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Un fuego azul

Pedro Feijoo

Fragmento

1. El buen vecino

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El buen vecino

Martes, 24 de diciembre

Son las diez de la mañana. El ascensor del número 12 de la calle Ecuador tarda una eternidad en completar el recorrido. Tan solo es un viaje de seis pisos hasta la planta baja, pero la cabina se demora como si tuviera que descender desde el mismo cielo. Cuando por fin llega a su destino, la puerta todavía tarda un poco en abrirse. Tanto como lo que le lleva a su único ocupante a empujar la pieza de hierro y cristal traslúcido. Por fin abierta, del interior asoma la barriga de un hombre corpulento. La gorra que le cubre la cabeza apenas deja adivinarle en el rostro: una gruesa montura de pasta con cristales oscuros, una barba blanca, corta y afeitada sin demasiado esmero, y una expresión grave, concentrada. Avanza con lentitud, como con torpeza, y cualquiera que no lo conociese podría achacarle a su edad la razón para esa manera de moverse. Pero no, no es por eso. Porque por más que aparente otra cosa, en realidad este hombre no es tan mayor. Poco más de setenta años. Setenta y tres, para ser exactos. Aunque, puestos a decir la verdad, también cabría señalar que han sido setenta y tres años de pura vida desatenta, malos cuidados y peores hábitos, eso sí.

Por fin fuera del ascensor, el viejo suelta la puerta, y esta golpea con fuerza contra su marco. Y aunque ya debería estar acostumbrado, porque al fin y al cabo es el ascensor del edificio en el que, por lo visto, lleva viviendo media vida, el hombre aún se vuelve, sobresaltado, para echarle un vistazo por encima del hombro con aire reprobatorio. Uno de esos dejes de viejo gruñón, como si semejante estruendo le pareciera toda una impertinencia por parte de la puerta. Comienza a rezongar por lo bajo, pero no tarda en abandonar el gesto crispado en cuanto se da cuenta de que no estará solo por mucho tiempo: fuera, en la calle, alguien se ha detenido ante el portal.

Se trata de una mujer joven, que llega empujando el carrito de un bebé. Incómoda, frena el cochecito con una mano mientras, con la otra, rebusca en el bolso con gesto agobiado. Domingo sonríe al comprender (esa capacidad que tienen las llaves para no aparecer nunca en el bolso de una mujer), y le hace una señal para que no se preocupe, que ya él se encarga.

Con tanta agilidad como puede (más bien poca), baja los cuatro escalones que le separan de la entrada y abre el portal para dejarle el paso franco a la chica. Ella se lo agradece con una sonrisa rápida al tiempo que avanza empujando el carrito hasta el pie de las escaleras, y el viejo le responde con otro gesto amable. Pero el suyo es diferente. Se trata de una sonrisa que, él lo sabe bien, va tan cargada de amabilidad como de algo más. Ese «algo» en el que cualquier caballero español habría advertido los últimos rescoldos de una antigua galantería. Al fin y al cabo, Domingo es un viejo zorro, un truhan curtido en mil batallas amorosas. O por lo menos así es como a él le gusta recordarlo.

—Buenos días, ¡y feliz Navidad!

La mujer le devuelve la sonrisa, si bien la suya parece distinta. Impostada.

—Eso será mañana, ¿no le parece? Aunque bueno, tampoco me haga demasiado caso, que nosotros no somos mucho de ese tipo de celebraciones...

Desconcertado, a Domingo se le congela la sonrisa en el rostro.

—¿Ah, no? Vaya, ¿y eso por qué? —pregunta sin dejar de sacudir la cabeza—. No me digas que sois testigos de Jehová, o algo de eso.

—Pues no —responde ella, molesta, con una mueca—, no somos nada «de eso». Pero tampoco creemos que haya por qué dejarse arrastrar por todas estas campañas de consumismo tan salvaje, ¿no le parece?

Domingo arquea las cejas.

—¿Consumismo, dices...? —El viejo esboza una sonrisa perpleja, como si de pronto tuviera la sensación de que le están gastando una broma—. ¡Pero mujer, si es Navidad!

Pero la chica no le devuelve la sonrisa.

—Lo sé —responde con gesto seco—. Pero yo no tengo la culpa.

Sorprendido, Domingo no sabe muy bien qué decir.

—Sí, claro... Oye, ¿quieres que te ayude a subir las escaleras? —se ofrece, más por cambiar de tema, al tiempo que ya echa las manos a la estructura del cochecito.

Pero la mujer, rápida, vuelve a atajarlo con un ademán.

—No se preocupe —rechaza con una nueva sonrisa, aún más forzada que la primera—, ya estamos más que acostumbradas a hacerlo todo solas.

Y así, sin dar la oportunidad al anciano de reaccionar, la mujer levanta el carrito y sube los escalones. No es que sea precisamente una maniobra fácil, pero ella ha dejado claro que prefiere hacerlo así. Y Domingo, todavía con la sonrisa congelada en el rostro, comprende que la charla ha llegado a su fin.

«Vaya...»

El viejo murmura una despedida de cortesía y se da la vuelta, dispuesto a salir a la calle. Abre el portal y avanza un par de pasos hacia el exterior, dejando que la hoja se cierre a su espalda. Curiosamente, al contrario de lo que sucede con la puerta del ascensor, la del portal tarda bastante en cerrarse, lenta y suavemente. Pero, con todo lo que se demora, él aún sigue ahí.

El viejo no se mueve.

Con la espalda pegada a la puerta de aluminio y cristal, Domingo echa un par de vistazos. Primero a su izquierda, luego a su derecha. Al cielo, al frente, y de nuevo a uno y otro lado. No se relaja hasta estar por fin seguro de no apreciar nada que se pueda considerar como una amenaza. Entonces, se ajusta las solapas del abrigo sobre el pecho, y echa a andar.

Con paso firme, sin apenas levantar la mirada del suelo, el anciano desciende por la calle Velázquez Moreno; luego gira a la izquierda al llegar a la de Policarpo Sanz, sin entretenerse con nada ni con nadie hasta llegar a la pastelería Arrondo, justo frente al teatro García Barbón.

—Buenos días —saluda con gesto serio.

—¡Hombre! —Mucho más risueña que él, la mujer al otro lado del mostrador le dedica una mirada desenfadada mientras continúa ordenando una remesa de pasteles en el expositor—. ¡Buenos días, don Domingo, y feliz Navidad!

Pero Domingo no comparte el entusiasmo de la pastelera.

—Eso será mañana, ¿no te parece?

—Bueno, hombre, pero tampoco hay por qué escatimar buenos deseos, ¿no? ¿Qué, qué va a ser? ¿Algo especial para compartir esta noche con la familia, tal vez?

Pero el viejo no contesta. Aprieta los labios, y se limita a concentrarse en la contemplación del expositor, cargado con todo tipo de dulces y pasteles.

—Pues mira —responde al fin—, hoy me voy a llevar un milhojas de estos que tienes aquí. —Señala con el dedo índice, flaco y huesudo—. El de la derecha, el más grande.

Esta vez es la dependienta la que se queda en silencio. Inclina la cabeza, buscando en la dirección en la que el hombre señala, golpeando el cristal del expositor con la uña, y frunce el ceño, esbozando una sonrisa cansada.

—¿Nada más que un milhojas? —pregunta, devolviéndole una mirada de medio lado.

—Sí —le confirma el otro—, claro.

—Pero entonces ¿es solo para usted?

A Domingo parece incomodarle tanta preguntita. Resopla de mala gana, y también él levanta la cabeza.

—Oye, ¿y acaso no te lo estoy diciendo? —refunfuña.

La mujer niega en silencio a la vez que deja escapar un suspiro sonoro.

—Bueno, bueno, relájese, hombre, y no se me sulfure tanto, que ya se lo pongo...

Habla con el mismo tono de quien no está de acuerdo con la orden recibida por un superior.

—Pero una cosa le digo, ¿eh? Si esto se lo va a comer usted solito, luego no me venga con historias de que se le ha vuelto a disparar el azúcar, ni nada por el estilo. Que mucho hablar, pero luego se pone usted tibio, don Domingo. ¡Y ya me tiene más que frita!

Domingo desprecia la advertencia con un ademán de desinterés, y aparta la mirada hacia la imagen de la calle, reflejada en el espejo al otro lado del mostrador, mientras la dependienta le envuelve el pastel. Y entonces ve algo.

Una mirada que se cruza con la suya. Es apenas nada, un segundo, quizá menos. Una décima de segundo. Nada. Pero juraría que alguien le observa desde el exterior.

Sorprendido, Domingo frunce el ceño y gira sobre sí mismo. Pero no ve a nadie. Vuelve a buscar la imagen en el espejo. Y tampoco, esta vez ya no ve nada en el cristal. Domingo niega en silencio. Pero aun así...

Se gira una vez más, y retrocede un par de pasos hasta detenerse junto a la puerta. Mira a uno y otro lado de los cristales del escaparate, pero nadie se fija en él. Incómodo, el anciano frunce el ceño de nuevo. Él juraría...

—¿Ocurre algo?

El viejo apenas presta atención a la voz de la mujer a su espalda.

—Don Domingo —insiste la pastelera—, ¿se encuentra usted bien?

Pero don Domingo sigue sin responder. Hay gente en la calle, sí. Hombres y mujeres que van y vienen. Al fin y al cabo se trata de una de las calles más importantes de la ciudad. Céntrica, amplia, con mucho tráfico. Y está la parada de autobús, justo delante de la puerta de la pastelería. Y las tiendas de ropa, y los bancos... Y la hora punta, y también el frío. Pero nadie que se fije en él.

—Sí —responde al fin—. Estoy...

—¿Qué?

Domingo aprieta los labios.

—No, nada. Es que pensé que había visto a alguien. Oye, mira, mejor será que me digas qué te debo.

Media hora más tarde, Domingo vuelve a doblar la esquina de la calle Ecuador, pensando nada más que en llegar a casa de una vez y zamparse el pastel. Que para eso era, hombre. Que a sus años ya pocos gustos se puede dar. Que en su situación, solo y sin nadie que le espere en casa, ya está de vuelta de todo como para andarse con según qué formalismos. ¿Nochebuena? Venga ya, ¿qué Nochebuena ni qué niño muerto?

Abre la puerta, y en esta ocasión el anciano no se cruza con nadie, de manera que para cuando termina de subir los cuatro escalones y entra en el ascensor, la hoja del portal aún no ha terminado de cerrarse.

Lento como es para bajar, el ascensor todavía lo es más para subir. Y Domingo no puede evitar percibirlo: a pesar de ser apenas mediodía, en el trayecto ya huele a comida. A estas horas, los vecinos ya están ocupados preparando el marisco para las cenas de Nochebuena, y el aroma a langostino cocido se cuela por todos los rincones del edificio.

El ascensor se detiene en su planta justo cuando el anciano comenzaba a sentir que ya no podía más. Su vejiga ya no es la que era, y Domingo asoma su cuerpo al descansillo del sexto piso con la urgencia dibujada en el rostro. Por fin frente a la puerta de su apartamento, y todavía con el pastel en la izquierda, sacude el llavero con la mano derecha, intentando dar de una vez con la llave correcta, sin dejar de balancearse, incómodo, de un pie a otro. Dios, comienza a sentir que ya no puede más... En voz alta, maldice su torpeza y se dice a sí mismo que a este paso acabará orinándose en pleno rellano, cuando de pronto algo llama su atención. Un ruido seco. A su derecha, en las escaleras. Deja de mover las llaves y permanece en silencio. A la escucha.

Pero no oye nada.

La vejiga le advierte una vez más que se deje de historias, y Domingo se concentra de nuevo en encontrar la llave de su apartamento. Pero entonces vuelve a oírlo. Sí, hay alguien ahí, en el tramo que sube del quinto piso.

—¿Hola?

Nadie responde.

—¡Oiga! —insiste, al tiempo que se gira ligeramente para asomarse en dirección a las escaleras—. ¿Quién anda ahí?

Pero tampoco esta vez obtiene respuesta. El tramo hasta el piso inferior está envuelto en una negrura que, de pronto, inquieta al viejo Domingo. El descansillo del sexto tan solo está iluminado por la ínfima claridad que se cuela a través de una pequeña ventana que da al patio interior. Y a Domingo ya no le parece suficiente. Ni protectora. Pulsa el interruptor de la luz de las escaleras, pero solo para descubrir que, casualmente, no funciona. Y comprende.

No, esa avería puede ser cualquier cosa menos casual. No, las cosas no van bien.

Inquieto, traga saliva y recuerda el llavero que todavía tiene en la mano. Y hace por encontrar de una maldita vez la llave de su casa. Y se pone nervioso, y no solo no la encuentra, sino que ahora las llaves se le caen al suelo. Y se agacha tan rápido como puede para recogerlas. Y entonces vuelve a escuchar el ruido. Y ahí está.

Es un paso. Un paso perdido en el centro de la negrura.

Domingo permanece inmóvil, aún agachado en el suelo del descansillo. Y otro paso más. Alguien está subiendo desde el quinto.

Y Domingo aprieta los dientes.

Y en ese momento cae en la cuenta de ese otro ruido.

Es un zumbido eléctrico. Un sonido agudo y quebrado, como el de uno de aquellos antiguos flashes fotográficos volviendo a cargarse después de un disparo. Pero él sabe que esto no es un flash...

Intenta reaccionar. Ponerse en pie, y huir. Por donde sea. Todavía agachado, repara en la fina franja de luz que se cuela bajo la puerta del ascensor. Nadie lo ha llamado, de manera que ahí sigue, esperando. Piensa en un giro rápido, un movimiento que le permita volver a meterse en el ascensor, y...

Pero no llegará a hacerlo.

Cuando quiera comprender lo que está sucediendo ya será demasiado tarde. Porque el viejo Domingo apenas tiene tiempo de tensar los músculos antes de sentir el impacto, el tacto frío del aparato sobre su cuello. Y de manera instantánea, la descarga eléctrica. Un latigazo terrible que, como un relámpago, feroz y violento, atraviesa su cuerpo, sacudiéndolo desde la cabeza hasta el vértice de cada una de las extremidades, para acabar empujándole la cara contra el suelo del rellano, con el paquete del milhojas aplastado bajo la mejilla. Y, justo a continuación, el pinchazo.

Un aguijón rápido y frío en la garganta, y lo último que verá antes de cerrar los ojos serán sus gafas, caídas sobre las baldosas, justo al lado de una bota de montaña.

Ese será el momento, el instante exacto en que Domingo perderá el conocimiento. Mientras siente el tacto frío del suelo y, casi al mismo tiempo, toda esa humedad, extrañamente cálida, entre sus piernas, el anciano se desvanecerá comprendiendo: al fin y al cabo, era cuestión de minutos que su vejiga se rindiese.

Cuatro instantes de consciencia

Cuatro instantes de consciencia

Uno

En algún espacio oscuro, denso y pesado, ahogado en el fondo de su pensamiento, el viejo Domingo se resiste a dejarse ir. Con todas sus fuerzas, pelea por recuperar la consciencia. Por regresar a la superficie. Pero no puede, y únicamente es capaz de percibir detalles sueltos, pequeños destellos de claridad. Tal vez algo semejante al movimiento, alguna sensación... Como ese vaivén.

Sí, Domingo intuye que está en movimiento. Pero no es él quien se mueve. No, él permanece tumbado sobre algún tipo de transporte en marcha. Un vehículo que se mueve rápido, muy rápido. Intenta concentrarse. Estaba llegando a su casa, y perdió el conocimiento. Recuerda su propia imagen en el suelo, vagamente reflejada en los cristales de sus gafas. ¿Es una ambulancia, quizá? Se esfuerza por abrir los ojos. Pero no, no puede ser. Demasiado oscuro. Y demasiado frío. El viejo lo siente, ese frío intenso asaltando su cuerpo desde la espalda. Está tumbado e intenta decir algo. Pero no alcanza más que a balbucear. Y no obtiene respuesta. ¿Será porque no logra articular ni una sola palabra, en realidad? Lo intenta una vez más pero, como en una pesadilla, comprende que ni siquiera es capaz de abrir la boca. Se concentra. El suelo, los bordes redondeados, y su mano percibe el tacto frío del metal. Y cree comprender. Está solo, indefenso, tumbado en el suelo de algún tipo de vehículo de carga. ¿Una furgoneta? Quiere protestar, pero la rabia se convierte en angustia. Y luego quiere gritar. Y entonces llega el giro brusco. La sacudida. Una curva tomada a demasiada velocidad, y el cuerpo de Domingo, incapaz de mover un brazo, mucho menos de agarrarse a nada, sale despedido contra uno de los laterales, y su cabeza se golpea contra sabe Dios qué. Y su consciencia vuelve a desaparecer por la alcantarilla de un quejido sordo, ahogado y sin voz, envuelta en el olor de su propia orina.

Dos

Algo lo ha traído de vuelta. El movimiento seco. El vehículo permanece inmóvil. ¿Se ha detenido? Sí, eso parece, y lo que percibe ahora es un sonido que llega desde el exterior. Puertas que se abren y puertas que se cierran. Y golpes graves, metálicos y compactos. Son las puertas del vehículo. Delante. Y también detrás. ¿Cuánto tiempo ha permanecido inconsciente? No lo sabe... ¿Minutos? ¿Horas, tal vez? Las puertas del compartimento de carga. Alguien ha abierto el portón a sus pies, y ahora lo agarra por las piernas y tira de él. Debería resistirse, debería defenderse. Debería hacer algo. Pero no puede. En su interior sigue peleando por reaccionar. Con dificultad, apenas logra captar algo de lo que sucede a su alrededor.

«Concéntrate.»

De acuerdo, ahora ya no está acostado. No, ahora está sentado. Está sentado y a la vez en movimiento. Una silla de ruedas, claro. Percibe algo más, la brisa fría, gélida, que le corta la cara.

«Despiértate, despiértate...»

Comprende que está en el exterior, y lucha con todas sus fuerzas para no dejarse llevar de nuevo por la inconsciencia. Pelea duro consigo mismo hasta conseguir abrir los ojos. Apenas nada, una brecha siquiera, lo justo para intentar percibir algo. Pero no es mucho. La luz tenue y fría de las primeras horas de la tarde, aún gris. De manera que eso es, no ha pasado tanto tiempo... Está en el exterior, sí, puede sentirlo en el tacto frío de la piel. Pero apenas logra identificar el entorno. Atraviesa algo que alguna vez debió de ser un jardín, y que ahora solo es un espacio de vegetación descuidada en los primeros días del invierno, mientras alguien empuja la silla de ruedas en que lo llevan. ¿Quién es, quién está ahí? Abrir los ojos como para dibujar apenas una línea del horizonte ya es un esfuerzo colosal, imposible intentar girar la cabeza. Vuelve a perder el conocimiento justo antes de llegar al siguiente espacio. Agotado, se deja ir en el baño de la luz naranja que empapa una especie de cobertizo de madera, abierto en el otro extremo del jardín.

Tres

Vuelve a despertarse. Esta vez es el estruendo lo que lo trae de regreso. El golpeo rítmico de algún tipo de mecanismo. Impactos, metal sobre metal. Intenta abrir los ojos, no puede. Toda esa claridad al otro lado de los párpados... Lo intenta de nuevo y abre los ojos, pero apenas logra enfocar con un mínimo de nitidez. Formas, estructuras... Parecen muebles antiguos. Altos, muy altos. Demasiado. Se siente pequeño. Se siente como un niño, y a punto está de dejarse ir una vez más. Pero no lo hace. Lucha por mantenerse en ese acceso de consciencia, aunque sea tan limitada. Intenta pensar, y luego comprende algo más.

«Concéntrate, puede ser importante...»

Lo que ocurre no es que los muebles sean tan altos: es que él está tumbado en el suelo. Y de nuevo vuelve a sentir el frío. Un frío intenso, aunque diferente al de antes. Este es aún más feroz que el de la furgoneta. Intenta palparlo una vez más, y se angustia al comprender que está tendido sobre un suelo terriblemente frío. Cemento. Tal vez sea el suelo de algún tipo de bodega. O de un sótano, o de un establo...

O de una celda.

Se agobia, por un instante siente cómo la angustia invade todo su pensamiento. Y luego percibe el riesgo: la angustia quiere ser pánico. Y el pánico hace que uno pierda cualquier posibilidad de control. Tiene que abrir los ojos, tiene que abrir los ojos. La claridad duele, pero se esfuerza por adaptarse a ella. O, cuando menos, por aguantar. Sobre los muebles le parece identificar algunos tipos de máquinas. Viejas, sucias. Y botes y tarros, también sucios, grises, apilados en los estantes. Y herramientas... Aunque no puede verlo con claridad. Claro, le faltan sus gafas. ¿Dónde está, a dónde lo han traído? Diría que se trata de un taller. Y entonces explota el ruido. Un ruido intenso, fuerte y constante, que le hace volver a cerrar los ojos. ¿Qué ocurre?

¿Acaso es algún tipo de motor? No, no es eso. Intenta tranquilizarse, no dejarse llevar por la angustia. A sus años, Domingo es un hombre con mucha vida a sus espaldas, con experiencia. No puede permitir que el pánico le nuble el juicio.

«Piensa, ¡piensa!»

Y de repente lo entiende. El ruido no es de un motor mecánico, sino otra cosa. Una sierra, es una sierra eléctrica. Y al momento comienza a percibir el olor. Ese olor tan intenso, tan característico... Madera. Sí, eso es. Huele a madera recién cortada. De pronto, el mecanismo de la sierra se detiene, y un nuevo sonido comienza a distinguirse sobre el ruido del motor eléctrico que poco a poco se ha ido deteniendo. Pasos. Una vez más procura concentrarse. Tiene que ser capaz de mantener los ojos abiertos. Alguien se le acerca por detrás, y Domingo decide intentar un contacto.

—Escuche...

Pero no hay más respuesta que aquella otra que ya había olvidado. Un nuevo aguijón en el cuello y, otra vez, la oscuridad.

Y, entre el mar de tinieblas que se cierne sobre él, Domingo comienza a tener la sensación de que alguien balancea suavemente la nave en que todo su cuerpo se ha convertido. Que su voluntad ya no es suya, y que alguien lo gobierna de marea en marea, de derrota en derrota. Y, con todo, lo cierto es que no le resulta desagradable. Se siente como si lo estuvieran meciendo en una suerte de cuna. Alguien se mueve a su lado, y el anciano se deja llevar por un sueño, uno en el que alguien lo acaricia con suavidad, lentamente, a lo largo de todo su cuerpo. De arriba abajo, de banda a banda...

Y entonces vuelve a sentir el relámpago.

Solo es otro latigazo, rápido y fugaz como el que recibió en el descansillo de su apartamento, aunque este no viene cargado de electricidad, sino de razón, de entendimiento. De lucidez. Se trata de la descarga justa para comprender que tal vez lo que ocurra no sea un balanceo. Tal vez lo que suceda sea que le están... ¿tomando las medidas?

Domingo intenta salir de la bruma una vez más. Pero no logra hacerlo. Sea lo que sea lo que le están inyectando, la última dosis aún es reciente y sus efectos poderosos. Y, al tiempo que siente cómo alguien desnuda su cuerpo, Domingo empieza a soñar con un aserradero. Sin que pueda hacer nada por evitarlo, el viejo se desvanece soñando que entra en el taller de un carpintero que solo construye cunas.

Y cuatro

Lentamente, Domingo vuelve en sí. No sabe cuánto tiempo ha pasado, pero por fin, ahora sí, siente que ya no hay nada contra lo que luchar. El efecto de las drogas ya se ha disipado, y ahora solo tiene que despertar. La cabeza le duele muchísimo, y siente la boca seca y áspera, pero por lo menos sabe que ya no volverá a desmayarse. Comprende la necesidad, la urgencia de ir tomando conciencia de la situación. ¿Qué es lo que está pasando? Está tumbado boca arriba, y sigue sintiendo frío. Mucho frío. Porque ahora, además, tiene la sensación de estar desnudo, y el instinto le lleva a palparse.

Pero no tarda en descubrir que no puede.

¿Qué ocurre?

Intenta levantar las manos, pero sus muñecas dan una y otra vez con una superficie áspera y dura que no le permite tocar su propio cuerpo. Y todo en un espacio muy reducido. Por más que lo intente, las manos apenas pueden tantear unos pocos centímetros de una misma superficie. Abre los ojos, pero no logra ver nada. Está en la oscuridad más absoluta. O ciego. Y sí, esta vez no puede negarlo: definitivamente, Domingo está asustado.

Sintiendo que de nuevo lo acecha la angustia, el viejo Domingo se debate para no sucumbir al miedo, e intenta levantar la cabeza, pero lo brusco de su movimiento se convierte en dolor instantáneo. Con ello lo único que consigue es golpearse la nuez contra algo. Una superficie firme a muy poca distancia de su garganta. Se esfuerza por levantar los párpados, por asegurarse de que realmente tiene los ojos abiertos y que esto no es otro sueño. Y no, no lo es. Poco a poco, la vista se va acostumbrando a la oscuridad, y, con las pupilas dilatadas al máximo, el anciano logra enfocar algo. No puede levantar la cabeza porque ahí delante, justo sobre su cuello, un pequeño muro no le deja ir más allá. Se concentra en la sensación, en el tacto, en la piel contra la pieza. Y comprende. Es madera.

Madera... Recuerda el sonido de la sierra eléctrica.

Y ahí está, una pequeña estructura hecha con tablas, quizá de unos veinte o treinta centímetros de altura, levantada justo sobre su garganta, como si de una especie de guillotina de madera se tratase. ¿Qué es lo que sucede?

—¿Hola?

Pero nadie responde. Vuelve a intentar palpar su propio cuerpo, pero el resultado sigue siendo el mismo. No puede. Porque aunque siente que tiene las manos al aire, apenas puede moverlas, y lo único que alcanza a tocar es lo mismo que tiene delante de los ojos. Madera, brava y sin pulir. Y entonces comienza a comprender.

En algún momento, entre una pérdida de consciencia y otra, Domingo soñó que lo metían en un ataúd y lo enterraban vivo. Pero ahora entiende la realidad. No está muerto, y tampoco está dentro de ningún féretro. Está vivo, sí, aunque la situación tampoco es que sea la más halagüeña: completamente desnudo, parece tener el cuerpo atrapado en el interior de una caja de madera construida a medida, de la que solo han quedado fuera las manos y... ¿los pies? Intenta moverlos. Sí, confirma, los pies también. Y la cabeza, claro. Por favor, ¿qué está pasando?

Sigue esforzándose cuando, de pronto, recibe el impacto de una claridad brutal. El fulgor de varios focos de luz encendiéndose alrededor de la caja arrasa con sus ojos, que aún tardarán un buen rato en adaptarse a la nueva situación.

—¿Te has despertado? Bueno, ya iba siendo hora. Feliz Navidad...

«Eso será mañana», piensa.

Lentamente, Domingo intenta volver a abrir los ojos. La luz le golpea con fuerza, y el dolor de cabeza no ayuda. Con cuidado, va enfocando lo que hay a su alrededor hasta donde le es posible. Y vuelve a situarse. Sigue en el suelo de la misma estancia de antes. Los mismos muebles viejos, las mismas máquinas... Pero ahora está la caja. Una enorme pieza de madera de pino en la que su cuerpo ha sido recluido. Alguien camina más allá de sus pies, allá donde el viejo no puede hacer más que intuir. Desesperado, Domingo vuelve a intentar el diálogo.

—Sí, ya estoy despierto. Escuche, por favor, no entiendo nada... Le ruego que me saque de aquí.

Pero el anciano no obtiene más respuesta que el sonido de los mismos pasos. Sea quien sea la persona que lo acompaña, prefiere no hablar. Manipula algo fuera de su campo de visión. Líquido, se trata de líquido vertido en algún recipiente. Y un sonido más que Domingo no puede identificar. Algo rozando el cristal... ¿Metal? Sí, claro, eso es, está revolviendo algo en un vaso de cristal.

—Tienes sed.

Lo único que Domingo identifica con claridad es que se trata de una voz masculina, pero poco más. Ni siquiera es capaz de discernir si eso ha sido una pregunta o una afirmación. De todos modos, a Domingo le da igual. El dolor de cabeza, la boca seca y la garganta áspera responden por él.

—Sí...

El hombre se le acerca por detrás y se agacha hasta dejar el rostro a muy poca distancia del de Domingo. Lo observa con una expresión que al anciano le parece carente de vida, si bien tampoco puede asegurarlo. Una de las consecuencias de la diabetes es que Domingo ya no puede ver con claridad sin sus gafas. Las mismas gafas que se quedaron en el suelo del descansillo, de manera que el viejo adivina, más que ve, el vaso que el hombre le acerca a los labios.

—¿Qué... qué es esto?

—Agua con azúcar —le responde el otro al tiempo que pega el borde del vaso a los labios del viejo—, para que recuperes fuerzas.

Lo complicado de la postura hace que parte del líquido se derrame. Pero no todo. En efecto, Domingo tiene sed, y bebe con ansia. Y sí, el contenido es agua, pero, a pesar de estar cargada de azúcar, no deja de reparar en ese otro sabor.

—Aquí hay algo más...

—Por supuesto —admite el hombre mientras se vuelve a retirar al mismo punto ciego de antes—. Laxante.

Domingo frunce el ceño.

—¿Cómo dices?

—Laxante —repite el hombre con voz neutra—. En media hora como mucho deberías tener una crisis intestinal severa.

A Domingo se le vuelve a secar la boca.

—Pero... —traga saliva—, no puedo moverme.

La ansiedad del viejo aumenta sin provocar ningún tipo de reacción en el otro.

—Bueno, de eso se trata.

Cada vez más angustiado, el viejo Domingo comienza a revolverse con fuerza en el interior de la caja. Por desgracia para él, todos esos movimientos solo le sirven para cerciorarse de que, en efecto, la caja de madera está firmemente construida, y no parece alentar demasiadas posibilidades de liberarse de ella. El anciano todavía continúa intentando algún movimiento cuando el hombre regresa junto a él. Domingo se detiene a observarlo, y comprueba que en esta ocasión no viene con agua. Esta vez, el hombre trae un bote lleno de un líquido oscuro y denso en una mano, y un pincel en la otra. Domingo intenta seguir la maniobra con la mirada, moviendo la cabeza hasta donde la caja se lo permite.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta—, ¿qué es eso?

Pero el otro permanece en silencio. Se limita a volver a agacharse y, empapando bien el pincel en el jugo, comienza a untar los pies del viejo.

—¿Qué haces? —insiste el anciano—, ¿qué es eso?

—Sangre —responde al fin el otro—. A las ratas les encanta.

2. Sebastián

2

Sebastián

Diez días antes. Domingo, 15 de diciembre

—¿Los más voraces, dice? —Extrañado, el hombre se echa la mano a la parte posterior de la cabeza y comienza a rascarse lentamente el nacimiento del pelo, justo por debajo de la goma de la gorra—. ¿Se refiere a cuáles comen más?

Es domingo por la mañana, y el sol todavía no calienta lo bastante como para ahuyentar el frío en la feria de ganado de Melide.

—No. Lo que yo le estoy preguntando es cuáles comen con más ansia.

El hombre de la gorra se lo queda mirando. Joder, ¿qué clase de pregunta es esa?

—Pues la verdad es que tampoco sabría muy bien qué decirle... —responde sin dejar de rascarse—. Supongo que eso depende.

—¿De qué?

—Hombre, pues del tiempo que los tenga sin comer, ¿no?

El tratante esboza una sonrisa nerviosa, buscando la complicidad del otro. Pero el hombre, este extraño cliente, no le devuelve el gesto.

—A ver —continúa, intentando sobreponerse a la incomodidad que el individuo le provoca—, si eso es lo que más le interesa... —Vuelve a echar un vistazo a su alrededor—. No sé, yo diría que ese, ese de ahí. Aunque nada más sea por su tamaño.

El vendedor señala en dirección al fondo del redil, donde un animal enorme, de piel rosada y pelaje a manchas blancas y negras, no deja de moverse, inquieto, a uno y otro lado.

—Es un celta —explica—. Estos bichos son de lo mejor que hay. Fuertes, muy robustos, y a poco que lo engorde verá cómo le da una carne muy buena, muy melosa. Ah, y para chorizos y jamones también van muy bien, porque...

—¿Es agresivo? —le interrumpe el otro.

El tratante vuelve a quedarse mirando a su interlocutor. Pero ¿qué carajo...?

—Hombre —responde, más desconcertado a cada pregunta—, agresivo, lo que se dice agresivo... No, estos animales no son muy agresivos. Más bien todo lo contrario. Pero, claro —añade—, fíjese usted en él... Una cabeza tan grande viene con una boca igual de grande, de manera que, ¿qué quiere que le diga? Como le haga pasar hambre, yo no pondría la mano muy cerca de esos dientes...

Esta vez sí, al tratante le parece adivinar un gesto de aprobación en la expresión del hombre. Es apenas nada, un movimiento casi imperceptible en la comisura de los labios. Pero sí, ahí está. Algo parecido, aunque de lejos, a una sonrisa.

—Oiga, pero ¿usted para qué...?

—De acuerdo —ataja el cliente—, me lo llevo. Una última cosa.

—Usted dirá.

—¿Sabe si en la feria hay algún puesto de ferretería?

—¿Ferretería?

El tratante de cerdos frunce el ceño al tiempo que vuelve a rascarse la cabeza, mirando en una y otra dirección.

—Sí... —responde al cabo—, creo que sí. Diría que en esa dirección, hacia la plaza. Me suena que por ahí hay un par de puestos. Aunque tampoco es que sean gran cosa. Lo digo porque si es para comprar un martillo y cuatro tornillos, pues igual le vale, pero si está buscando algo muy específico...

—Correas —vuelve a atajarlo el comprador.

—¿Correas? —repite el tratante—. ¿Para los animales?

—Algo así —le responde el otro—. Y un par de embudos. De esos metálicos. Grandes.

3. Mateo

3

Mateo

Viernes, 20 de diciembre

Viernes. Si las cosas fueran normales, tal vez podría entusiasmarme con la proximidad del fin de semana. Pero, en mi situación, sé que lo mejor siempre es no hacerlo. No esperar nada. O, por lo menos, nada bueno. Porque este trabajo es de los que te recuerdan una y otra vez que todo en la vida son imágenes contrapuestas. Violencia y breves composiciones de paz. Sufrimiento e instantes fugaces de tranquilidad. Desesperación y pequeñas islas de calma. Como esta.

Ella y yo en la cocina de su piso a primera hora de la mañana, ajenos al mundo, sin dejar de cruzar miradas cómplices con sonrisas que nos delatan. Juega a mantenerme la mirada, a observarme, a ver quién aguanta más. Jugamos a contemplarnos como si no nos conociéramos, como si fuéramos dos extraños que se acaban de descubrir el uno junto al otro. Juego a devolverle el gesto. Pero no soy capaz. Apenas puedo resistir su mirada intensa, como de otro mundo, y siempre acabo perdiendo en una sonrisa entregada. Y, mientras desayunamos en silencio, las sonrisas que esperan permiso de nadie para asomarse vienen a refrescarnos la memoria de todos los besos y el calor de la noche pasada, aún reconocible en la manera de observarnos. O quizá en la de no hacerlo. La vida son imágenes contrapuestas, una pequeña galería de emociones enfrentadas con el único fin de recordarnos que no se puede tener todo, y que nada dura demasiado. Especialmente lo bueno.

Los dos desayunando juntos, conmigo todavía buscándolo, ese aroma tan especial, el olor de Viola flotando en todos los rincones de la mañana. Y ha de ser mi móvil el que tiene que venir a romper el silencio.

Pulso el icono verde. «Dime», y ya no hago más que escuchar. Y asentir al comprender. Se acabó.

Ella también se da cuenta, justo al tiempo que la última molécula de su aroma se desvanece entre el olor del café, humeante en su taza.

—Te tienes que ir, ¿no?

Asiento en silencio, y ella me devuelve una sonrisa resignada. No le agrada, pero sabe que no hay otra opción.

—Vaya...

—Pero podemos vernos esta noche —sugiero, así, como sin querer, al tiempo que comienzo a recoger mis cosas de encima de la mesa.

—¿Esta noche?

—Sí.

—¿Y no tendrás trabajo?

—Bueno, hoy es viernes, y en principio tengo el fin de semana libre... No sé, tal vez podríamos pasarlo juntos. Si a ti te va bien, claro.

Casi ni me doy cuenta de que sigo de pie, inmóvil a la espera de su respuesta. Y... ¿entusiasmado? No, casi ni me doy cuenta. Ahora lo único que quiero es que ella me diga algo. A poder ser un sí. Pero no lo hace. Viola se limita a observarme, y yo apenas soy capaz de mantenerle la mirada. Sus ojos, de un azul intenso y clarísimo, tan profundos... Como de otro mundo.

—De acuerdo —asiente al fin, y yo esbozo algo semejante a una sonrisa, rápida y confusa.

—Estupendo. ¿Nos vemos aquí?

—Claro —responde.

—Bien.

—Bien... Nuestros coches detenidos ante el portal confirman que la dirección es la correcta. Uno de esos edificios viejos del Calvario, frente al mercado. Es el tercero. Sin ascensor, faltaría más. El agente que guarda la puerta se echa a un lado al reconocer mi presencia, asomándose fatigada por el hueco de la escalera

—Señor —saluda cuando paso junto a él.

Le devuelvo el saludo en silencio y avanzo hasta el recibidor, para dar casi al momento con la subinspectora Santos y, junto a ella, el subinspector Laguardia. Con la mirada perdida en el suelo, Santos permanece apoyada contra la puerta de una de las estancias mientras Laguardia toma notas en su cuaderno, inmóvil en medio del pasillo.

—A ver, ¿de qué se trata?

Al verme, Ana Santos resopla sin demasiado entusiasmo.

—Pues de una mierda del quince, jefe... De entrada, dos que ya no tendrán que discutir por la cena de Nochebuena.

—Bueno, eso que ganan. ¿Y algo que sea un poco más específico?

Por fortuna, Antonio Laguardia todavía no es tan parco en detalles como su compañera.

—Dos ancianos, un hombre y una mujer. Los hemos encontrado en el cuarto de baño.

—¿Dos ancianos? —repito—. Vaya por Dios... ¿Tenemos la causa de la muerte?

Laguardia ladea la cabeza y aprieta los labios en un ademán dubitativo.

—Pues no sabría qué responder, señor. A priori, parece un ahogamiento. Pero teniendo en cuenta que también les faltan las manos...

Arqueo las cejas.

—¿Cómo dices?

—Que alguien se ha pasado con la manicura —interviene Santos, siempre tan expeditiva—, y a estos dos les han cortado las uñas a la altura de las muñecas, señor.

Me la quedo mirando, considerando la posibilidad de recordarle una vez más cuáles son las maneras más adecuadas para dirigirse a un superior, mientras la subinspectora se limita a chasquear la lengua, como si me estuviera diciendo: «Pues es lo que hay».

—Vamos, que la cosa no va de violencia doméstica...

Ajeno a mi sarcasmo, Laguardia niega con burocrática pulcritud.

—No, señor. Es cierto que de momento no podemos descartar nada, y que, de hecho, ni siquiera sabemos si se trata de un matrimonio, de una pareja, o de qué... Pero, si me apura, yo diría que no, señor. O, vaya, en todo caso sería el primer caso de violencia doméstica en el que ambos cónyuges acaban amarrados en la bañera después de haberse cortado las manos el uno al otro.

Frunzo el ceño.

—¿Dices que están amarrados?

—Sí, señor —se adelanta a responder Santos, siempre mucho más impaciente que Laguardia—, más apretados que las tuercas de un submarino. Nunca mejor dicho...

—Vaya... ¿Y sabemos quiénes son?

Laguardia suelta un suspiro, rápido y seco.

—No —responde—. Por ahora lo único que hemos podido confirmar es que el piso está alquilado a una tal Pilar Pereira.

—Suponemos que se trata de la misma mujer que está ahí dentro —apunta Santos—, aguantando la respiración bajo el agua. Aunque ya le digo que aunque ella o el otro fulano estén fichados, esta vez no nos va a resultar nada fácil tomarles las huellas.

Me quedo mirando a la subinspectora Santos.

—¿Acaso se han llevado las manos?

—No, no, qué va —me responde—, si las manos están ahí, dispuestas sobre los cuerpos. Lo que pasa es que están hinchadas como si alguien hubiera soplado dentro de unos guantes de goma...

—Es cierto —corrobora Laguardia con un mohín incómodo—. A juzgar por el estado de los cadáveres, yo diría que esos dos ya llevan unos cuantos días sumergidos.

—Joder... —suspiro a la vez que niego con la cabeza—. O sea, que la bañera todavía está llena.

Los dos asienten en silencio.

—Sí, señor. Llena de agua y sangre.

Resoplo una vez más, imaginándome la escena. Todavía no he comenzado, y ya no tengo ganas de seguir.

—¿Y qué más, tenemos alguna otra cosa?

—De momento no, señor. Hemos preferido esperar a que llegase usted antes de empezar a hablar con los vecinos.

—Ya veo...

Yo también aparto la mirada, en dirección a la puerta principal. Cada vez me cuesta más hacer esto.

—¿Quién más ha venido? ¿Estamos solos?

—No —responde Santos—. Batman está en el cuarto de baño, preparando el reportaje fotográfico.

Laguardia la reprende con la mirada.

—Ya sabes que no le gusta que le llamen así.

—¿Y cómo coño quieres que le llame? —replica la otra, ajena a cualquier recomendación de discreción—. ¿Rarito? Yo creo que Batman está mejor. Es más cariñoso.

—No está bien —advierte Laguardia.

—No veo por qué...

—De acuerdo, vale ya —zanjo la disputa—. Dejémosle acabar. Y no le llames así, Santos, coño. Que ya sabes que no le gusta...

Esperamos en silencio. Y no es que no haya prisa. Por una parte, sean quienes sean las dos personas del baño, lo cierto es que ya no irán a ninguna parte. O por lo menos no hasta que un juez dicte el levantamiento de los cadáveres. Pero, por la otra, es evidente que cuanto antes entremos antes podremos empezar con la investigación. Y antes podré salir de aquí. La verdad es que de un tiempo a esta parte me cuesta cada vez más enfrentarme a este tipo de situaciones. Me siento cansado, agotado... Frustrado.

Intentando no pensar demasiado en esto, desvío la mirada hacia el interior de la estancia que se abre a la espalda de Santos, al otro lado de la puerta en la que sigue apoyada. Se trata de un salón pequeño, anticuado. Oscuro. Y me detengo en los detalles.

Porque de entrada la casa no tiene nada de especial. Un edificio viejo, probablemente de los que se construyeron durante el franquismo. Un piso deslucido, con olor a cerrado y naftalina, y un salón lleno de nada, en realidad. Un tresillo, desvencijado y raído, recortado contra los hilos de claridad que se cuelan por las ventanas que dan a la calle, peleando contra la penumbra en que se encuentra el espacio. En medio hay una mesa de centro baja, con un conjunto de platos decorativos, un par de revistas y unas agujas de punto encima. Al fondo hay un televisor, un poco antiguo ya, de aquellos con tubo por detrás. Y ante nosotros, frente a la puerta, un mueble enorme. Con la mirada fija en él, paso junto a Santos y avanzo un par de pasos para poder verlo más de cerca.

Se trata de un inmenso aparador, uno de aquellos muebles de contrachapado brillante, tan recurrentes para aparentar pequeñas opulencias en los años sesenta. Y está abarrotado. La mayor parte de los libros que ocupan los estantes son novelitas románticas en ediciones antiguas, un par de misales viejos y tres o cuatro recetarios de cocina. Apoyada contra los lomos, aquí y allá, una mujer nos observa desde varias fotografías. Es siempre la misma, mirando al objetivo desde lo que parecen imágenes de excursiones a distintos lugares. Una gran explanada, una iglesia al fondo, una catedral...

—¿Es ella?

Santos se acerca por detrás para confirmarme, después de un vistazo rápido, que sí, que se trata de la misma mujer que me espera en el cuarto de baño con un lacónico «Toda ella». Observo las fotos con más atención.

Es una mujer ya mayor, anciana, y con un aspecto muy semejante en casi todas las imágenes. Casi la misma ropa, el mismo cabello blanco, el mismo peinado... Aunque con ligeros matices. El corte de pelo, más o menos largo; las gafas, de ver o de sol; la ropa, de abrigo en unas y de verano en otras... Pequeños detalles que advierten que, aunque no todas las fotografías fueron tomadas en el mismo momento, son muy pocos los años que separan unas imágenes de otras. Y en casi todas ellas aparece con el mismo gesto, una especie de sonrisa severa, como si estuviera realmente satisfecha de encontrarse en donde quiera que cada una de esas fotos haya sido tomada. Busco algún otro protagonista, pero no lo encuentro. Y me pregunto si el fotógrafo será también el mismo. ¿Su marido?

—¿Y del hombre, sabemos algo de él?

Laguardia vuelve a dejar escapar un soplido.

—Pues no mucho, la verdad. Mayor, tal vez alrededor de los setenta. Poca cosa. Y menos aún, como le he dicho, teniendo en cuenta el estado en que se encuentran los cuerpos.

Lástima. Doy un paso atrás, y vuelvo a echarle un vistazo general al mueble. El resto de la decoración son unas cuantas piezas de loza sin valor, algunas figuritas de pastorcitos con corderos en brazos y una modesta colección de motivos religiosos. Diseminadas por todo el mueble, reconozco unas cuantas representaciones de la Virgen. En figuritas, en dedales, en souvenirs. De la de Fátima, de la de Lourdes, de la del Carmen. Un par de cristos, algunas estampas de santos, e incluso varios platos conmemorativos de diferentes visitas papales. No puedo resistir el atisbo de una sonrisa al encontrar una pequeña concesión a la avaricia: un menudo san Pancracio con su ramillete de perejil. Castigado, de cara a la pared.

—¿Quién nos ha avisado?

—Uno de los vecinos —responde Laguardia—, creo que el del piso de abajo. Según le explicó al agente que recibió el aviso, ya llevaba unos cuantos días extrañado por la falta de noticias de su vecina, pero lo que realmente acabó de preocuparlo fue el agua.

—¿El agua?

—En el cuarto de baño —me explica Santos—. Al parecer, dijo que empezó a tener goteras, y pensó que tal vez la vieja se hubiera dejado un grifo abierto, y que después le hubiera dado un patatús.

—Vaya, un hombre de principios...

—Desde luego. Por lo visto, esta mañana el buen vecino subió a protestar, pero se cansó de llamar a la puerta sin que nadie le abriera. Y ha sido entonces cuando ha decidido telefonearnos.

—Por supuesto, llevado por ese mismo fervor humanitario —apostilla Santos.

Niego en silencio. Definitivamente, cada vez me cuesta más. La violencia, la gente, el mundo... Todo.

—De acuerdo —resuelvo al tiempo que salgo de la sala—, veamos de qué va todo esto...

4. Pilar

4

Pilar

Camino por el pasillo hasta el fondo y doblo a la derecha. Inmóvil ante la última puerta, Raúl Arroyo, el joven técnico de la Brigada Criminal a quien Santos se refiere como «Batman», observa algo en la pantalla de su cámara fotográfica.

—¿Qué tenemos?

Batman (¿para qué seguir negándolo?, en realidad todos le llamamos así) levanta la mirada al oírme, y arquea las cejas.

—Algo muy raro, señor.

—¿Algún tipo de asunto pasional?

Chasquea la lengua un par de veces al tiempo que niega con la cabeza y se ajusta las gafas sobre el puente de la nariz.

—No —responde—, yo diría que no...

Arroyo sigue negando en silencio. Vuelve a bajar la mirada hacia la pantalla de su cámara.

—Será mejor que lo vea usted mismo...

Batman se hace a un lado, dejándome el paso despejado, y yo comprendo que ha llegado el momento. De acuerdo, vamos allá.

Aún desde la puerta, me asomo al baño. Apenas nada, de momento lo justo para un primer reconocimiento del espacio. Y entonces, al ver por fin la bañera, comprendo todos y cada uno de los comentarios que mis hombres han venido haciendo hasta el momento. Santo Dios, qué barbaridad...

Doy un paso adelante y, tan pronto como pongo un pie en el interior del cuarto de baño, siento el ruido bajo mis zapatos, el chapoteo de las suelas en el agua que, desbordada, inunda el baño y casi llega hasta el corredor. Continúo avanzando hasta el centro de la pieza, intentando no resbalar, pero sin dejar de mirar en ningún momento hacia la bañera a mi derecha.

—Pero... ¿qué coño es esto?

—Ya se lo he dicho, señor —contesta Batman—. Algo muy raro...

En el interior de la bañera, llena hasta el borde de un agua rojiza, asoman dos pares de manos amputadas, tal y como Santos y Laguardia han indicado, sin el más mínimo miramiento. A pesar de estar notablemente hinchadas y decoloradas por el agua, resultan evidentes las diferencias entre ambos pares, cada uno de una forma y un tamaño distintos. Hay dos manos grandes y fuertes, de dedos gordos y rollizos, mientras que el otro par es más pequeño, con los dedos flacos y, pese a la hinchazón, todavía huesudos. Y detrás, sumergidos bajo ese pequeño mar de dedos, un hombre y una mujer abrazados el uno al otro. Si fuera otra situación, otro espacio, incluso podría haber algo hermoso en este cuadro, una pareja desnuda, abrazada bajo el agua. Pero eso es imposible aquí, donde no hay ningún tipo de belleza. Porque, a pesar de la deformación provocada por el agua, el horror aún es perfectamente reconocible en la expresión que asoma a los rostros de ambos, en sus ojos, tan abiertos como crispados, anulando cualquier idea de placidez o de calma.

Y porque, además, el abrazo no es natural.

Los cuerpos permanecen abrazados porque, tal como me ha indicado Laguardia, alguien se ha tomado la molestia de amarrarlos el uno al otro con alambre de espino, el torso de él contra el de ella, las piernas entrelazadas y las caras enfrentadas en una suerte de beso forzoso. Y, aunque el agua está teñida de rojo, enseguida caigo en la cuenta de todos esos cortes más cercanos a la superficie, las heridas provocadas por las púas del alambre de acero clavándose en la piel de los ancianos. Claro, esa es la razón... Ahora el agua ya está en calma. Pero la sangre en el agua delata que el hombre y la mujer aún estaban vivos cuando los metieron en la bañera. Se revolvieron, lucharon por salvarse y, al hacerlo, lo único que consiguieron fue tensar más y más el alambre, provocando que las púas se les fueran clavando en el cuerpo hasta dejarlos inmovilizados, al tiempo que el agua, agitada, se derramaba por todo el cuarto de baño.

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