1
Mi otra vida
I
Me llamo Edgar Freemantle. En el pasado fui un contratista de éxito con importantes negocios en el sector de la construcción. Eso fue en Minnesota, en mi otra vida. Aprendí lo de «mi-otra-vida» de Wireman. Quiero hablarte de Wireman, pero terminemos primero con la parte de Minnesota.
Tengo que decirlo: allí era un genuino triunfador americano. Me labré mi camino en la compañía donde empecé, y cuando no pude ascender más, me marché y monté la mía propia. El jefe de la empresa que abandoné se burló de mí, y vaticinó que en un año estaría arruinado. Supongo que la mayoría de los jefes dicen eso cuando algún joven hábil que asciende como un cohete se larga para establecerse por su cuenta.
En mi caso, todo resultó bien. Si Minneapolis-St. Paul experimentaba un boom urbanístico, la Compañía Freemantle prosperaba. Si tocaba apretarse el cinturón, nunca trataba de jugar a lo grande. Pero seguí mis corazonadas, y acerté con la mayoría. Cuando cumplí los cincuenta, Pam y yo poseíamos una fortuna de cuarenta millones de dólares. Y continuábamos unidos. Teníamos dos hijas, y al final de nuestra particular Edad Dorada, Ilse estudiaba en la Universidad de Brown y Melinda enseñaba en Francia, como parte de un programa de intercambio. En la época en que las cosas empezaron a torcerse mi mujer y yo planeábamos ir a visitarla.
Tuve un accidente en una obra. Fue bastante sencillo: cuando una camioneta, aunque sea una Dodge Ram con todos los accesorios, se enfrenta a una grúa de doce pisos, la camioneta siempre lleva las de perder. El lado derecho de mi cráneo sufrió solo una fisura. El lado izquierdo golpeó con tanta fuerza la jamba de la Ram que se fracturó por tres sitios. O quizá fueron cinco. Mi memoria es mejor que antes, pero aún se halla a una larga distancia de lo que una vez fue.
Los médicos denominaron a lo que le sucedió a mi cabeza una contusión por contragolpe, y esa clase de cosas a menudo causa un daño mayor que el golpe original. Me rompí las costillas. Mi cadera derecha se hizo añicos. Y aunque conservé el setenta por ciento de la vista en el ojo derecho (más en un día bueno), perdí el brazo derecho.
Se suponía que iba a perder la vida, pero no fue así. Se suponía que iba a quedar mentalmente incapacitado a consecuencia de la cosa del contragolpe, y al principio así fue, pero pasó. Más o menos. Para cuando lo hizo, mi mujer se había ido, y no solo más o menos. Estuvimos casados durante veinticinco años, pero ya sabes lo que dicen: ajo y agua. Supongo que ya da igual; lo que se ha ido, se ha ido. Y lo que se acabó, se acabó. Algunas veces eso es algo bueno.
Cuando digo que estaba mentalmente incapacitado, quiero decir que al principio no reconocía a la gente (mi esposa incluida) ni sabía lo que había sucedido. No comprendía por qué sentía tanto dolor. Ahora, cuatro años después, ya no recuerdo la cualidad de aquel dolor. Sé que lo padecí, y que era insoportable, pero eso es muy abstracto. No era abstracto en aquel momento. Era como estar en el infierno y no saber por qué.
«Al principio te daba miedo morir, luego te daba miedo vivir.» Eso es lo que Wireman dice, y con conocimiento de causa: había pasado su propia temporada en el infierno.
Me dolía todo a todas horas. Sufría una cefalea continua, martilleante; tras mi frente siempre era medianoche en la mayor relojería del mundo. Veía las cosas a través de una película de sangre, porque tenía jodido el ojo derecho, y apenas reconocía lo que era el mundo. Nada poseía un nombre. Recuerdo un día en que Pam estaba en la habitación (todavía me encontraba en el hospital) junto a mi cama. Yo estaba sumamente cabreado porque ella no debería estar de pie cuando allí mismo en la espina había uno de esos trastos para aposentar el culo.
—Acerca la amiga —dije—. Asiéntate en la amiga.
—¿Qué quieres decir, Edgar? —preguntó.
—¡La amiga, la socia! —grité—. ¡Trae aquí la puñetera colega, zorra de mala muerte!
Mi cabeza me estaba matando y ella empezó a llorar. La odié por eso. No tenía motivos para ponerse a llorar, porque no era ella quien estaba en la jaula, observándolo todo a través de una mácula roja. No era ella el mono en la jaula.
Y entonces me vino.
—¡Trae aquí la ’quilla y siéntete abajo!
Fue lo más cercano a «silla» que mi cerebro jodido y convulso pudo alcanzar.
Estaba furioso todo el tiempo. Había dos enfermeras viejas a las que llamaba Coño Seco Uno y Coño Seco Dos, como si fueran personajes de una sucia historia de Dr. Seuss. Había una voluntaria del hospital a la que llamaba Pilch Pastilla; no tenía ni idea de por qué, pero aquel apodo también encerraba algún tipo de connotación sexual. Al menos para mí.
A medida que iba recuperando las fuerzas intentaba agredir a la gente. En dos ocasiones traté de apuñalar a Pam, y en una de ellas tuve éxito, aunque solo fue con un cuchillo de plástico. Aun así necesitó puntos en el antebrazo. Había veces que tenían que atarme.
He aquí lo que más claramente recuerdo de aquella parte de mi otra vida: una calurosa tarde hacia el final de mi estancia de un mes en una costosa clínica de reposo, el costoso aire acondicionado estropeado, atado en la cama, un culebrón en la televisión, mil campanas de medianoche repicando en mi cabeza, el dolor que agarrota el lado derecho de mi cuerpo como un atizador abrasador, el picor de mi brazo perdido, el temblor de mis dedos perdidos, no más Oxycontina programada durante un rato (no sé por cuánto tiempo, porque hablar de tiempo está más allá de mis posibilidades), y una enfermera que sale nadando del rojo, una criatura que se acerca a mirar al mono en la jaula, y la enfermera que dice:
—¿Está preparado para hablar con su mujer?
Y yo respondo:
—Solo si trajo una pistola para pegarme un tiro.
Crees que esa clase de dolor no remitirá, pero lo hace. Luego te despachan a casa, y entonces lo reemplazan por la agonía de la rehabilitación. El rojo empezó a escurrirse de mi vista. Un psicólogo especializado en hipnoterapia me enseñó algunos trucos ingeniosos para controlar los dolores y picores fantasmas de mi brazo perdido. Hablo de Kamen. Fue este quien me trajo a Reba: una de las pocas cosas que me llevé conmigo cuando abandoné cojeando mi otra vida y me adentré en la que viví en Duma Key.
—Esta no es una terapia psicológica aprobada para al tratamiento de la ira —dijo el doctor Kamen, aunque supongo que tal vez mintió para hacer a Reba más atractiva.
Me explicó que debía darle un nombre odioso, y por lo tanto, aunque se parecía a Lucy Ricardo, le puse el de una tía mía que cuando era pequeño me pellizcaba los dedos si no me comía todas las zanahorias. Entonces, menos de dos días después, olvidé su nombre. Solo me venían a la mente nombres de chico, cada uno de los cuales me enfurecía más: Randall, Russell, Rudolph, incluso el jodido River Phoenix.
Para aquel entonces ya me encontraba en casa. Pam llegó con mi tentempié matutino y debió de advertir la expresión de mi rostro, porque noté que se armaba de valor para afrontar uno de mis arrebatos. Pero aunque había olvidado el nombre de la muñeca roja antifuria que el psicólogo me había dado, recordaba cómo se suponía que debía usarla en esta situación.
—Pam, necesito cinco minutos para recuperar el control. Puedo hacerlo —le dije.
—¿Estás seguro…?
—Sí, simplemente saca ese codillo de jamón de aquí y retócate el maquillaje con él. Puedo hacerlo.
No sabía si realmente podría, pero eso era lo que supuestamente debía decir. Era incapaz de recordar el puto nombre de la muñeca, pero recordaba el «puedo hacerlo». Una cosa clara del final de mi otra vida es el modo en que seguía diciendo «puedo hacerlo» incluso cuando sabía que era mentira, incluso cuando sabía que estaba jodido, jodido por partida doble, que estaba más jodido que una mierda bajo un chaparrón.
—Puedo hacerlo —repetí, y sabe Dios qué aspecto tendría mi cara, porque se retiró sin una palabra, con la bandeja todavía en las manos y la taza repiqueteando contra el plato.
Cuando se hubo marchado, sostuve la muñeca frente a mi rostro, mirando a sus estúpidos ojos azules mientras mis pulgares desaparecían en su estúpido cuerpo flexible.
—¿Cómo te llamas, puta con cara de murciélago? —le grité. Nunca se me ocurrió que Pam estuviera escuchando a través del intercomunicador de la cocina, ella y la enfermera diurna. Te diré algo: aunque el aparato hubiera estado estropeado, habrían podido oírme a través de la puerta. Tenía buena voz aquel día.
Empecé a sacudir la muñeca con violencia. Su cabeza se movía de un lado a otro y su pelo sintético imitación de Lucy Ricardo volaba. Sus grandes ojos de dibujos animados parecían estar diciendo: «¡Oouuu, qué hombre más antipático!», como Betty Boop en una de esas series animadas que todavía puedes ver de tanto en cuando en la tele por cable.
—¿Cómo te llamas, zorra? ¿Cómo te llamas, hija de perra? ¿Cómo te llamas, puta barata rellena de trapo? ¡Dime tu nombre! ¡Dime tu nombre! ¡Dime tu nombre o te sacaré los ojos y te arrancaré la nariz y te cortaré…!
Mi mente sufrió un cortocircuito entonces, algo que todavía me pasa hoy en día, cuatro años más tarde, aquí abajo en el municipio de Tamazunchale, estado de San Luis Potosí, México, hogar de la tercera vida de Edgar Freemantle. De repente me hallé en mi camioneta, con el sujetapapeles traqueteando contra mi vieja fiambrera de acero en el hueco para los pies, bajo la guantera (dudo que fuera el único millonario trabajador en Norteamérica que llevase un fiambrera, pero probablemente podrías contarnos en unas docenas), y el PowerBook a mi lado, en el asiento. Y en la radio una voz de mujer gritó, con fervor evangélico: «¡Era ROJO!». Solo dos palabras, pero con dos bastaba. Era esa canción acerca de una pobre mujer que mete a su bonita hija a prostituta. «Fancy», de Reba McEntire.
—Reba —susurré, y abracé a la muñeca contra mí—. Eres Reba. Reba-Reba-Reba. Nunca más lo olvidaré.
Pero sí lo olvidé, a la semana siguiente, aunque esa vez no me enfadé. No. La sostuve contra mí como a una pequeña amante, cerré los ojos, y visualicé la camioneta destrozada en el accidente. Visualicé mi fiambrera de acero traqueteando contra el sujetapapeles, y la voz de la mujer salió de la radio una vez más, exultante, con el mismo fervor evangélico: «¡Era ROJO!».
El doctor Kamen lo calificó de modo vehemente como un punto de inflexión. Mi mujer parecía mucho menos entusiasmada, y el beso que posó en mi mejilla fue de la variedad obligada. Transcurrieron aproximadamente dos meses hasta que me pidió el divorcio.
II
Por entonces el dolor había disminuido, o bien era mi mente la que realizaba ciertos ajustes cruciales a la hora de lidiar con él. Todavía padecía migrañas, pero con menos frecuencia y raramente con tanta violencia; entre mis oídos no era medianoche perpetua en la mayor relojería del mundo. Siempre me encontraba más que dispuesto a tomar la Vicodina a las cinco y la Oxycontina a las ocho (hasta que me tragaba aquellas píldoras mágicas apenas podía caminar renqueante con mi brillante muleta canadiense de color rojo), pero mi cadera reconstruida empezaba a soldar.
Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, venía a Casa Freemantle, en Mendota Heights, los lunes, miércoles y viernes. Antes de nuestras sesiones me permitía tomar una Vicodina extra, y aun así, mis gritos inundaban la casa para cuando terminábamos. La habitación de juegos del sótano se convirtió en una sala de terapia, que contaba incluso con una bañera de hidromasaje accesible para minusválidos. Tras dos meses de tortura, era capaz de bajar allí yo solo por las noches para duplicar mis ejercicios de piernas y empezar a trabajar los abdominales. Kathi me explicó que hacer eso un par de horas antes de acostarme liberaría endorfinas y dormiría mejor.
Fue durante uno de aquellos entrenamientos vespertinos (Edgar en busca de las esquivas endorfinas) cuando la que había sido mi esposa durante un cuarto de siglo bajó por la escalera y me dijo que quería el divorcio.
Dejé lo que estaba haciendo (abdominales) y la miré. Me quedé sentado en la colchoneta; ella se quedó al pie de la escalera, prudentemente al otro lado de la estancia. Podría haberle preguntado si hablaba en serio, pero allí abajo había bastante luz (por aquellos fluorescentes alineados) y no fue necesario. De todas formas, no creo que sea la clase de cosas con la que las mujeres bromean seis meses después de que sus maridos casi hayan muerto en un accidente. Podría haberle preguntado por qué, pero conocía la respuesta. Veía la pequeña cicatriz blanca en su brazo en el lugar donde la había apuñalado con el cuchillo de plástico del hospital, el de la bandeja con la cena, aunque en realidad eso era lo de menos. Me acordé de cuando le ordené, no hacía tanto, que se llevara el codillo de jamón y se retocara el maquillaje con él. Consideré pedirle que al menos lo meditara, pero la ira regresó. En aquellos días, lo que el doctor Kamen llamaba «ira inapropiada» era mi amiguito feo. Y, oye, lo que sentía justo en ese momento no parecía en absoluto tan inapropiado.
No llevaba puesta la camisa. Mi brazo derecho terminaba nueve centímetros por debajo de mi hombro. Lo moví nerviosamente hacia ella (una contracción espasmódica era lo mejor que podía hacer con el músculo remanente).
—Este soy yo —le dije—, mostrándote un dedo. Lárgate de aquí si eso es lo que quieres. Lárgate, zorza abandonista.
Las primeras lágrimas empezaron a rodar por su rostro, pero trató de sonreír. El resultado fue una mueca bastante horrenda.
—Zorra, Edgar —corrigió—. La palabra es zorra.
—La palabra es la que yo digo que sea —repliqué, y reanudé los abdominales. Hacerlos cuando te falta un brazo es duro de la hostia; tu cuerpo quiere empujar y obligarte a girar hacia ese lado—. Yo no te habría dejado a ti, esa es la cuestión. No te habría dejado. Habría aguantado la mierda y la sangre y las meadas y la cerveza derramada.
—Es diferente —dijo ella. No hacía ningún esfuerzo por reprimir las lágrimas—. Es diferente y lo sabes. Yo no podría partirte en dos si me diera un ataque de furia.
—Sería un trabajo de mil demonios partirte en dos con un solo hertzio —dije, y aceleré el ritmo de los abdominales.
—Me clavaste un cuchillo.
Como si ese fuera el motivo. No lo era, y ambos lo sabíamos.
—No era más que un cuchillo de margarita, ¡y de plástico! Estaba medio fuera de mí, y esas serán tus últimas palabras en tu jodido leche de muerte, «Eddie me contrató un rodillo de plástico, adiós mundo cruel».
—Intentaste estrangularme —afirmó en un tono de voz apenas audible.
Dejé de hacer abdominales y la miré boquiabierto. La relojería se puso en marcha en el interior de mi cabeza; ding-dongding, allá vamos por fin.
—¿De qué estás hablando? ¿Que yo te estrangulé? ¡Nunca he intentado estrangularte!
—Sé que no lo recuerdas, pero lo hiciste. Y no eres el mismo.
—Oh, basta ya. Ahórrate esas chorradas New Age para el… para el tipo… tu… —Conocía la palabra y podía visualizar al hombre al que hacía referencia, pero no me venía—. Para ese puto calvo al que visitas en su despacho.
—Mi terapeuta —especificó, y por supuesto eso me enfureció más: ella tenía la palabra y yo no. Porque su cerebro no había sido sacudido como gelatina.
—Quieres el divorcio, y tendrás tu divorcio. Mándalo todo a la mierda, ¿por qué no? Pero vete a hacer el caimán a cualquier otra parte. Lárgate de aquí.
Subió la escalera y cerró la puerta sin mirar atrás. Y no fue hasta que se marchó cuando me di cuenta de que había pretendido decir lágrimas de cocodrilo. Vete a derramar tus lágrimas de cocodrilo a cualquier otra parte.
Oh, bueno. Lo bastante cerca para el rock’n’roll. Eso es lo que Wireman dice.
Y al final fui yo quien terminó largándose.
III
A excepción de Pam, en mi otra vida nunca tuve un socio. Las Cuatro Reglas del Éxito de Edgar Freemantle (siéntete libre de tomar nota) eran: nunca solicites un crédito superior a tu coeficiente intelectual multiplicado por cien, nunca pidas prestado nada a quien te llame por tu nombre de pila en el primer encuentro, nunca tomes un trago mientras el sol aún está en lo alto, y nunca te asocies con quien no estés dispuesto a revolcarte desnudo en una cama de agua.
Tenía un contable en el que confiaba, no obstante, y fue Tom Riley el que me ayudó a mover las pocas cosas que necesitaba de Mendota Heights a nuestra pequeña casa en el lago Phalen. Tom, un triste perdedor por partida doble en el juego del matrimonio, se mostró preocupado por mí todo el camino.
—No tienes por qué dejarle la casa en una situación como esta —comentó—. No a menos que el juez te eche. Es como ceder la ventaja de campo en los play off.
Me traía sin cuidado la ventaja de campo; tan solo quería que se mantuviera atento a la carretera. Yo hacía una mueca de dolor cada vez que algún coche se aproximaba por el carril contrario, si este parecía rodar demasiado cerca de la línea divisoria. Algunas veces me ponía tenso y apretaba el invisible freno del copiloto. Y en cuanto a volverme a colocar detrás de un volante, pensaba que nunca llegaría a sonarme del todo bien. Por supuesto, Dios ama las sorpresas. Eso es lo que Wireman dice.
Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, se había divorciado solo una vez, pero ella y Tom se movían en la misma longitud de onda. La recuerdo sentada en leotardos con las piernas cruzadas, sosteniéndome los pies y mirándome con indignación.
—Aquí estás, recién salido del Motel de la Muerte y con un brazo de menos, y ella quiere escaquearse. ¿Solo porque la pinchaste con un cuchillo de plástico de hospital cuando apenas podías recordar tu propio nombre? ¡No me jodas! ¿No comprende que los cambios de humor y la pérdida de memoria a corto plazo son normales tras un traumatismo?
—Lo único que ella comprende es que le doy miedo —dije yo.
—¿Sí? Bueno, escucha a tu mamá, Radiante Jim: si tienes un buen abogado, puedes conseguir que pague por ser tan blandengue. —Algunos cabellos se habían soltado de su coleta, que la llevaba al estilo de la Gestapo de la Rehabilitación, y se los apartó de la frente con un soplido—. Debería pagar por ello. Lee mis labios, Edgar: «Nada de todo esto es culpa tuya».
—Dice que intenté estrangularla.
—Y aunque así fuera, que te estrangule un inválido manco debe de ser una experiencia para mearse en los pantalones. Vamos, Eddie, haz que pague. Estoy segura de que me estoy extralimitando en mis funciones, pero me da lo mismo. No debería estar haciendo lo que está haciendo.
—Creo que puede haber más que el asunto del estrangulamiento y el cuchillo de la mantequilla.
—¿Qué?
—No lo recuerdo.
—¿Qué dice ella?
—Nada.
Pero Pam y yo habíamos estado juntos mucho tiempo, e incluso aunque el amor se hubiera refugiado en un delta de aceptación pasiva, creía que aún la conocía lo bastante bien como para saber que sí, que había existido algo más, que todavía existía algo más, y que era eso de lo que quería alejarse.
IV
No mucho después de que me instalara en la casa del lago Phalen, las chicas (ya unas jóvenes mujeres) vinieron a verme. Trajeron una cesta de picnic, nos sentamos en el porche que daba al lago, y miramos el agua y mordisqueamos los sándwiches. El día del Trabajo ya había pasado, y la mayoría de los juguetitos flotantes se habían guardado para otro año. La cesta también contenía una botella de vino, pero solo bebí un poco. Con la medicación para el dolor, el alcohol me pega fuerte; una sola copa bastaría para que acabara arrastrándome borracho. Las chicas (las mujercitas) se terminaron el resto entre las dos, y eso hizo que se soltaran. Melinda, de regreso de Francia por segunda vez desde mi desventurada discusión con la grúa, e infeliz por ello, me preguntó si todos los adultos de cincuenta padecían esos desagradables interludios regresivos, y que si ella debía esperar lo mismo. Ilse, la pequeña, se puso a llorar, apoyada en mí, y me preguntó por qué no podía ser como era, por qué no podíamos nosotros (refiriéndose a su madre y a mí) ser como éramos. Lin le replicó que aquel no era momento para la patentada Actuación Bebé de Illy, y esta le enseñó el dedo medio. Me eché a reír, no pude evitarlo. Y entonces nos reímos los tres.
El mal humor de Lin y las lágrimas de Ilse no eran agradables, pero fueron sinceras, y me resultaban tan familiares como el lunar en el mentón de Ilse o la apenas visible línea vertical entre los ojos de Lin, que con el tiempo se hundiría en un surco.
Linnie se interesó por lo que iba a hacer en adelante. Le confesé que no lo sabía. Había recorrido una larga distancia hasta decidir acabar con mi propia vida, pero comprendía que, de llevarlo a cabo, debía, absolutamente, parecer un accidente. No permitiría que ellas dos, que acababan de iniciar sus propias vidas, acarrearan con la culpa residual del suicidio de su padre. Ni dejaría una carga de remordimientos tras la mujer con quien una vez compartí un batido en la cama, los dos desnudos y riendo y escuchando a la Plastic Ono Band en el equipo de música.
Después de que hubieron aprovechado la oportunidad de desahogarse —después de un «completo y total intercambio de sentimientos», en el lenguaje del doctor Kamen—, mi recuerdo es que pasamos una tarde agradable, mirando viejos álbumes de fotos y rememorando el pasado. Creo que incluso nos reímos unas pocas veces más, pero no todos los recuerdos de mi otra vida son de fiar. Wireman dice que, en lo que concierne al pasado, todos nosotros amañamos la baraja.
Ilse quería que saliésemos a cenar, pero Lin tenía que encontrarse con alguien en la Biblioteca Pública antes de que cerrara, y yo admití que no me apetecía mucho andar cojeando por ahí; leería unos pocos capítulos del último libro de John Sandford y luego me acostaría. Me besaron (todos amigos otra vez) y entonces se marcharon.
Dos minutos después, Ilse regresó.
—Le dije a Linnie que perdí las llaves —declaró.
—Interpreto que eso no es cierto —contesté.
—No. Papá, nunca le harías daño a mamá, ¿verdad? Ahora, quiero decir. A posta.
Negué con la cabeza, pero eso no le bastaba. Podría asegurarlo simplemente por la forma en que permaneció allí de pie, mirándome directamente a los ojos.
—No —dije—. Nunca. Yo…
—¿Tú qué, papá?
—Iba a decir que antes me cortaría un brazo, pero de repente me pareció una muy mala idea. Nunca lo haría, Illy. Dejémoslo así.
—Entonces, ¿por qué te tiene miedo?
—Creo que… porque estoy lisiado.
Se arrojó entre mis brazos con tanta fuerza que casi nos hizo caer a ambos sobre el sofá.
—Oh, papá, lo siento tanto. Todo esto es una mierda.
Le acaricié el pelo.
—Lo sé, pero recuerda esto: peor no va a ser.
No era cierto, pero si ponía cuidado, Ilse nunca descubriría que se trataba de una rotunda mentira.
El sonido de un claxon llegó desde el camino de entrada.
—Vamos —le dije, y la besé en la mejilla mojada—. Tu hermana se está impacientando.
Ella arrugó la nariz.
—Vaya novedad. No te estarás pasando con los calmantes, ¿verdad?
—No.
—Llámame si me necesitas, papá, y cogeré el siguiente vuelo.
Ella lo haría, sin duda. Por eso no la llamaría.
—Descuida. —Le planté un beso en la otra mejilla—. Dáselo a tu hermana.
Asintió con la cabeza y se marchó. Me senté en el sofá y cerré los ojos. Tras ellos, los relojes martilleaban y martilleaban y martilleaban.
V
La siguiente visita que recibí fue la del doctor Kamen, el psicólogo que me regaló a Reba. No le había invitado; tenía que agradecérselo a Kathi, la dominatrix de mi rehabilitación.
Aunque seguramente no tenía más de cuarenta años, Kamen caminaba como un hombre mucho mayor y respiraba con dificultad, incluso estando sentado, espiando el mundo a través de unas enormes gafas con montura de carey sobre la enorme pera que tenía por barriga. Era un hombre muy alto y muy negro negro, con rasgos tan marcados que parecían irreales. Aquellos grandes ojos de mirada fija, aquel mascarón de proa que era su nariz y aquellos labios totémicos eran imponentes. Xander Kamen parecía un dios menor vestido con un traje del Men’s Wearhouse. También parecía un candidato excelente a sufrir un ataque al corazón fatal o una embolia antes de su quincuagésimo cumpleaños.
Rehusó mi oferta de un refrigerio, afirmando que no podía quedarse, y luego puso su maletín a un lado del sofá, como para contradecir lo anterior. Se hundió a cinco brazas de profundidad junto al apoyabrazos (y cada vez más a medida que pasaba el tiempo; temí por los muelles del armatoste); me miraba y resollaba con benevolencia.
—¿Qué te trae hasta aquí? —le pregunté.
—Oh, Kathi me contó que planeas suicidarte —comentó. Podía haber usado el mismo tono para decir: «Kathi me contó que das una fiesta en el jardín y que hay rosquillas recién hechas»—. ¿Hay algo de verdad en ese rumor?
Abrí la boca y luego volví a cerrarla. Una vez, cuando tenía diez años y me criaba en Eau Claire, cogí un tebeo del expositor giratorio de un supermercado, me lo embutí en los vaqueros y lo tapé con la camiseta. Cuando salía por la puerta, creyéndome muy listo, una dependienta me agarró por el brazo. Me levantó la camiseta con la otra mano y dejó a la vista mi malogrado tesoro. «¿Cómo ha llegado eso ahí?», me preguntó.
Nunca, en los cuarenta años transcurridos desde entonces, me había quedado tan completamente paralizado ante una respuesta a una pregunta tan sencilla.
—Eso es ridículo. No sé de dónde puede haber sacado esa idea —contesté finalmente, mucho después de que la respuesta tuviera alguna importancia.
—¿No?
—No. ¿Seguro que no quieres una Coca-Cola?
—Gracias, pero paso.
Me levanté y saqué una del frigorífico de la cocina. Metí la botella firmemente entre el muñón y el costado del pecho (posible pero doloroso; no sé lo que puedes haber visto en las películas, pero las costillas rotas duelen durante mucho tiempo), y le quité el tapón con la mano izquierda. Soy zurdo. Como Wireman dice, eso es tener potra, muchacho.*
—En cualquier caso, me sorprende que la tomaras en serio —dije a mi regreso—. Kathi es una fisioterapeuta de narices, pero no es psicoanalista. —Hice una pausa antes de sentarme—. Ni tú tampoco, en realidad. Técnicamente.
Kamen se llevó la mano detrás de una oreja que parecía más o menos del tamaño de un escritorio.
—¿Oigo… ruido de trinquetes? ¡Creo que sí!
—¿De qué estás hablando?
—Es el encantador sonido medieval que hacen las defensas de una persona cuando se levantan. —Intentó hacer un guiño irónico, pero el tamaño de su cara imposibilitaba cualquier ironía; solo podía resultar burlesco. De todas formas capté su significado—. En cuanto a Kathi Green, tienes razón, ¿qué sabe ella? Todo lo que hace es trabajar con parapléjicos, tetrapléjicos, accidentados con algún miembro amputado como tú, y gente que se recupera de traumas en la cabeza, también como tú. Kathi Green lleva quince años realizando su trabajo, ha tenido la oportunidad de observar a mil pacientes lisiados reflexionar sobre lo imposible que es volver atrás, recuperar siquiera un solo segundo de tiempo, así que, ¿cómo es posible que reconozca los síntomas de una depresión presuicidio?
Me senté en el sillón lleno de bultos colocado frente al sofá y le miré de manera hosca. Aquí había un problema. Y Kathi Green lo era más.
Se inclinó hacia delante… pero, dado su contorno, solo pudo avanzar unos pocos centímetros.
—Tienes que esperar —dijo.
Le miré boquiabierto.
—Estás sorprendido —añadió con un asentimiento de cabeza—. Sí. Pero no soy cristiano, mucho menos católico, y en el tema del suicidio tengo una mente bastante abierta. Pero profeso la creencia en las responsabilidades, y te digo esto: si te matas ahora… o incluso dentro de seis meses… tu mujer y tus hijas lo sabrán. Por muy astutamente que lo hagas, ellas lo sabrán.
—Yo no…
—Y la compañía de tu seguro de vida, que será por una gran suma de dinero, no lo dudo, también lo sabrá. Puede que no sean capaces de demostrarlo… pero pondrán en ello todo, todo su empeño. Los rumores que inicien causarán daño a tus hijas, sin importar lo mucho que creas que están blindadas contra esa clase de cosas.
Melinda estaba bien blindada. Ilse, sin embargo, era una historia diferente. Cuando Melinda se cabreaba con ella, calificaba a Illy como un caso de desarrollo cautivo, pero yo dudaba que aquello fuera cierto. En mi opinión, Illy era sencillamente una persona sensible.
—Y al final, puede que lo demuestren. —Encogió sus hombros descomunales—. No me aventuraría a decir a cuánto ascendería el impuesto sobre la herencia, pero seguramente eliminaría una gran porción del tesoro de tu vida.
Ni siquiera pensaba en el dinero. Imaginaba a un equipo de investigadores de seguros olisqueando lo que fuera que hubiera preparado. Y de repente me eché a reír.
Kamen apoyó sus enormes manos oscuras en sus voluminosas rodillas, mirándome con esa sonrisita suya de «ya-lo-he-visto-todo». Salvo que nada en su rostro podía describirse con diminutivos. Permitió que mi risa siguiera su curso y cuando lo hubo hecho, me preguntó qué era tan divertido.
—Me estás diciendo que soy demasiado rico para suicidarme —respondí.
—Te estoy diciendo que no ahora, Edgar, y es lo único que digo. También voy a sugerirte algo que va en contra de una gran parte de mi propia experiencia práctica. Pero tengo una intuición muy fuerte en tu caso, la misma clase de intuición que me indujo a darte la muñeca. Te propongo que pruebes con una cura geográfica.
—¿Con una qué?
—Es un método de recuperación que a menudo intentan los alcohólicos en su última etapa. Esperan que un cambio de localización les proporcione un nuevo comienzo. Dar un giro completo a las cosas.
Sentí un rayo de algo. No diré que de esperanza, pero era algo.
—Raramente funciona —prosiguió Kamen—. Los veteranos de Alcohólicos Anónimos, que poseen una respuesta para todo… es su maldición, y también una bendición, pero muy pocos llegan a comprenderlo alguna vez…, suelen decir: «Pon a un imbécil en un avión en Boston, y un imbécil se bajará en Seattle».
—Entonces, ¿dónde me deja eso? —pregunté.
—Ahora mismo, en las afueras de St. Paul. Lo que estoy sugiriendo es que escojas algún lugar lejos de aquí y te marches. Te hallas en una posición única para hacerlo, dada tu situación financiera y el estado de tu matrimonio.
—¿Por cuánto tiempo?
—Al menos un año. —Me estudió con aire inescrutable. Su largo rostro era apropiado para tal expresión; de haber estado grabado en la tumba de Tutankamón, creo que incluso Howard Carter habría vacilado—. Y si al final de ese año haces algo, Edgar, por el amor de Dios… no, por el amor de tus hijas, hazlo bien.
Casi había desaparecido en el interior del viejo sofá; ahora forcejeaba para levantarse. Me acerqué para ayudarle, y agitó la mano para que me apartara. Finalmente consiguió ponerse en pie, resollando más ruidosamente que nunca, y recogió su maletín. Me miró desde su metro noventa y cinco de altura, con aquellos ojos inquisidores de córneas amarillentas que se agrandaban por el efecto de sus gafas de cristales gruesos.
—Edgar, ¿hay algo que te haga feliz?
Consideré la superficie de la pregunta (la única parte que parecía segura) y respondí:
—Solía dibujar.
En realidad se había tratado de algo más, no solo de dibujar unos simples bosquejos a lápiz, pero eso había sucedido mucho tiempo atrás. Desde entonces habían intervenido otros factores. El matrimonio, una carrera. Ambas cosas estaban ahora desapareciendo, o ya lo habían hecho.
—¿Cuándo?
—De niño.
Pensé en contarle que en su día soñaba con ingresar en la escuela de bellas artes (incluso compraba ocasionalmente libros de reproducciones cuando podía permitírmelo), pero me lo callé. En los últimos treinta años, mi contribución al mundo del arte se limitaba a poco más que garabatos mientras hablaba por teléfono, y habían transcurrido probablemente diez años desde la última vez que compré la clase de libro de pintura que adorna las mesitas de café para poder impresionar a tus amigos.
—¿Y desde entonces?
Consideré mentirle (no quería parecer un completo esclavo del trabajo), pero me ceñí a la verdad. Los hombres con un solo brazo deberían contar la verdad siempre que sea posible. Eso no lo dice Wireman; eso lo digo yo.
—No.
—Retómalo —aconsejó Kamen—. Necesitas cercas.
—Cercas —repetí, desconcertado.
—Sí, Edgar. —Se mostró sorprendido y un poco decepcionado, como si hubiera fallado en comprender un concepto muy simple—. Cercas contra la noche.
VI
Aproximadamente una semana más tarde, Tom Riley vino a verme otra vez. Para entonces las hojas de los árboles empezaban a cambiar de color, y recuerdo a varias dependientas colgando pósters de Halloween en el Wal-Mart donde compré mis primeros blocs de dibujo desde la universidad… diablos, tal vez desde la escuela secundaria.
Lo que recuerdo con mayor claridad de su visita es el aspecto avergonzado e incómodo que presentaba Tom.
Le ofrecí una cerveza y me la aceptó. Cuando regresé de la cocina, examinaba un dibujo a plumilla que había bosquejado, tres palmeras recortadas sobre una extensión de agua, y un trozo de porche acristalado sobresaliendo en primer plano a la izquierda.
—Esto es muy bueno —comentó—. ¿Lo has hecho tú?
—Qué va, los duendes. Vienen por la noche. Me arreglan los zapatos y esporádicamente pintan algo.
Se rió demasiado fuerte y dejó de nuevo el dibujo sobre la mesa.
—Nej parekse mucho a Minnesota —dijo, con su imitación de acento sueco.
—Lo copié de un libro.
En realidad había utilizado una fotografía del folleto de una inmobiliaria. Estaba tomada desde la denominada «habitación Florida» de Punta Salmón, la casa que acababa de alquilar por un año. Nunca había estado en Florida, ni siquiera de vacaciones, pero esa foto había despertado algo profundo en mí, y por vez primera desde el accidente, sentía verdadera expectación. Era una línea delgada, pero allí estaba.
—¿Qué puedo hacer por ti, Tom? Si es sobre la compañía…
—En realidad, Pam me pidió que viniera. —Agachó la cabeza—. No me hacía mucha gracia, pero tampoco me sentía bien negándome. Por los viejos tiempos, ya sabes.
—Claro. —Tom evocaba los días en que la Compañía Freemantle consistía en tres camionetas, una oruga D9, y un montón de grandes sueños—. Pues cuéntame. No voy a morderte.
—Ha contratado a un abogado. Va a seguir adelante con este asunto del divorcio.
—Nunca pensé que abandonaría.
Era la verdad. Todavía no recordaba que la estrangulara, pero me acordaba del aspecto de su rostro cuando me contó que lo había hecho. Y aparte, una vez que Pam empezaba a recorrer un camino, raramente daba media vuelta.
—Quiere saber si vas a recurrir a Bozie.
No me quedó más remedio que sonreír ante eso. William Bozeman III era un perro de presa, el hombre fuerte del bufete de abogados de Minneapolis que representaba a mi compañía, un tipo elegante, de sesenta y cinco años, que siempre llevaba corbatín y se hacía la manicura; si se hubiera enterado de que Tom y yo nos pasamos los últimos veinte años llamándole Bozie, probablemente habría sufrido una embolia.
—No había pensado en ello. ¿Qué pasa, Tom? ¿Qué quiere exactamente?
Se bebió la mitad de su cerveza, y luego dejó el vaso en una estantería junto a mi boceto a medio terminar. Sus mejillas se habían encendido con un apagado color rojo ladrillo.
—Dijo que espera que no sea algo desagradable. Dijo, «no quiero ser rica, y no quiero pelear. Solo quiero que él sea justo conmigo y con las chicas, como siempre fue. ¿Se lo dirás?». Y aquí estoy —concluyó y se encogió de hombros.
Me levanté, me acerqué al ventanal que separaba el cuarto de estar del porche, y contemplé el lago. Pronto sería capaz de salir a mi propia «habitación Florida», fuera lo que fuese, y otear el golfo de México. Me pregunté si sería algo mejor, algo diferente, que contemplar el lago Phalen. Decidí que me conformaría con que fuese diferente, al menos para empezar. Diferente sería un comienzo. Cuando me volví, Tom Riley en absoluto parecía él mismo. Al principio pensé que se encontraba enfermo del estómago. Luego me di cuenta de que se esforzaba por no llorar.
—Tom, ¿cuál es el problema? —le pregunté.
Trató de hablar, y solo fue capaz de emitir un graznido acuoso. Se aclaró la garganta y probó de nuevo.
—Jefe, no me acostumbro a verte así, con un solo brazo. Cuánto lo siento.
Era ingenuo, espontáneo y dulce. En otras palabras: un disparo directo al corazón. Creo que por un instante los dos estuvimos a punto de ponernos a berrear, como una pareja de Tíos Sensibles en el Show de Oprah Winfrey. Ese pensamiento me ayudó a recuperar de nuevo el control.
—Yo también lo siento —contesté—, pero me las voy arreglando. De veras. Ahora bébete tu maldita cerveza antes de que pierda fuerza.
Rió y vertió el resto de su Grain Belt en el vaso.
—Voy a proporcionarte una oferta que llevarle a ella —continué—. Si le gusta, podemos pulir los detalles. Un trato «hágalo-usted-mismo». No necesitaremos abogados.
—¿Hablas en serio, Eddie?
—En serio. Haz una contabilidad exhaustiva para tener un balance final sobre el que trabajar. Dividimos el botín en cuatro partes iguales. Ella se lleva tres, el setenta y cinco por ciento, para ella y las chicas. Yo me quedo el resto. El divorcio en sí mismo… bueno, en el estado de Minnesota no es necesario probar la culpabilidad; después de salir a comer podemos ir a comprar el Divorcio para Dummies en Borders.
Tom parecía aturdido.
—¿Existe tal libro?
—No lo he investigado, pero si no existe, me comeré tus camisas.
—Creo que la expresión es que «te comerás mis calzoncillos».
—¿No es eso lo que he dicho?
—No importa. Eddie, esa clase de trato va a tirar por el retrete todo el patrimonio.
—Pregúntame si me importa una mierda. O una camisa,* para el caso. Todavía me importa la compañía, y esta marcha bien, se mantiene intacta y está dirigida por gente competente. Y en cuanto al patrimonio, lo único que estoy proponiendo es que prescindamos del amor propio que suele permitir a los abogados comerse la nata. Hay mucho para todos nosotros, si somos razonables.
Se terminó la cerveza, sin quitarme los ojos de encima en ningún momento.
—Algunas veces me pregunto si eres el mismo hombre para el que trabajaba —dijo.
—Aquel hombre murió en su camioneta —contesté.
VII
Pam aceptó el trato, e intuyo que, si se lo hubiera propuesto, bien podría haberse quedado conmigo en lugar de con el acuerdo (cuando nos reunimos para comer y discutir los detalles, había cierta expresión en su rostro que iba y venía como un rayo de sol entre las nubes), pero no lo hice. Tenía Florida en mente, aquel refugio para los recién casados y los casi muertos. Y creo que, en lo más profundo de su corazón, incluso Pam sabía que era para mejor; sabía que el hombre que habían sacado de la destrozada Dodge Ram, con el casco de acero aplastado alrededor de las orejas como una arrugada lata de comida para animales, ya no era el mismo tipo que había montado en la camioneta. La vida con Pam y las chicas y la compañía de construcción había terminado; en esa vida ya no quedaban habitaciones que explorar. Existían, no obstante, puertas. La marcada con la palabra SUICIDIO era actualmente una mala opción, como el doctor Kamen había señalado. Eso solo dejaba la marcada con DUMA KEY.
Sin embargo, otro suceso tuvo lugar en mi otra vida antes de deslizarme a través de aquella puerta. Fue lo que aconteció con Gandalf, el jack russell terrier de Monica Goldstein.
VIII
Si has estado pintando mi lugar de reposo como una cabaña junto a un lago, completamente aislada, al final de un solitario camino de tierra en los bosques septentrionales, harías bien en reconsiderarlo; estamos hablando de una típica zona residencial en las afueras. Nuestra casa junto al lago se hallaba al final de Aster Lane, una calle pavimentada que corría desde la avenida East Hoyt hasta el agua. Nuestros vecinos más cercanos eran los Goldstein.
A mediados de octubre, me decidí por fin a seguir el consejo de Kathi Green y empecé a salir a caminar. No eran los Grandes Paseos Playeros que daría más adelante, y a pesar de lo cortas de esas excursiones, siempre regresaba con mi cadera mala implorando misericordia, y en más de una ocasión con lágrimas en los ojos. Pero eran pasos en la dirección correcta.
Retornaba de una de esas caminatas cuando la señora Fevereau atropelló al perro de Monica.
Había recorrido las tres cuartas partes del camino de vuelta a casa cuando la Fevereau me adelantó con su ridículo Hummer color mostaza. Como siempre, sostenía su teléfono móvil en una mano y un cigarrillo en la otra; como siempre, conducía a demasiada velocidad. Apenas me fijé, y ciertamente no vi a Gandalf corriendo hacia la carretera y concentrado únicamente en Monica Goldstein, que bajaba por el otro extremo de la calle con su uniforme completo de girl scout. Yo estaba pendiente de mi cadera reconstruida. Como siempre, cerca del final de aquellos cortos paseos, esta maravilla médica (o así la denominaban) parecía estar rellena de aproximadamente diez mil minúsculos fragmentos de cristales rotos.
Entonces aullaron los neumáticos, y el grito de una niña pequeña se les unió.
—¡GANDALF, NO!
Por un momento tuve una clara y sobrenatural visión de la grúa que casi me había matado, el mundo en el que siempre había vivido repentinamente devorado por un amarillo más brillante que el del Hummer de la señora Fevereau. Letras negras flotaban en su interior, creciendo, aumentando de tamaño. LINK-BELT.
Entonces Gandalf también se puso a gritar, y el flashback (lo que el doctor Kamen habría llamado un «recuerdo recobrado», supongo) se desvaneció. Hasta aquella tarde de octubre, cuatro años atrás, nunca habría imaginado que los perros fueran capaces de gritar.
Eché a correr tambaleándome como un cangrejo y aporreando la acera con mi muleta de color rojo. Estoy seguro de que a cualquier espectador le habría parecido ridículo, pero nadie me prestaba atención. Monica Goldstein estaba arrodillada en mitad de la calle, junto a su perro, que yacía delante de la alta rejilla cuadrada del Hummer. Tenía la cara blanca, en contraste con su uniforme de color verde bosque, del que colgaba una banda con insignias y medallas. El extremo de la banda estaba sumergido en un creciente charco de sangre procedente de Gandalf. La señora Fevereau había medio saltado, medio caído, del asiento ridículamente alto del Hummer. Ava Goldstein venía corriendo desde la puerta delantera de la casa de los Goldstein, pronunciando a voz en grito el nombre de su hija. Llevaba la blusa a medio abotonar y los pies descalzos.
—No lo toques, cariño, no lo toques —aconsejó la señora Fevereau. Todavía sostenía su cigarrillo, al que daba nerviosas caladas.
Monica no le prestó atención. Tocó el costado de Gandalf y el perro gritó de nuevo. Sí, era un grito. Monica se cubrió los ojos con las manos y empezó a sacudir la cabeza. No la culpé.
La señora Fevereau alargó una mano hacia la chica, y luego cambió de idea. Dio dos pasos atrás, se apoyó contra el elevado costado de su Hummer y alzó la mirada al cielo.
La señora Goldstein se arrodilló junto a su hija.
—Cariño, oh, cariño, por favor, no…
Gandalf yacía en la calle, en un charco creciente de sangre, aullando. Y en ese momento pude recordar también el sonido que había hecho la grúa. No el miip-miip-miip que supuestamente debía emitir (la alarma de marcha atrás se había averiado), sino el retumbante tartamudeo del motor diésel y el sonido de las gomas de los neumáticos devorando la tierra.
—Llévatela adentro, Ava —dije—. Métela en casa.
La señora Goldstein pasó un brazo alrededor del hombro de su hija y le instó a que se levantara.
—Vamos, cariño. Vamos adentro.
—¡No sin Gandalf! —chilló Monica. Tenía once años, y era madura para su edad, pero en aquellos momentos había retornado a la edad de tres años—. ¡No sin mi perrito!
Su banda, ahora con más de siete centímetros empapados de sangre, se deslizó por el costado de su falda y la sangre le salpicó la pantorrilla delineando una mancha alargada.
—Monica, entra y llama al veterinario —le sugerí—. Dile que un coche ha atropellado a Gandalf. Dile que tiene que venir ahora mismo. Yo me quedaré con tu perro mientras tanto.
Monica me miró con unos ojos más que consternados, más que horrorizados. Locos. Conocía bien esa mirada. La veía a menudo en mi propio espejo.
—¿Lo prometes? ¿Lo juras a lo grande? ¿En el nombre de tu madre?
—Lo juro a lo grande, en el nombre de mi madre. Venga.
Se fue con su madre, y antes de subir los escalones de su casa lanzó una última mirada sobre su hombro y profirió un último gemido desconsolado. Me arrodillé junto a Gandalf, sujetándome al guardabarros del Hummer y agachándome como siempre hacía, con una dolorosa y severa inclinación hacia la izquierda, tratando de doblar la rodilla derecha no más de lo absolutamente imprescindible. Aun así, solté mi propio gritito de dolor, y me pregunté si sería capaz de volver a levantarme sin ayuda. No cabía esperarla de la señora Fevereau, que caminaba hacia el lado izquierdo de la calle, con piernas rígidas y separadas. Entonces se dobló por la cintura, como si hiciera una reverencia a un rey, y vomitó en una alcantarilla. Mientras lo hacía, mantuvo apartada a un lado la mano en la que sostenía el cigarrillo.
Volví mi atención hacia Gandalf. Había recibido el golpe en los cuartos traseros. Tenía la espina dorsal machacada. Sangre y mierda rezumaban lentamente de entre sus patas traseras fracturadas. Sus ojos se giraron hacia mí y distinguí en ellos una horrible expresión de esperanza. Sacó la lengua y me lamió la muñeca izquierda. Estaba seca como una alfombra, y fría. Gandalf iba a morir, pero quizá no con la rapidez suficiente. Monica regresaría pronto, y yo no quería que, cuando llegara, el perro siguiera vivo para poder lamerle la muñeca de ese modo.
Comprendí lo que debía hacer. No había nadie que pudiera verme. Monica y su madre estaban dentro. La señora Fevereau todavía me daba la espalda. Si otros en este extremo de la calle se habían acercado a las ventanas (o salido a sus jardines), el Hummer les impediría verme sentado junto al perro, con la pierna mala torpemente extendida. Tendría algo de tiempo, pero muy poco, y si me paraba a considerarlo, perdería la oportunidad.
Así que cogí en brazos a Gandalf y sin pausa estoy de vuelta en la obra de la avenida Sutton, donde la Compañía Freemantle se dispone a construir un edificio financiero de cuarenta plantas. Estoy en mi camioneta. Reba McEntire suena en la radio, cantando «Fancy». De repente me doy cuenta de que la grúa hace un ruido muy fuerte, aunque no he oído ningún aviso de marcha atrás, y cuando miro a mi derecha la parte del mundo que debería estar en esa ventanilla ha desaparecido. El mundo en aquel lado ha sido reemplazado por el amarillo. Allí flotan letras negras: LINK-BELT. Están creciendo, giro del todo el volante de la Ram hacia la izquierda, sabiendo que ya es demasiado tarde. Comienzan los gritos del metal al arrugarse, ahogando la canción en la radio y encogiendo el interior de la cabina de derecha a izquierda porque la grúa está invadiendo mi espacio, robándome el espacio, y la camioneta se está inclinando. Estoy tratando de salir por la puerta del conductor, pero es inútil. Debería haberlo hecho antes, pero el tiempo se ha esfumado realmente rápido. El mundo delante de mí desaparece cuando el parabrisas se convierte en una imagen lechosa a través de un millón de grietas. Entonces el edificio en obras regresa, aún girando sobre una bisagra mientras el parabrisas estalla hacia fuera. ¿Estalla? Sale volando hacia fuera, doblado por el centro como un naipe, y yo estoy golpeando el claxon con ambos codos, mi brazo derecho está haciendo su último trabajo. Apenas puedo oír el claxon sobre el motor de la grúa. LINK-BELT aún sigue moviéndose, empujando la puerta del lado del pasajero, cerrando el hueco para los pies frente al asiento, astillando el salpicadero en placas tectónicas de plástico. La porquería de la guantera flota alrededor, la radio muere, mi fiambrera está vibrando contra el sujetapapeles, y aquí llega LINK-BELT. LINK-BELT está directamente sobre mí, podría sacar la lengua y lamer ese puto guión. Me pongo a chillar porque ahí es cuando empieza la presión. La presión empuja primero mi brazo derecho contra el costado, luego se extiende, luego raja y divide. La sangre rocía mi regazo como un cubo de agua caliente y oigo cómo algo se rompe. Probablemente mis costillas. Suenan como huesos de pollo bajo el tacón de una bota.
Sostuve a Gandalf contra mí y pensé: ¡Trae la amiga, asiéntate en la amiga, asiéntate en la puñetera COLEGA, zorra de mala muerte!
Ahora estoy sentado en la ’quilla, sentado en la puñetera colega, estoy en casa pero no lo siento como mi hogar, con todos los relojes de Europa dando la hora en el interior de mi cabeza fracturada y no puedo recordar el nombre de la muñeca con la que Kamen me obsequió, lo único que puedo recordar son nombres de chico: Randall, Russell, Rudolph, el jodido River Phoenix. Cuando llega con la fruta y el puto queso, le digo que me deje solo, le digo que necesito cinco minutos. «Puedo hacerlo», afirmo, porque es la frase que Kamen me ha proporcionado, es la vía de escape, es el miip-miip-miip que dice «cuidado, Pammy, Edgar está dando marcha atrás». Pero en vez de marcharse, coge la servilleta de la bandeja para limpiarme el sudor de la frente y mientras lo hace la agarro por la garganta porque en ese momento la declaro culpable de que no me acuerde del nombre de mi muñeca, ella es culpable de todo, incluyendo LINK-BELT. La agarro con mi mano buena, la izquierda. Durante unos pocos segundos quiero matarla, y quién sabe, quizá lo intento. Lo que sí sé es que preferiría recordar todos los accidentes de este mundo redondo antes que la mirada en sus ojos mientras forcejea para liberarse. Luego pienso: ¡Era ROJO!, y permito que se marche.
Sostuve a Gandalf contra mi pecho como antaño sostuve a mis hijas cuando eran bebés y pensé: Puedo hacerlo. Puedo hacerlo. Puedo hacerlo. Notaba cómo la sangre de Gandalf me empapaba los pantalones como agua caliente y pensé: Vamos, cabrón, sal del Dodge.
Sostuve a Gandalf y pensé en lo que se sentía al ser aplastado vivo mientras la cabina de tu camioneta se come el aire alrededor de ti y el aliento abandona tu cuerpo y te brota sangre de la nariz y la boca, y esos sonidos secos mientras la conciencia huye, esos eran los huesos rompiéndose en el interior de tu propio cuerpo: tus costillas, tu brazo, tu cadera, tu pierna, tu mejilla, tu puto cráneo.
Sostuve al perro de Monica y pensé, en una suerte de triunfo miserable: ¡Era ROJO!
Por un momento me hallé en una oscuridad salpicada de aquel mismo rojo; entonces abrí los ojos. Apretaba firmemente a Gandalf con el brazo izquierdo contra mi pecho, y el perro clavaba los ojos en mi cara.
No, más allá de mi cara. Y más allá del cielo.
—¿Señor Freemantle? —Era John Hastings, el viejo que vivía dos casas más arriba de la de los Goldstein. Con su gorra de tweed inglesa y su jersey sin mangas, parecía preparado para una excursión por los páramos escoceses. Excepto, claro, por la expresión de consternación en su rostro—. ¿Edgar? Déjelo ya. Ese perro está muerto.
—Sí —contesté, relajando mi apretón sobre Gandalf—. ¿Me ayudaría a levantarme?
—No estoy seguro de que pueda —dijo Hastings—. Es probable que acabáramos los dos en el suelo.
—Podría ir entonces a comprobar si las Goldstein están bien —sugerí.
—Es su perro —dijo—. Esperaba… —Sacudió la cabeza.
—Es su perro —confirmé—. Y no quiero que ella salga y lo vea así.
—Por supuesto, pero…
—Yo le ayudaré —se ofreció la señora Fevereau. Tenía mejor aspecto, y se había desecho del cigarrillo. Me asió por el muñón del brazo derecho, y luego vaciló—. ¿Le dolerá?
Dolería, pero mucho menos que si permanecía en aquella posición, así que le contesté que no. Mientras John subía por el camino de entrada de los Goldstein, me agarré del parachoques del Hummer. Juntos nos las apañamos para ponerme en pie.
—Supongo que no tendrá nada para cubrir al perro, ¿no? —pregunté.
—Pues de hecho tengo una manta vieja en la parte de atrás.
—Bien. Genial.
Empezó a rodear el vehículo (sería un largo recorrido, dado el tamaño del Hummer), y luego se volvió.
—Gracias a Dios que murió antes de que la pequeña regresara.
—Sí —asentí—. Gracias a Dios.
IX
No me encontraba lejos de mi casita al final de la calle, pero a pesar de ello recorrí esa distancia a paso lento y resoplando. Para cuando llegué, había desarrollado el dolor en mi mano que denominaba Puño de Muleta, y la sangre de Gandalf estaba endureciéndose en mi camisa. Había una tarjeta insertada entre el cristal y el marco de la puerta delantera. La saqué de un tirón. Bajo una sonriente niña saludando al estilo de las Girl Scouts, estaba escrito este mensaje:
¡UNA AMIGA DEL VECINDARIO VINO A TRAERTE NOTICIAS DE UNAS DELICIOSAS GALLETITAS DE GIRL SCOUT!
¡AUNQUE HOY NO TE ENCONTRÓ EN CASA, Monica VOLVERÁ A LLAMAR!
¡HASTA PRONTO!
Monica había dibujado sobre la i de su nombre una cara sonriente a modo de punto. Estrujé la tarjeta y la arrojé a la papelera mientras cojeaba hacia la ducha. Tiré a la basura la camisa, los vaqueros y la ropa interior, manchados de sangre. No quería volver a ver esas prendas nunca más.
X
Mi Lexus de dos años estaba aparcado en el camino de entrada, pero no me había sentado tras el volante de un vehículo desde el día de mi accidente. Un chico de la escuela universitaria próxima a mi casa me hacía recados tres veces por semana. Kathi Green también se mostraba dispuesta a acercarse al supermercado más cercano si se lo pedía, o me llevaba al Blockbuster antes de alguna de nuestras pequeñas sesiones de tortura (tras las cuales siempre terminaba hecho polvo). Si me hubieras dicho que aquel otoño volvería a conducir, me habría reído. No era por la pierna mala; la idea misma de conducir me producía sudores fríos.
Pero no mucho después de mi ducha, eso es precisamente lo que hacía: deslizarme tras el volante, poner en marcha el motor, y mirar sobre mi hombro derecho mientras retrocedía por el camino de entrada. Me había tomado cuatro de las pequeñas píldoras rosas de Oxycontina en lugar de las dos habituales, y confiaba en que pudieran llevarme hasta la Stop & Shop cerca de la intersección de East Hoyt y Eastshore Drive y traerme de vuelta sin sufrir alucinaciones ni matar a nadie.
No me demoré demasiado en el supermercado. No fue en absoluto una compra de comestibles en el sentido normal, sino más bien la rápida batida de un bombardero: una incursión en la carnicería seguida de una expedición renqueante por la caja para menos de diez artículos, sin cupones de descuento, nada que declarar. Aun así, para cuando regresé a Aster Lane me encontraba oficialmente colocado. Si un policía me hubiera parado, jamás habría superado una prueba de alcoholemia.
Nadie me detuvo. Pasé por delante de la casa de los Goldstein, donde había cuatro coches en el camino de entrada, al menos otra media docena aparcados en la acera, y luces surgiendo a raudales de todas las ventanas. La madre de Monica había pedido refuerzos por el teléfono rojo, y daba la impresión de que muchos familiares y amigos habían respondido. Bien por ellos. Y bueno para Monica.
Menos de un minuto después, viraba hacia mi propio camino de entrada. A pesar de la medicación, sentía un dolor punzante en la pierna derecha, de moverla entre el acelerador y el freno, y me dolía la cabeza: una constante cefalea tensional al viejo estilo. Mi principal problema, sin embargo, era el hambre. Para empezar, era lo que me había inducido a salir. Salvo que hambre, por sí solo, era un término demasiado suave para describir lo que padecía. Tenía un hambre canina, voraz, y las sobras de lasaña en el frigorífico no la aplacarían. Contenía carne, pero no la suficiente.
Entré en la casa dando tumbos sobre la muleta, con la cabeza flotando en un mar de Oxycontina. Ya en la cocina, saqué una sartén del cajón bajo el hornillo y la arrojé sobre uno de los quemadores. Giré el regulador hasta la posición de ALTO, sin oír apenas el sonido del gas al encenderse; estaba demasiado ocupado rasgando el envoltorio del paquete de carne picada. La eché sobre la sartén y la aplasté con la palma de la mano antes de escarbar en el cajón junto al hornillo en busca de una espátula.
Anteriormente, al regresar a casa, cuando me desprendí de mis ropas y trepé a la ducha, había confundido la palpitación de mi estómago con náuseas: parecía una explicación razonable. Para cuando me estaba aclarando el jabón, no obstante, las palpitaciones habían dado paso a un estacionario rugido sordo como el sonido de un potente motor en reposo. Las drogas lo habían amortiguado un poco, pera ahora estaba de vuelta, y peor que nunca. Si alguna vez en mi vida me había sentido tan hambriento, era incapaz de recordar cuándo.
Volteé la hamburguesa, grotescamente grande, e intenté contar hasta treinta. Me imaginaba que treinta segundos a fuego fuerte sería al menos un paso en la dirección correcta hacia lo que la gente se refería con «cocinar la carne». Si se me hubiera ocurrido poner en marcha el ventilador para extraer el olor podría haberlo conseguido. Pero en la situación actual ni siquiera llegué a veinte. En el diecisiete agarré a toda prisa un plato de plástico, eché en él la hamburguesa, y engullí la carne de ternera medio cruda, apoyado sobre el armario. Hacia la mitad, reparé en el jugo rojo que escurría de la carne roja y tuve una momentánea pero brillante visión de Gandalf mirándome mientras la sangre y la mierda rezumaban de entre los restos destrozados de sus cuartos traseros, apelmazando el pelaje de sus patas fracturadas. Mi estómago no llegó a agitarse, simplemente imploraba impaciente más comida. Estaba hambriento.
Hambriento.
XI
Aquella noche soñé que me encontraba en el dormitorio que había compartido durante tantos años con Pam. Ella dormía a mi lado y no escuchaba la voz que, croando, procedía de algún lugar de la planta baja de la casa a oscuras: «Recién casados, casi muertos, recién casados, casi muertos, recién casados, casi muertos». Sonaba como algún aparato mecánico atascado. Sacudí a mi mujer, que simplemente se giró. Me dio la espalda alejándose de mí. Habitualmente los sueños cuentan la verdad, ¿no es así?
Me levanté y bajé las escaleras, asiendo el pasamanos para compensar la pierna mala. Y había algo extraño en el modo en que sujetaba aquella familiar barandilla lustrada. Al aproximarme al pie de la escalera, me di cuenta de lo que era. Justo o no, este es un mundo para diestros: las guitarras no se fabrican para zurdos, ni los pupitres de la escuela, ni los paneles de mando de los coches americanos. La balaustrada de la casa en la que había vivido con mi familia no era una excepción; estaba a la derecha porque, aunque mi compañía había construido la vivienda a partir de mis planos, tanto mi esposa como mis dos hijas eran diestras, y la mayoría manda.
Pero aun así, mi mano se deslizaba siguiendo la barandilla.
Naturalmente, pensé. Porque es un sueño. Como lo de esta tarde. ¿Sabes?
Gandalf no fue un sueño, repliqué mentalmente, y la voz del intruso, más cerca que nunca, repitió, una y otra vez: «Recién casados, casi muertos». Quienquiera que fuese, la persona se encontraba en la sala de estar, y yo no quería entrar allí.
No, Gandalf no fue un sueño, me dije. Quizá aquellos pensamientos procedían del fantasma de mi mano derecha. El sueño lo estaba matando.
¿Había muerto por sí mismo, entonces? ¿Era eso lo que la voz trataba de decirme? Porque no creía que Gandalf hubiera muerto por sí mismo. Había necesitado ayuda.
Entré en la sala de estar. No era consciente de que moviera los pies; entré del mismo modo en que te mueves en sueños, como si fuera el mundo el que realmente se desplazara a tu alrededor, corriendo hacia atrás en algún extravagante truco de proyección. Y allí, sentada en la vieja mecedora Boston de Pam, se hallaba Reba, la Muñeca Anticólera, que ahora había crecido hasta alcanzar el tamaño de una niña real. Sus pies, calzados con unos zapatos Mary Jane negros, se balanceaban adelante y atrás a ras del suelo, al final de horribles piernas rosadas sin huesos. Sus ojos poco profundos se clavaban en mí. Sus rizos de fresa sin vida brincaban de un lado a otro. Tenía la boca embadurnada de sangre, y en el sueño supe que no era sangre humana ni sangre de perro, sino la sustancia que había rezumado de la hamburguesa prácticamente cruda, la sustancia que había lamido del plato de plástico cuando la carne hubo desaparecido.
¡La rana malvada nos perseguía!, gritó Reba. ¡Tenía PIÑOS!
XII
Aquella palabra —¡PIÑOS!— aún resonaba en mi cabeza cuando me incorporé en la cama, con un charco de luz de luna otoñal en mi regazo. Intentaba gritar pero lo único que emitía era una serie de silenciosos jadeos. Mi corazón latía atronador. Estiré el brazo en busca de la lámpara de la mesilla y evité misericordiosamente que cayera al suelo, aunque una vez encendida vi que la había empujado y que la mitad de la base quedaba suspendida sobre el vacío. La radio-despertador proclamaba que eran las 3.19 de la madrugada.
Saqué las piernas de la cama con una oscilación y posé la mano en el teléfono. «Si realmente me necesitas, llámame», había dicho Kamen. «A cualquier hora, de día o de noche.» Y si su número hubiera estado grabado en la memoria del teléfono del dormitorio, probablemente lo habría hecho. Pero a medida que la realidad se reafirmaba a sí misma (este era el refugio del lago Phalen, no la casa en Mendota Heights, no había voces croando escaleras abajo), la urgencia pasó.
Reba, la Muñeca Anticólera en la mecedora Boston, que había crecido hasta alcanzar el tamaño de una niña real. Bueno, ¿por qué no? Había estado furioso, aunque más con la señora Fevereau que con el pobre Gandalf, y no tenía ni idea de la relación de las ranas dentudas con el precio de las judías en Boston. La verdadera pregunta, a mi juicio, era sobre el perro de Monica. ¿Había matado yo a Gandalf, o había expirado sin más?
O tal vez la cuestión era por qué me había sentido tan hambriento después. Quizá esa era la cuestión.
Tan hambriento de carne.
—Lo tomé entre mis brazos —susurré.
En tu brazo, querrás decir, porque ahora solo tienes uno. Tu brazo izquierdo, el bueno.
Pero mi memoria lo tomaba entre mis brazos, en plural. Canalizaba de algún modo mi enojo
(era ROJO)
desde aquella insensata mujer con su cigarrillo y su teléfono móvil de vuelta hacia mí mismo, en una suerte de loco bucle cerrado… lo tomaba entre mis brazos… seguramente una alucinación, pero sí, ese era mi recuerdo.
Lo tomaba entre mis brazos.
Acunaba contra el pecho su pescuezo con mi codo izquierdo, de tal forma que pudiera estrangularle con la mano derecha.
Estrangularle y poner fin a su miseria.
Dormía con el torso desnudo, para que fuera fácil contemplar el muñón. Solo tenía que girar la cabeza. Era capaz de agitarlo, pero no mucho más. Lo hice un par de veces, y luego miré hacia el techo. Mi ritmo cardíaco se estaba normalizando un poco.
—El perro murió a causa de sus heridas —dije—. Y del shock. Una autopsia lo confirmaría.
Salvo que nadie practicaba autopsias a perros muertos cuyos huesos habían sido machacados y convertidos en gelatina por Hummers conducidos por mujeres distraídas y descuidadas.
Mirando al techo, deseé que esta vida acabara. Esta infeliz vida que a buen seguro acababa de iniciarse. Pensé que ya no podría dormir más esa noche, pero finalmente lo hice. A la postre, siempre terminamos por desgastar nuestras preocupaciones.
Eso es lo que Wireman dice.
Cómo dibujar un cuadro (II)
Recuerda que la verdad está en los detalles. Sin importar cómo veas el mundo o el estilo que impongas a tu obra como artista, la verdad está en los detalles. Naturalmente, el diablo también se encuentra ahí (todo el mundo dice eso), pero quizá verdad y diablo sean palabras que expresan la misma cosa. Podría ser, ¿sabes?
Imagina de nuevo a aquella chiquitina, la que se cayó del carruaje. Se golpeó el lado derecho de la cabeza, pero fue la parte izquierda de su cerebro la que sufrió las peores consecuencias; el contragolpe, ¿recuerdas? En ese lado es donde se encuentra el área de Broca, claro que no es algo que se conociera en mil novecientos veintitantos. El área de Broca procesa el lenguaje. Pégale un puñetazo lo suficientemente fuerte y perderás tu facultad de hablar, a veces solo momentáneamente, a veces para siempre. Pero, aunque estrechamente relacionadas, decir no es lo mismo que ver.
La niñita todavía ve.
Ve a sus cinco hermanas. Sus vestidos. Su pelo alborotado por el viento cuando llegan del exterior. Ve el bigote de su padre, ahora lleno de hebras grises. Ve a Nana Melda, no solo el ama de llaves, sino lo más cercano a una madre que esta niña pequeña conoce. Ve el pañuelo que Nanny se pone en la cabeza para limpiar; ve el nudo delantero, justo sobre la gran frente marrón de Nana Melda; ve las pulseras de plata de Nana Melda, y ve cómo titilan como estrellas bajo la luz del sol que se derrama a través de las ventanas.
Detalles, detalles, la verdad está en los detalles.
¿Y lo que se ve no pide a gritos ser dicho, incluso en una mente dañada? ¿Un cerebro herido? Oh, seguro que sí, seguro que sí.
Ella piensa: Me duele la cabeza.
Ella piensa: Algo malo ha pasado, y no sé quién soy. O dónde estoy. O lo que todas estas imágenes brillantes a mi alrededor son.
Ella piensa: ¿Libbit? ¿Me llamo Libbit? Antes lo sabía. Podía hablar en el antes-lo-sabía, pero ahora mis palabras son como peces en el agua. Quiero al hombre con el pelo sobre el labio.
Ella piensa: Ese es mi papi, pero cuando trato de decir su nombre, le llamo «¡Jaro!¡Jaro!», porque uno pasa volando por mi ventana. Veo cada una de sus plumas. Veo su ojo como de cristal. Veo su pata, que se dobla como si estuviera rota, y esa palabra es tocida. Me duele la cabeza.
Entran unas chicas. Entran Maria y Hannah. Ellas no le gustan, pero le gustan las gemelas, pequeñas como ella.
Ella piensa: Llamaba a Maria y Hannah las Malas Malosas en el antes-lo-sabía, y se da cuenta de que lo vuelve a saber. Es otra cosa que regresa. El nombre para otro detalle. Lo olvidará otra vez, pero la próxima vez que lo recuerde, lo recordará por más tiempo. Está casi segura de ello.
Ella piensa: Cuando intento decir Hannah, digo «¡Jaro! ¡Jaro!». Cuando trato de decir Maria digo «¡Mea! ¡Mea!». Y ellas se ríen, esas malvadas. Lloro. Quiero a mi papá y no puedo recordar cómo se dice; esa palabra se ha vuelto a ir. Palabras que son como pájaros, que vuelan y vuelan y vuelan y se alejan. Mis hermanas hablan. Hablan, hablan, hablan. Mi garganta está seca. Intento decir sedienta. Digo: «¡Sexta!¡Sexta!». Pero ellas solo se ríen, esas malvadas. Tengo un vendaje, huelo el yodo, el sudor, escucho sus risas. Les pego un grito, y grito fuerte, y se van corriendo. Llega Nana Melda, que tiene la cabeza roja porque su pelo está envuelto con el pañuelo. Sus cosas redondas brillan brillan brillan bajo el sol, son lo que tú llamas pulseras. Digo «¡Sexta!¡Sexta!» y Nana Melda no comprende. Así que entonces digo «¡Aca! ¡Aca!» y Nana me lleva a hacer caquita aunque no tengo ganas de hacer caquita. Estoy sentada en el orinal y veo y señalo. «¡Aca! ¡Aca!» Llega papá. «¿A qué se deben estos gritos?», dice con toda la cara llena de burbujas blancas menos una parte que está suave. Ahí es por donde raspó esa cosa para quitarse el pelo. Me ve señalar. Lo comprende. «A que tiene sed.» Llena el vaso con agua. La habitación está llena de soleado. El polvo flota en lo soleado, y su mano pasa por lo soleado con el vaso de agua, y a eso lo llamarías hermoso. Lo bebo todo. Después lloro, pero porque estoy mejor. Él me besa me besa me besa, me abraza me abraza me abraza, y trato de decirle: «¡Papi!», pero no puedo todavía. Entonces me pongo a pensar de refilón en su nombre, y aparece John, así que pienso eso en mi mente, y mientras pienso John un «¡Papi!» escapa de mi boca y él me abraza me abraza más y más.
Ella piensa: Papi es mi primera palabra en este lado de la cosa mala.
La verdad está en los detalles.
2
Big Pink
I
La cura geográfica de Kamen funcionó, aunque a la hora de arreglar lo que andaba mal en mi cabeza, creo que la parte de Florida fue una mera coincidencia. Es cierto que viví allí, estrictamente hablando, pero en la realidad nunca viví allí. No. La cura geográfica de Kamen funcionó debido a Duma Key, y a Big Pink. Para mí, esos lugares llegaron a constituir un mundo propio en sí mismo.
Dejé St. Paul el 10 de noviembre, con el corazón esperanzado pero sin auténticas expectativas. Kathi Green, la Reina de la Rehabilitación, vino a despedirse. Me plantó un beso en la boca, me dio un fuerte abrazo, y susurró:
—Que tus sueños se hagan realidad, Eddie.
—Gracias, Kathi —respondí. Me conmovió, incluso a pesar de que el sueño que me obsesionaba era el de Reba, la Muñeca Anticólera, el sueño en que ella, con el tamaño de una niña real, me esperaba sentada en el salón iluminado por la luna de la casa que había compartido con Pam. Podía vivir sin que dicho sueño se hiciera realidad.
—Y envíame una postal desde Disney World. Estoy deseando verte con orejas de ratón.
—Lo haré —dije, pero nunca visité Disney World. Ni tampoco Sea World, ni los Jardines Busch, ni fui a la Carrera de Daytona.
Cuando despegué de St. Paul en un Lear 55 (ser un jubilado de oro tiene sus privilegios), la temperatura era de cuatro grados centígrados bajo cero, y el cielo escupía los primeros copos de nieve de otro largo invierno septentrional. Cuando aterricé en Sarasota, el termómetro marcaba veintinueve grados y lucía el sol. Mientras cruzaba la pista hacia la terminal privada, todavía cojeando con mi fiel muleta roja, hasta me pareció oír las palabras de agradecimiento de mi cadera.
Al echar la vista atrás hacia aquella época, lo hago con un estofado de emociones de lo más extraño: amor, nostalgia, pavor, horror, pesar, y la dulzura profunda que solo aquellos que han estado al borde de la muerte conocen. Así es como imagino que debieron de sentirse Adán y Eva. ¿Acaso no crees que volvieron la vista hacia al Edén cuando, descalzos, iniciaron su andadura por el camino que terminaría en nuestra situación actual, en este mundo politizado, afligido, de balas, bombas y televisión vía satélite? ¿Miraron más allá del ángel que custodiaba la puerta cerrada con su fiera espada? Seguro que sí. Imagino que debieron de desear echar una última mirada al verde mundo que habían perdido, con su dulce agua y sus animales de corazón amable.
Y su serpiente, desde luego.
II
A lo largo de la costa occidental de Florida se extiende todo un brazalete ornamentado de cayos. Si te calzaras unas botas de siete leguas, podrías caminar de Longboat a Lido, de Lido a Siesta, de Siesta a Casey. La siguiente zancada te lleva a Duma Key, de unos quince kilómetros de largo y menos de un kilómetro en su punto más ancho, ubicado entre Casey Key y la isla de Don Pedro. Deshabitado en su mayor parte, es una maraña de banianos, palmeras y pinos australianos, con una desigual y arrugada playa llena de dunas en el lado del Golfo. El arenal está resguardado por una franja de matas de araña, o uniola paniculata, gramíneas que alcanzan la altura de la cintura.
—La uniola es autóctona —me explicó Wireman una vez—, pero el resto de toda esa porquería no tendría posibilidad alguna de crecer sin irrigación.
Durante la mayor parte de mi estancia en Duma Key, nadie vivió allí salvo Wireman, la Novia del Padrino, y yo.
Sandy Smith era mi agente inmobiliaria en St. Paul. Le había solicitado que me buscara un lugar tranquilo (no estoy seguro de si empleé la palabra aislado, puede que sí), pero con todos los servicios a mano. Pensando en el consejo de Kamen, le transmití a Sandy mi deseo de alquilar algo por un año, y añadí que el dinero no sería una objeción, siempre y cuando no me quedara demasiado pelado. A pesar de mi estado depresivo y el dolor, más o menos persistente, me disgustaba la idea de que se aprovecharan de mí. Sandy introdujo mis requerimientos en el ordenador y Big Pink fue el resultado. Fue sencillamente cuestión de suerte.
Salvo que realmente no lo creo. Porque incluso mis primeros dibujos parecen tener, no sé, algo.
Algo.
III
El día que llegué en mi coche de alquiler (conducido por Jack Cantori, el joven que Sandy Smith había contratado a través de una agencia de empleo de Sarasota) no conocía nada de la historia de Duma Key. Lo único que sabía era que para llegar allí había que cruzar desde Casey Key un puente levadizo de los tiempos de la WPA.* Mientras lo atravesábamos, advertí que la punta norte de la isla estaba libre de la vegetación que tupía el resto del Cayo. En su lugar había un paisaje auténtico (en Florida eso significa césped y palmeras regados casi continuamente). Pude ver media docena de casas pegadas a la carretera angosta y desigual que discurría en dirección sur, la última de las cuales era una hacienda de grandes dimensiones, indiscutiblemente elegante.
Y cerca, en ese extremo de Duma Key, a una distancia del puente inferior a la longitud de un campo de fútbol, divisé una casa de color rosa colgando sobre el Golfo.
—¿Es esa? —pregunté, pensando: Por favor, que lo sea. Esa es la que quiero—. Lo es, ¿verdad?
—No lo sé, señor Freemantle —respondió Jack—. Conozco Sarasota, pero esta es la primera vez que estoy en Duma. Nunca tuve nin
