I
Tiro
Mensis Martius 81 a. C.
Antes de entrar en la tienda, el centurión observó el sol que desaparecía a occidente entre los humos pálidos de los fuegos del campamento. Se desató el cingulum, que tintineó con triste alegría, lo colgó junto con el gladio en el mástil de la estructura y se dejó caer sobre el banco de campaña.
Apoyó los codos sobre las rodillas, se cogió la cabeza entre las manos y se precipitó en el abismo de sus recuerdos. Sombras, rostros y sensaciones se persiguieron dibujando un torbellino de emociones y sentimientos. El corazón latía con lentitud, pero resonaba como un tambor en su mente. La melancolía hizo más profunda la respiración. Una especie de dolor irreal le oprimió el pecho. Era la pesadumbre, que llegaba para hacerle compañía cada vez que se encontraba solo, sofocando cada pensamiento como un río que subía hasta la garganta.
Cerró los ojos con fuerza y trató de convencerse de que lo mejor, lo único que le quedaba, era aprender a aceptar la situación. Quizá no todo en la vida debía tener un sentido.
–Centurio.
Abrió los ojos de golpe, parpadeando varias veces hacia la luz deslumbrante que contrastaba con la imponente silueta del soldado, firme en el acceso a la tienda.
–He traído el arcón que me has pedido.
El oficial asintió.
–Déjalo allí –dijo, señalando un rincón cercano al catre de campaña.
Con un último esfuerzo el legionario dejó delicadamente el arcón en el suelo y dirigió la mirada a su superior a la espera de nuevas instrucciones.
–Gracias, Valerio, puedes irte.
El miles saludó y salió de la tienda, agitando a su paso la débil llama del candil que iluminaba el interior. Los ojos del centurión se concentraron en el objeto que surgió de la oscuridad en cuanto la mirada se habituó a la penumbra.
Al acercarse al baúl, que parecía temblar a la luz de la lámpara, lo cubrió con su sombra. Apoyó la rodilla en el suelo, rozó con las yemas de los dedos la tapa y estudió si había alguna manera de abrirla sin romperla. Una placa de bronce ornamental rodeaba la cerradura, que estaba cubierta por una extraña agarradera asegurada a una bisagra. Daba la impresión de que no le quedaba más remedio que forzarla.
Con el gladio y un poco de destreza el hombre trató de levantar el cerrojo sin estropear todo el bagaje. Al final la madera cedió al hierro y, con un chasquido seco y un bufido de polvo, la cerradura saltó liberando el seguro.
El centurión posó el gladio en el suelo y tras un instante de vacilación abrió la tapa. En la penumbra los dedos acariciaron un tejido de pesada lana cocida, un sagum y una capa militar que, sin duda, había visto jornadas más gloriosas antes de ser míseramente destinada a custodiar el contenido del arcón.
Las manos se deslizaron, cautas, entre los objetos amontonados en el interior de aquel envoltorio suave, del que emergió primero un bellísimo vaso cilíndrico de vidrio, brillante e intacto, que tenía estampadas gotas con las puntas hacia abajo. El oficial miró el reflejo iridiscente de la luz que se filtraba a través de aquella magnífica obra antes de apoyarlo con cuidado sobre la mesa de campaña. Después encontró una bolsa de cuero y sacó el contenido, que emitió entre los dedos un tintineo sordo. Era un collar de aspecto sobrio, formado por dos pares de cadenitas de punto en forma de ocho, unidas por dos tachas de fina factura. Se quedó mirándolo con la mente perdida en los recuerdos. Sostuvo entre las manos aquella joya familiar, demorándose, antes de guardarla y hurgar entre los demás objetos, entre ellos una falcata, espada ibérica de hoja curva. El oficial la empuñó con algo parecido al temor y la desenvainó haciendo centellear la hoja a la luz. Recorrió su filo con la mirada y la devolvió, con su siniestro brillo, a la funda, que acarició antes de ponerla sobre la mesa a su lado.
Luego fue el turno de un puñal con mango de hueso, un cinturón de desfile con colgantes de plata y la mitad de una tablilla de terracota en forma de mano con una inscripción, casi incomprensible, en celtíbero. Era una de las tesserae hospitales que garantizaban comida y alojamiento en una casa, una costumbre de las tribus locales que había causado más de una desgracia con los militares en Hispania. La sopesó en la palma de la mano antes de apretarla en el puño con una contracción involuntaria de la mandíbula y una respiración profunda.
A continuación encontró un equipo de aseo, con ampolla de aceite y dos estrígilos para limpiar el sudor y la suciedad, insertados en un mango para que no se perdieran.
Cogió entre las manos una escarcela de cuero, la sopesó y por el ruido dedujo que debía de contener monedas. Extrajo una y la levantó para examinarla a la luz de la llama. La hizo girar un poco entre los dedos antes de devolverla a la escarcela y reconocer con el tacto la forma de otro objeto familiar, un glans. Lo observó con curiosidad; era extraño encontrar un proyectil de honda junto con unas monedas. Las yemas advirtieron algo sobre la cara del proyectil y el centurión lo levantó a la luz de la lámpara. «Q. Sertori pietas.» Una mueca melancólica se pintó en el rostro del oficial antes de que el proyectil de plomo le resbalara de la mano para dar, con un ruido sordo, en el arcón. Debía de haber golpeado una caja. En efecto, en el fondo encontró un estuche cilíndrico y lo cogió. Lo abrió: guardaba unos rollos.
Indagó con curiosidad el sillubos, una especie de cupón en pergamino cuya numeración indicaba cuál era el primer rollo. Lo extrajo y, apartando la cabeza para que la luz cayera mejor sobre el texto, leyó:
Fijo estas notas en un rollo de papiro con la esperanza de poder, un día, entregarlas a mi querida madre y a mi hermana, honrando la memoria de mis antepasados y de mi difunto padre, hombre valeroso y justo.
En cambio, si este escrito os fuera entregado por otros, sabed que os he llevado siempre conmigo en cada instante y que vosotras habéis sido mi sostén en la dificultad del viaje. He afrontado esta prueba con coraje, sintiéndome dueño de la vida como si fuera un don huidizo de los dioses, un don que puede ser arrebatado en cualquier momento. Las Parcas son señoras incontrastables de nuestro destino: Cloto hila su tela dando la vida. Láquesis la desenrolla sobre el huso estableciendo el destino, pero Átropos la corta ineluctablemente a su gusto.
Dejó de buscar en el baúl, se levantó y se sentó en el banco apoyando el rollo sobre la mesa, bajo la incierta luz, pero sin apartar los ojos del pergamino.
Gallia Narbonensis
Mensis Martius del consulado de Cneo Cornelio Dolabela y Marco Tulio Decola.
Hemos montado el campamento a un día de marcha de las laderas de los Pirineos a la espera de la orden de encaminarnos hacia los pasos controlados por nuestros enemigos. Hemos llegado, atravesando la Galia Narbonense a las órdenes de Cayo Annio, el nuevo pretor de la Hispania Citerior, y de Valerio Flaco, futuro pretor de la Galia Ulterior.
Buena parte de los soldados de esta expedición son veteranos que han combatido contra Mario a las órdenes de Sila, pero para alcanzar los efectivos de cuatro legiones se ha debido enrolar a un gran número de reclutas en la Cispadana.
Los hombres han mantenido la moral alta durante la marcha y se han ocupado de levantar el campamento. Ahora, en cambio, instalados desde hace demasiado tiempo, muestran una inquietud que exaspera los ánimos. Hispania está más lejos de lo que parece y cuanto más tiempo pasa, el enemigo parece más fuerte. No queda sino animar a los hombres a la espera de que la situación se desbloquee.
–¡Golpea!
La vara azotó el aire frío antes de estrellarse en la hombrera de la coraza anillada del recluta.
–¡Más fuerte, y cúbrete con el escudo!
Un segundo golpe de vitis se abatió sobre la espalda del soldado, que contuvo un grito de dolor apretando los dientes, mientras pegaba con renovado odio el poste de madera que tenía delante.
–Eres lento, lento y previsible.
El muchacho asestó un violento estoque con la pesada espada de madera de entrenamiento.
–¡Más rápido y más fuerte! –aulló el centurión, rompiendo el vitis sobre la espalda del joven soldado, que dejó escapar un gruñido–. Dadme otro –dijo el oficial a su asistente, tirando el trozo de madera que le había quedado en la mano.
El recluta lanzó una mirada feroz a su superior, luego apretó con fuerza la mandíbula y dio el enésimo embate a aquel maldito poste que hacía las veces de enemigo. El violento golpe repercutió con dolor en la muñeca, haciéndole bajar la guardia.
–Nadie te ha dicho que te detengas –gritó el centurión antes de asestar una patada al escudo de mimbre, grande y pesado, sostenido sin fuerza. El borde del scutum pegó en la boca del muchacho, que se tambaleó con el labio sangrante–. Eres una nulidad, un inepto –aulló el oficial antes de arremeter contra el joven arrojándolo contra el grueso poste–. ¿Crees que tendrás alguna posibilidad de sobrevivir cuando estés frente a uno de los hombres del Luscus?
Acometió contra él, rabioso, apretándole con las manos la vara de vid sobre la garganta.
Al recluta le temblaban los labios doloridos mientras la mirada cruel del oficial se le clavaba en los ojos.
–Si vuelves a mirarme así, te mato, ¿está claro?
–Sí, señor.
–Me desprecias, tiro –le espetó, amenazante–, lo leo en tu mirada.
–No es desprecio, es respeto.
–¡No me hables, tiro! –gritó–. ¡No eres digno!
La vara apretó la garganta.
–No puedes mirarme ni hablarme, tiro, solo debes padecerme.
Ya sin aliento, el muchacho asintió con la respiración cada vez más afanosa.
–Lucilio Ursiano.
El centurión se volvió hacia Lucio Fabio Hispánico, su superior, que lo observaba con sus profundos ojos oscuros de expresión severa.
–¿Quieres matarme a los reclutas antes de que lo hagan los hombres de Sertorio?
–No, Lucio Fabio –repuso el oficial con ademán obsequioso después de dirigir una última mirada torva a su víctima–, solo quiero adiestrarlos como es debido para el enfrentamiento, tribuno.
–Espero que lo hagas bien, centurio –dijo el oficial–, el legado Cayo Annio os espera, a ti y a todos los centuriones, en su tienda. Sila ha hablado. Las listas de los proscritos y de los enemigos de Roma ya están sobre la mesa. La venganza comienza y será fuente de desdichas para todos aquellos que aparezcan en la relación y para sus familias.
Ursiano hizo un gesto de satisfacción mientras se disponía a seguir a su superior con deferencia. Se volvió una última vez hacia los tirones, los reclutas, lanzándoles una mirada truculenta.
–Lustrad el equipo y limpiad el campamento –ordenó–, quiero que todo esté perfecto a mi regreso.
–¿Estás bien, Emilio?
El muchacho se llevó la mano a los labios. Escupió sangre y algunas imprecaciones; luego miró a su compañero de armas abriendo la boca.
–¿Aún tengo todos los dientes? –preguntó.
–Sí, creo sí, pero ese bastardo de Ursiano quería golpearte por el mero placer de hacerte daño. Bebe.
Cayo Emilio Rufo cogió la cantimplora, se llenó la boca y escupió agua roja.
–Estoy mejor, Celtíbero, gracias.
Celtíbero era el apodo de Ambato, un muchacho alto y corpulento, de cabello castaño y rizado. Por su aspecto parecía un hombre del norte, pero en realidad provenía de Numancia, la antigua capital celtíbera de la Hispania Citerior.
–A la primera ocasión le corto la garganta.
Emilio volvió a escupir y luego miró de reojo a su amigo.
–Si lo que has dicho llega a oídos de Ursiano estamos muertos –susurró.
–Tarde o temprano nos matará de todas formas.
–De momento no, nos necesitan para echar a los hombres de Sertorio del paso.
Celtíbero levantó la mirada hacia las montañas, cuyas cumbres estaban cubiertas por un manto de nubes amenazantes.
–Sertorio es un zorro. Si se ha aliado con los layetanos, tal como creo, será una hazaña superar y atravesar el desfiladero.
–¿Layetanos?
–Sí, los montañeses que viven entre estas rocas. Ágiles, fuertes y despiadados. Conocen cada sendero, cada peña. Ten por seguro que en este momento nos están espiando y sabrán esperar nuestra llegada justo donde nos dirigimos.
–¿Por qué deberían estar con Sertorio?
–Por el simple hecho de que los hombres del Luscus defienden los pasos y si están ahí quiere decir que tienen permiso para permanecer en aquel lugar y controlar la posición.
Emilio sonrió y sacudió la cabeza, luego apoyó el escudo alineándolo con los otros usados para los entrenamientos.
–¿Ahora lo llamas como Ursiano?
–Bah, Sertorio tiene un solo ojo y eso es un hecho.
–Sí, parece que es un honor para él.
–Que le aproveche.
–Por lo visto dice que son pocos los que tienen el privilegio y la fortuna de poder exhibir pruebas de sus empresas, mientras que su valor es visible a todos, como su desgracia.
–¿Y tú cómo sabes eso?
Emilio vaciló un instante.
–Conocí a alguien que combatió con él bajo Cayo Mario.
–Entonces ten cuidado con lo que dices –comentó Celtíbero, mirando a su alrededor–. Solo con que hayas conocido a alguien que combatiera a las órdenes de Mario corremos el riesgo de acabar los dos bajo el cuchillo de Ursiano.
–Míralo, por ahí llega.
–Ordenemos el equipo, si no ese bastardo usará de nuevo la vara.
Emilio, que había recorrido a la carrera el último trecho del sendero, sentía que el corazón le salía del pecho por el esfuerzo, las sienes le palpitaban apretadas en el yelmo y el sudor caía copioso, a pesar del frío, al tiempo que los pulmones se llenaban de aire gélido con cada respiración. Se dio la vuelta y vio a su lado a Ambato con el gladio desenvainado y el gran escudo cubriendo el hombro, como le habían enseñado. A pesar de la carrera y el terreno accidentado, la centuria había mantenido la formación y finalmente se disponía al contacto con el enemigo.
Meses de duro adiestramiento estaban conduciendo al primer y anhelado choque. Más allá de las rocas grises, poco más adelante, los hombres de Sertorio, el rebelde, aparecerían y se enfrentarían a ellos con fría decisión. Emilio sabía que los enemigos que los esperaban entre aquellas rocas eran veteranos combativos y feroces, soldados adiestrados por decenas de batallas. Romanos con su mismo equipo, que usarían las mismas técnicas de combate. Miró de nuevo a Celtíbero, que avanzaba apretando los dientes.
Trató de levantar el escudo para mover mejor las piernas; no era el pesado scutum de mimbre que usaban para los entrenamientos, sino el de combate, más ligero y resistente, hecho de capas de madera pegadas entre sí. Emilio apretó los dientes por el esfuerzo, pero el hombro parecía no querer saber nada de levantar aquella arma de defensa. La respiración se hizo aún más afanosa y, mientras intentaba alzar aquel peso, vio las crestas de crin de caballo de los legionarios de Sertorio asomando tras las rocas.
Aferró la empuñadura del gladio y procuró sacarlo de la funda, pero este no salió. El tiro imprecó, volvió a intentarlo con mayor vigor, pero la funda parecía sólidamente aferrada a la hoja. No era posible, lo había engrasado, había probado aquel movimiento centenares de veces y el arma se había liberado siempre a la perfección deslizándose de su vaina.
La fila de escudos color ocre, representando a un toro que corneaba a la loba, apareció provocando una especie de temor reverencial. Emilio se dio cuenta de que estaba frente a los temibles veteranos itálicos de la Guerra Social. Se detuvo un instante para tironear convulsamente del arma, que se resistía a salir de su sitio, hasta que los alaridos de Ursiano acompañados por un violento empujón lo pusieron otra vez en formación.
–¡Saca el gladio, maldito idiota!
–No sale.
–¡Saca el gladio he dicho!
La respiración se hizo aún más afanosa.
–¡Estás a punto de morir, tiro!
El muchacho trató de desenvainar el arma con todas sus fuerzas, en vano.
–¡Esos no esperarán, tiro!
–¡Me adelantaré yo, centurio! –intervino Ambato–. Deja que Cayo Emilio retroceda para arreglar el arma.
–¡No! Celtíbero, tú quédate en tu puesto, prefiero ver morir a un idiota que perder a un hombre válido. Adelántate, Rufo –aulló Ursiano–, que te claven un pilum en el pecho para demostrar que, si no sabes combatir, al menos sabes morir.
Emilio asintió mientras el corazón parecía reventarle el pecho.
–¡Muévete! Eres solo un lastre para la centuria, muévete y avanza. ¡Venga!
En la confusión del momento la mirada de Rufo se encontró con la de su amigo ibérico. Un instante de compasiva amistad en medio de aquel mar de locura. El corazón en la boca, la respiración pesada, el sudor que se congelaba encima. Estaban muy cerca. La voz del centurión atronó a sus espaldas:
–Muestra el pecho, abre los brazos, idiota, será más rápido.
Estaba solo delante de todos. Solo.
No quería morir.
Una lanza se soltó de una mano y trazó una parábola en el cielo junto a otras. Decenas, centenares, miles de lanzas, pero él veía solo una, la que estaba dirigida a él.
No quería morir. No, todavía no.
Contempló aquel pilum, luego abrió mucho los ojos y se quedó sin aliento. El aire nunca parecía suficiente. Respiró convulsamente y las manos corrieron al pecho, como en busca de algo, antes de alzarse entre el corto pelo empapado. Trastornado, miró a su alrededor en la oscuridad de la tienda. Intentó calmarse mientras observaba a Ambato, que dormía a su lado con la respiración pausada de un sueño sereno.
Aún estaban en las laderas de los Pirineos y los itálicos de Sertorio se hallaban a un día de marcha, firmemente enrocados entre sus montañas.
Una mano apartó la cortina de la tienda.
–Rufo, es tu turno.
Aquel turno de guardia no podía llegar en mejor momento, Emilio ya no habría conciliado el sueño aquella noche. Agarró rápidamente sus cosas y salió al frío apretándose en la capa. Llegó al fuego donde los últimos troncos estaban ya apagándose. Apoyó el pilum en el hombro y tendió las manos hacia las brasas, mirando la gran extensión de tiendas alineadas del campamento. Un ejemplo de orden y tradición que contrastaba con el enredo de sus pensamientos.
Decenas de centinelas ateridos empezaban su turno de guardia tratando de calentarse como mejor podían. Cada soldado miraba a su alrededor en silencio, sin poder sentarse, sin poder hablar. Las horas de guardia nocturna eran los únicos momentos de auténtica soledad de los soldados, cuando la mente daba desahogo a pensamientos, recuerdos y deseos. Una mujer, una casa o un vaso de vino caliente.
Emilio dirigió la mirada más allá de la empalizada del campamento. A lo lejos, algunas luces brillaban suspendidas en la negrura de la noche. Eran los hombres de Sertorio. Sertorio, el enemigo de Roma, que revelaba su posición en la cresta de los montes.
Tenía diecisiete años y medio y se había enrolado hacía cuatro meses. Siempre había deseado ser legionario. Su padre había sido uno de los mulos de Mario, los legionarios que habían aniquilado a los cimbros y a los teutones bajo el mando de Cayo Mario y de Lucio Cornelio Sila. El curioso apodo de mulos se debía a los fardos que debían transportar, colgados de un robusto bastón bifurcado sobre el hombro izquierdo, con lo necesario para su uso personal: navaja de afeitar, túnicas, bufandas y calcetines de recambio, calzones de invierno, sagum, vajilla, cantimplora, raciones para un mínimo de tres días, cubo de cuero, cesto de mimbre, sierra, hoz y todo lo imprescindible para mantener en perfecto estado armas y armaduras, sin contar la estaca dentada que se utilizaba para la empalizada del campamento. Esta carga asignada a cada soldado había permitido reducir notablemente los pertrechos de las legiones, incrementando a cambio la velocidad de los desplazamientos.
Era solo una pequeña parte de la gran reforma del ejército requerida por el cónsul Cayo Mario, quien había abolido el antiguo sistema de alistamientos que excluía del servicio de leva a los ciudadanos de escaso patrimonio. El nuevo ejército debía recoger un gran número de hombres para afrontar el peligro de las invasiones desde el norte y controlar fronteras cada vez más extensas. Por tanto, Cayo Mario dio vida a un cuerpo permanente de voluntarios al permitir que cualquiera entrase en las legiones.
Cualquiera, tomando las armas, tendría la posibilidad de obtener beneficios y superar el propio estatus social. Miles de hombres que habían acudido a alistarse dieron origen a una nueva raza sin parangón, los llamados «legionarios».
Las nuevas formaciones, adecuadamente adiestradas, desbarataron a los enemigos y comenzaron a recoger los frutos de su esfuerzo. Fue precisamente en esta fase cuando ocurrió algo que ni siquiera su creador habría imaginado. La vida de estos legionarios y su futuro quedaron estrechamente ligados a los sucesivos logros de su propio general, que les correspondía asignándoles parte del botín, esclavos y tierras. De esta forma los comandantes de las legiones, con su magnificencia, se garantizaban el apoyo incondicional de sus propios hombres.
Fue precisamente esta particularidad la que desencadenó una sangrienta Guerra Civil que, después de haber arreciado en Italia durante ocho años, se había desplazado a la Península Ibérica. La República estaba viviendo desde hacía tiempo un conflicto político entre dos facciones: los populares, que representaban los intereses de las capas menos favorecidas, sostenidos por el cónsul Cayo Mario, y los ottimati, «los mejores», que salvaguardaban las tradiciones y los privilegios de la clase dominante, encabezados por Lucio Cornelio Sila.
La chispa que encendió la guerra llegó después de la elección para el consulado de Sila, a quien el Senado concedió por derecho la conducción de la guerra contra Mitrídates, rey del Ponto, que había extendido sus dominios sobre las ciudades griegas y sobre Anatolia, masacrando a miles de ciudadanos romanos.
Sila asumió el cargo y se encaminó hacia Nola para unirse al ejército que habría de tomar parte en la expedición. Cayo Mario tenía una edad avanzada, pero su ambición le impidió aceptar que su rival fuera a conducir aquella guerra, por tanto, en ausencia de este hizo aprobar una ley que le atribuía el mando de la misión, quitándoselo a Sila.
En cuanto Lucio Cornelio Sila se enteró de lo ocurrido, reunió a las legiones que le eran más fieles y les comunicó el reprochable hecho, basándose en la ofensa sufrida y en la inmoralidad del hombre que estaba tratando de usurpar el poder del Senado con sus intrigas. Los soldados lo apoyaron y se declararon dispuestos a seguirlo incluso dentro de la Urbe, una decisión deplorable, puesto que existía la taxativa prohibición, que por supuesto incluía al general y a su ejército, de superar el pomerium, lugar sagrado de la fundación de la ciudad, aunque fuera para recuperar lo que le había sido ilícitamente quitado. Pero Sila lo había decidido y así ocurrió.
Seis legiones avanzaron a las órdenes de su comandante y violaron los sagrados confines de la ciudad, que quedó sumida en el caos. Mario y sus seguidores huyeron mientras la guerrilla ocupaba las calles, donde hubo decenas de ejecuciones sumarias. Sila no retiró sus legiones hasta que se sofocaron los desórdenes y se restableció una supuesta calma, entregando de nuevo la autoridad al Senado de Roma. No obstante, la quietud fue solo aparente. Cuando Sila atravesó el mar y Roma quedó desguarnecida, los populares tuvieron otra vez las de ganar y Mario recuperó el control de la situación alistando a soldados y esclavos.
Y fue la guerra. Una guerra odiosa y despiadada que se prolongó con una espiral de sangre y con variable fortuna entre las facciones en lucha. El conflicto se extendió mucho más allá de la Urbe, porque las ciudades itálicas aliadas reivindicaban sus derechos, representados en Roma por los populares. Cuando Sila recuperó por la fuerza la posesión de la ciudad, aconsejado por uno de sus centuriones creó un instrumento perverso de depuración para terminar definitivamente con los desórdenes: las listas de proscritos.
Bastaba con muy poco para acabar en las listas y convertirse en un «enemigo de la República», ser inmediatamente privado de la ciudadanía, de los bienes y, por último, de la vida.
Lo que hacía aún más execrable el sistema era la recompensa para quien señalaba o mataba a un «enemigo de la República». La caza del hombre que se produjo a continuación causó miles de muertos en pocos meses.
En la última de estas listas figuraba el nombre de un ex oficial, hijo de Ría de los Marios, prima de Cayo Mario, un tribuno en los tiempos de las guerras contra los teutones, cuestor de la Galia Cisalpina que habría tenido más éxito de no haber sido por una decidida oposición de Sila. Ese hombre era Quinto Sertorio, defensor del partido de los populares, que ahora residía en Hispania sin ningún cargo formal por parte del Estado, al mando de lo que quedaba de las fuerzas de los populares heredadas de Cayo Mario antes de la muerte de este.
Sertorio y sus partidarios debían ser eliminados y los miles de reclutas que, como Emilio, habían acudido a las filas de las legiones, tenían la misión de liberar Hispania de tan incómodo ocupante.
Aquel día el centurión llamó a diana antes del alba. Las legiones de Sila, al mando de Cayo Annio y Valerio Flaco, levantaron las tiendas y marcharon hacia los itálicos que controlaban los pasos de los Pirineos.
–¡Venga, malditos afeminados! –gruñó Ursiano, siempre deseoso de quedar bien a ojos de Lucio Fabio Hispánico–, hacedme creer que sois soldados, por lo menos mientras estemos a distancia.
Los hombres siguieron caminando, encorvados bajo el peso de sus impedimenta. Sudor, silencio, ruido de miles de pasos, tintineo de metal, polvo e imprecaciones. Era el temible sonido de una legión en marcha, solo interrumpido ocasionalmente por el golpe sordo de la vara de vid al abatirse sobre un soldado que, de vez en cuando, perdía el paso.
–Eh, tú, tiro, entóname la canción para mantener despiertas a estas niñas.
Emilio hinchó el pecho y comenzó a cantar con la mirada decidida clavada en los montes. Era un tiro, un recluta, como al menos la mitad de su centuria. Los tirones eran una molesta incomodidad para los oficiales y para los camaradas más antiguos, que no tenían ningún deseo de enfrentarse en la batalla de los veteranos con unos efectivos compuestos por chiquillos en sus primeras armas. Había que sacudirlos cuanto antes, quemar las etapas y transformarlos de inmediato en combatientes, un proceso en el que Ursiano era un auténtico maestro. Sabía instilar odio y agresividad, sabía adiestrarlos y hacer más tolerable una batalla que unas maniobras. En Emilio, además, el instructor percibía el prurito de quien no se somete y había empezado a exigir a aquel chico de espíritu fuerte mucho, mucho más, porque sabía que obtendría el máximo.
Ya había partido algunas varas en su espalda y lo mantenía en constante estado de castigo, pero el joven no se doblegaba. Lívido por los golpes, se levantaba siempre con mayor orgullo, como si su valor, una vez desafiado, se multiplicara. Para Ursiano aquello se estaba convirtiendo en una cuestión personal, un desafío entre dos caracteres fuertes. Ya no adiestraba al recluta para que progresara, estaba casi fastidiado porque aquel tiro daba pruebas de un temple fuera de lo común, de un temperamento enérgico y voluntarioso superior a otros, y quizá también superior a su naturaleza.
–Bravo, tiro, te has ganado un buen turno de guardia esta noche. Un turno tan cerca de los hombres del Tuerto que podrás sentir su olor.
Emilio no dejó de cantar ni lo miró. Ursiano lo observó con odio antes de aumentar el paso.
Nonis Martiis
Estamos acuartelados a poca distancia del paso, en el último puesto que permite una buena visual de seguridad en torno al campamento. Poco más adelante el sendero se estrecha y se adentra en la nieve, entre desfiladeros escarpados y tortuosos. Es demasiado peligroso que los hombres avancen en fila, a cada paso se corre el serio riesgo de una emboscada.
El tribuno Lucio Fabio Hispánico ha ordenado enviar constantemente exploradores para verificar la situación del enemigo y evaluar un ataque a su posición, donde sus defensas sean menos eficaces. De momento no hay buenas noticias, el enemigo parece invisible y golpea continuamente a grupos aislados de los nuestros.
Ayer por la noche un grupo de unos diez hombres avanzó hacia lo alto y consiguió oír las conversaciones de algunos centinelas enemigos. Por lo que entendieron, el comandante en jefe es Livio Salinator, uno de los mejores generales de Sertorio, al cual, en cambio, no mencionaron.
La moral de los hombres es baja.
–Esta tarde te haré sentir el olor del enemigo –dijo Ursiano con una mueca siniestra. Luego continuó–: Iréis allá arriba y me traeréis un prisionero. No quiero a un montañés ibérico, quiero a un itálico, luego ya pensaré yo en la forma de soltarle la lengua.
–Necesito más hombres para esa misión, centurio –refunfuñó con cara de pocos amigos Decano, el veterano de la centuria, que había sido llamado por Ursiano junto a Rufo y a Ambato.
–Con estos dos novatos tienes más que suficientes, Decano. Usa al Celtíbero como cebo, haz lo que quieras, pero tráeme a un prisionero. ¿Has entendido bien? Debemos ser los primeros en entregar a Cayo Annio un itálico –dijo apretando los dientes.
–Es más probable que nos cojan sin un número adecuado de hombres.
–Si sois pocos pasaréis inadvertidos; vete y da una lección a estos dos.
Decano lanzó una mirada contrariada al centurión antes de envolverse en la capa con un gesto de rabia y de encaminarse hacia el sendero, seguido por Emilio y Ambato.
Avanzaron en silencio, en el aire gélido y enrarecido de la noche estrellada, bordeando la ladera del monte, después salieron de la pista y treparon entre las rocas resbaladizas cubiertas por una sutil capa de hielo. Durante el día la temperatura era aceptable, pero por la noche el frío se hacía punzante y la nieve, fundida en las horas más benignas, se transformaba en un velo cristalizado que entorpecía los movimientos.
Mientras marchaban lentamente, de vez en cuando Decano mascullaba una imprecación al notar que las sandalias le resbalaban. Emilio pisó en falso y patinó, derribando algunas rocas que se precipitaron hacia abajo con un gran estruendo antes de acabar en la nieve fresca con un rumor sordo.
Decano se aplastó tanto cuanto pudo al amparo de un saliente de roca.
–¿Quieres que todos se enteren de dónde estamos? –gruñó fulminando a Rufo con la mirada. La nariz achatada esculpida en aquel rostro irregular y los ojos hundidos exigían una respuesta tácita.
–No lo he hecho aposta –susurró el otro levantándose, fastidiado.
–Eso espero, pero ahora adelántate tú, no tengo ganas de recibir un golpe de honda en la frente después del ruido que has hecho.
El muchacho asintió y, aunque reacio, se puso a la cabeza del grupo. Empezó a caminar, manteniéndose lo más agachado posible, y salió del refugio de la peña. Mientras subía, sin volverse, oía que Celtíbero lo seguía en aquel aire de hielo acolchado. El frío se había hecho insoportable y cada vez más a menudo los tres se veían obligados a detenerse para recuperar el aliento e intentar calentar las manos, ahora casi del todo entumecidas, frotándolas enérgicamente.
–¿Por dónde?
El veterano alzó la cabeza, mirando a su alrededor.
–¿Ves el sendero a la izquierda?
–Sí.
–Bien, recorredlo durante un trecho y luego volved atrás, yo os cubriré. Después nos encontraremos en aquella depresión que está allí abajo.
Los dos reclutas se quedaron atónitos durante un momento.
–¿Qué quiere decir con que nos cubrirás? –preguntó Celtíbero.
–Lo que he dicho. Os esperaré y vosotros continuaréis adelante.
–Esas no fueron las órdenes del centurio...
–El centurio no está –zanjó Decano–. Aquí yo soy el más antiguo y tengo el mando, pero si se te ocurre algo que objetar –continuó, posando la mano en la empuñadura del gladio–, podemos discutirlo.
–Hijo de perra...
–Óyeme, tiro, llevo quince años en la legión, he visto lugares cuya existencia ni siquiera sospecháis y he matado a más hombres de los que podéis imaginar. Si para sobrevivir a esta jodida noche he de acabar con uno de vosotros, o con los dos, me importa un pimiento, como no me importa que ese bastardo de Ursiano conquiste la estima de Hispánico con la captura de un prisionero. Que venga a atraparlo él si tanto le interesa; yo no he llegado hasta aquí para hacerme matar por unos montañeses ibéricos. No debo demostrar lo que valgo, eso lo saben todos; ahora os toca a vosotros dar pruebas de coraje –dijo con una irónica mueca, tendiendo la mano hacia el sendero–. Valor; vuestro prisionero está ansioso por dejarse coger.
–Eres un bastardo, Decano.
–Si tengo que volver por ese sendero, Celtíbero –gruñó el veterano, cogiendo al muchacho por el focale con su mano poderosa–, te haré hacer tantos turnos de guardia que aprenderás a refrenar la lengua. Ya puedes prepararte para limpiar mierda durante cada día de esta jodida campaña –concluyó antes de asestar un violento puñetazo en pleno rostro a Ambato, que cayó salpicando de rojo la nieve.
–Cálmate, Decano –dijo Emilio–, haremos lo que dices.
El legionario lanzó una mirada despreciativa a los dos.
–Quitaos de en medio, mocosos.
Rufo ayudó a su amigo a levantarse.
–Tranquilo, déjalo correr.
–De ahora en adelante cuídate siempre las espaldas, Decano.
–Te mataré por lo que has dicho, Ambato.
–Tranquilo, Celtíbero. Déjalo ya.
Al ver que el veterano sacaba el gladio, Emilio empujó lejos a su amigo y se encaró con el viejo legionario con las manos abiertas.
–No pasa nada, Decano, ya nos marchamos. En el campamento beberemos por ello y será como si no hubiera ocurrido nada.
El viejo escupió al suelo, lanzó una última mirada y luego se encaminó hacia la depresión que había señalado, hendiendo el aire con un par de golpes de gladio.
–Lo mataré.
Emilio dio otro empujón a Celtíbero antes de encaminarse hacia el sendero.
–¿Te has vuelto loco, o es que el frío te ha congelado el cerebro? ¿Enfrentarse a un veterano? ¿No tenemos ya a Ursiano para hacernos la vida bastante difícil?
–Yo soy un celtíbero –respondió el otro, siguiéndolo–, las ofensas se devuelven y yo tendré mi venganza. ¡Tendré mi venganza! –insistió con resolución.
–Óyeme bien, Celtíbero –susurró Rufo, apretando los dientes–, hemos caído en un mar de locos y si me quedo sin ti... no sé si podría continuar.
Ambato, conmovido, se pasó el brazo sobre la nariz, que seguía sangrando, y apoyó la mano sobre el hombro de su amigo para que se detuviera.
–Nunca te dejaré solo, Cayo Emilio Rufo.
Intercambiaron una mirada que valía más que mil palabras y continuaron subiendo por el sendero cubierto por el manto blanco. El paisaje iluminado por la luna parecía irreal. La nieve, cristalizada, brillaba traslúcida y gemía bajo el peso de los pasos. Ese fue el único rumor que los acompañó hasta una planicie, donde pudieron avanzar con menos fatiga durante un breve trecho. En aquel punto Celtíbero aferró el brazo de Emilio para señalarle algo.
Huellas. Había huellas por doquier.
–Unos diez hombres –susurró–, tal vez más.
Emilio asintió, comprendiendo lo imprudentes que habían sido al avanzar a cielo abierto y a plena luz.
–Retrocedamos –murmuró, como si de repente decenas de ojos los estuvieran observando.
Después de retroceder unos pasos, dieron media vuelta para desandar el sendero que los había llevado hasta allí, pero se quedaron atónitos frente a la silueta de un hombre, materializado a unos cincuenta pasos de distancia. Era imponente. Llevaba un yelmo con una alta cola de crin de caballo y una ráfaga de viento le abrió la capa, que se extendió como si fueran las alas de un águila, mostrando una armadura anillada cubierta de condecoraciones.
Los dos echaron mano a las armas cuando, a espaldas del soldado, de la oscuridad aparecieron tres hombres con las lanzas en la mano. Enseguida la luz lunar iluminó yelmos y siluetas de otros dos hombres a su derecha. Estaban rodeados.
–¿Os habéis perdido? –preguntó el que había aparecido primero, y empezó a avanzar con la nieve hasta las rodillas. Debía de ser un oficial, un centurión–. He hecho una pregunta –insistió, deteniéndose a pocos pasos de distancia. Tenía la barba descuidada y la mirada decidida–. Soy Vibio Calpurnio –anunció con marcado acento etrusco–, y tengo la orden de matar a todos los que superan ese punto –aseveró, señalando con el pulgar el desfiladero a sus espaldas–, cosa que habéis hecho.
Los dos se quedaron inmóviles. La mirada del hombre ya los había vencido. Calpurnio sacudió la cabeza.
–Me pregunto si Sila ha alistado hombres o si confía en pasar a Hispania con un ejército de tirones.
Emilio intentó hablar, pero el soldado lo interrumpió señalando el terren
