Los muertos viajan deprisa

Vicente Garrido
Nieves Abarca

Fragmento

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Dramatis personae
(Por orden alfabético, principales protagonistas):

Amaro: mayordomo de Pedro Mendiluce.

Analía Paredes: comisaria de la A Coruña Negra.

Basilio Sauce: escritor de novela histórica.

Carlos Andrade: profesor de instituto, aspirante a escritor de novela negra.

Cecilia Jardiel: escritora de novela negra.

Cristina Cienfuegos: bloguera y empleada de José Torrijos.

Diego Aracil: inspector de la brigada de Patrimonio Histórico en Madrid.

Enrique Cabanas: escritor y ex convicto.

Estela Brown: escritora de novela negra (seudónimo de Carmen Pallares).

Freddy: trabaja en hostelería; hermano de Valentina Negro.

Germán Romero: técnico de la brigada de Investigación Tecnológica en Lonzas.

Ginés: esbirro 1 de Pedro Mendiluce.

Hugo Vane (seudónimo): autor de la novela No morirás en vano.

Ignacio Bernabé: inspector del CNP destinado en Gijón.

Isabel y Garcés: forman parte de la Policía Judicial de Lonzas.

Iturriaga: jefe de la Policía Judicial en Lonzas. Superior de Valentina.

Iván: esbirro 2 de Pedro Mendiluce.

Javier Sanjuán: criminólogo y profesor de la Universidad de Valencia.

José Torrijos: dueño de la Editorial Empusa.

Karina Desmonts: amiga íntima de Carlos Andrade.

Lúa Castro: periodista de sucesos de la Gaceta de Galicia.

Manuel Velasco y Fernández Bodelón: subinspectores del CNP, trabajan con Valentina y tienen una estrecha amistad.

Marcos Albelo: violador convicto de adolescentes (también figura con el nombre de Esteban Huerta).

Marina Alonso: miembro de la Policía Científica de Lonzas.

Marta de Palacios: hija de la magistrada Rebeca de Palacios.

Miguel Román (el Detective Invidente): personaje de ficción en las novelas de Estela Brown.

Paco Serrano: crítico literario.

Pedro Mendiluce: empresario indultado de un delito de trata de mujeres al cabo de dos años de prisión. Mecenas de A Coruña Negra.

Ramiro Toba: experto en lingüística forense.

Rebeca de Palacios: magistrada de la Audiencia Provincial de A Coruña. Impuso la condena a Pedro Mendiluce.

Sara Rancaño: abogada de Pedro Mendiluce.

Thalía: aspirante a escritora.

Toni Izaguirre: escritor de novela negra.

Valentina Negro: inspectora de la Policía Judicial con sede en la comisaría de Lonzas, A Coruña.

Verónica Johnson: detective privado.

Xosé García: médico forense de A Coruña.

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Prólogo 1

Cecilia

Cecilia Jardiel reposaba sobre la litera, el pecho aún agitado por la intensa sesión de sexo que había tenido con Toni Izaguirre. Sintió un repentino escalofrío y se levantó para recoger la manta del suelo. Estaba desnuda y descalza. Apoyó los pies en la cálida moqueta del vagón. En el espejo se reflejó su pequeño cuerpo, delgado, casi infantil, la media melena castaña desordenada sobre sus ojos color miel, los pechos pequeños, los pezones oscuros aún excitados, el pubis breve y depilado, húmedo por el sudor y los fluidos. Notó cómo caía entre sus piernas un líquido tibio y espeso, y buscó sus bragas, perdidas entre el revoltijo de manta y sábanas que habían caído en el fragor de la batalla erótica.

Escuchó un ruido en el exterior y unos leves golpes en la puerta.

«Será Toni. Se habrá dejado algo.»

Cecilia se puso el camisón con prisa y fue a abrir la puerta de la cabina. Asomó la cabeza, sonriendo, esperaba una cara conocida. Fuera había un hombre vestido de uniforme, barbudo, un revisor.

Cecilia elevó las cejas con curiosidad. Iba a decir algo cuando el hombre la golpeó en la cabeza con una porra, en un gesto muy rápido, mientras se colaba en el compartimento con el movimiento grácil de un bailarín. Cecilia no pudo reaccionar; la sorpresa dejó paso al estupor y finalmente a la inconsciencia en fracciones de segundo. Pero antes de que cayera al suelo su captor tuvo tiempo de recogerla entre sus brazos.

Cecilia despertó. Abrió los ojos de repente, ojos atravesados por punzadas insoportables. Se intentó mover, pero fue un gesto que solo duró unos segundos, un gesto que la espabiló por completo a la vez que la enfrentaba a la terrible realidad, angustiosa, inesperada, en la que se encontraba tras su sueño traumático.

Estaba atada. El dolor terrible laceraba sus muñecas, sus tobillos, su cabeza. Casi no podía respirar. Tenía la boca ocluida por un trapo y silenciada por un trozo de cinta. El hombre de la barba se había sentado en un taburete y la contemplaba sin mover un músculo. De repente, se levantó y comenzó a hablar en voz muy queda.

—«Haces bien en ocuparte de mis flores; que te paguen lo que a mí no me pagaron.» ¿Quién te crees que eres, putilla? ¿El inmortal Baudelaire? ¿Cómo te atreves?

¿Flores? ¿Baudelaire? Cecilia intentó comprender, pero lo que escuchaba no tenía sentido; no entendía nada. Solo movía la cabeza, desesperada. En silencio rogaba por que alguien entrase en la cabina, que alguien sacase a aquel hombre de ojos alucinados de su compartimento.

Pero nadie entró. Y el hombre volvió a inclinarse sobre ella con ferocidad, susurrando más letanías, ininteligibles a veces, que la estaban sumiendo en un miedo angustioso, agudizado por la falta de aire. Ese miedo dio paso al terror cuando comenzó el agresor a desnudarse delante de ella, sin dejar de mirarla con ojos de insania. La erección era plena y el desconocido comenzó a masturbarse y a frotar el glande por su rostro y sus pechos, mientras ella intentaba en vano desasirse de sus ataduras con todas sus fuerzas. Pero el dolor la venció de nuevo y no pudo hacer nada más que contemplar con impotencia cómo la empezaba a vejar sin contemplaciones.

—¿Con cuántos has hecho esto para llegar adonde estás ahora? Uno más no te importará, zorra. Todo ha salido de tu coño de puta, nada ha salido de tu alma ni de tu mente. Y yo ahora también voy a degustar lo que tantos otros han disfrutado y libado. ¿Te acuerdas de cuando decías que te habían violado? ¿Te acuerdas de tu acusación?

Se subió sobre ella y la penetró con fuerza, forzándola como un animal, gruñendo y salivando, agarrándola del pelo, mordiéndole el cuello, asfixiándola. A pesar de que aún estaba lubricada por culpa de Toni, sintió como si un martillo golpeaba su cérvix y se abría paso hasta el centro mismo de su ser, que era ya puro sufrimiento. Luego le desató las piernas y le dio la vuelta.

—Voy a aprovecharlo todo de ti. La boca, el culo, tu coño. Voy a saborear lo que han saboreado los otros. Me servirás porque es para lo único que sirves.

Cecilia sintió que se partía en dos cuando la penetró por detrás.

Al fin el intruso pareció correrse, la boca lamiendo sus orejas, susurros de lascivia y gemidos de placer repulsivo, un sapo jadeante disfrutando de una virgen. La consciencia cada vez se alejaba más de ella; su hálito vital parecía desprenderse de su cuerpo con el peso de aquel hombre que no paraba de profanarla.

Su violador se incorporó y buscó en una bolsa de lona que traía consigo. Sacó una pistola de encolar.

—De ti no ha salido nunca nada. Eres una persona estéril. Todo es engaño y frivolidad, lo que exudas por cada poro de tu piel de ramera. Vendes tu obra como tu cuerpo, todo al servicio de tus mundanos deseos de placer y reconocimiento. Pero todo es una gran mentira. En ti entra todo, pero no sale nada real. Y a partir de ahora nada entrará ni saldrá de ti. Nunca más.

Le quitó la cinta de embalar y el trapo de la boca. Luego se subió de nuevo sobre ella y la penetró. Para ahogar los gemidos, la golpeó primero en la cara y puso la mano oprimiendo sus labios, entreabrió los dedos y metió entre ellos la punta de la pistola.

Cecilia notó que su boca se llenaba de una pasta horrible y adhesiva, el olor tóxico inundó su nariz cortándole la respiración por completo, ahogándola. Su estómago vomitó hiel, pero la hiel se quedó en la garganta mientras la pasta se endurecía por momentos. Aquel hombre soltó la pistola, cogió unas bragas de Cecilia que había en la maleta y se las incrustó en la boca. Luego rodeó su frágil cuello con el sujetador y apretó con fuerza.

Su orgasmo coincidió con la muerte, la cara granate, los ojos a punto de salirse de las órbitas, la explosión de placer con la contorsión agónica del cuerpo de Cecilia al perder la vida.

Luego, el hombre procedió a sellar su ano y su vagina.

Cuando terminó su misión, se dirigió a la ducha con la bolsa de lona.

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Prólogo 2

El Peluquero

Prisión de Teixeiro, A Coruña

Marcos Albelo, alias el Peluquero, miraba con ojos entrecerrados y un cigarrillo en la boca el deambular de sus compañeros de patio. Él, como otros presos preventivos acusados de delitos sexuales particularmente infamantes, disfrutaba del patio en un horario distinto al de sus compañeros de reclusión. Sabía perfectamente que muchos de ellos no dudarían en clavarle un pincho en el cuello y enviarle al otro mundo si se lo tropezaran de cara.

El Peluquero había alcanzado una gran notoriedad por secuestrar y violar a chicas adolescentes a la salida del colegio, y posteriormente abandonarlas en un estado lamentable, con el cabello cortado —de ahí su apodo— y a punto de morir por una sobredosis de un cóctel casi letal de drogas. Apuesto, de complexión fuerte y delgada y ojos claros, en la mitad de la treintena, su formación de químico y enólogo le había servido para vivir sin penurias, pero no le había librado de su compulsión por el sexo violento, algo que le corroía el alma desde su juventud. Más bien al contrario: había utilizado ese conocimiento para anestesiar a las chicas y, de este modo, tener vía libre para satisfacer sus fantasías repugnantes en sus cuerpos inermes y ya cercanos a la plenitud.

Un preso enorme, mulato, tenía su mirada puesta en él. Wilson, de origen caribeño y lleno de tatuajes, compartía con Albelo la atracción por el sexo con menores, pero tenía a gala decir que solo los miraba, y para su desgracia había incluido en su catálogo un robo con homicidio, lo que le iba a acarrear la pena máxima cuando se celebrara el juicio. Wilson comenzó a andar muy despacio hasta donde estaba Albelo, apoyado indolente en la pared exterior del pequeño gimnasio. Este se apercibió del movimiento, tensó su cuerpo, pero no se movió. El mulato continuó su camino con parsimonia, mirando con disimulo a los funcionarios que, dispersos en un radio de unos cien metros, charlaban entre sí con despreocupación o con alguno de los otros presos.

Cuando estuvo a unos cinco metros de Albelo, Wilson deslizó en su mano derecha un pincho y lo aferró con fuerza. De pronto, el Peluquero se volvió y lo miró, pero rápidamente agachó la mirada. A continuación sintió que algo le quemaba el hombro derecho. Lleno de rabia, se abalanzó sobre el mulato, derribándolo. Este, casi sin inmutarse, le hizo una presa en la muñeca izquierda. El dolor intenso de la torcedura le hizo gritar.

—¡¿Eh, qué pasa ahí?! —Uno de los funcionarios había escuchado el jaleo y levantó la vista, alarmado. Cuando vio a los dos presos enzarzados empezó a dar la alarma.

—¡Te voy a matar, hijo de puta! —escupió el Peluquero, que se había arrancado el pincho y ahora lo sostenía él, el gesto amenazante ante la cara tatuada de Wilson, que había levantado una de las manos en señal de paz. Otros funcionarios corrían con denuedo y ya estaban llegando al lugar de la lucha dispuestos a detener la pelea. Para entonces ambos contendientes se habían levantado otra vez y se miraban, fieros, salivando; pero Albelo reaccionó con prontitud, soltando el cuchillo improvisado y levantando las manos.

—¡Vale, vale! ¡Tranquilos! No pasa nada. ¡Este cabrón me ha atacado, solo me estaba defendiendo!

—¡Albelo, sepárate y mantén las manos en alto! —exclamó Joan, el funcionario más joven y fornido, que había intercambiado algunas palabras con él en los seis meses que llevaba preso. En segundos, tres funcionarios habían llegado al lugar, dos de ellos rodearon a Wilson, quien se había quedado inmóvil, mirando con furia a Albelo.

—Este cabrón violador de niñas se ha librado... por ahora; no hay problema —masculló con su acento cubano mientras se rendía abiertamente.

Albelo no respondió; aspiró hondo, miró su hombro, del que manaba sangre con cierta intensidad, y se limitó a decir:

—Duele como un demonio. Y la muñeca...

Joan lo exploró con poco interés. Aquel tipo le producía un profundo asco.

—Sí, tienes un agujero —dijo, mirando la herida con expresión circunspecta—, aunque no parece profundo; te llevamos ahora a la enfermería. Y procura portarte bien, Albelo. No causes más problemas.

Albelo descansaba solo, tirado en una de las camillas que estaban en una habitación de la enfermería, a unos diez metros de donde pasaba la noche un enfermero de guardia, que roncaba con placidez recostado en una butaca. Adormilado por un anestésico, se encontraba inmerso en un duermevela agitado. Le dolía el hombro, pero como había predicho el funcionario, la herida no había sido profunda. Le habían escayolado la muñeca en previsión de que estuviese roto algún hueso. El negro se había portado, aunque había sido un palo esperar inmóvil a que le agujerearan. Comenzó a fantasear: en sus pesadillas más intensas veía a la inspectora Valentina Negro a su merced. Recordaba con deleite sus manos como garfios aferrando su cuello, su bello rostro congestionado, sus ansias inútiles por sobrevivir. También se perdía en la última chica que había secuestrado, desnuda y atada, esperándole para que la disfrutara sin reservas. Pero a continuación venía el terror, lo que le atormentaba una y otra vez cada noche que podía conciliar el sueño, lo que le hacía casi gritar de ira y despertarse sudando de pura cólera y agitación: Valentina Negro clavando las uñas en sus ojos, en la sala abandonada del viejo hospital, y luego los golpes brutales en la cabeza, primero con una pesada linterna y después a patadas. Sentía casi de forma física la sangre manar de su boca, el crujir de sus dientes, las costillas resquebrajadas por las botas de aquella zorra, su vista desenfocada por el dolor que traspasaban sus ojos; el olor dulzón del miedo a morir y la sangre.

«¡La muy puta! ¿Cómo había podido alcanzar mi cara? ¡Si estaba ya casi muerta!», pensaba de forma recurrente, mientras recuperaba el resuello, y trataba de conjurar la imagen de Valentina relajando su cuerpo y luego volviendo a resurgir como una pantera clavando sus garras en las cuencas de sus ojos. Después, cuando intentaba volver a dormirse, procuraba recordar sus momentos especiales con las chicas, su cara de terror, sus bocas amordazadas por sus braguitas, sus piernas abiertas ante él..., pero rara vez lo conseguía. Su encuentro con Valentina era como una imagen obsesiva que interfería en sus ensoñaciones de forma continuada, como si fuera un anuncio que de modo permanente se hubiera instalado en su cerebro, y apareciera cada vez que él se concentraba en alguna actividad. Se estaba volviendo loco. Aquella visión había conseguido perturbarlo de un modo absurdo, de una forma tan intensa que todas las células de su cuerpo solo pensaban en una cosa una y otra vez: Valentina Negro.

Dos horas más tarde, apenas las cinco de la mañana, cayó un fuerte aguacero. Oyó carraspear al enfermero, ruido que humanizó la sonoridad difusa de las noches en la cárcel, llenas de ruidos metálicos y crujidos, como si toda la prisión conformara un ser vivo que, apesadumbrado, ansiara tener la paz que solo estaba al alcance de la conciencia limpia de los hombres justos. Se levantó, más despejado, con cuidado, despacio. Y entonces caminó hacia la puerta, orientándose por las luces. Tenía claro adónde debía ir: el armario cerrado con llave donde se guardaban los medicamentos; pero antes se dirigió sigilosamente al cuarto de baño. De forma casi invisible, en el suelo detrás del inodoro, pegada a la pared, yacía una aguja de diez centímetros de larga, lo suficientemente sólida como para introducirse en el cuello de un hombre. Y eso era suficiente para que el enfermero le abriera el armario de los específicos. Sabía muy bien los que debería ingerir para causar un coma controlado, sin riesgo de muerte. Y un poco más tarde, pensó, vendría el camino de la libertad.

Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña

El doctor Amancio Rojas siempre se había caracterizado por ser un hombre bueno. Su empatía era famosa en todo el hospital, así como su generosidad. Todos los inviernos se iba dos semanas a África acompañado de su mujer, cirujana, a ofrecer sus conocimientos de forma desinteresada, operar niños, anestesiar... Alto, grueso, de pelo blanco y padre de dos niños gemelos de siete años, era de los contados médicos del hospital universitario coruñés que era capaz de mantener un matrimonio feliz con una colega sin fisuras y con un amor a prueba de bomba.

Tenía un sentido de la justicia exacerbado y grandes convicciones religiosas, por eso, esa misma mañana, cuando desde un número de teléfono anónimo le comenzaron a llegar fotografías de sus dos hijos y su esposa y amenazas directas de muerte a los tres, se recogió en la capilla y meditó largamente, mientras rezaba con la mirada perdida en las espinas que coronaban la imagen de madera de Jesucristo Crucificado.

Unos minutos después de tomar la decisión definitiva su teléfono volvió a sonar. Rojas se persignó. Si alguien se hubiese acercado a la capilla, lo hubiese visto secarse una lágrima de manera esquiva con un pañuelo.

Marcos Albelo abrió los ojos. Estaba en el módulo de presos. El dolor le martilleaba justo por detrás de los globos oculares, invadiendo todo el cráneo, como si le hubiesen apretado las sienes desde dentro hacia fuera. Ahogó como pudo una arcada salvaje que le sacudió el diafragma como una descarga eléctrica. Levantó la mano: seguía escayolada y el corte en el hombro cubierto con vendas. Se incorporó levemente en la cama de la habitación 909 del hospital penitenciario: estaba solo. Se dio cuenta de que una cámara en el techo apuntaba hacia él. Procuró permanecer inmóvil. Quería que pensaran que seguía inconsciente. El sabor metálico en la boca y el vacío en el estómago le revelaron que lo habían sometido a un lavado gástrico.

«No estoy atado.» La escayola impedía, como había previsto, que le pudieran poner los grilletes. Daba igual: sabía que el módulo de presos del hospital era prácticamente inexpugnable. En la cárcel había estudiado una y otra vez los planos que había dibujado merced a una descripción detallada de un ex paciente. Allí fuera había un agente encargado de las cámaras y también estarían los dos policías ocupados en custodiarlo. Las esclusas se abrían y cerraban mediante un código numérico que solo conocían escogidos miembros del personal hospitalario y de los cuerpos de seguridad.

Con mucho tino comenzó a mover sus extremidades para comprobar si estaba todo en su sitio y dispuesto. Escuchó voces y pasos. A los pocos segundos entraron dos personas: un médico y uno de los policías nacionales, que permaneció alejado de la cama, junto a la puerta. Albelo no movió un músculo. Siguió fingiendo que dormía cuando el doctor Amancio Rojas se inclinó sobre él y le abrió los párpados para mirarle las pupilas.

—Sé que está despierto, Albelo... —El médico susurró mientras estaba inclinado sobre él—. Todo lo que voy a hacer va contra mis principios, pero no tengo elección. —Apretó los dientes y continuó—: Ahora le diré lo que haremos.

Fuera, en el pasillo de Urgencias que daba al módulo de presos, de repente, un hombre salió de una de las habitaciones vestido tan solo con el camisón del hospital y comenzó a correr velozmente. A continuación lanzó un grito espeluznante y se abalanzó sobre uno de los policías que estaban fuera del módulo, conversando con una enfermera, y le clavó en la espalda unas tijeras. El otro policía miró a su alrededor, aquello estaba lleno de gente, no podía sacar la pistola. No pensó más y se abalanzó sobre el hombre que parecía poseído de una rabia maníaca, la boca espumeante y llena de baba. Varios médicos acudieron a atender al policía que, sentado en el suelo, apenas empezaba a comprender la fuente de ese dolor tan intenso que le quemaba la espalda.

El agente que permanecía dentro lo vio todo por las cámaras que había en la sala de pantallas y no dudó en abrir la puerta del módulo de seguridad y salir a ayudar a su compañero, que se estaba viendo superado por momentos por la furia ciega del enfermo enloquecido. Ninguno de los que allí estaban se atrevía a hacer nada, ya fuera por la sorpresa o por el miedo. El agente salió e intentó reducir al maníaco, que había aferrado sus manos huesudas al cuello del otro policía, que se las veía y se las deseaba para no asfixiarse intentando contrarrestar con sus manos la fuerza descomunal que le estaba dejando sin aire. Pronto los tres comenzaron a danzar un baile siniestro en el que ninguno parecía capaz de superar a los otros.

—¡Traigan un anestésico, rápido! —alcanzó a gritar uno de los policías en el momento en el que había logrado hacer presa desde atrás en el cuello del enfermo, al que el camisón se le había escurrido hasta dejarlo completamente desnudo.

Amancio Rojas entregó un pijama verde de quirófano y un gorro de colores al violador de niñas mientras no quitaba ojo de las cámaras. También le dio un teléfono móvil.

—Póngase eso, rápido. Tome. Es la tarjeta que abre la esclusa que da a las escaleras de emergencia. —Albelo obedeció—. Váyase ahora, nadie se dará cuenta. Están todos ocupados. —Y mirándole con desprecio y miedo, añadió—: Libero a un demonio, ¡que Dios me perdone!

Albelo lo golpeó en un acto reflejo, tumbándolo de un puñetazo en la cara. El médico cayó al suelo, conmocionado, sangrando por la nariz. Luego, el violador registró sus bolsillos y le cogió la cartera y dinero suelto.

Cuando bajó las escaleras de emergencia con el traje de cirujano, nadie volvió la vista atrás para mirarlo. A la salida, un hombre sobre una moto le hizo una señal. En unos segundos habían desaparecido por la cuesta hacia Eirís.

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PARTE PRIMERA

NO MORIRÁS EN VANO

«Graut Liebchen auch?... Der Mond schein hell!
Hurra! Die Toten reiten schnell!
Graut Liebchen auch von Toten?»
«Ach nein!... Doch laß die Toten!»

[«¿Te asustas, niña?... ¡La luna brilla!
¡Hurra, los muertos viajan deprisa!
¿Te dan espanto los muertos?»
«¡No... Pero deja a los muertos!»]

Leonora, G. A. BÜRGER

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El despertar de la bestia

Sara Rancaño estiró las sábanas con cuidado y luego se sentó en una butaca que estaba junto a la cama del hospital donde descansaba el Peluquero. Cruzó sus piernas torneadas, cubiertas por unas medias de cristal finas y bordadas en plata con delicadeza, que no se molestó en tapar con la estrecha falda gris a juego con su chaqueta de Armani.

Carraspeó ligeramente y miró con una sonrisa pretendidamente cálida al paciente, Marcos Albelo, quien, medio recostado, con el rostro envuelto en vendas, abrió los ojos y la contempló con una expresión inquisitiva. Hacía dos meses que se había fugado de la cárcel, y ahora estaba protagonizando la última parte del plan acordado con el recluso que inició todo el proceso de huida, un tipo al que solo conocía de vista pero que un buen día se le presentó y le explicó que, si quería, podía salir de aquel agujero. Le dijo que alguien importante se había interesado por él, y que le devolvería la libertad a cambio de que luego le devolviese el favor. Cuando preguntó qué tipo de favor era ese, la respuesta que recibió fue «no te preocupes; será algo que te gustará mucho hacer; no te puedo decir más ahora; ya lo sabrás a su debido tiempo».

Albelo no lo dudó: le esperaban cerca de treinta años de condena, y aunque le ponía nervioso no conocer quién y para qué le sacaba del trullo, no tenía nada que perder. Un violador de chicas como él no disfrutaba de demasiadas simpatías entre los presos.

Tras la fuga permaneció escondido en un hotel perdido en las montañas de los Dolomitas, vigilado por dos tipos que no le contaron nada salvo que tenían que esperar el momento apropiado para ingresarlo en una clínica donde le iban a arreglar la cara. Al principio aquella noticia le alarmó, pero comprendió con rapidez que su rostro, que ya era muy popular cuando fue detenido, se iba a hacer todavía mucho más famoso ahora que había protagonizado esa fuga espectacular. Y, en efecto, pudo leer en internet que era ya considerado el «enemigo público número uno», en medio de recriminaciones y dardos envenados lanzados recíprocamente por los portavoces de los diferentes partidos políticos. ¡Con qué satisfacción vio su foto entre los delincuentes más buscados y leyó los titulares de las noticias donde el común denominador eran frases del estilo de «¿Cómo ha sido posible que el delincuente sexual más temido de España escapara?», o «¡¿Quién tiene la culpa de que las niñas ahora vuelvan a estar en peligro?!»

Sí, lo mejor era cambiar esa cara: con ella no iba a ir a ninguna parte. Además —y de nuevo sintió que la ira lo dominaba—, la paliza que le había propinado la Negro le había dejado desfigurado, incluso después de las operaciones a las que tuvo que someterse para dejar su nariz y su mandíbula en un estado aceptable. Así que mejor borrar esas marcas que le provocaban unos recuerdos ominosos.

Le devolvió la mirada a la Rancaño, intentando sonreír a pesar de las molestias. Ella torció la cabeza en un gesto cortés. Albelo, diestro en el arte de las emociones subterráneas, percibió que esa hermosa mujer tenía un corazón de hielo en una funda aterciopelada y una mente fría como una espada.

—¿Qué tal se encuentra, Albelo? —le preguntó.

—Bien, mejor —contestó Albelo con expectación. Sentía un hormigueo en su rostro particularmente intenso por las mañanas desde que le operaron.

—Me llamo Sara Rancaño, y vengo a ponerle al corriente de lo que tendrá que hacer cuando se halle recuperado del todo de su operación. Ya sabe, ahora viene su parte del trato. —Y sonrió ligeramente mientras abría el maletín que había dejado junto a la silla. Albelo no dijo nada. Le pasó dos fotos en tamaño DIN­A4. Albelo miró la primera detenidamente.

—Esa chica es Marta de Palacios, la hija de la jueza Rebeca de Palacios, que puede ver en la otra foto. —El violador la miró—. Quizá la haya visto en la prensa y la televisión: es magistrada en la Audiencia Provincial de A Coruña; todo un carácter.

Albelo asintió. En una ciudad como A Coruña, Rebeca de Palacios era una celebridad, implacable con los delincuentes, altiva ante cualquiera que no le mereciera su respeto, una mujer de semblante impávido con una belleza clásica que fascinaba a los fotógrafos. De Palacios llevaba una vida muy discreta con su hija. Era el espejo de un sector grande del feminismo que la veía como la perfecta mujer moderna: madre soltera, profesional independiente y despreciativa de todo varón que pretendiera encadenarla. Lo que desconocía Albelo, porque no se había hecho nunca público, es que un empresario coruñés llamado Pedro Mendiluce, un tipo condenado por corrupción y trata de mujeres, había intentado extorsionar a Rebeca de Palacios mediante el secuestro de su hija en Roma para que lo absolviera en el juicio del que fue objeto, pero había fracasado. Rebeca de Palacios lo había enviado a la trena y le había vuelto a humillar ganando la libertad de su hija.

—Bien, mi representado, el hombre que le ha liberado de la cárcel, tiene poderosas razones para que usted haga una visita a esta jovencita... —Y como Albelo siguió sin despegar los labios, Sara continuó—: Sé que es un poco mayor comparada con las que usted frecuentaba, pero estoy segura de que no será eso una dificultad insalvable...

—No, no lo será. Es preciosa... —al fin habló Albelo, después de aspirar profundamente—. Pero ¿hasta dónde he de llegar?

—Hasta el final.

La voz de la abogada no vaciló. Albelo asintió. Es cierto que nunca había matado a ninguna de las adolescentes a las que violaba y torturaba, pero también lo era que en sus últimos ataques había actuado con tal ferocidad que la muerte de las chicas se podía haber producido en cualquier momento, tanto como resultado de la fantasía que iba completándose poco a poco en su personalidad psicopática necesitada de más estímulos crueles, o simplemente como un resultado imprevisible de la brutal agresión a las que las sometía: primero las narcotizaba profundamente y luego las vejaba con actos degradantes que cada vez incorporaban más violencia.

—Muy bien, Marcos... —dijo Sara, al tiempo que sacaba una tercera foto—. Pero ese solo es el primer encargo. Luego hay otro... y creo que le va a suscitar mayor interés —añadió con tono irónico antes de acercarle la imagen de Valentina Negro en vaqueros gastados y cazadora negra de cuero, el casco de la moto en el regazo, entrando en la comisaría de Lonzas. Destacaba su cabello negro azabache, en media melena, que en la foto se apartaba con una mano dejando ver un rostro de líneas perfectas.

Albelo apretó los puños hasta clavarse las uñas. Todo su cuerpo se estremeció. ¡Allí estaba aquella puta que lo desfiguró y humilló ante todo el mundo! Valentina Negro, quien poblaba sus pesadillas agónicas desde hacía casi un año. La mujer que lo pateó, arrestó y lo mandó a la cárcel. ¡No podía ser! Abrió sus ojos de forma espasmódica, y Sara Rancaño comprendió con satisfacción que el Peluquero se dejaría la vida con tal de matar a la inspectora de policía. Sí, definitivamente —pensó—, ese hombre era la elección perfecta para ejecutar la venganza de Mendiluce. Era un psicópata, es cierto, pero tenía la inteligencia suficiente para aprender de los errores; podía contener su ferocidad hasta el momento adecuado. Como todos los psicópatas integrados que no provenían de la delincuencia marginal —Albelo era químico y enólogo—, su mayor capacidad de autocontrol suponía una gran ventaja a la hora de perpetrar actos de violencia. Es cierto que cuando actuaba como el Peluquero al final estaba perdiendo cada vez más el control, pero Sara confiaba en que, bien adiestrado y apoyado, su inteligencia sumada a su ánimo pervertido y su sed de venganza lo convertirían, sin duda, en un asesino imparable.

—¿He de matarla a ella también? —preguntó, inquieto, aunque estaba casi seguro de que la respuesta iba a ser afirmativa. Y cuando Sara asintió, se le iluminó la cara—: ¿Cómo, cuándo?

—Tranquilo, Albelo. Tómese su tiempo. No podemos fracasar, ¿entiende? Ha de hacerse de forma metódica. —Albelo asintió—. Bien, dentro de unos días saldrá de aquí. Vamos a tomarnos las cosas con calma. Necesitará tiempo para acostumbrarse a la Vita Nuova, a su nueva cara. Tendrá que aprenderse su nueva identidad, le he preparado un dosier para que lo estudie concienzudamente, cuando ya no tenga molestias y esté casi del todo recuperado. Tendrá que dejarse bigote o perilla... —hizo una mueca— y tíñase el pelo. A su debido tiempo regresará usted a A Coruña, donde tendrá que moverse como alguien normal, un ciudadano cualquiera. Y entonces será el instante de preparar el plan; todo le será explicado a su debido momento.

Albelo, cuya respiración seguía acelerada con la foto de Valentina delante, asintió mientras trataba de serenarse, y decidió tomarse con ironía que la abogada le pidiera que debía aparentar ser alguien «normal». ¿Acaso él no era alguien «normal»? En fin, sabía que la Rancaño tenía razón. Que la paciencia y la planificación eran aspectos esenciales para que todo aquello saliera bien. Y lo más importante: ahora que el destino le había dado esta segunda oportunidad, no la iba a desperdiciar. Se armaría de paciencia. Sabría esperar el momento oportuno para saltar sobre su presa, o mejor, sus presas.

—Cuídese, Albelo, descanse por ahora, lo necesita. —Y haciendo una mueca que quería ser una sonrisa, se levantó para marcharse. Pero antes se dio la vuelta y dijo—: Supongo que es innecesario que le diga esto, pero es mejor decirlo: si no hace bien las cosas le entregaremos a la policía, y será su final. Queda claro, ¿verdad?

Albelo, que todavía estaba batallando con sus emociones, casi no la escuchó, pero cuando codificó las palabras de la abogada no pudo por menos de sonreír.

—No se preocupe. Por nada del mundo me perdería esta fiesta.

Sara Rancaño sonrió satisfecha. Al salir habló unos minutos con Iván y Ginés, los dos guardianes y personas de apoyo del Peluquero. Cuando se alejó por el brillante pasillo del hospital, sus tacones dibujaron en los sonidos de los pasos su cuerpo sensual, que se alejaba bajo la atenta mirada de los dos hombres.

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El Tren Negro

Sin ego, ¿qué hace un artista? Necesita el ego para caminar, para respirar. La literatura es el ego escrito.

Egos revueltos, JUAN CRUZ

Un lugar indeterminado muy cerca de Gijón.
En el Tren Negro.
Viernes, 4 de julio de 2014, 10.00

Estela se llevó con delicadeza el vaso de zumo de naranja a los labios finos, perfilados de rojo de forma natural. Para Toni era un espectáculo verla comer: sentada justo enfrente de él, mecida suavemente por el traqueteo del tren, usaba sus dedos blanquecinos para apretar con cuidado la bolsita de té negro. Estela Brown era lechosa, casi albina, con una piel que parecía absorber la luz de cualquier lugar y reflejarla con la tonalidad mate de un trozo de mármol italiano. En secreto, Toni la llamaba la Reina del Hielo.

Luego, sin dejar de mirarlo con aquellos ojos glaucos tan peculiares, la mujer partió un pedazo de piña natural en pequeños trozos que depositó en un cuenco de yogur que había cogido en el bufé libre. Le hizo una señal al camarero del vagón restaurante para que le llevase más leche. Toni vio que su café seguía intacto. Echó una ojeada a la puerta del vagón restaurante.

—¿Has visto a Cecilia, Toni?

—Mmmm... no, desde ayer a la hora de la cena. —Toni obvió que Cecilia y él habían estado follando en su cabina hasta bien entrada la noche. La bocina del tren rompió la tranquilidad del viaje y sobresaltó a una de las mujeres que desayunaba en el otro lado, una librera estilosa, muy conocida, que soltó su tostada con un gritito mientras se llevaba la mano al pecho y reía a carcajadas. Toni miró por la ventanilla y vio el paisaje húmedo y verde pasar a toda velocidad, borroso como en un cuadro de Turner. No estaban ya lejos de Gijón, y el Tren Negro de los escritores se acercaba poco a poco a su destino—. Le voy a mandar un mensaje. O se perderá el desayuno.

Toni forzó una sonrisa mientras tomaba un sorbo de café y cogía su Samsung para enviarle un mensaje a Cecilia. En cierto modo envidiaba a Estela Brown. Su sonrisa perfecta, su cabello sedoso y rubio, casi blanco, su capacidad para convencer a los medios de la calidad de su escritura con una simple mirada de profunda seriedad. Aquella mujer tenía duende, y él pretendía aprovecharse de su rebufo cuanto fuese posible, acompañándola como un perro fiel durante toda la Semana Negra. Volvió a admirar la piel suave, los poros apenas abiertos de su compañera de desayuno, su aspecto de rosa inglesa mientras levantaba una ceja de forma inconsciente. ¿Estela Brown? Él sabía que en realidad su verdadero nombre era Carmen Pallares, una desconocida oriunda de un pequeño pueblo coruñés que había irrumpido como un cometa en el mundo literario. A él no le iba mal, no, pero no era lo mismo. Llevaba ya algunos años en la brecha y aún no había encontrado la fórmula del éxito rotundo. Vendía lo suficiente como para que sus libros tuvieran continuidad; sin embargo, no podía compararse con aquella mujer que lo había logrado desde su segunda y sorprendente novela, maravillosamente escrita y protagonizada por un detective ciego. Y allí estaba, enfrente de él, en el viaje de cuatro días en tren expreso que la Semana Negra de Gijón había organizado para llevar a lo más granado del noir español (y a algún extranjero de renombre) por la costa cantábrica como preludio del evento literario en la ciudad asturiana.

—¿Qué tal, Toni? ¡Hola, Estela! —José Torrijos se acercó a su mesa con uno de sus habituales ademanes amplios y teatrales. De unos sesenta años, bajo, rechoncho y muy vivaz, era el dueño de la Editorial Empusa, especializada en poesía, literatura alternativa y también novela negra—. ¿Y vuestra inseparable Cecilia? ¿Aún no se levantó? —Miró por la ventanilla del vagón y corrió un poco más la cortina—. Ya estamos llegando. Mirad ese puente tan antiguo. ¿No es precioso?

—Le estoy mandando un mensaje, pero no contesta. Se habrá quedado frita —dijo Toni, que soportaba con resignación los aires de gran prócer de las letras de Torrijos, porque estaba seguro de que era una manera de compensar las generalmente escasas ventas que obtenían sus ediciones. Todo por la calidad era su lema; él no se rendía ante el dinero fácil de una novela anodina prefabricada para las masas.

—Espabílala. Estoy a punto de convencerla para que me escriba una novela para el año que viene —les guiñó un ojo y se frotó las manos—, o un libro de poemas. No sé. Lo que quiera. Es un diamante en bruto. Luego cuando lleguemos a Gijón se me escapa, es una lagartija, la conozco. Brujilla... —Torrijos esbozó una sonrisa, se colocó cuidadosamente el cabello blanco que llevaba recogido en una coleta y tomó asiento en una silla de madera que cogió de la mesa de al lado. Su prominente barriga se marcaba en la camiseta oficial del evento, pero a él no pareció importarle demasiado—. Por cierto. Tengo una novela negra brutal. Un autor desconocido, Hugo Vane. Será una sorpresa. Ya os mandaré un ejemplar para que me deis vuestra opinión...

Toni se encogió de hombros y volvió a mirar el móvil. No había respuesta de Cecilia. Apuró el café de un trago y se levantó, un metro ochenta y ochenta kilos de peso repartidos en un cuerpo esculpido a base de entrenamiento durante muchos años. Alguna de las escritoras que desayunaban cerca le clavaron la mirada en el tatuaje de la nuca sin demasiado disimulo. Toni Izaguirre era bilbaíno de pura cepa, con un envidiable cabello corto, rizado y negro, ojos oscuros, ex futbolista reconvertido en escritor, que disfrutaba a todo trapo de las mieles de la soltería. Se desperezó estirando sus músculos, se comió un último trozo de jamón y se limpió los labios con la servilleta.

—Voy a despertarla. Venga. Ya son las diez de la mañana. Hora de levantarse.

Recorrió los vagones del expreso de la Robla, buscando la cabina de Cecilia. Por fuera parecía un tren antiguo, pero por dentro era moderno y estaba acondicionado con exquisitez. Durante los cuatro días que duraba el viaje, algunos escritores elegían dormir en el tren, otros, en hoteles de los sitios en donde pasaban la noche. Cecilia había preferido el expreso. Su naturaleza romántica hacía buenas migas con aquel recorrido por paisajes húmedos, verdes, plagados de robles, castaños, olmos, ríos trucheros que discurrían con lentitud por valles ignorados, y pueblos anclados en un tiempo pretérito que a ella, una madrileña urbanita, le parecían casi de cuento de hadas. Eso le había comentado a Toni la noche anterior, mientras bebían vodka con zumo de naranja a escondidas de todos los demás. Cecilia le había gustado desde el primer momento, tan vital, tan joven, tan fresca y decidida, con aquel cabello oscuro corto como el de un chico, y delgada como un junco a punto de quebrarse. Durante unos segundos recordó su boca saboreando su cuello interminable y frágil, los senos breves y la pericia de ella al recorrer su miembro con la lengua, y sintió una oleada de deseo repentino e inesperado.

Por el pasillo se encontró con Paco Serrano, crítico literario de renombre y autor de uno de los blogs sobre novela negra más importantes. Se dirigía al vagón restaurante envuelto en un aroma acusador a tabaco que no se molestaba en esconder. Toni le enseñó la hilera de su dentadura perfecta: aspiraba a que le hiciera buenas reseñas, cosa que todavía no había conseguido, así que no tenía ningún reparo en arrastrarse como una babosa delante de aquel personaje insoportable con aires de divo al que nadie aguantaba, pero que todo el mundo fingía adorar.

—Ya estamos llegando a Gijón. Este es el último túnel. Estoy ya hasta los cojones del puto tren —dijo el crítico. El expreso hizo un extraño en la vía y Serrano se apoyó con la palma de la mano en la ventana, el movimiento de un alcohólico a los ojos sagaces del escritor, que recibió al momento una vaharada del aliento bastante cargado que le confirmó sus sospechas.

—Voy a tomarme un Bloody Mary —continuó—. Quiero estar entonado al llegar. Menudo coñazo. Sin embargo, tú tienes que aguantar al pie del cañón, colega, si quieres llegar a algo en este mundo de tiburones. Dientes, dientes... —Le palmeó el hombro como si fuera un empresario arribista animando a un joven ingenuo y siguió su camino con vacilación hacia el vagón restaurante sin más.

Toni se lo quedó mirando con ganas de pegarle una buena hostia, pero su puño se cerró con fuerza y decidió golpear el revestimiento de terciopelo rojo de uno de los paneles del tren. «Este no es un pobre infeliz como Torrijos —se dijo—; este tiene poder y disfruta de ejercerlo, el muy cabrón.» Continuó cruzando vagones. El paisaje había dejado de ser bucólico y pronto aparecieron aquí y allá naves industriales y polígonos que anunciaban la cercanía de Gijón.

Toni golpeó la puerta, primero con timidez, luego, al no recibir resultado alguno, con más fuerza. Volvió a consultar el móvil, nada. Decidió llamar. A los pocos segundos, en el interior de la cabina comenzó a sonar una canción de Vetusta Morla, pero nadie contestó al teléfono. Resopló.

«Tampoco fue tan gorda la de anoche... ¿A qué hora terminamos? Fue temprano...»

Volvió a tocar la madera, con más insistencia. El mismo resultado. Notó una punzada de preocupación que le pareció infantil y decidió buscar a uno de los revisores para que abriese la puerta. El expreso estaba ya entrando en zona urbana, así que tampoco iba a pasar nada por despertar a Cecilia.

Estela se levantó. Había visto a Paco Serrano tambalearse hacia el bar y no tenía ganas de aguantarlo borracho ya de mañana. Quería ir a su cabina y repasar que todo su equipaje estuviese bien guardado y listo para bajar. Cogió su bolso de piel de marca exclusiva y su chaqueta blanca de seda y comenzó a dirigirse con disimulo hacia el fondo del vagón.

Fue entonces cuando se escucharon los gritos. Gritos de hombre. Los que permanecían en el restaurante dejaron de desayunar y se miraron, sorprendidos, atemorizados por la estridencia. Estela reconoció la voz de Toni. Le temblaron las piernas. Se armó de valor y corrió hacia el lugar de donde provenían las voces, esquivando a los que se interponían a su paso en los pasillos del tren, que cada vez rodaba más y más lentamente.

Era la cabina de Cecilia. Toni agarraba con las manos crispadas la puerta corredera, los ojos muy abiertos miraban hacia dentro, la boca torcida en un rictus de horror. Uno de los revisores, muy pálido, la agarró antes de que pudiera llegar hasta él.

—Señora, no se acerque. Por favor. Tranquilícese y vuelva a su vagón —logró decir con un hilo de voz, solo audible para Estela.

Toni la miró con angustia y se apartó de la puerta. Dio unos pasos hacia atrás y se apoyó en la ventanilla.

—Es Cecilia. Joder. ¡Está..., está...!

Y a continuación, el escritor se dobló por la cintura y vomitó en el suelo todo el desayuno.

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3

Tiempo que pasa, verdad que huye

El inspector de la Policía Judicial de Gijón, Ignacio Bernabé, aspiró el aire con fuerza: las primeras partículas hijas de la putrefacción aún no habían comenzado a esparcirse por la estrecha cámara. Miró hacia el pasillo. La cara de Toni Izaguirre era un poema mientras era interrogado por su compañero, el subinspector Emilio Prieto.

Se tocó la mascarilla, tratando de rascarse la barba rala y oscura con la mano enguantada y analizó la cerradura de la cabina. Luego entró y mandó salir con un ademán a los de la científica que estaban haciendo fotos del cuerpo.

—Quiero estar solo, háganme el favor.

Miró sin parpadear el cadáver de Cecilia Jardiel. Luego cerró los ojos y los volvió a abrir, impresionado. Respiró profundamente mientras empezaba a procesar lo que estaba viendo, toda la ira que impregnaba aquel lugar como una espesa tela de araña: la joven estaba desnuda, atada a la cama de pies y manos, el rostro amoratado por los golpes y por la cianosis. Era la típica escena de un crimen de naturaleza sexual, pero él nunca había sido testigo de semejante despliegue violento. «Estrangulada», pensó al acercarse y ver un sujetador rojo anudado al cuello. Las piernas completamente abiertas mostraban el sexo, cubierto por una pasta blanquecina. Bernabé se aproximó hasta ponerse al nivel de la vulva. Todo parecía sellado por silicona, desde el Monte de Venus hasta el ano. Nunca había visto nada igual. «¿Pos mórtem?», se preguntó, mientras intentaba ver alguna reacción vital en la piel. Si la había violado, tuvo que ser antes... Luego observó las ataduras, los nudos intrincados. «Se tomó su tiempo: trajo las cuerdas, la silicona, vino preparado. Sin embargo, la estranguló con su ropa interior. La puerta no estaba forzada, luego tuvo que conseguir una llave. O ella misma le abrió...»

La boca de Cecilia estaba amordazada, además de con la pasta de cemento, con unas bragas negras, los labios marrones reventados de un golpe. El sostén estaba dado de sí, incrustado en el cuello; habían actuado sobre él con una fuerza brutal. Bernabé de pronto recordó al Monstruo de Machala, Gilberto Chamba, un asesino en serie que alcanzaba el orgasmo al penetrar a la víctima al mismo tiempo que la mataba. La camiseta estaba rasgada, en el suelo; procuró no tocarla mientras se intentaba manejar por la estrechez de la cabina. Observó los golpes que Cecilia presentaba por todo el cuerpo, los antebrazos con signos de haber intentado defenderse. El nivel de violencia era muy intenso, se repitió. Alguien tenía que haber escuchado o notado algo, las paredes del vagón no eran muy gruesas... Apartó la cortina, pensativo.

Había dos posibilidades, que el asesino fuese alguien que iba en el tren, o alguien que subió en la ciudad de Oviedo durante la noche. ¿Y cómo abrió la puerta de la cabina? Habría que interrogar a todo el personal del tren. Desde luego había actuado a tiro fijo: Cecilia había sido una víctima seleccionada, sacrificada en el estrecho espacio de una cabina de tren. ¿Quién podía haberla odiado tanto? ¿Algún colega escritor? En aquel tren iban escritores famosos y no tan famosos, los medios habían informado por activa y por pasiva de quiénes iban a estar allí. Pero tampoco podía dejar de lado la posibilidad de que algún fan obsesionado hubiera visto la posibilidad de vengarse por el rechazo de la escritora... Resopló, angustiado por la posibilidad de fracasar ante un crimen que iba a concitar el interés de los medios de forma explosiva.

Bernabé fue al baño. Todas las cabinas tenían un servicio individual. Había minúsculos restos de sangre en el lavabo. «Se lavó aquí. Quizá también se cambió de ropa. No puede ser la primera vez que este tipo actúa. Es demasiado meticuloso, actuó con gran determinación. Todo está demasiado estudiado para ser un bisoño...» El inspector, un hombre de memoria excelente, no recordó ningún crimen remotamente parecido en los últimos años ni en España ni quizás en el resto de Europa. Tendrían que analizar en profundidad todos los delincuentes sexuales activos en los últimos tiempos, especialmente los que acababan de salir de la cárcel. Y contactar con la Interpol.

—Está aquí el forense, inspector, el señor Montañés. —El subinspector se asomó con cautela y lo interrumpió. Sabía que Bernabé necesitaba estar un buen rato analizando en solitario la escena del crimen, pero el forense no podía esperar más. Y el cuerpo tampoco.

—Está bien, que pase.

El forense, un hombre escuálido y totalmente calvo, con una perilla que le hacía parecer un personaje de un cuadro místico, le hizo un gesto de saludo. Lo conocía largo tiempo y sentía aprecio por la profesionalidad adusta del inspector.

—Siento la tardanza, Bernabé. He tenido una noche bastante movidita con un par de accidentes de tráfico... —Entró en la cabina y al momento soltó una imprecación—. ¡La madre que me parió!

Pero solo fue una reacción instintiva que le detuvo unos segundos. Luego comenzó a analizar el cuerpo siguiendo el protocolo con rigor, ante la vigilante mirada de Bernabé.

—Voy a tener que tomar la temperatura en el hígado. —Sacó el termómetro de su maletín—. Las livideces, aunque intensas, aún no están fijadas, como te habrás dado cuenta. Y el rigor mortis no está demasiado extendido... —Hizo una incisión minúscula en medio del abdomen para introducir el aparato bajo el hígado y esperó—. Yo diría que la hora de la muerte, aproximada, claro está, debió de ser sobre las cuatro o las cinco de la madrugada... estrangulación a lazo... —Le abrió los ojos por completo para enseñarle las petequias—. Te diré más cuando haga la autopsia.

—Atención preferente, Montañés. La quiero para esta tarde, lo más tardar, mañana. Este caso es de máxima prioridad. Se va a montar una buena.

—Veré qué puedo hacer, inspector. Tengo dos fiambres pendientes en la nevera y los de esta noche. Y estamos al mínimo de personal, es verano, ya sabes...

—No iba a ser tan tonto como para follármela y luego matarla en el tren. —Toni negaba con la cabeza mientras sus manos dibujaban aspavientos de indignación—. Escribo novela negra, pero no soy ningún degenerado, ¿qué se cree? ¡Le tenía mucho cariño a Cecilia! Cómo pueden pensar que yo...

Bernabé terminó de quitarse el traje protector y se acercó a su compañero, que había comenzado a presionar al escritor a partir de que este confesara que había pasado parte de la noche con Cecilia.

—¡Por supuesto que van a encontrar restos biológicos! ¡Estuvimos haciendo de todo durante un buen rato! ¡Pero una cosa es hacer el amor con una chica y otra muy distinta atarla a la cama y asesinarla!

—Cálmese. —Bernabé intervino poniendo paz en la conversación—. ¿Lo vio alguien salir? ¿Qué hizo al abandonar la cabina de Cecilia? Piense bien lo que va a decir. —Le miró fijamente a los ojos—. Es importante que sea muy exacto en sus declaraciones.

Toni se pasó la mano por los cabellos, nervioso y cansado, y aspiró hondo antes de contestar. Lo hizo lentamente.

—Salí sobre la una de la madrugada. Me fui a dar una vuelta por Oviedo. Les puedo decir los dos bares en donde tomé unas copas. Estuve hablando con un par de chicas, tengo sus teléfonos. Luego me fui al hotel, yo no duermo en el tren. Me resulta incómodo. Seguro que el hotel ha registrado mi entrada y mi salida en todas esas cámaras que tiene instaladas. El portero de noche puede corroborar lo que estoy diciendo.

—Bien, de acuerdo. Imagino que no tendrá inconveniente en venir con nosotros. Para asegurarnos. Si lo que dice es cierto, no habrá problema.

—Como quieran. Les aseguro que es cierto. Cuanto antes me lleven, antes me soltarán. Por cierto, usé preservativo. Lo tiré por el váter del baño de Cecilia, lo digo por si quieren recuperarlo. Conozco perfectamente las técnicas policiales, mi profesión me obliga, como ustedes comprenderán —añadió e hizo una mueca que intentó ser una sonrisa, sin conseguirlo.

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4

Trapos sucios

Gijón. Hotel Don Manuel

Estela se abrigó con el chal de Loewe. Hacía calor, pero ella sentía un frío cerval incrustado en los huesos. Estaba destemplada. Le dio una calada larga a su cigarrillo y expulsó el humo con nerviosismo. Sentía grandes deseos de regresar a Madrid. Aquello era suficientemente grave como para abandonar. Pero por otra parte, la Semana Negra era uno de los acontecimientos más importantes del año y lo último que quería era que la tacharan de cobarde por ausentarse de allí. ¿Una escritora célebre de novela negra huyendo asustada como un conejo cuando se tropieza con un crimen real? De ningún modo. Por no hablar de que el inspector de la judicial la podía requerir en cualqu

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