales y dignatarios de la curia vivían abiertamente con sus amantes, concubinas e hijos, incluso con mujeres distintas, el cardenal valenciano, dada su condición de extranjero que no tenía detrás un clan familiar con castillos, tierras y, sobre todo, gente, eligió la vía de la prudencia, algo que no había tenido en cuenta su difunto hermano mayor, Pere-Lluís. Por eso recurría casi siempre a alguna de las muchas y buenas cortesanas profesionales —damas elegantes, cultas y limpias— que junto a sus compañeras de los burdeles y las calles daban a Roma esplendor y elegancia, según decía el inmediato antecesor de Rodrigo en la Cátedra de San Pedro, el papa Inocencio VIII, que llegó a crear impuestos por las distintas actividades de las putas.
Además, Rodrigo no quería que se repitiera lo de la fiesta de Siena. Allí, el entonces cardenal de veintinueve años asistió a una fiesta en la que corrió el vino y tampoco faltaron los bailes y los galanteos con damas sienesas de intachable reputación, pero las malas lenguas la convirtieron en una orgía ficticia. Sin embargo, el papa Pío II creyó aquellas calumnias y envió una carta de reprimenda a su vicecanciller que, a partir de ese momento, decidió ser más discreto respecto a las mujeres con las que compartía su cama. Al menos, mientras fue cardenal.
Una de ellas —que no era cortesana profesional— era Giovanna, tenía diecinueve años y era una de las cuatro hijas ilegítimas de un alto funcionario de la curia que se quejaba de que las dotes que iba a tener que pagar para casar a sus bastardas lo iban a dejar sin patrimonio. Medio en broma, el vicecanciller Borgia le dijo que asumiría la dote de la mayor de ellas, a quien todo el mundo llamaba «Vannozza», y antes de dos semanas aquella guapa romana, fuerte y exuberante, dormía con él cada noche. El concubinato duró varios meses hasta que el cardenal, por eso de guardar las apariencias, casó a su amante con un tal Domenico Giannozzi, un señor arruinado de la villa de Arignano, en el Piamonte, al que saldó sus deudas, lo instaló en una casa de su propiedad en la Piazza Pizzo di Merlo —a pocos pasos de su palacio— junto a Vannozza y le sufragó la compra de una buena posada en el Campo de’Fiori. El establecimiento estaba bien situado en el trayecto que seguían los peregrinos hacia la Basílica de San Pedro. Vannoza llamó a su negocio «La Locanda del Gallo», y para que toda Roma supiera que aquel establecimiento estaba bajo la protección del influyente cardenal Borgia, hizo pintar en la puerta el escudo con el toro rojo.
«Vannozza era una mujer que Dios hizo con el mismo molde que a mi madre Isabel o a mi hermana Joana —nos contaba años después—, hembras poderosas y fuertes que no necesitan hombres para ser ellas mismas y, si son compañeras de alguno, terminan mandando más que ellos. Vannozza lo hubiera hecho conmigo, sin duda, si la hubiera mantenido a mi lado más tiempo. Sin embargo, las fiebres de verano provocadas por el aire malsano del Tíber me la arrebataron cuando mi primer hijo aún no tenía ni un año».
Cuando el cardenal vio por primera vez en la cuna al recién nacido supo, sin duda alguna, que aquel infante de recia mata de pelo negro, ojos oscuros, nariz poderosa y labios llenos era hijo suyo. Un crío sano y berreón al que Vannozza quiso bautizar como Pierluigi —Pedro Luis— en honor al hermano muerto del cardenal del que tantas historias había oído de labios de su amante. Tras la muerte de Vannozza, Rodrigo llevó al niño a su sobrina Adriana del Milà para que lo criara. Adriana era nieta de Caterina de Borja, otra de las hermanas del papa Calixto III, y su padre, Pere del Milà, sirvió bajo las órdenes del rey Alfonso el Magnánimo en la conquista de Nápoles, donde se quedó hasta su muerte. Madonna Adriana —como la llamaban en Roma— estaba casada con Ludovico Orsini y vivía como una más de la poderosa familia en la fortaleza de Montegiordano, desde la que dominaban un barrio entero del interior de Roma, al otro lado del castillo de Sant’Angelo.
El primogénito del cardenal Borja nunca oyó de labios de su tía el nombre italiano con el que lo bautizaron . En el círculo familiar más íntimo de la dama Adriana, pese a que ella nació en Italia, se hablaba en valenciano o en castellano, y Pierluigi pronto quiso que su nombre fuera Pedro Luis, en honor a su tío, el carismático caudillo Borja que podía haber sido rey de Nápoles y a quien, a sus escasos nueve años —cuando yo lo conocí—, quería parecerse a toda costa. Y lo consiguió en parte porque, al igual que el hermano mayor de su padre, también murió joven, como ya contaré.
En aquel viaje de 1472 el vicecanciller trajo a Pedro Luis a Valencia y lo dejó al cuidado de Na Joana, mientras él viajaba a Tarragona, Barcelona y Madrid durante los meses siguientes. Tiempo después nos contó que en Roma pensaba construir para su primogénito una carrera eclesiástica o comprarle un pequeño señorío de los Estados Pontificios para que lo gobernara en calidad de vicario papal, al igual que lo hacían los Savelli, los Orsini o los Colonna. Sin embargo, el viaje a España como legado del papa Sixto había cambiado sus planes y le había abierto los ojos a otras posibilidades.
En este punto creo que es necesario contar por qué el cardenal Rodrigo de Borja viajó a los reinos de Aragón y Castilla. Como sus cuatro antecesores en el papado —Nicolás V, Calixto III, Pío II y Paulo II—, el santo padre Francesco della Rovere también quería organizar una cruzada para recuperar Constantinopla de manos de los turcos. O al menos eso decía, porque si se hubiera gastado en construir barcos, reclutar soldados y comprar armas lo mismo que en alquilar tropas del rey de Nápoles para hacerle la guerra a los Médici o adquirir joyas para sus jóvenes efebos, embellecer Roma y proporcionar lujos y privilegios a la interminable legión de sobrinos y otros parientes a los que colocó en cargos, puestos y prebendas, quizá ahora Santa Sofía no sería una mezquita.
Aun así, había que respetar las formas y, por ese motivo, el papa Sixto convocó una guerra santa en la que no creía, aunque fingía hacerlo. Dos días antes de la Natividad de Nuestro Señor de 1471, Su Beatitud reunió a la corte pontificia en la vieja y ruinosa Cappella Maggiore del Palacio Apostólico para llevar a cabo el primer acto solemne de la cruzada contra el Gran Turco. La larga y tediosa ceremonia, como todas las vaticanas, se celebró para nombrar cinco legados papales que viajaran por toda Europa con la misión de convocar a los príncipes cristianos de Occidente a la guerra santa para recuperar la antigua capital bizantina. Pese a sus más de setenta años, el cardenal griego Besarión —patriarca latino de Constantinopla, y que perdió por dos votos el papado ante Calixto III Borja— fue el primero en recibir de manos del santo padre la cruz en el pecho para predicar la santa causa en las cortes de Francia, Inglaterra y Borgoña. El cardenal Marco Barbo, sobrino del difunto Paulo II, fue enviado a Polonia, Hungría y Alemania mientras que a Domenico Capranica se le encargó convencer a los mandatarios italianos. El napolitano Oliviero Carafa fue puesto al mando de dieciocho galeras alquiladas a Venecia y armadas con mercenarios calabreses, que partieron a la siguiente primavera para hostigar las posesiones turcas en las costas albanesas y que pareciera que aquello iba en serio; no obstante, volvió a Roma seis meses después con un botín de veinticinco prisioneros y doce camellos. Por último, al cardenal Borgia se le nombró legado plenipotenciario ante los reyes de Aragón y Castilla.
El papa Della Rovere y el vicecanciller valenciano sabían que, con suerte, para la cruzada conseguirían dinero de los cabildos catedralicios hispanos, pero ni un solo ducado del rey Juan II de Aragón ni de Enrique IV de Castilla. Ambos monarcas se excusarían, como de costumbre, en que los cristianos de la península ibérica vivían en guerra permanente contra el reino nazarí de Granada y, además, ambos tenían ya bastantes problemas como para tener que ocuparse de algo que ocurría al otro lado del Mediterráneo. Y en los problemas de ambos monarcas terció el cardenal valenciano.
Juan II de Aragón libraba, desde hacía diez años, una guerra contra la Diputació del General, también conocida como Generalitat. Barcelona estaba sitiada por compañías de valencianos, castellanos y aragoneses, milicias catalanas mandadas por el barón de Aitona —el hermano mayor de mi medio tía Francesca—, mercenarios gascones y un centenar de lanzas de la temible caballería del Ducado de Borgoña. Más de seis mil hombres se desplegaban desde las faldas de la montaña de Sant Pere Màrtir a los llanos de los ríos Besòs y Llobregat. Mientras el cardenal Borja aún estaba en Valencia, las tropas reales se habían hecho con los altos de Montjuïc y su atalaya de vigilancia; por mar, una flota de dieciséis naos y veinte galeras, mandada por el almirante Bernat de Vilamarí, bloqueaba el puerto y las playas de la Barceloneta para rendir por hambre a la ciudad rebelde. Meses atrás cayeron —todas por negociación con los ricos y poderosos, que no querían perder sus privilegios— las villas de Santa Coloma de Gramanet, Sarrià, Badalona, Vich y Manresa.
A principios de septiembre de 1472, el cardenal Borja se reunió con el rey Juan en el Monasterio de Pedralbes, desde donde el monarca, a sus setenta y cuatro años, dir
